Guerra de palabras
Santiago Alba Rico*
20 de noviembre de 2001. Para CSCAweb (www.nodo50.org/csca)
Ilustración:
Paco Arnau
"Donde
las palabras no significan ya nada, ¿qué tendríamos
que callarnos? En medio del bullicio de voces que puebla nuestro
universo, en esta selva erizada de palabras, se puede decir todo,
incluso la verdad, sin que ello produzca ningún efecto.
Se puede decir todo, incluso la verdad, precisamente porque la
palabra no introduce ya ningún efecto, no tiene ninguna
consecuencia, salvo la de confirmar una vez tras otra su terrible,
peligrosa, devastadora inanidad"
Palabras
A finales de los años cincuenta George Steiner
denunciaba en un polémico artículo la corrupción
de la lengua alemana a manos del nazismo: el confinamiento de
toda una nación en la región de las metáforas
zoológicas, de las afirmaciones vacías, de los
embustes autistas, habría dejado inservible el alemán
para la literatura y la verdad. Steiner defendía su pobre
peculio de escritor y concebía ingenuamente la lengua
como un tesoro susceptible de malversación, al que habría
que corromper desde "fuera", como el virus corrompe
una lozanía. En esto se equivocaba. El lenguaje tiene
sin duda límites místicos, pero no ideológicos:
su capacidad para extraviar el sentido es infinita. Sirve quizás,
sobre todo, para eso. El rebato de declaraciones de las últimas
semanas así lo prueba. "Un ataque contra nuestra
civilización", "el terrorismo es la lacra de
nuestro tiempo", "afirmar que a los terroristas no
hay que matarlos es como afirmar que a los delincuentes no hay
que detenerlos y condenarlos", "cuando el humanitarismo
permite hacer progresos a los ejércitos, yo me alegro",
"Estados Unidos tiene derecho a la venganza", "israelíes
y palestinos siguen siendo una amenaza los unos para los otros"...
¿Cómo la lengua castellana -o la inglesa o la persa-
permite decir eso? Al contrario que en un puzzle, donde
las piezas sólo son expresivas en una -y
sólo una- combinación, las palabras admiten encajes
inagotables. Todo puede decirse. O mejor: no hay nada que no
pueda decirse. Y no hay nada, por tanto, que no llegue a decirse.
Los tristemente famosos libelos de la Fallaci demuestran hasta
que punto un descomedimiento encuentra siempre palabras con las
que romperle la cara a la verdad -y oídos que se regocijan
oyéndola gemir.
Ningún hombre estará completamente
sometido mientras la libertad esté instalada en el corazón
mismo del lenguaje: la libertad para mentir. Pero entonces la
comunicación y, más allá, la verdad presupondrá
el acuerdo espontáneo, aunque tal vez extralingüístico,
mediante el cual dos hablantes se declaran mutuamente su intención
de renunciar a la libertad mientras dure el acto comunicativo.
No es que se dé por supuesto que el otro no va a mentir
o que uno mismo no vaya a verse en la necesidad de hacerlo: se
da por supuesto que el marco de posibilidad de
la comunicación es la verdad. Los malentendidos también
se entienden, pero no son la finalidad de la conversación.
Sobre el fondo de este acuerdo, dos hablantes pueden llegar
a uno de signo contrario y, tras delimitar las condiciones espacio-temporales
del juego, jugar a mentir; haciendo esto, se limitan a
definir por antífrasis el marco de posibilidad
de la comunicación, y a aceptar sus restricciones. Valga
decir: la verdad es un juego. La mentira no. La verdad
son reglas. La mentira no. Pero ocurre que de este juego
y estas reglas no sólo han nacido los poemas de Leopardi
y de Hölderlin, el "Buey desollado" de Rembrandt
y las matemáticas de Gödel, las novelas de Dostoievski,
de Flaubert, de Kafka; ese juego y esas reglas
son la base, aún más que la separación de
poderes, de esa forma jurídica cuyo nombre -debo confesarlo-
siempre he pronunciado con mucho menos fervor que los que acostumbran
a patearla desde dentro: Estado de Derecho, legalidad internacional,
democracia.
Que el hombre más corrupto, el más
abyecto, el más trapacero, aquel acostumbrado a obtener
ventaja de la mentira y a sobornar las flaquezas de los otros,
pregunte al pescadero "¿son frescos estos mejillones?",
demuestra hasta qué punto la verdad es el principio de
toda comunicación y prueba que un tal principio sólo
puede ser violado por la inalienable libertad de la mentira a
condición de reconocer una y otra vez su autoridad. Para
mentir se necesita, pues, una cierta valentía. Hay que
ser capaz. Frente al pescadero, el mentiroso restablece el acuerdo
que ha violado mil veces devolviéndole su originariedad
ultrajada: "A ver si eres capaz de mentirme". El mentiroso,
como para iluminar la naturaleza heterónoma de su coraje,
da por sentada con su pregunta la cobardía del
pescadero; la presupone, por decirlo así, como se presupone
el valor entre militares. ¿Están o no frescos los
mejillones? La cuestión es que de unos mejillones que
no están frescos (y que no lo están, se diga lo
que se quiera, para la Ciencia) se puede decir que lo
están, obteniendo tal vez ventaja con ello; y sin embargo
el mentiroso, que ha ganado a su vez muchos millones con la mentira,
espera que el pescadero no mienta, como sus víctimas lo
esperaban de él. ¿Tendrá o no valor el pescadero?
