MUNDO

El efecto invernadero industrial

 

 
Por: Salvatore Salmeri

Entre los 19 y los 23 kilómetros por sobre la superficie terrestre, en la estratósfera, un delgado escudo de gas, la capa de ozono, rodea a la Tierra y la protege de los peligrosos rayos del sol. El ozono se produce mediante el efecto de la luz solar sobre el oxígeno y es la única sustancia en la atmósfera que puede absorber la dañina radiación ultravioleta (UV-B) proveniente del sol. Este delgado escudo hace posible la vida en la tierra.

El ozono es un compuesto inestable de tres átomos de oxígeno, el cual actúa como un potente filtro solar evitando el paso de una pequeña parte de la radiación ultravioleta (UV) llamada B que se extiende desde los 280 hasta los 320 manómetros (nm). La radiación UV-B puede producir daño en los seres vivos, dependiendo de su intensidad y tiempo de exposición; estos daños pueden abarcar desde irritación a la piel, conjuntivitis y deterioro en el sistema de defensas, hasta llegar a afectar el crecimiento de las plantas y dañando el fitoplancton, con las posteriores consecuencias que esto ocasiona para el normal desarrollo de la fauna marina.

Los principales agentes de destrucción del ozono estratosférico son mayormente el cloro y el bromo libres, que reaccionan negativamente con ese gas. La forma por la cual se destruye el ozono es bastante sencilla: la radiación UV arranca el cloro de una molécula de clorofluorocarbono (CFC). Este átomo de cloro, al combinarse con una molécula de ozono la destruye, para luego combinarse con otras moléculas de ozono y eliminarlas.

Desde 1974, los científicos nos han advertido acerca de una potencial crisis global como resultado de la progresiva destrucción de la capa de ozono causada por sustancias químicas hechas por el hombre, tales como los clorofluorocarbonos (CFCs). Según la Organización Meteorológica Mundial (OMM), el año 1998 fue el vigésimo año consecutivo en el que la temperatura media del planeta estuvo por encima de su valor normal; siendo los últimos 14 años los más calientes, con casi un grado centígrado por encima de la media de principios del siglo XX. La frecuencia y la severidad de eventos naturales extremos, como las lluvias torrenciales, sequías prolongadas y los huracanes, al igual que las enfermedades sensibles al clima, como el paludismo, el dengue y la encefalitis, se están incrementando en todo el mundo.

La cadena de desastres ecológicos que ha azotado al mundo desde los años postreros del milenio pasado y de principios del actual, tiene que ver con el llamado “cambio climático global” o “efecto invernadero”, el cual obedece al creciente aumento de las emisiones de “dióxido de carbono” (CO2), producido por el escape de los automóviles, los aviones, los motores en general y las plantas industriales. Por otra parte, el dióxido de carbono, asociado a otros gases derivados también de la actividad industrial, está destruyendo la capa de ozono.

Estos desequilibrios comienzan a desarrollarse con los inicios de la era industrial hace más de 250 años. Sin embargo, podemos decir con toda certeza que el salto cualitativo observado en la última década en la temperatura media del planeta, y en la frecuencia y severidad de ciertos eventos naturales, así como en el tamaño del agujero en la capa de ozono y en la extensión de enfermedades asociadas a estos fenómenos, tiene que ver con el salto igualmente cualitativo que durante el mismo período ha experimentado el consumo de petróleo y otros combustibles fósiles asociados al esquema desarrollista de la globalización.

A medida que la demanda de energía ha ido creciendo a lo largo de los últimos 250 años, la temperatura del planeta, registrada científicamente desde 1866, ha ido en aumento. De allí que las temperaturas medias más altas registradas en los últimos 100 años se hayan presentado después de 1990; justamente cuando el crecimiento económico y el consumo de energía alcanzaron uno de sus ritmos más acelerados de la historia gracias a las condiciones económicas creadas por la globalización.

A costa del sacrificio de una gran parte de la vida en el planeta, el enorme crecimiento económico experimentado por los países imperialistas durante estos 10 años de globalización no se ha traducido en mayores oportunidades de empleo o en una reducción de la pobreza mundial. Todo esto significa que el extraordinario incremento de la riqueza obtenido durante la última década, así como el singular aumento de la productividad del trabajo derivada de los recientes desarrollos de la tecnología de las comunicaciones y la biotecnología, han sido acaparados por una minúscula parte de la humanidad, en detrimento de una mayoría que de una manera u otra ha sido la creadora de esa riqueza.

Los apóstoles de la globalización y las instituciones supranacionales encargadas de dirigirla, quieren imponernos el dogma de que la “mano invisible” del mercado nos llevará un día al punto de equilibrio entre los factores económicos y los factores ecológicos.

Estados Unidos, principal defensor del libre mercado y promotor de la globalización, son responsable del 30% de los gases destructores de la capa de ozono, pero los intereses petroleros, que gobiernan en Washington, hacen caso omiso a sabiendas de la gravedad del problema ambiental y se niegan a firmar el Protocolo de Kyoto, que los obligaría a reducir las emanaciones de gases tóxicos responsables del efecto invernadero.

Este tema tampoco interesa al complejo automotriz (parte a su vez del Complejo Militar-Industrial), que en contubernio con las petroleras (EXXON, Mobil, Texaco, Chevron), incitaron a los consumidores, contra toda racionalidad social, a comprar esos energívoros vehículos: 4x4, SUV o utilitarios.

El recalentamiento actual del planeta, generador y amplificador de huracanes como Katrina y Rita, tsunamis, así como ciclones e inundaciones que sin duda alguna vendrán, ha sido analizado y previsto en un sinnúmero de informes sobre los peligros del impacto del sistema capital-productivista en la biosfera. Además, las consecuencias concretas en el plano económico de este nuevo “shock petrolero”, acentuado por Katrina, y las imprevisibles consecuencias económicas, echan abajo las teorías irrealistas de que estaríamos en la sociedad post-industrial (A.Touraine) o en la “sociedad de la información” (los Töfler). No olvidemos que Internet y la red satelital colapsaron aquellos días de la catástrofe.

El capitalismo de nuestros días en su forma actual productivo-industrial-depredadora, es absolutamente dependiente de una energía agotable y contaminante como el petróleo, así como de infraestructuras y redes de distribución y de factores capitalistas industriales; de mano de obra calificada y de la explotación intensiva del trabajo humano.

La economía mundial se estremece y las señales de los mercados se traducen fácilmente: alza del combustible = alza de precios. Los monetaristas clamarán: baja de impuestos para relanzar la demanda y el crecimiento (sus ganancias). Consecuencia: menos gasto social y congelamiento de salarios. La gente trabajadora paga. A este pensamiento pobre y circular se reduce la teoría económica de los discípulos del FMI. En conclusión podemos decir que la causa última del recalentamiento del planeta es política, económica, ideológica y no natural.