07. Afganistán
En 1978 era un país de
18 millones de habitantes, cuyas mayorías sociales venían siendo víctimas
de la más cruda explotación y opresión por parte de los capitalistas nacionales
y extranjeros. Primero Gran Bretaña y después de la Segunda guerra Mundial,
principalmente los EE.UU., lo habían reducido a una situación de semi-colonia.
Cuando estalló la revolución en abril de aquél año, sólo el 15% de sus tierras
cultivables estaban irrigadas y el 14% de su población era nómada. El 90%
de los hombres y el 95% de las mujeres eran analfabetos y un niño de cada
dos moría antes de cumplir los cinco años. Más del 70% de la población total
del país no poseía tierras, y el 40% de los pequeños propietarios apenas si
lograban sobrevivir, en un territorio sin fondo de reserva contra las catástrofes
naturales, donde medio millón de personas murieron durante la sequía entre
1969 y 1972. La industria estaba muy poco desarrollada, el nivel de desempleo
era superior al 20% y un millón de trabajadores se vieron obligados a emigrar
en busca de trabajo.
El gobierno de Mohamed Daud Khan asumió el poder en julio de 1973 derrocando a la monarquía. Y tras prometer
reformas se mostró tan indolente como incapaz de resolver los problemas del
país, él y su familia dedicados a disfrutar de sus privilegios mientras el
ejército seguía dirigido por los mismos oficiales superiores del antiguo régimen,
que no llevó a cabo ninguna reforma en beneficio de las clases más bajas.
Los partidos políticos siguieron prohibidos y las organizaciones obreras sometidas
a una feroz represión. Ese régimen no era más que corrupción e ineficacia
y la deuda exterior del país no dejaba de crecer.
Ante la agravación de
la crisis social y para preservarse de las posibles consecuencias, Daud estrechó
vínculos políticos con el Sha de Irán, el imperialismo norteamericano y el
régimen reaccionario de Zia Ul Haq en Paquistán, quien confió a la siniestra Savak persa el accionar de la policía política en Afganistán. Hasta que fue
asesinado uno de los dirigentes del Partido Democrático del Pueblo Afgano
(PDPA), Amir Akbar Jyber el 17 de abril de 1978, lo
cual provocó entre la población una reacción inmediata y violenta, logrando
que el ejército apoyara las manifestaciones y acabara derrocando a Daud.
El nuevo régimen realizó
purgas en el ejército y en el aparato del Estado, anunciando un programa de
reformas de 30 puntos a favor de los obreros y de los campesinos. Entre las
más importantes, la reforma agraria, promulgada el 1º de enero de 1979. Asimismo
se fijó un límite para la propiedad de la tierra y todas las que lo excedieron
fueron confiscadas y distribuidas gratuitamente entre los sin tierra y los
nómadas. En total se beneficiaron unas 250.000 familias. Además, todas las
deudas a los terratenientes hasta ese momento contraídas por los campesinos,
fueron abolidas. Entre las demás medidas implementadas por el PDA, destaca
la construcción de nuevas escuelas y centros sanitarios, una campaña de masas
por la alfabetización que interesó a centenares de miles de personas y, por
primera vez en la historia de Afganistán, se legalizaron los sindicatos. También
se comenzó por resolver dos problemas de la mayor importancia social y política
del país: acabar con la opresión de las mujeres y garantizar todos los derechos
a las minorías nacionales oprimidas. Se adoptaron medidas especiales para
mejorar la condición social de las mujeres, como la enseñanza obligatoria
para las niñas, cursos especiales para las mujeres casadas, prohibición del
matrimonio de niños y reducción del “precio” (dote) de la prometida. Estas
medidas progresistas y otras, como la liberación de 8.000 presos políticos,
reforzaron el apoyo popular al nuevo gobierno. Las primeras medidas orientadas
a la organización de las masas populares, fueron la de mujeres, de jóvenes,
sindicatos y comités de defensa armados, a nivel local, para responder a los
ataques contrarrevolucionarios.
