04. El
totalitarismo político explotador de las minorías II
a) Desde
la fase superior del feudalismo, hasta el capitalismo
Habiendo surgido de la conquista de territorios y el
sometimiento político de la mayoría de sus habitantes, el modo esclavista de producción decayó hasta desaparecer, tras
un proceso siempre motorizado por el desarrollo
de las fuerzas productivas, que agudizó las contradicciones del sistema al no poder producir más
de lo que costaba mantenerlo. Esto debió suceder y sucedió, a medida que el
Estado romano —basado en la violencia para el mantenimiento del orden interior
y la protección contra el asedio y ataques de los llamados "bárbaros"—, se
vio en la necesidad de acrecentar su
ejército, tanto cuanto más extensas se iban haciendo las fronteras bajo
su dominio imperial, pero que no podía ser reclutado entre las mayorías esclavizadas, nada de
fiar por su inclinación a emanciparse, debiendo apelar a los campesinos libres.
De este modo, las continuas luchas en pos de la
expansión y defensa del territorio imperial, a la vez que diezmaban el ejército
reducían la población activa en el trabajo agrícola, lo cual no solo mermó la
producción, sino la única base social
económicamente imponible recaudatoria para el sostenimiento del Estado
esclavista. Hasta que a partir de cierto momento, el Estado romano se vio forzado
por las circunstancias a contratar soldados
mercenarios entre los esclavos y los prisioneros bárbaros, naturalmente
proclives a la traición y la revuelta, de o cual dieron fe haciendo historia Espartaco y sus huestes.
Así las
cosas, el incremento exponencial de los gastos del Estado y la drástica
disminución recaudatoria proveniente de los campesinos libres —en número
creciente requeridos para la guerra— convirtieron al Imperio romano en una
gigantesca y complicada maquinaria de expoliación fiscal a sus cada vez más diezmados
ciudadanos, mediante
una presión impositiva insoportable, tanto más ruinosa para la economía de los
contribuyentes romanos, cuanto más extensos, onerosos y difíciles de defender,
se fueron haciendo los dominios territoriales del imperio[1].
Para ponerse a salvo de la violenta exacción del pueblo romano por parte de los
funcionarios, de los magistrados y de los usureros del imperio decadente, fueron cada vez más los pequeños
propietarios romanos libres que desertaron del ejército y de su condición de
ciudadanos, buscando la protección de poderosos señores entre los bárbaros germanos del norte,
a cambio de transferirles el derecho de propiedad sobre sus tierras,
comprometiéndose a administrar el trabajo servil en ellas, a cambio de lo
necesario para vivir. Así fue como las haciendas de los desertores romanos —de
tal modo convertidos en vasallos de sus nuevos
señores—, fueron divididas en pequeñas
parcelas por una remuneración anual fija, o por el régimen de aparcería, pasando cada
uno a trabajar en ellas tributando a su señor, sea en especie o en servicios.
Con la declinación del imperio esclavista en un dominio
geográfico al que ya no era posible mantener ni controlar—, los desertores
libres se convirtieron en vasallos de los nuevos señores feudales, al tiempo
que los esclavos pasaron a ser siervos de los
vasallos, permaneciendo sujetos a la tierra en que trabajaban y ser vendidos
con ellas a sus nuevos propietarios, formando así la más amplia base social
explotable en el emergente modo de
producción feudal, gradualmente sustitutorio y alternativo al esclavista. Como queda dicho, allí los
trabajadores dejaron de ser esclavos, pero tampoco devinieron libres. Una
minoría de ellos pasaron a ser vasallos,
categoría social intermedia entre señores y siervos. En tal sentido, el
feudalismo fue un modo de producción histórico más tolerable, transicional entre la esclavitud y el
trabajo asalariado capitalista.
Como es sabido, tanto los esclavistas griegos como
los romanos, habían venido profesando el politeísmo. Por el
contrario, los cristianos bajo el nuevo modo
de producción feudal, nunca toleraron que su Dios compartiera la magia prestidigitadora
y el poder con otra deidad, y menos aún con la figura humana de ningún emperador.
