LA FILOSOFÍA DE NIETZSCHE
Vamos a detenernos un poco en el pensamiento de este importante
personaje en la historia de la filosofía, dado que se le atribuye haber
sido el mentor del movimiento filosófico postmoderno. En 1871 publicó
“El Origen de la Tragedia” donde afirmó que: “…el
problema de la ciencia —su objeto— no puede ser conocido en el terreno
de la ciencia”. Nietzsche no solo renegó, pues,
del mito doméstico cristiano según el cual lo inteligible del
mundo, su alma mater, la llave de su conocimiento, es patrimonio de Dios. Además
de repudiar esto, por reacción ante la modernidad negó incluso
toda posibilidad al pensamiento del ser humano, es decir, a la ciencia, para
acceder al conocimiento de la verdad contenida en las más diversas formas
de vida que el pensamiento humano toma como objetos de su actividad.
Para Nietzsche, lo que el pensamiento humano tiene por verdadero,
consiste en el hecho de ser designado como tal por medio del lenguaje, convencionalmente
aceptado por la sociedad. Entre lo falso y lo verdadero, para Nietzsche no existe,
pues, distinción alguna, y según él la humanidad sigue
a tientas sobre lo que es certeza e incertidumbre. Sostiene Nietzsche que el
ser humano moderno sigue en la pauta de aceptar los convencionalismos, porque
cree en lo que por mediación alcahueta del lenguaje se le presenta como
verdadero y de obligatoria observancia o respeto como tal, a los fines de la
organización más o menos pacífica y civilizada de vida
en comunidad:
<<Este tratado de paz conlleva algo que promete ser el primer paso para la consecución de ese misterioso impulso hacia la verdad. En este mismo momento se fija lo que a partir de entonces ha de ser “verdad”, es decir, se ha inventado una designación de las cosas uniformemente válida y obligatoria, y el poder legislativo del lenguaje proporciona también las primeras leyes de verdad, pues aquí se origina por primera vez el contraste entre verdad y mentira.>> (Op. Cit. )
Nietzsche permaneció así hasta en fin de sus días, atado a la primera parte de la famosa alegoría sobre “La Caverna” de Platón, filósofo griego quien para explicar la incertidumbre del mundo humano sobre lo verdadero, describió una oquedad más o menos amplia y profunda en la roca de una montaña, donde imaginó encontrarse con un grupo de seres humanos prisioneros de otros, atados por cadenas que les inmovilizan el cuello y las piernas de forma tal que no podían girar la cabeza ni el cuerpo y solo les estaba permitido mirar de frente hacia la pared que delimita el fondo de la caverna. Platón siguió su relato diciendo que, detrás de ellos, había un muro donde ardía una hoguera sobre un pasillo transversal que da a la luz del Mundo y de la naturaleza donde la verdad de las cosas resplandecían a la luz del Sol, fuente de toda vida.
Dentro de la caverna, entre la hoguera y los prisioneros circulaban
otros seres humanos portando todo tipo de objetos cuya sombra proyectaba la
luz de la hoguera sobre la única pared de la caverna que los condenados
podían ver. Dadas sus circunstancias, aquellos encadenados no podían
hacer otra cosa que dar por verdaderas las sombras de las cosas cuya verdad
discurría a sus espaldas.
Finalmente, Platón siguió imaginando que uno
de los prisioneros era liberado para que pudiera contemplar la realidad donde
la verdad de las cosas brilla a la luz del Sol ante sus ojos como encarnación
de la idea del Bien representada por el Astro Rey, causa y fundamento inteligible
de las apariencias sensibles que la hoguera sigue proyectando para el resto
de los prisioneros sobre la pared terminal de la cueva.
Pero no bien pudo contemplar las cosas del mundo según
su verdadera y deslumbrante realidad iluminada por “el Sol y lo que le
es propio”, esta parte de la alegoría termina cuando el liberado
es nuevamente inmovilizado junto a los demás prisioneros, de modo que
al relatar lo que vio allí fuera, sea motivo de burla por el resto de
los prisioneros, quienes permanecían en la firme creencia forjada por
la ignorancia de su cautiverio, de que ese relato suyo era la consecuencia de
que sus ojos se habían cegado al pasar de la oscuridad de la cueva a
la luz del Sol, y lo que le pareció ver fue producto de su imaginación.
(Platón: “La República” 517a—517c.)