Si es un cobarde, como presupone el mentiroso, éste se
llevará a casa unos buenos mejillones (o, si los mejillones
-como siempre es de temer- no están frescos, comprará
otra cosa). Si el pescadero, por el contrario, es capaz
de mentir, el mentiroso se consolará del torozón
celebrando el carácter universal de la mentira y complaciéndose
además, como otras veces con los más grandes, en
su capacidad para corromper también a los más pequeños,
pues ha sido su pregunta --después de todo-- la que ha
obligado al pescadero a la audacia de mentir. En todo caso, la
pregunta del mentiroso es tan ingenua y espontánea como
si la hubiese formulado San Francisco. No busca la corrupción
de sus semejantes, busca mejillones frescos; y su espontaneidad
demuestra que la verdad es la condición de toda comunicación
y que incluso el más mentiroso espera siempre la verdad
de los otros, como los otros la esperan de él -pues de
otro modo, por lo demás, de nada valdría mentir.
Aceptado por todos, trampeado por todos diez veces
al día en una transgresión que ilumina su autoridad,
hay que ser muy valiente para ignorar este acuerdo
y, como si no hubiese existido nunca un marco lingüísticamente
garantista, devolver al lenguaje toda su criminal libertad.
Hay veces en que los hechos levantan un bosque de lanzas y hace
falta arrojo para decir la verdad. Hay otras en que los hechos
declaran explícitamente la verdad y entonces hace falta
arrojo para la mentira. Sócrates, Spinoza, Zola,
hicieron gala de la primera clase de arrojo; mucho me temo que
los políticos y sus medios de comunicación (y sus
intelectuales esbirros) se sostienen desde hace ya mucho tiempo
sobre la segunda. Hace falta arrojo para destruir de un
solo golpe, no una vida -o seis mil, o un millón-, sino
unas condiciones. Pero cuando se ha hecho -y se hace de
un solo golpe-, el lenguaje es ya puro extravío; y
en él uno siente la misma impunidad psicológica
que los personajes de Conrad en la jungla. Después del
primer golpe, todo es más fácil: negando públicamente
al mismo tiempo que los hechos el marco mismo del acto
de comunicación, todo puede ser dicho ya. Se miente
no para simular una verdad favorable sino para que todo, incluso
la verdad, adopte la apariencia de la mentira. A partir de ese
momento todo lo dicho tiene siempre densidad performativa:
nada importa el contenido de las mentiras, lo que importa
es comprometer la posibilidad misma de la verdad. Frente
a una mentira muy grande -y voceada por los medios más
poderosos- todo el lenguaje parece mentira. A eso se llama neutralizar
las defensas del enemigo y no importa qué se destruye
ni cuánto puede costar reconstruirlo. Para eso se miente:
se miente, sobre todo, para que nadie pueda ser creído.
Desde ese momento, las palabras no sirven ya ni siquiera para
cubrir púdicamente las cosas muertas.
En un mundo donde es imposible exagerar, no sólo
las cifras: tampoco las palabras miden ya nada. Cualquiera que
sea la relación entre las palabras y las cosas, los lingüistas
y los chamanes aceptan por igual su fuerza de imantación
recíproca. Entre una piedra y la palabra "piedra"
no hay ninguna intimidad, ningún contacto, pero la palabra
misma se nos antoja redonda, aristada, dura; como nos lo parecería
también la palabra "esponja", tan porosa y tan
suave, si llamáramos así a la piedra. Esto revela,
por si hiciera falta, la vitalidad de las cosas y su influencia
lunática, a una distancia astronómica, sobre nuestra
conciencia. Demuestra, además, la decisiva superficialidad
de lo esencial: pues lo que verdaderamente importa es que exista
en el mundo la diferencia entre lo blando y lo duro, entre las
piedras y las esponjas, así como que existan en nuestro
diccionario dos palabras diferentes para nombrarlas (cualesquiera
que éstas sean). Esa es la condición banal de la
comunicación y, más allá, de la belleza
y de la ciencia; y si nos parece banal es sólo porque
nunca hasta ahora la hemos sentido amenazada.
Entre la palabra "Dios" y un coche, por
otra parte, tampoco hay ninguna relación, pero pueden
asociarse de tal manera que uno se sienta un genio mientras conduce.