Por eso, y porque tres cuartas partes de su prédica religiosa —inspirada en las
sagradas escrituras— estaba hipócritamente basada en la glorificación de los pobres, los primitivos cristianos fueron
objeto de persecución por los esclavistas, de los cuales se refugiaban en las
llamadas catacumbas, únicos
reductos subterráneos donde clandestinamente podían oficiar a salvo sus
ceremoniales del culto a la “Santísima Trinidad”.
Sin embargo y a pesar de sus diferencias doctrinales,
políticamente hablando el cristianismo no ha incidido para nada en el proceso de extinción del sistema
esclavista. De hecho durante siglos, este movimiento religioso subsistió en los
intersticios del imperio romano, aceptando de muy buen grado la esclavitud. Y
cuando este modo de producción dejó de ser dominante, los cristianos jamás han
hecho nada por impedir el subsistente
comercio de esclavos, al que se dedicaron sus propios fieles acaudalados en
todo el continente, ya sea entre los bárbaros germanos del norte, entre los
venecianos en el Mediterráneo y, a partir del siglo X en el Sacro
Imperio cristiano germánico.
Finalmente, desde el siglo IX los cristianos se acomodaron a la nueva realidad efectiva de la Edad
Media, convertida su Santa Iglesia Católica en propietaria feudal, tanto para
agrandar el "reino de Dios" en la conciencia de sus fieles, como al
mismo tiempo sus propios bienes terrenales que compartieron con los nobles
aristócratas feudales en cada reino. Así las cosas, la explotación del trabajo
servil reemplazó al esclavo cuando el desarrollo de las fuerzas productivas
dejó sin sentido económico la
justificación aristotélica de la esclavitud, cuya lógica social había culminado
en el derecho romano, con el ya mencionado “ius
utendi et ius abutendi”. El feudalismo cristiano, tal como antes el
esclavismo politeísta, necesitó
una justificación ideológica suya propia distintiva, y la encontró en el monoteísmo. Lo hizo
abrazado a la misma línea ideológica
tradicional del dualismo entre alma y
cuerpo, como una réplica —a nivel de la criatura humana— de la misma
división religiosa macro-cósmica dominante durante la esclavitud, entre el
Cielo como hábitat de los dioses eternos y la Tierra de los mortales.
Pero el alma humana, que bajo el esclavismo había
sido concebida como sustancia pura
en el sentido aristotélico,
atribuida en exclusividad a los
propietarios esclavistas,
para el espíritu cristiano que prevaleció bajo el dominio político de los
señores feudales, pasó a ser algo común
a todos los seres humanos, como criaturas del Dios único que
supuestamente les creó a su imagen y semejanza, sin distinción de clases,
nacionalidad, sexo, raza o religión. Tal es el concepto de almas todas ellas universalmente iguales entre sí, que
distinguió a la filosofía del feudalismo respecto del esclavismo. Un concepto del
que posteriormente se apropió la burguesía por mediación de sus intelectuales, quienes
se encargaron de rescatar el
concepto religioso de igualdad de las almas, trayéndolo del Cielo a la Tierra,
entendiendo a las almas ya no como sustancias inmateriales puras y etéreas,
sino como concretas almas
propietarias de lo que es suyo para disponerlo libremente; como mínimo su cuerpo propio
convertido en trabajo, que de servil pasó a ser asalariado.
En síntesis, la ideología
cristiana que prevaleció bajo el feudalismo, dejó intangible la desigualdad económica entre los
individuos en el Mundo terrenal, justificando así el predominio político-personal de unos seres humanos sobre
otros según la magnitud de su patrimonio, donde los menesterosos y subalternos
siguieron siendo mayoría frente a los opulentos políticamente poderosos. Pero
al concebir el alma como sustancia común
a todo ser humano por obra de
la divinidad, el cristianismo negó el
derecho romano al ius utendi et abutendi
de unos seres humanos sobre otros, trasladando todo aquel poder exclusivamente
a Dios en su reino celestial. Dicho de otro modo, remitió aquél poder absoluto
de los esclavistas de la Tierra al
Cielo. Un nuevo concepto piadoso del poder divino que los señores
feudales cristianos trasmitieron a sus súbditos, bajo la forma catequética
del sentido común reflejada en
el "no matarás" del quinto mandamiento.