Esto es lo que Nietzsche ha tomado de la alegoría de Platón, pero con una salida airosa, según la cual, el límite que para los seres humanos es la mera contemplación de reflejos de la realidad en sus sentidos, excita en ellos la imaginación y la intuición propias del arte, únicas facultades capaces de alumbrar no sombras, sino la verdad contenida en las cosas del Mundo. Tal fue la idea, que Nietzsche ha concebido para sacar a los seres humanos de la oscura caverna de Platón, donde permanecen con su pensamiento y su lenguaje frente a los así irreconocibles objetos de su pensamiento.
Para Nietzsche, lo que afirman sobre la naturaleza y la sociedad todas las disciplinas
científicas, incluida la filosofía, son meras interpretaciones,
que en modo alguno aclaran, explican o brindan un conocimiento adecuado (puro,
en sí) de lo que es el Mundo:
<<Un mismo texto permite incontables interpretaciones: no hay una interpretación “correcta”.>> (Nietzsche: “Lenguaje y Conocimiento". 1[120])
Es decir, que sobre las cosas y los comportamientos
no hay "episteme" (ciencia, comprensión, certidumbre, determinación,
certidumbre) sino doxa (opinión, interpretación, incertidumbre,
indeterminación). Así las cosas, las palabras que se supone son
las herramientas del pensamiento para construir los conceptos que encierran
la verdad de los objetos del conocimiento, para Nietzsche son signos convencionales
a fin de designar cosas; y los conceptos, construcciones arbitrarias con tantas
interpretaciones como sujetos responsables de tales construcciones.[1]
Siguiendo el pensamiento de Heráclito al decir que “Nunca
nos bañamos en el mismo río”, Nietzsche
absolutizó lo que deviene frente a lo que permanece, deduciendo de allí
la imposibilidad del conocimiento teórico para descubrir la verdad objetiva
o esencia contenida en cualquier cosa. Porque lo que ahora es, deja de serlo
al siguiente instante. Pero, ¿Se puede concebir de acuerdo con Heráclito,
en que “nunca nos bañamos en el mismo río” aun concediendo
que siempre lo hagamos en distintos puntos de su curso hidrográfico?
¿No será menos falso decir que nunca nos bañamos en el
mismo agua de ese u otro río, mientras el artista
venerado por Nietzsche —como el único capaz de decir la verdad—
resuelve poéticamente el problema sobre el agua diciendo que “el
río corre, pasa y sueña”?; ¿quien puede negar que
el agua de todos los ríos y mares del mundo contiene la misma esencia
representada por los símbolos de su composición química,
cualquiera sea la forma en que se manifieste a nuestros sentidos, en sí
misma o combinada con otras sustancias—como el cloruro sódico en
el caso del mar— o en sus distintos estados físicos, sea sólido,
líquido o gaseoso, según los cambios operados exteriormente en
el grado de su temperatura?
¿Dónde está pues, la verdad del agua —más allá de presentarse a los sentidos fluyendo en los ríos con mayor o menor caudal, temperatura y cantidad de sedimento ajeno a su propia naturaleza—, si no en que universalmente contiene dos moléculas de hidrógeno por cada molécula de oxígeno? ¿Cuál es y ha sido su esencia química —necesaria para la vida en nuestro Planeta— y cual, por tanto, su permanente verdad objetiva, que así lo fue indiscutiblemente durante millones de años antes de que apareciera el lenguaje articulado y el pensamiento científico, si no la descubierta posteriormente por el pensamiento humano a instancias del lenguaje de los signos químicos convencionalmente adoptados para designarla, y del método experimental adecuado a este tipo de objetos del conocimiento?
Los signos del lenguaje químico adoptados son convencionales y puede convenirse que sean otros cualesquiera; pero solo para designar la esencia o naturaleza de una determinada sustancia científicamente descubierta por el pensamiento humano a través del método experimental en laboratorio y de tal modo identificada, que permanece igual a sí misma y puede comprobarse también experimentalmente de modo muy sencillo.¿O es que también la verdad de este vital agente físico-químico permanece aun en la sombra proyectada por la hoguera que todavía nimba en la caverna imaginada por Platón?
