Capitalismo y civilización
Santiago Alba Rico*
Texto inédito para CSCAweb
28 de septiembre de 2001
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"Todos estamos en
peligro. Esto es lo que hay que decir: los verdaderos ellos (el
Ello voraz, destructivo y siniestro), aquí y en Marruecos,
en EEUU y en Argentina, son nuestros gobiernos. Dejarles decidir
sería mucho más grave que un error: sería
un suicidio"
UN niño que se lanza por la ventana después
de ver Supermán no lo hace creyendo que todo lo
que ocurre en el cine es real sino porque, a fuerza de ver cine,
acaba por creer que todo lo que ocurre en la realidad es mentira.
Los hombres estamos naturalmente inmunizados contra la experiencia
y sobre todo contra la experiencia de lo peor; lo estamos también
artificialmente por mediación del espectáculo.
La infinita sucesión de imágenes de la que en cada
uno de los instantes es heredera nuestra percepción nos
inscribe en un mundo en el que todo lo hemos visto ya antes.
El cine nos impide pensar lo nuevo porque toda novedad
ha sido ya, antes de vivirla, cinematográfica. Lo dejá
vu -todas esas imágenes amañadas de catástrofes,
explosiones, guerras y apocalipsis, retoños de un repertorio
que de antemano ha cubierto todas las combinaciones y todas las
peripecias- lo dejá vu, porque ha sido visto en
la pantalla, nos impide representarnos las verdaderas dimensiones
de lo que ha acaecido. La irrealidad es siempre soberana: teníamos
miedo de acabar creyendo real una mentira y hemos acabado, al
contrario, nihilizando, de cabo a rabo, todo lo real.
Creerlo todo real significa andar con cuidado incluso
en los cuentos, sentir la propia responsabilidad dentro de un
cuadro, pedirse cuentas a uno mismo hasta del desenlace de una
película. Pisar con tiento incluso los reflejos. El que
lo cree todo real se preocupa de su hijo no menos que del hijo
del tío Goriot; siente su propia contaminación
moral con la misma intensidad que la de lord Jim (y ahí
ha residido durante siglos la grandeza del arte y su inmanente
poder educativo). Creerlo todo mentira, por el contrario, significa
manejar a un niño -o a un pueblo entero- como se maneja
el mando a distancia del televisor; despachar las estrellas y
las preguntas con tan poca cortesía como Lara Croft
despacha a sus enemigos. El que lo cree todo mentira desprecia
lo mismo el aire que respira que la novela o el telefilm con
los que se divierte. La crisis del arte es la crisis general
de la percepción. Ningún fanatismo, ni político
ni religioso, es tan dañino, tan mortalmente peligroso,
tan potencialmente destructivo como esta degradación de
la ficción. Y ese es precisamente el fanatismo profundo,
radical, de eso que llamamos -miserablemente- nuestra civilización.
Hemos acabado por tomarnos tan poco en serio las
películas, por trivializar hasta tal punto nuestras diversiones,
por conceder tan poca importancia a nuestros juegos que nos movemos
despreocupadamente también entre moribundos. Ni la libertad
ni los bebés requieren cuidados. El aire mismo
es un pasatiempo.
Quienesquiera que fuesen e independientemente de
sus razones, los que se lanzaron con un avión contra las
Torres Gemelas de Nueva York sabían al menos todo el mal
que estaban haciendo, todo el daño que iban a producir;
sabían que su acción introducía efectos,
dejaba marcas en un mundo auténtico en el que nada ocurre
sin consecuencias. Tenían el mundo en consideración,
aunque fuese para arrancarle un pedazo. Los nuestros (que
han dedicado el último siglo a exacerbar entuertos, descuartizar
países y diezmar el número de los pobre que ellos
mismos, como Cristo los panes y los peces, multiplicaban) los
nuestros van a hacer un daño mucho mayor, irreparable,
quizás definitivo, sin la menor conciencia de nuestra
parte; van a borrar al mismo tiempo a millones de hombres y la
sombra misma de las libertades mientras nosotros damos vueltas
con una cucharilla a nuestro café con leche. No nos lo
creeremos ni cuando vuele por los aires la casa del vecino -pues
la ventana desde la que contemplaremos los escombros nos parecerá
también una pantalla de televisión. Esto es lo
que yo llamaría un suicidio por perversión de la
ficción; el más grave atentado suicida de la historia,
del que todos seremos de algún modo ejecutores y víctimas:
la falta de sentido de la realidad. ¿Nos burlaremos del
kamikazi? ¿No lo comprenderemos? ¿Se nos antoja
monstruoso, inhumano, siniestro? No nos engañemos: hace
falta mucho más desprecio de la realidad para bombardear
desde cinco mil metros de altura un campamento de refugiados
(o un hospital o una industria farmacéutica) y volver
luego a casa a cenar, preguntar si los niños han hecho
los deberes y quedarse dormido delante de la televisión.