Finalmente, al concebir a todos los seres humanos como
almas propietarias iguales
ante la Ley del Estado laico burgués, los filósofos de la Ilustración rescataron
aquél concepto de igualdad humana, trayéndolo del Cielo a la Tierra.
b) Desde la fase agónica feudal hasta la fase temprana
capitalista.
En la decadencia del modo de producción feudal tuvo
sin duda importancia, el desprecio
por el trabajo que sus ociosas clases
aristocráticas heredaron de los esclavistas en esa fase tardía de la
civilización. Como que Platón en la Grecia clásica, prejuiciosamente relegó el
trabajo humano a la categoría de “actividad propia de esclavos”. Al mismo
tiempo que la tradición judeocristiana lo vinculaba con el pecado y la condena.
Pero esa declinación del feudalismo obedeció a causas más profundas, no
precisamente de orden ideológico sino material.
Comenzó cuando se difundieron las más modernas
técnicas agrícolas, que permitieron cultivar espacios territoriales más
extensos, hasta rebasar ampliamente los utilizados por los vasallos para soportar
su propia subsistencia, pagando el diezmo a la Iglesia y la
renta a sus respectivos señores propietarios de las tierras que arrendaban.
Entre esas técnicas que permitieron obtener excedentes de riqueza más allá del
consumo, cabe mencionar a los molinos de agua empleada como fuerza motriz y las
acequias para riego; también las mejoras en la utilización del arado y la
azada, así como los materiales
de que estaban hechos los medios de sujeción de los animales de tiro —como el
caballo y el buey—, que otrora los unos de madera y los otros de cuero, fueron
sustituidos por los de hierro, animales cuya cría se incrementó de manera significativa
tanto para el consumo directo como para los menesteres agrícolas.
El incremento de la producción como consecuencia de estas
innovaciones introducidas en el siglo XI, aumentaron los crecientes beneficios obtenidos
por la plebe de los vasallos, que trabajaban las tierras (feudos) de sus
señores, lo cual minimizó el pago de la renta que les pagaban por su uso,
además de deberles lealtad política y militar. A medida que cada vez más
extensiones de suelo cultivable de propiedad señorial pasaron a ser arrendadas
a los vasallos, estos vieron aumentar todavía más sus ingresos y, por tanto, su
independencia personal y social, no solo económica sino también potencialmente política.
A partir del siglo XII, los crecientes
excedentes de la producción agrícola-ganadera respecto del consumo, extendieron
la práctica del comercio de alimentos más allá de los límites entre las distintas
tierras señoriales, en cuyos intersticios se asentó una naciente burguesía comercial, conformada en
buena parte por los mismos campesinos todavía en relación de señorío y
vasallaje que, entre los tiempos de
inactividad que imponían las fuerzas de la naturaleza para la obtención
de sus frutos, pudieron momentáneamente trasladarse a las ciudades para dedicar
ese tiempo muerto en la producción, a la compra-venta de otros productos. Así fue como entre los siglos XII y XIV,
los antiguos mercaderes devinieron convertidos en una burguesía comercial numerosa, que se fue desplegando por
Europa cada vez más rápidamente, hasta estrechar vínculos de intercambio
mercantil entre ciudades como Roma o Santiago de Compostela, y otras más
lejanas como Ankara y Jerusalén.