En “Verdad y mentira en sentido extramoral”,
Nietzsche ha llegado al extremo de negar incluso que la verdad —o esencia—
pueda estar “en sí” contenida en las cosas independientemente
del sujeto que las piensa, y menos aun en cada tipo de sociedad
específica. De este quid pro quo ha concluido que la verdad de los objetos
del conocimiento, lejos de estar contenida en ellos con independencia del sujeto
que la descubre a través de su pensamiento, es “antropomórfica”,
o sea, subjetiva y hasta personal. Según este relativismo gnoseológico,
lo que los seres humanos modernos llaman verdad, es una pura trasmutación
ilusoria de la realidad operada por el pensamiento humano a instancias del lenguaje:
<<Si doy la definición de mamífero y a continuación, después de haber examinado un camello, declaro: “he aquí un mamífero”, no cabe duda de que con ello se ha traído a la luz una nueva verdad, pero es de valor limitado; quiero decir; es antropomórfica de cabo a rabo y no contiene un solo punto que sea “verdadero en sí”, real y universal, prescindiendo de los hombres. El que busca tales verdades en el fondo solamente busca la metamorfosis del mundo en los hombres; aspira a una comprensión del mundo en tanto que cosa humanizada y consigue, en el mejor de los casos, el sentimiento de una asimilación.>> (Op.Cit.1)
Y seguidamente acaba homologando, sin excepción, a quienes
usan el pensamiento y el lenguaje, con el célebre sofista griego Protágoras,
para quien “El hombre es la medida de todas las
cosas, de las que son en cuanto que son y de las que no son en cuanto que no
son”[2] . Ajustándose al significado subjetivista de
este célebre aforismo, Nietzsche añadió que la supuesta
verdad de las cosas “en sí” es un convencionalismo social
aplicado a cada realidad a través del lenguaje, que se adopta y generaliza
porque es útil a la organización de la vida en sociedad; porque
el ser humano, que se olvidó de sus orígenes
(como animal puramente instintivo), tiene necesidad de negar el mundo de las
percepciones que son tantas como sujetos y especies de sujetos existen; y que,
además, cambian según su devenir en el tiempo, desbaratando así
toda posibilidad de permanente vigencia de las "supuestas" esencias
en los conceptos. Por tanto, para Nietzsche, lo que pasa por ser verdad de las
cosas, es un engaño convencionalmente aceptado como tal porque resulta
útil a la vida en sociedad. Como conclusión de tales supuestos,
Nietzsche sostuvo que el impulso más poderoso del ser humano desde siempre,
no ha sido conocer la verdad si este conocimiento “le ha sido
inútil o pernicioso para la vida”.
El agua, el fuego, el aire y la Tierra encierran en sí
mismos la posibilidad de ser tan beneficiosos como perniciosos para la vida.
Y si los más primitivos seres humanos habitantes de este Planeta —en
gran medida desconocido para ellos— endiosaron a estos cuatro elementos,
no ha sido precisamente por sus beneficiosos efectos sino al contrario, para
prevenirse de los males que podían causarles en cualquier momento a sus
vidas las inundaciones, incendios, ciclones, maremotos y terremotos.
Qué duda cabe que el mito de Dionisos, dios primitivo
particular del vino, “de la bebida narcótica”, de la inconsciente
y entusiasta vitalidad de lo finito que anidó en el espíritu de
aquellos griegos de su etapa más arcaica (Siglo X—Siglo VI a.C),
glorificada por Nietzsche, reconoce sus orígenes en el instinto de conservación
colectiva más elemental. Pero no es menos cierto que fue ese instinto
el demiurgo de la ilusión contenida por el propio mito, utilizado por
los griegos más primitivos como el medio más originario de supervivencia
frente a las desconocidas fuerzas de la naturaleza, de su "dominio"
sobre ella desde la imaginación y por medio de la imaginación..
Si Hegel pudo compatibilizar el método científico
de su Lógica dialéctica ontológica con el mito cristiano,
es porque esta superchería —más reciente y compleja que
los ingenuos mitos antiguos—, pudo traducir al lenguaje religioso la conversión
de la mercancía en dinero y éste en capital a instancias de la
fuerza de trabajo, algo que nunca hubiera podido hacer la mitología griega
más arcaica, cuyo referente básico estructural permaneció
limitado al trueque esporádico. En cuanto a los griegos de la ápoca
clásica, como hemos visto, su límite fue el trabajo esclavo como
fundamento o esencia de esa sociedad. Y esto dice mucho en contra del irracionalismo
regresivo inconducente de Nietzsche y sus discípulos postmodernos.