Esto revela toda la potencia demiúrgica del lenguaje y
su capacidad para enlazar -y fertilizar- las cosas en la conciencia.
Demuestra asimismo que la publicidad se limita a explorar para
su ventaja una red amplísima de relaciones en la que ya
no son las cosas la medida del hombre sino el hombre mismo (como
nudo eléctrico de vínculos psicológicos
o sociales) la medida de todas las palabras. Esta conmensurabilidad
interna al lenguaje, tan por supuesta como la diferencia
entre la piedra y la esponja, es la condición de toda
producción cultural (las sutiles metonimias del erotismo
y de la literatura, de los cultos religiosos y de la manufactura
de imágenes), pero también el campo de operaciones
de todos los ingenieros de la imaginación.
Esta doble relación (entre las palabras
y las cosas y entre las palabras mismas) constituye ese sistema
de proporciones que llamamos "mundo". La propaganda,
cuya raíz verbal ("propagar") evoca la idea
de plaga y de pandemia, apunta menos a la posibilidad de manejar
a los hablantes que de amenazar al lenguaje mismo, destruyendo
aquello que lo define más esencialmente; es decir, su
capacidad para producir -y medir- un mundo. La mentira salvaje,
explícita, a partir de la cual nadie puede ser ya creído,
o la inversión desvergonzada y sistemática de todas
las relaciones ("nuestros niños se sienten cotidianamente
amenazados por el terrorismo afgano"), busca sobre todo
interrumpir la continuidad, aislar recíprocamente los
nombres y las cosas. Muy certeramente nos recordaba Carlo Frabetti
días atrás el significado estricto del verbo "condenar":
cerrar, cegar, emparedar, incomunicar ("condenar una salida",
"condenar una habitación"). Mediante la propaganda,
en efecto, las palabras quedan incomunicadas respecto de las
cosas, confinadas ahora en un espacio donde no pueden ser objeto
ni de conocimiento ni de negociación. Esta "ruptura
de relaciones" con el mundo daña mortalmente al lenguaje,
que contrae la enfermedad -podemos llamarla así- de la
"homonimia valorativa". Imaginemos una lengua en la
que la palabra "piedra" cubriese semánticamente
la mitad de los objetos del universo y sólo sirviera para
oponerse a la palabra "esponja", que cubriría
la otra mitad; imaginemos una lengua que sólo tuviese
dos palabras, una para condenar y otra para aprobar -y ninguna
para conocer- y que el contenido de esas palabras no estuviese
decidido por las cosas mismas, ni por la voluntad del hombre
de medirlas, sino por el poder económico-militar de los
hablantes. Si el asesino llama asesino a su víctima, ¿qué
diferencia nos permitirá juzgarlo? Si Hitler, Sadam Hussein
y Fidel Castro son todos nazis por igual, ¿qué
quiere decir nazismo? Si monseñor Setién
y Ben Laden son, tal para cual, dos integristas, ¿qué
aprendemos con esta identificación? Si Arzallus, el Black
Bloc y Nación Aria pueden ser llamados a igual título
fascistas, ¿qué es lo que sabemos del fascismo?
Cuando el lenguaje ha roto relaciones con el mundo, todos
los nombres son iguales y entonces se hace tan inevitable
como inútil una espiral de sobrelexicalización
("nazi", "integrista", "bárbaro",
"totalitario"): mediante la escalada verbal tratamos
en vano, por amplificación, de provocar un significado,
de decir finalmente algo, al mismo tiempo que revelamos
y confirmamos hasta qué punto no hay ninguna diferencia
entre dos palabras allí donde las palabras ya no significan
nada o donde apenas significan otra cosa que la voluntad agresiva
de arrinconar las cosas.
El problema es que de nada sirve la denuncia. La
propaganda tiene el efecto de pudrir el lenguaje de todos, de
inutilizar todos los lenguajes y de arrastrar a la sobrelexicalización
nihilizadora a los mismos que querrían combatirla. Ese
es su triunfo. Pensemos, por ejemplo, en el empleo abusivo que
se hace desde la izquierda del término "genocidio".
Frente a la atrocidad silenciada o imputada a la víctima,
sumidos en la escala continua de la insensibilidad, utilizamos
la palabra "genocidio" no para definir sino para acusar,
no para conocer una diferencia sino como un puro e inane aumentativo:
es que la palabra "crimen" ya no se entiende, no conmueve
a nadie, no significa nada. Es como decir "gigantazo"
o "rascacielón": en realidad queremos decir
"millones" -es decir, una cantidad infinita. Es como
tener que doblar la dosis de una sustancia para volver a sentir
lo mismo o para sentir cada vez un poco menos. Una matanza puede
ser o no un genocidio independientemente del número de
víctimas; Suharto no cometió genocidio matando
a medio millón de comunistas indonesios mientras que sí
sería un genocidio acabar con unos cuantos miles de miskitos
en Nicaragua. Pero precisamente, atrapados en la espiral nihilizadora
de la propaganda, allí donde el sistema de proporciones
que llamamos mundo ha quedado disuelto en la homonimia, insistimos
en cubrir con números lo que no podemos penetrar ni con
el sentimiento ni con la razón. Con "genocidio"
queremos decir algo así como "matanzón",
tratamos de medir a fuerza de estocadas, pinchando cada vez más
arriba, una realidad que está sencillamente en otra parte.