Por su parte, los que
se habían venido aprovechando de la opresión y de la explotación en Afganistán:
los capitalistas, los terratenientes, los usureros, los productores y traficantes
de opio, los contrabandistas, los antiguos oficiales del ejército, los monárquicos
y sectores de la jerarquía religiosa islámica, respondieron a estas medidas
progresistas y populares iniciando una guerra de guerrillas contra el gobierno
del PDA. Fue un levantamiento que se inició realmente a principios de 1979,
tras las primeras medidas de reforma agraria en territorio afgano. Se centró
en las regiones dedicadas al cultivo del opio, sobre todo en las proximidades
de la frontera con Pakistán, donde los propietarios de las plantaciones de
opio y los contrabandistas, amenazados por la reforma agraria y las medidas
adoptadas contra el comercio de ese alucinógeno, utilizaron los ingresos obtenidos
con ese sucio trapicheo para financiar sus operaciones militares contrarrevolucionarias,
a las que confusamente llamaron “guerra santa contra el comunismo ateo del
movimiento antiimperialista de los pueblos islámicos”. Todo un oscuro
galimatías para ocultar el hecho de que, con el apoyo económico de Arabia
Saudita y el logístico del ejército y las agencias de inteligencia paquistaníes,
Washington bajo el gobierno de Jimmy Carter, reclutó y organizó fuerzas extremistas islámicas en todo el Mundo,
para derrocar al régimen laico y progresista en Afganistán apoyado por la
Unión Soviética.
Casi todos los afganos
eran entonces musulmanes y aun lo siguen siendo hoy. Pero aquél gobierno del
PDA no tomó medida alguna restrictiva de la libertad religiosa, y numerosos
molas conocidos apoyaron la revolución.
El intento de caracterizar aquella guerra civil como guerra entre musulmanes
e infieles ateos, no fue más que la cobertura demagógica para escamotear que
en realidad fue una guerra de clases, de los explotadores contra los explotados
y oprimidos. Desde el comienzo, el imperialismo norteamericano se mostró hostil
al gobierno del PDA y a sus medidas radicales, más aun después de que la revolución
iraní hubiera derribado a su fiel aliado, el Sha de Irán Mohammad Reza Palhevi. Sin duda temía las repercusiones de la revolución afgana entre los pueblos oprimidos
de la región, que amenazarían los intereses imperialistas.
Esto explica que la administración
Carter hiciera todo lo posible para ahogar en sangre la revolución afgana.
Con tal propósito la prensa capitalista lanzó una campaña propagandista de
alcance mundial. Ya en junio de 1978 —previendo lo que fatalmente sucedería
en enero de 1979—, el mando atlántico de la OTAN celebró una reunión especial
en Anapolis para proyectar con tiempo las medidas a implementar. Y un mes después
de iniciada la revolución afgana, en febrero de 1979, EE.UU. decidió congelar
toda ayuda económica a ese país. Junto con la dictadura pakistaní, Washington
apoyó y ayudó a las fuerzas contrarrevolucionarias del gobierno de Kabul. Para ello utilizó instituciones vinculadas a la CIA, como la Agencia
Americana de Represión del Tráfico de Drogas (DEA), que ha venido sosteniendo
relaciones muy estrechas con los productores y traficantes de opio. El historiador
Alfred Mc. Coy demostró la íntima vinculación de la “Agencia antidrogas” norteamericana D.E.A. (Drug Enforcement Administration) con los principales centros
de producción y distribución de este narcótico en todo el Mundo:
El ascenso del stalinismo
en la ex URSS —que fundamentalmente representó los intereses de la casta burocrática
privilegiada, medrando a expensas de los asalariados rusos—, determinó que
las relaciones con Afganistán tampoco discurrieran en función del interés
general en ambos países, sino del interés común a sus respectivos
burócratas gobernantes. Ambas dirigencias políticas bregaban por instalar
en el país afgano un régimen capitalista “neutral”, evitando que siguiera
siendo una base militar beligerante del imperialismo. Con tal finalidad, a partir de los años 50 ambos países
firmaron importantes acuerdos comerciales y militares, que promovieron el
compromiso del PDA con la conciliación entre la gran burguesía agraria y el
bloque obrero-campesino. Pero estas relaciones se vieron enturbiadas cuando
la diplomacia de Washington asociada con el régimen paquistaní comandado por
Daud, conspiró contra la coexistencia pacífica en esa zona.
Ante esta nueva
situación de inquina política deliberadamente inducida por el imperialismo
norteamericano, el gobierno soviético decidió estrechar aún más sus vínculos
con Afganistán, firmando nuevos acuerdos económicos de intercambio, a la vez
que proveyendo preventivamente a su socio afgano con pertrechos militares. Pero
el PDA nunca pudo pasar de ser un partido en trance de dirigir al bloque
obrero-campesino, que traicionó a sus
intereses. Lo hizo cuando decidió adoptar una política de conciliación con
el bloque contrarrevolucionario formado por el imperialismo norteamericano y
los terratenientes locales productores de opio, temiendo en todo momento que las
masas tomen la iniciativa escapando a su control. Fue un partido pusilánime,
incapaz de imprimir a las mayorías populares afganas una dinámica
revolucionaria, dentro de los límites necesarios y posibles. Los mismos límites
que impuso al movimiento de los
asalariados el atraso económico de Rusia en 1917, cuando
transitoriamente le obligó a formar un bloque con los campesinos. Los mismos límites
que Marx vio en la Francia de 1848:
<<Los
obreros franceses no podían dar un paso adelante, no podían tocar ni un pelo
del orden burgués, mientras la marcha de la revolución no sublevase contra
este orden, contra la dominación del capital, a la masa de la nación —campesinos
y pequeños burgueses— que se interponía entre el proletariado y la burguesía;
mientras no la obligase (a esa
masa vinculada al sistema a romper con él) a unirse a los proletarios como a su vanguardia. Sólo al precio de la
tremenda derrota de Junio
[1]
podían los obreros comprar esta victoria>>. (K.