Los helenos veneraron a Dionisos teniéndolo como uno
de los ejes de su civilización al mismo tiempo que como un enigma incomprensible
que les superaba y llamaron “Vida Una”, entendida como “movimiento,
crecimiento, expansión y danza”, constante vínculo espiritual
entre su vida social y las leyes de la naturaleza que jamás pudieron
comprender ni dominar realmente, creyendo sin embargo hacerlo mediante la ensoñación
de sus ritos. Pero lo que Nietzsche no quiso comprender
—porque pudo haberlo hecho— fue que la ciencia de su tiempo, hacía
ya mucho que había superado a la mitología griega como forma de
vida y de asumir el Mundo. ¿O no es cierto que los mitos primitivos suplieron
la imposibilidad de comprender y dominar las fuerzas de la naturaleza por los
seres humanos de aquél tiempo, creyendo conseguirlo
mediante la insuperable fantasía de su artístico ritual mitológico,
que es precisamente lo que Nietzsche consagra y reinvindica?:
<<Es sabido que la mitología griega fue no solamente el arsenal del arte griego, sino también su tierra nutricia. La idea de la naturaleza y de las relaciones sociales que alimentó la imaginación griega y, por tanto, la mitología griega ¿es acaso compatible con las máquinas de hilar automáticas, las locomotoras y el telégrafo eléctrico? ¿A qué queda reducido Vulcano al lado de “Roberts & Co.”, Júpiter cerca del pararrayos y Hermes frente al Credit Inmobilier? Toda mitología somete, domina, moldea las fuerzas de la naturaleza en la imaginación y por la imaginación; y desaparece, por tanto, cuando esas fuerzas resultan totalmente dominadas. ¿En qué se convierte “Fama” respecto de “Printing-house square”? El arte griego supone la mitología griega, es decir, la naturaleza y las formas sociales ya modeladas a través de la imaginación popular de una manera inconscientemente artística. Esos son sus materiales. No una mitología cualquiera, no cualquier transformación inconscientemente artística de la naturaleza (aquí, la palabra naturaleza designa todo lo que es objetivo, comprendida la sociedad). La mitología egipcia no hubiese podido jamás ser el suelo, el seno materno del arte griego. Pero de todos modos fue necesaria una mitología. El arte griego no podía surgir en ningún caso en una sociedad que se desarrolla excluyendo toda relación mitológica con la naturaleza, toda referencia mitologizante de ella; y que requiera, por tanto, del artista una imaginación independiente de la mitología.
Por otra parte, ¿sería posible Aquiles con la pólvora y el plomo? O, en general, ¿sería posible La Ilíada con la prensa, con la máquina de imprimir? Los cantos y las leyendas, las Musas ¿no desaparecen necesariamente ante la regleta del tipógrafo? ¿No se desvanecen las condiciones necesarias para la poesía épica?>>. K. Marx: “Introducción General a la Crítica de la Economía Política” 4. Lo entre paréntesis nuestro)
Y hablando, por ejemplo, de Vulcano —Hefesto en la mitología
griega, Dios particular del fuego, de los metales y de las artes—, desde
que removiendo brasas con un palo de madera no del todo seca, los Neandertales
comprobaron que al carbonizarse superficialmente adquiría cierta dureza
convirtiéndola en un arma de caza más eficaz, hasta llegar a la
Grecia clásica habían pasado 13 milenios. En ese lapso los helenos
habían heredado ya las técnicas de la fundición y de la
forja, ésta última por medio de la fragua. Por tanto, aunque todavía
no tan profundamente, ese pueblo conocía desde hacia tiempo la naturaleza
o esencia del fuego y ciertos metales, tanto como para haber podido emanciparse
del mito que los personificó. Sin embargo, Hefesto y los demás
dioses de la mitología griega siguieron siendo por mucho tiempo más,
objeto de culto en esa tierra.[3]
Y es que, parafraseando a Marx en su “18 Brumario de Luis Bonaparte”,
la memoria de lo ya muerto oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos.
Como el fantasma de la pierna que le amputaron y da con el minusválido
en el suelo tantas veces como sea necesario, antes de tomar conciencia de que
su extremidad pasó a mejor vida, como dio a entender Merleau Ponty en
“La fenomenología de la percepción”.