Y es inútil, tan inútil como tratar de explicar
a un ciego el color "rojo" añadiendo "carmesí".
¿Confíamos en que peor revele el significado
de malo? ¿En que justísimo desentrañe
el sentido de justicia? Nos elevamos hasta "genocidio"
para que la gente entienda "crimen", pero así
sólo conseguimos hacer también irrelevante el "genocidio".
La propaganda incomunica, pues, las palabras y
las cosas. Pero también cruza, como se dice entre animales,
estirpes de palabras entre sí para la generación
de sentidos monstruosos. Esta política de cópulas
forzadas y enlaces contranatura lleva al lenguaje a contraer
-llamémosla así- la enfermedad de la "sinonimia
dirigida". Imaginemos una lengua en la que "piedra"
y "esponja" significasen lo mismo y esto en virtud,
no de afinidades materiales o de comunes genealogías lingüísticas,
sino del poder económico-militar de los hablantes. Hitler
consiguió que "judío" e "insecto"
se sustituyesen de tal modo en la cabeza de los alemanes que
gasear a uno o pisar al otro se consideraban por igual acciones
insignificantes o incluso meritorias. La propaganda de nuestros
media y de sus voceros ilustrados utiliza la misma técnica
heterogenética. "Nosotros somos humanos", dice
el contralmirante estadounidense John Stufflebeem comentando
el lanzamiento simultáneo de bombas y bolsas de comida
sobre Afganistán, "sólo queremos dar asistencia
humanitaria a quienes lo necesitan". Lo humano es lanzar
bombas y los que las reciben, pues, sólo pueden ser inhumanos:
la desigualdad de medios revela asimismo una desigualdad de naturaleza.
Los B-52, por otra parte, son los emisarios de la paz y pronto
desplazarán a la paloma de Picasso como símbolo
de la amistad entre los pueblos. La sinonimia dirigida va esposando
así especies verbales que la razón sólo
puede juzgar malavenidas: bombas de racimo y filantropía,
control de las comunicaciones y libertad, maldad congénita
y pobreza. En la cabeza de nuestros occidentales, terrorismo
y piel morena se superponen ya de tal modo que apenas si los
gobiernos encuentran resistencia a las medidas "profilácticas"
(retirada de becas a estudiantes árabes, selección
racial de los inmigrantes, prohibición de volar en ciertas
compañías a los musulmanes) pensadas para contener
a mil doscientos millones de personas detrás de un cordón
sanitario. "Bloquearemos las emisiones de [la TV qatarí]
Al-Jazeera en Inglaterra porque fomentan el odio entre religiones",
declara el gobierno de Toni Blair.
Manipulación no es un término indulgente
si recordamos todos sus parentescos etimológicos. Manipular
es coger a "puñados" cosas que deberían
ser cogidas una por una; manípulo es el nombre de una
tosca insignia militar romana (un palo y unas hierbas), así
como el de las tropas que lo portaban; manopla es un guante desprovisto
de dedos, un muñón postizo, de origen también
militar, con el que es imposible dar cuerda a un reloj o desabrochar
un botón. Usamos las palabras a puñados o a manotazos,
como insignias y no como signos, como muñones de hierro
para arremeter contra las cosas sin tener que notarlas. Es la
guerra: si pasamos de la homonimia valorativa a la sinonimia
dirigida, sencillamente suprimimos el mundo. Y si suprimimos
el mundo podemos ya hablar indefinidamente, ilimitadamente, sin
medida, en la seguridad de que todo está permitido allí
donde nada está definido. La aparente facilidad con que
conviven la libertad de expresión y el régimen
de control politécnico (del trabajo a la guerra) del capitalismo
deja de ser un misterio cuando se han destruido las condiciones
mismas de la producción de sentido. Donde las palabras
no significan ya nada, ¿qué tendríamos que
callarnos? En medio del bullicio de voces que puebla nuestro
universo, en esta selva erizada de palabras, se puede decir todo,
incluso la verdad, sin que ello produzca ningún efecto.
Se puede decir todo, incluso la verdad, precisamente porque la
palabra no introduce ya ningún efecto, no tiene ninguna
consecuencia, salvo la de confirmar una vez tras otra su terrible,
peligrosa, devastadora inanidad.
La propaganda daña ese sistema de proporciones
que llamamos "mundo". En los últimos días,
de entre un repertorio rico en dislates y fabuloso en miseria
nihilizadora, he espigado cuatro muestras -todas del pasado 6
de noviembre- particularmente subversivas.