Marx: “Las luchas de clases en Francia de 1848 a
1850” Pp. 23. Lo entre paréntesis nuestro).
De ahí el carácter democrático-burgués
de la revolución, que también fue preceptivo haber llevado transitoriamente
a término en Afganistán, como condición previa de la revolución proletaria.
Ergo, por haber adherido al contubernio entre el imperialismo norteamericano
y los terratenientes afganos productores de opio, el PDA pasó a ser un factor
de refuerzo proclive a la contrarrevolución. Fue en este contexto que Moscú
decidió enviar decenas de millares de efectivos militares a ese país, no para
defender allí la revolución democrático-burguesa, sino más bien por temor
a que una victoria de la contrarrevolución pusiera en peligro la estabilidad
de la propia URSS y, por tanto, los intereses parasitarios de la casta burocrática
soviética.
Pero esta forma oportunista de solidaridad
política, no ha dejado por eso de ser imprescindible para los fines de consolidar
la revolución democrática en Afganistán. No pocas organizaciones obreras de
otros países —presionadas por el imperialismo—, condenaron la presencia de
tropas soviéticas en Afganistán. Tal fue la posición que adoptaron los partidos
“comunistas” de Italia, España, México, Gran Bretaña y Australia, entre otros,
así como los partidos socialdemócratas en todas las latitudes. Por su parte,
la burocracia china seguida por los grupos maoístas en el mundo entero, no
sólo condenaron esta intervención de la URSS, sino que se han alineado con
el imperialismo en su ayuda a la dictadura pakistaní. Todas estas fuerzas
se alinearon en el campo de la reacción, cuando en Afganistán estaba en curso
una guerra civil contra los intereses más elementales de los obreros y campesinos
de ese país.
Poco después de que la Unión Soviética
interviniera en Afganistán, en 1980 Osama Bin Laden reclutó a miles de
islamistas para llevar a cabo la “guerra santa” en ese territorio. Entrenado
por la CIA conoció la técnica de traficar con dinero a través de sociedades
fantasmas y paraísos fiscales; aprendió a preparar explosivos y a utilizar
códigos cifrados para comunicarse sin ser detectado. Desde 1979 y durante los
diez años que duró la intervención soviética en Afganistán, la burguesía
norteamericana gastó casi tres mil millones de dólares en financiar la resistencia
de los yihadistas afganos en lucha contra la revolución democrática en ese país,
apoyada por la URSS. Entre agosto de 1988 y finales de 1989 creó la red
terrorista “al Qaeda”. Después de la retirada soviética en 1989, Bin Laden
regresó a su país, siendo recibido como un héroe.
El sucesor del patriarca Mohammed bin Laden tras su deceso en 1967, fue su primogénito llamado
Salem M. bin Laden, hermano mayor de Osama, quien se hizo cargo del patrimonio familiar
[2]
. Según Wikipedia, parece ser que Salem se vinculó con
la familia Bush a través James R. Bath, un inversionista en la compañía “Arbusto
Energy” (el vocablo castellano “arbusto”, en inglés se traduce por la
palabra “bush”), una pequeña empresa petrolera de la década de 1970 dirigida
por un amigo íntimo de Bath, llamado George W. Bush (Jr.). Cabe pensar, pues, que la relación y los estrechos
vínculos entre las dos familias, se remonte a esa década.
http://www.nodo50.org/gpm
e-mail: gpm@nodo50.org
[1] “La insurrección de junio: heroica
insurrección de los obreros de París entre el 23 y el 26 de junio de 1848,
aplastada con excepcional crueldad por la burguesía francesa. Fue la primera
gran guerra civil de la historia entre el proletariado y la burguesía” (Nota
de Marx).
[2] El jeque Salem bin Laden era, como hermano
mayor, el jefe de familia, constituida por una numerosa prole (unos dicen que
eran 54 y otros que 57 los hijos que tuvo el jeque Mohammed bin Laden con 30
esposas de diversas nacionalidades árabes) y que heredaron la Bin Laden
Construction Group, una corporación que él creó en los años cincuenta en
Yeddah, a orillas del Mar Rojo.