También para dejar pasar eso sin protestar.
Nosotros/ellos: no sé quiénes son
ellos, pero si aceptamos la descripción de los
periódicos, hay que confesar que se asemejan moralmente
bastante a nosotros.
¿Hemos vivido siquiera la tragedia?
Las víctimas del atentado han sido, al parecer, las más
civiles, las más inocentes de la historia. Ideológicamente
eso funciona. Somos tan hombres como todos los que nos han precedido
y sucumbimos como ellos a las ilusiones de la identificación
aristotélica, tan sujeta a manipulaciones: cada uno de
esas personas enterradas entre los escombros podría
haber sido yo (bebían la misma marca de café,
vestían de la misma forma, oían la misma
música y compraban en los mismos supermercados).
Para el recorrido inverso, mucho más vasto, mucho más
ambicioso, mucho más puro, el que nos permitiría
reconocer que cada uno de nosotros podría ser un afgano
(o un palestino o un iraquí) hace falta ampliar mucho
el campo visual, descontaminar rádicalmente la mirada;
desembarazarse de la ideología, donde todo es orden, claridad,
destino, elección, y situarse en la realidad, donde nuestra
vida de pronto aparece vapuleada por el azar, la fortuna, los
ciclos de unas leyes ciegas que deciden si podemos o no comprar
café independientemente de la idea más o menos
grandiosa que nos hayamos hecho de nosotros mismos. Pero antes
de la ideología, lo decisivo nada tiene que ver ni con
la inocencia ni con la civilidad; tampoco con la compasión.
Seamos sinceros: nadie ha sentido nada tampoco por estas víctimas.
De derechas o de izquierdas, patriotas o disidentes, el placer
de ver volar las torres era demasiado grande como para medir
sus consecuencias. Como el niño que ve a su tío
sacarse un bombón de las orejas o una carta de la manga,
implorábamos excitadísimos en silencio: "Que
vuelva a hacerlo", "que vuelva a ocurrir". Y entonces,
sin necesidad de utilizar más aviones ni de multiplicar
los muertos, la televisión nos brindaba la repetición.
Lo malo es que la repetición misma anulaba, anula, el
acontecimiento: la primera vez era ya, no una catástrofe
cierta, sino una repetición. Todo en nuestro mundo es
la repetición de algo que no ha ocurrido nunca.
La alegría de los "malos" tenía
al menos el peso de la realidad, aunque fuese negativa; era,
después de todo, el resultado de que algo hubiese realmente
ocurrido. La nuestra es mucho más nihilista; no reconoce
ninguna realidad; es sólo el gusto inmediato, pueril,
de pisotear, por figura interpuesta, un castillo de arena o una
construcción de cerillas. El placer de ver -de
ver lo que no debería estar ocurriendo- agota toda nuestra
sensibilidad. Seguimos sintiéndonos tan seguros, tan a
cubierto de todo mal, tan protegidos en nuestros centros comerciales
que la palabra GUERRA nos excita como la propina de un concierto
a la que tenemos derecho por nuestro traje y nuestro dinero:
el máximo peligro nos parecerá tan solo la garantía
de la salvación. Todos los avisos la anunciación
de nuestro héroe. Todos los crujidos la promesa de un
deus ex machina.
Si el capitalismo es compatible con alguna forma
de civilización, esa civilización está loca,
demente, perdida, podrida. Dejaremos que hagan saltar en pedazos
nuestro mundo con la misma terrible ligereza con que el niño
salta sin alas desde la ventana, convencido de que en las malas
películas nadie se estrella contra el suelo.
Si fuese cierto que una banda terrorista internacional
de inspiración islámica está a punto de
lanzar en nombre de Dios tubos de ántrax y bombas nucleares
sobre la Torre de Londres y los Jardines de las Tullerías,
entonces habría que exigir a nuestros gobiernos que se
rindiesen de inmediato: prefiero que mis hijos sean musulmanes
en un mundo sombrío (y mi hija vista el chador y no pueda
amar salvajemente a cinco novios) a que mis nietos no puedan
nacer porque no haya ningún mundo donde hacerlo.
Pero la verdad es mucho más ridícula.