'ETA, enemiga del mundo'
"ETA, enemiga del mundo". Así
titulaba el diario Abc su editorial del pasado martes,
con la mandíbula descoyuntada, como para probar hasta
qué punto los propagandistas mismos acaban siendo víctimas
de sus propios abusos. La caricatura deriva su poder provocativo
o injurioso del hecho de que aumenta las proporciones conservando
las relaciones; tiene la eficacia, incluso malévola, de
las exageraciones. "ETA enemiga de España" habría
constituido una caricatura, una de esas exageraciones ideológicas
que sirven, al menos, para identificar a un partido y desafiar
a sus contrincantes. Pero "ETA enemiga del mundo" es
tan descomedido, tan desproporcionado, tan descomunal, que produce
en el lector el efecto contrario al buscado por el editorialista;
empeñada en una lucha contra el mundo, contra todo el
mundo, ETA aparece no sólo como inofensiva sino debilitada,
empequeñecida, casi heroica. La exageración se
convierte aquí en un gag, como el de esa hormiga
atómica de unos viejos dibujos animados que, tocada de
casco y capa al viento, levantaba en una patita un edificio,
subrayando así por antífrasis la hilarante insignificancia
de las hormigas. Un gag: "La calvicie, una amenaza
para el Universo". "La obesidad, lacra de la Humanidad".
A finales del siglo XIX una enciclopedia francesa
registraba en la entrada correspondiente: "París:
capital de Europa". Los ingleses y alemanes que la leyeran
con irritación verían probado así el chovinismo
y arrogancia del pueblo francés. Pero si la enciclopedia
hubiese dicho "París: capital de nuestra galaxia",
entonces los alemanes e ingleses se hubiesen echado a reír,
con aires de superioridad, de la debilidad mental de los franceses.
No se puede pretender atacar a ETA, ni hacer visible su presunta
maldad, con una declaración que, en boca de un miembro
de esa organización, nos haría reír a carcajadas
como un delirio tranquilizador: "Somos los enemigos del
mundo" (acompañada de golpes en el pecho y de una
risa gutural, lenta y luciferina). Para que ETA sea el enemigo
del mundo es necesario precisamente negar la existencia del mundo
y, si bien eso no es un delito -al contrario que negar la existencia
de los campos de exterminio- constituye sin embargo un síntoma
psiquiátrico que Freud estudió muy detenidamente
en los delirios paranoides del magistrado Schreber.
Amenaza constante
La edición electrónica de El Mundo
incluye el siguiente titular al pie de una fotografía:
"Israelíes y palestinos siguen siendo una constante
amenaza los unos para los otros". Esta frase es una joya
de la propaganda; una exhibición finísima del triunfo
de la homonimia en su campaña por la abolición
de las diferencias. En el insurgente gueto de Varsovia, ¿judíos
y alemanes se amenazaban mutuamente? Pero más reveladora
que esta sádica frase en sí misma, lo es la relación
que mantiene con la fotografía escogida para ilustrar
la "recíproca amenaza". En ella se ve a una
madre palestina, gruesa, mayor, el velo ceñido a la cabeza,
que lleva de la mano, a un lado y a otro, a dos niñitas
de seis o siete años; frente a ellas, un soldado gigantesco,
en uniforme de combate, rodilla en tierra, las encañona
con su fusil a un metro escaso de distancia. ¿Madre armada
de niñas contra una metralleta desarmada? ¿Recíproca
amenaza? Esta fotografía demuestra hasta qué punto
el lenguaje ha roto relaciones con el mundo y, desde fuera, desactiva
y acaba por anular completamente su existencia. No hace falta
ni siquiera ocultarlo. Cuando la propaganda triunfa -como ha
triunfado bellacamente en la llamada cuestión palestina-
la realidad, incluso delante de los ojos, no dice nada, no expresa
nada, no desmiente nada; lo que vemos, lo que sabemos, pertenece
a un ámbito de eficacia "cero" en el que los
cuerpos mismos son política y moralmente invisibles. Si
se ha suprimido el mundo, no hace falta ni siquiera manipular
las imágenes o seleccionarlas interesadamente; cualquier
fotografía vale para confirmar la agresividad de los palestinos;
la agresividad también de un palestino muerto. ¿Por
qué no la de Mohammed Dorra, acurrucado tras su frágil
parapeto, sirviendo de aún más frágil parapeto
al cuerpecillo que tiembla, suplica y se pliega finalmente sin
vida, como si fuese de trapo y no de niño, bajo los disparos
israelíes? La imagen más explícita, la más
brutal, vale siempre menos que una frase ciega, una frase que
ciega, una de esas frases sin salida que cortan de un sablazo,
en un gesto mucho más radical que cualquiera que deje
un charco de sangre, la comunicación entre las palabras
y las cosas.