Más que amar, los seres primitivos temían la
cólera de sus Dioses. Por tanto, como toda creencia, su única
utilidad para la vida fue la resignación frente a la desgracia que atribuyeron
a todo lo que desconocían y que por eso mitificaron. Sin embargo, esta
dualidad contradictoria del desconocimiento de las fuerzas que la naturaleza
ejercía sobre los seres humanos que dio origen al mito, también
estuvo en el origen del conocimiento científico. Porque tales creencias
pasaron con el tiempo a expresarse en las más diversas interpretaciones
sobre cada uno de otros tantos hechos, cuya verdad permaneció desconocida,
hasta que por aproximaciones sucesivas, el pensamiento humano a través
de generaciones, acabó finalmente convirtiendo tales interpretaciones
en certezas científicas empíricamente verificables. Y según
fueron apareciendo nuevos y más complejos objetos del conocimiento —que
la propia naturaleza había mantenido en secreto cuidado—, el ser
humano fue avanzando con su pensamiento sobre el mundo, con nuevas certezas,
sin que quienes estuvieron comprometidos en ese cometido, dada la propia complejidad
de tales objetos de estudio, hubieran condicionado su tarea de conocer, a que
sus cubrimientos fueran o no útiles para la vida, en tanto que ellos
no lo sabían ni podían saberlo.
Así sucedió, por ejemplo, con Newton, quien fue
el primero en demostrar que las leyes naturales que gobiernan el movimiento
en la Tierra y el de los cuerpos celestes son las mismas. Entre sus hallazgos
científicos se encuentran los siguientes: que el espectro de color que
se observa cuando la luz blanca pasa por un prisma es inherente a esa luz, en
lugar de provenir del prisma —como había sido postulado por Roger
Bacon en el siglo XIII; su argumentación sobre la posibilidad de que
la luz estuviera compuesta por partículas; el desarrollo de una ley de
conducción térmica, que describe la tasa de enfriamiento de los
objetos expuestos al aire; sus estudios sobre la velocidad del sonido en el
aire y su propuesta de una teoría sobre el origen de las estrellas. Newton
comparte, además, con Leibnitz el mérito de haber contribuido
al desarrollo del cálculo integral diferencial que utilizó para
demostrar sus leyes de la física, y que solo más tarde fue de
muy útil aplicación a todas las ramas de la industria, el comercio
y las telecomunicaciones. También contribuyó en otras áreas
de la matemática desarrollando el teorema del binomio.
Sin embargo, que se sepa, ni Newton, ni Lebnitz ni tantos otros célebres científicos —antes y después de ellos— hicieron estos aportes pensando en la ulterior utilidad de sus resultados para la vida humana, según el concepto de Nietzsche. Aunque otros sí lo hicieran, como es el caso de Henry Ford, por ejemplo, con su invento del motor a explosión aplicando las leyes de la termodinámica, éstas sí desarrolladas ante la necesidad de aumentar la eficiencia de las primeras máquinas de vapor.
Pero insistimos en que el problema según el perspectivismo
interpretativo de Nietzsche, no está en el acto de conocer; el problema
está en si los entes de la naturaleza contienen en sí mismos esencia
o valor constitutivo de verdad, independientemente de los sujetos. Esto es lo
que Nietzsche siempre ha negado categóricamente. Para él puede
haber un conocimiento verdadero, el que sirve para la vida de los seres humanos.
Pero la verdad objetiva, contenida en los entes u objetos,
sirvan o no para la vida, es una pura ilusión.
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[1] Según
todas las disciplinas del pensamiento moderno, el concepto es la unidad de significado,
entre el pensamiento de un sujeto actuante sobre un objeto —mediante un
método adecuado a la naturaleza de ese objeto pensado— y su esencia
o fundamento que le hace ser objetivamente lo que es, independientemente del
sujeto. En tal sentido, no puede haber objeto científicamente pensado,
mientras el sujeto no demuestre que lo significado por su pensamiento coincida
lógica o experimentalmente (según la naturaleza del objeto) con
la esencia o fundamento de la cosa que el pensamiento ha tomado por objeto,
logrando así, mediante el concepto, que lo concreto se convierta en un
“concreto pensado”. Otra cosa es la mera interpretación por
medio del lenguaje de lo que el sujeto percibe de lo concreto por medio de los
sentidos —porque tal es el límite de toda percepción. Mediante
este modo empírico de conocimiento, el único que Nietzsche reconoce
como verdadero, el objeto, lo concreto, no pasará de ser una determinación
abstracta, esto es, una mera existencia carente de esencia y, por tanto, de
significación.