La verdad es que EEUU -y sus cobardes, sumisos, indignos secuaces
europeos- está a punto de emprender el que probablemente
será el conflicto más destructivo de la historia
de la humanidad (y cuya evolución y consecuencias nadie
puede ni controlar ni predecir) porque es necesario despabilar
a los mercaderes, porque el gobierno de Turkmenistán no
puede extraer él sólo el petróleo de su
subsuelo, porque hay mucha gente que no se quería creer
que la globalización es inevitable; la verdad es que EEUU
está a punto de aserrar el globo, de una punta a otra,
con niños y derechos dentro, para que doscientos accionistas,
doscientos banqueros y doscientos criminales puedan seguir vendiendo
chucherías a los supervivientes.
El capitalismo -sí- es la guerra; un sistema,
no de circulación generalizada, sino de destrucción
generalizada. La versión normal de esa destrucción
se llama, en las ciudades occidentales, consumo (y arroja
a la basura sin usar, cada minuto, millones de toneladas de riqueza
bajo todas las formas y variantes). Cuando la normalidad destructiva
es insuficiente -cuando se ralentiza el delirio acumulativo,
disminuyen las tasas de beneficio y la burbuja financiera estalla
o se resquebraja- entonces es necesario destruir directamente,
sin dar ningún rodeo por las falsas cosas llamadas mercancías.
Esa destrucción directa se llama guerra porque en ella
participan los hombres y a los hombres hay que proporcionarles
un enemigo. El capitalismo necesita destruir; los hombres necesitan
destruir a alguien. Bush va a dar la orden de lanzar la
gehena de sus misiles contra un enemigo borroso, incierto, inexistente.
El capitalismo desnudo, desprendido de las voluntades, en la
asíntota de la humanidad, confiesa sin ambages que de
lo que se trata es de destruir por destruir (como se trata de
acumular por acumular). Pero que el enemigo sea casi inexistente,
que se lo localice agazapado en las costuras, acantonado invisible
en los respiraderos, como la legionella, proporciona el
mejor pretexto para este apocalipsis restaurador: una amenaza
volátil, inasible, global (y tanto más peligrosa
cuanto más confirma estos adjetivos) justifica también
una destrucción sin precedentes, de Afganistán
a Sudán, de Colombia a Euzkadi, una destrucción
liberada de todas las "ataduras" del Derecho, preventiva,
vindicativa o de exterminio. No una guerra, no, una masacre,
réplica idéntica en el espíritu, pero inconmensurable
en los hechos (en escombros y en muertos), de la acción
a la que se propone responder (y no faltarán, desde luego,
terroristas de veras o de fintas que colaborarán en la
tarea y harán aún más temibles las consecuencias).
Destruir por destruir: la lista comienza en Afganistán,
pero nada nos garantiza que no se vaya alargando, como la sombra
en el crepúsculo, y alcance finalmente a marcar con una
X también nuestra puerta. La gripe hace el viaje de China
a España sin distinguir entre buenos y malos, ni entre
blancos y amarillos. Así será esta guerra. La Tierra
es ya mucho más pequeña que una aldea: la primera
bomba la convertirá en una sola habitación.
Aquéllos a los que parezca medieval, fanático
y estúpido morir y matar en nombre de Dios, que sepan
que van a matar y morir para que la sexta parte de la humanidad
(aleatoriamente determinada) se siga quedando con todos los vídeos
y todos los helados.
Desde el 11 de septiembre todo ha quedado dicho.
Más allá de la propaganda, el que quiera acercarse
a un análisis preciso de los hechos y sus consecuencias
puede leer a Chomsky, Chussodovsky, Petras, Galeano, Fisk, Dario
Fó, Collon, Saramago, incluso Delibes (y tantos y tantos
otros, honrados, valientes y asustados). Pero hay ocasiones,
momentos decisivos, en que la cantidad cuenta tanto como la calidad.
Repetir lo que sabemos es algo así como participar en
una votación y nuestro voto debe estar orientado contra
los gobiernos. Durante medio siglo hemos creído poder
disfrutar de nuestros automóviles y nuestros bibelots
sin necesidad de democracia o de justicia; hemos creído
que podíamos mantenernos con vida sin necesidad de democracia
ni de justicia; y nos convenía que otros tomasen por nosotros
las decisiones y abrir los ojos sólo a la ceguera de las
imágenes. Si no bastaba con que fuera deshonroso e inmoral,
ahora además no nos conviene. Todos estamos en peligro.
Esto es lo que hay que decir: los verdaderos ellos (el
Ello voraz, destructivo y siniestro), aquí y en Marruecos,
en EEUU y en Argentina, son nuestros gobiernos. Dejarles decidir
sería mucho más grave que un error: sería
un suicidio.
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