Recuento
Mike Halbig, portavoz del Pentágono, preguntado
acerca de los daños humanos causados por los bombardeos
en Afganistán, contesta un poco molesto: "No se trata
de cifras; no se trata de cuántas personas fueron abatidas".
¿De qué se trata? Deducimos, claro, que de lo que
se trata es del resultado de la operación y que Halbig
juzga este resultado moral y políticamente superior a
todos los medios en concurso. Ese resultado es demasiado alto,
demasiado importante, como para detenerse en detalles; anula
y deja atrás por anticipado, como puras mediaciones hegelianas,
todos los pasos que conducen a su consecución. Pero así
las operaciones militares en Afganistán se ajustan al
modelo del trabajo y las "personas abatidas"
forman parte de los materiales de construcción.
Aquello que es propio del trabajo, en efecto, es la inmanencia
del proceso (la combinación de fuerza y de materia) y
la trascendencia del producto, cuya perfección juzgamos
en sí misma y con independencia de las condiciones de
su fabricación y del uso a que vaya a ser destinado. Admiramos
las cosas bien hechas. El hombre que construye una hermosa casa
para su familia no cuenta los ladrillos: da un paso atrás
y la contempla, ya terminada, con satisfacción y orgullo.
El hombre que pinta un cuadro no cuenta las pinceladas ni los
tubos de amarillo empleados en la tarea: da un paso atrás
y se asombra de haber sido capaz de pintar un sol tan bello.
Pero este modelo, que caracteriza benignamente la relación
de los hombres con las cosas, no puede ser aplicado a la política,
que se ocupa, por el contrario, de la relación de los
hombres con los hombres. Tratar a los hombres como ladrillos
o útiles de trabajo, olvidarlos como puros factores inmanentes
de una trascendencia virtual (por lo demás dudosa), es
exactamente el modo en el que el bueno de Kant, si reviviese,
definiría el "terrorismo". Pero quizás,
a tenor de lo que un mes después se ha avanzado hacia
esa gloriosa trascendencia, Halbig tampoco quería llegar
tan lejos con su frase; quizás sólo quería
decir: "No se trata de contarlos; de lo que se trata es
de matarlos".
Perros
Mientras EEUU sigue talando hombres en Afganistán,
el señor Blatter, presidente de la FIFA, muy preocupado
por la situación internacional, "exige medidas inmediatas
al gobierno coreano para que los ciudadanos de Corea dejen de
torturar y comer perros". He aquí otra exquisita
muestra de pérdida de las proporciones. No tanto porque
al suizo Blatter, al menos por contraste, parezcan importarle
poco los hombres; sino porque pretende, como una cosa evidente,
que los perros son muy importantes (mucho más que los
cerdos, los conejos o las ocas). Pretende que el principio absoluto,
universal, contenido en nuestra Cultura Occidental es el que
obliga a todos los hombres por igual -en Irlanda y en Corea,
en Suiza y en Filipinas- a renunciar a comer carne de perro.
Por ese camino, y en nombre de la humanidad y la razón,
Blatter tratará enseguida de obligar a los Indios a comer
vaca y, por qué no, a los ruandeses a comer foie-grass.
¿Y a los musulmanes salchichas de Frankfurt? Montesquieu
escribió sus Cartas Persas al mismo tiempo contra
aquellos que querrían relativizar la idea de Ley y contra
aquellos que, por el contrario, querrían generalizar e
imponer -como de sentido común- las particularidades del
propio clima.
Esta es la inquietante, peligrosa confusión
en la que acompañan a Blatter tantos y tantos contemporáneos.
Se han conservado los moldes invirtiendo los contenidos, en una
manifiesta falta de juicio o de reflexión que linda muy
de cerca -recordemos a Hannah Arent- con la maldad. Los mismos
que relativizan la razón pretenden en cambio universalizar
sus costumbres. Blatter destroza todas las medidas con
una bienintencionada paradoja. Es como si dejase tolerantemente
a elección de cada pueblo la decisión sobre la
tortura, como cosa -en efecto- de climas y de tradiciones, y
al mismo tiempo quisiese prohibir las invenciones locales de
la fértil imaginación humana (el potro, la bolsa,
la bañera, el loro y las parrillas) en favor de la picana
eléctrica, único instrumento moralmente superior.
Que los coreanos se coman en buena hora sus perros que nosotros
nos comeremos con apetito nuestras ocas; y tratemos más
bien de evitar que todos los años 12 millones de niños
mueran de hambre.
Lo contrario de la propaganda es la poesía,
esa especie de ecología de los nombres mediante la cual
recuperamos las cosas extraviadas en el lenguaje. La poesía,
en efecto, es la custodia de las proporciones, el metrón
de todas las estaturas: en un poema de Lorca, un caballo mide
exactamente un caballo, la luna está a la misma distancia
que la luna, un cuchillo corta ni más ni menos que un
cuchillo. Si son las palabras -la mentira y la costumbre- las
que nos escamotean las cosas, sólo las palabras pueden
devolvérnoslas; no hay otro camino para las criaturas
vinculadas al mundo por la distancia de la lengua. Contra la
propaganda, que condena todas las salidas y obliga a la sobrelexicalización
inútil, al ensañamiento contra el aire, dejémonos
guiar por las trampas amigas de nuestros verbos. Hay que quitarle
la manopla a los dedos, el muñón de hierro, para
que sientan el frío terrible del cuchillo que empuñan.
¿Poseemos todavía recursos lingüísticos
para señalar lo real? ¿Cómo serían
los titulares de un periódico que movilizase algunos de
los tropos que habitualmente utilizan los poetas para despertar
de su sueño a la existencia?
Prosopopeya
Es, como sabemos, la figura que consiste en personificar
fuerzas naturales o conferir atributos humanos a los animales;
pero la prosopopeya (del griego proso-poieo, "fingimiento")
puede servir también para designar la operación
mediante la cual, a la inversa, naturalizamos o animalizamos
la existencia humana. La preocupación de Blatter demuestra
cuánto ganarían muchos con este cambio. En un mundo
en el que las Sociedades Protectoras de Animales protegen mejor
a los gatos y a los pájaros de lo que las Asociaciones
de Derechos Humanos protegen a los hombres y en el que el hombre
dueño tan sólo de su humanidad desnuda acaba siempre
por pisar una mina o recibir un disparo, esta prosopopeya al
revés nos haría quizás más sensibles
al padecimiento de nuestras víctimas. Si no podemos tratar
a los afganos como a neoyorquinos, tratémoslos al menos
como a perros. En 1996, tras conocerse el informe de Naciones
Unidas que revelaba las secuelas del bloqueo económico
dictado contra Iraq, Regis Debray azotaba la indiferencia de
los medios de comunicación: si en vez de haber matado
los EEUU 500.000 niños, los irakíes hubiesen matado
500.000 perros, ¿no habría sido noticia de primera
plana en todos los periódicos del mundo? Las cosas están
así. "El ejército turco destruye 3.5000 aldeas
kurdas". ¿A quién impresiona esto? Para poner
mejor de manifiesto la crueldad de los militares turcos y aumentar
nuestra intolerancia frente a su gobierno, tenemos que deshumanizar
primero a los habitantes del Kurdistán: "El ejército
turco destruye 3.500 reservas animales". ¡Eso sí
que sería una barbaridad! Blatter exigiría la aplicación
de "medidas inmediatas" y la desmelenada zoófila
Brigitte Bardot mandaría bombardear, si la dejaran, todos
los palacios de Estambul.
Lítote
La lítote o atenuación consiste en
afirmar benignamente una cosa negando lo contrario de lo que
se quiere decir ("¿Aznar? No es precisamente un lince")
o en amortiguar lingüísticamente un acontecimiento
para mejor ponderar sus dimensiones (bajo una lluvia torrencial,
salvaje, decimos a nuestro amigo: "parece que llovizna un
poco, ¿no?"). De nada sirve repetir una y otra vez
que Sharon es un asesino; mucho mejor sería titular todos
los días la primera página de nuestro periódico
imaginario con un SHARON NO ES UN ASESINO, y otras variaciones
sobre el mismo tema ("Sharon no es un criminal de guerra",
"Sharon no ha matado a 1.200 palestinos", "Sharon
no es precisamente un fascista"). En El asesinato considerado
como una de las bellas artes, por otro lado, Thomas de Quincey
advertía contra los peligros de entregarse al crimen sin
un poco de disciplina: "porque se empieza matando, se sigue
robando una cartera, luego se falta al respeto a un viejo y al
final se acaba siendo virtuoso". Esta frase la escribió
De Quincey en una época en la que aún se podía
bromear; hoy tenemos más bien que explotar la desgracia
de que se tome casi siempre en serio. En un mundo en el que,
por encima del asesinato, se ha descubierto toda una escala ascendente
y sin medida y en el que matar a 6.000 personas es mucho más
grave que matar a medio millón, robar un banco mucho más
grave que el hecho de que el banco nos robe y hablar contra la
globalización mucho más grave que mentir a los
propios votantes, tenemos que descender muchos grados para que
algo nos suene terrible. Atenuar sitúa las cosas en el
umbral de nuestra percepción; las rebaja a la medida de
nuestra sensibilidad. El verbo empujar, ¿no nos
parece ya mucho más agresivo que matar? Escribamos:
"Soldados israelíes empujan a un niño
palestino en Belén". Molestar, ¿no
suena ya casi más fuerte que bombardear? Animemos,
pues, a la resistencia escribiendo: "Los B-52 estadounidenses
siguen molestando a 23 millones de afganos" (con
un antetitular en letras más pequeñas: "Los
muertos se quejan del ruido de los bombardeos").
Sinécdoque
La sinécdoque es el tropo que permite nombrar
el todo por una de sus partes ("el maillot amarillo
venció la última etapa de montaña"
o -variante machista- "en este club no se admiten faldas").
Los "conjuntos" los hemos manipulado, manoseado, sobado
tanto, los hemos destruido tantas veces en nuestra imaginación
y en la realidad (mundo, países, casas, cuerpos) que es
mejor orientar la atención hacia las "partes",
hacia esos pequeños detalles que todavía podemos
medir. "El ejército israelí dinamita 6.000
casas en Cisjordania". ¿Y qué? Recurramos
a la sinécdoque: "El ejército israelí
dinamita 6.000 cuartos de baño en Cisjordania". ¿No
es ésta una frase mucho más rotunda, mucho más
comprometida? Las víctimas palestinas de la Intifada son
ya 700. Números. Traduzcámosla en sinécdoque:
"Israel deja ciegos y sordos a setecientos palestinos que,
además, no podrán tampoco hablar ni andar ni respirar".
Podemos utilizar asimismo otras figuras de nuestro
acervo retórico:
- La metonimia Los juguetes, que representan
a los niños, valen ya mucho más que ellos. "Soldados
israelíes violan trescientos osos de peluche en Ramalah".
¡Eso sí que nos produciría una sacudida moral!
- El púdico eufemismo. "El bloqueo
estadounidense hace pasar a mejor vida a un millón de
irakíes".
- La sinestesia, que asocia sensaciones o conceptos contradictorios
entre sí: "Las fuerzas del Bien asesinan a cuatro
colaboradores de Naciones Unidas en Kabul" o "El capitalismo
dona 200 millones más de pobres a la Humanidad".
- La antífrasis: "En Kandahar 130 civiles
afganos se equivocan, creen que esta guerra tiene algo que ver
con ellos y se dejan alcanzar por un misil estadounidense".
Debemos movilizar, pues, todos los medios contra
el Gran Tropo del imperialismo, que es precisamente el gag.
"El Mal ha vuelto"; "La guerra será larga,
pero venceremos"; "La gente de mi país recordará
a quienes han conspirado contra nosotros. Vamos a conocer sus
rostros. No hay en la Tierra un rincón que sea lo bastante
lejano u obscuro para protegerlos. Por mucho que tarde, su hora
de Justicia llegará"; "Estamos seguros de que
la Historia tiene un autor que llena el tiempo y la eternidad
de su propósito. Sabemos que el Mal es real, pero el Bien
prevalecerá contra él"; "No hemos pedido
esta misión, pero esta llamada de la Historia es un honor";
"Tenemos la oportunidad de escribir la historia de nuestra
época, una historia de la valentía vencedora de
la crueldad y de la luz dominadora de la obscuridad".
Todas estas frases del discurso de Bush del pasado
día 10 de noviembre ante Naciones Unidas, más allá
de un análisis político o moral (inversiones bellacas,
maniqueismo infantil, intimidaciones propias del Santo Oficio),
tienen un rasgo retórico común: son frases que
sólo se pronuncian en el teatro y que se pronuncian en
el teatro para que los espectadores, desde el mismo momento en
que se abre el telón, desde el primer parlamento del primer
actor que sale al escenario, sepan que están en el teatro,
que han roto relaciones con la realidad, que pase lo que pase
bajo los reflectores en realidad no está pasando nada.
El gag hace reír porque no tiene consecuencias;
lo que nos hace reír del gag es, precisamente,
que no tiene consecuencias (la tarta contra el rostro del payaso,
el coyote de los dibujos animados aplastado bajo una roca). Lo
que nos hace disfrutar del gag es que nos libera momentáneamente
de la realidad y todas sus constricciones inconscientes (y particularmente
de eso que Freud llama Superego). El teatro de baja estofa gusta
muchas veces por eso, por su parentesco radical con el gag:
porque desenmascara de entrada las condiciones de su verosimilitud,
como un prestidigitador lento (otro fácil y célebre
gag), y a partir de ese momento todo se vuelve inverosímil
y, por lo tanto, increíble. Las palabras de Bush, en realidad,
son enormemente tranquilizadoras: aquí no está
pasando nada, estamos en el teatro, los tanques son de atrezzo,
las ruinas de cartón-piedra, los muertos de pacotilla
y si -el guionista no lo quiera- tiene que morir algún
estadounidense, Bush -en el nombre de Dios- lo resucitará
tras la caída del telón.
El más grande escritor español del
siglo XX, Rafael Barret, escribía en uno de su epifonemas
de 1909 comentando la situación del Paraguay: "Se
afirma, en el nuevo gobierno, que hasta el 5 de noviembre, 'todo
es provisorio'. ¿Los muertos también?".
Este es el gran gag -monstruoso oximorión-
de la política asesina del gobierno de Bush y de sus monaguillos
europeos: "Vamos a matar de forma provisional a casi todo
el mundo".
¡Lo que nos vamos a reír!
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