Mientras tanto, esos núcleos urbanos entre los distintos feudos
señoriales —llamados “burgos”—, fueron habitados también por cada vez más numerosos
maestros artesanos,
precursores de la incipiente burguesía
industrial, cuyos aprendices
pasarían a ser la futura clase de los asalariados
modernos. Al respecto, Marx ilustra acerca de la tozuda resistencia que los señores
feudales opusieron, al crecimiento del empleo
de mano de obra asalariada en aquellos pequeños talleres, al ver que ese
tipo de relación social burguesa
incipiente, hacía peligrar la estabilidad política de sus privilegios
de clase aristocrática:
<<Para impedir
coactivamente la transformación del (antiguo)
maestro artesano en el (moderno) capitalista, el régimen gremial de la Edad
Media restringió a un máximo muy exiguo el número de trabajadores a los
que podía emplear un solo maestro. El poseedor de dinero o de mercancías no se
transforma realmente en capitalista sino allí donde la suma mínima adelantada
para la producción excede con amplitud del máximo medieval. Se confirma aquí,
como en las ciencias naturales, la exactitud de la ley descubierta por Hegel en
su Lógica, según la cual cambios meramente cuantitativos al
llegar a cierto punto se truecan en diferencias cualitativas[2] (Cfr. K. Marx: “El Capital” Libro I Cap. IX “Cuota y
masa de plusvalía”. Ed. Siglo XXI/1977 Vol. 1 Pp. 377. El subrayado y lo
entre paréntesis nuestros Versión
digital: Buscar por palabras).
O sea, que según
esta Ley científicamente verificada en la sociedad por estamentos para
el tránsito del feudalismo hacia el capitalismo, cuantos más obreros aprendices pueda llegar a emplear un artesano propietario de sus
talleres y herramientas, más rápido evoluciona en el proceso social de transformarse
cualitativamente, pasando de
su antigua condición de tal artesano
medieval, a moderno burgués
industrial.
No vamos a extendernos aquí en exponer el proceso histórico de
luchas sociales en la etapa tardía decadente del feudalismo durante los siglos
XIV y XV, entre distintos reinos dinásticos —tal como fue el caso de la llamada
“guerra de los
cien años”—, ni entre los señores feudales en sus respectivos reinos
con sus correspondientes vasallos, así como entre estos últimos con sus
siervos. Contenciosos en los cuales la burguesía demostró su miserable cobardía
oportunista, dejando subsistir a la nobleza feudal terrateniente y financiera,
con la cual se asoció de hecho para conspirar contra el incipiente proletariado,
tal como sucedió a mediados del siglo XIX en Francia. Un episodio al que nos
acabamos de referir en el capítulo 08 de
nuestro trabajo todavía en curso titulado: “Marxismo
y stalinismo a la luz de la historia”.
Centrémonos, pues, en los orígenes jurídicos y políticos constitucionales
de esa nueva clase social en formación, la
burguesía, pugnando por pasar a dominar en la sociedad capitalista
todavía en proceso de formación al interior del feudalismo. ¿Qué hicieron sus intelectuales
oportunistas de la “Ilustración”? ¿Qué se les ocurrió para justificar ideológicamente
la explotación capitalista de los asalariados? Disfrazaron la supuesta ley divina —que todavía
oprime el cerebro de millones en el Mundo— traduciéndola del lenguaje religioso
al lenguaje laico usual en el
derecho constitucional moderno.
Para ello se sacaron de la chistera eso de que “todos los ciudadanos son
iguales no ya ante Dios sino ante las Leyes humanas”, a
las que atribuyeron el carácter de “naturales”, válidas universalmente y, por
tanto, eternas, como la ley de la gravedad. O sea, que hasta ese momento hubo
historia, pero desde entonces ya no la hay, porque se llegó al “non plus ultra”
de la perfección social. Un embeleco de lo más ruin imaginable. Tal como ha sido
consagrado por la Revolución Francesa en 1789, que ha venido sucesivamente apareciendo
en las constituciones de todos los países bajo el sistema de vida capitalista;
un principio jurídico políticamente vigente, desde que fuera literalmente plasmado por
primera vez, en el Código
civil napoleónico de 1804.
Una ley que pone en el mismo plano de igualdad
jurídica a todos los ciudadanos, atribuyéndoles la misma “libertad” de
contratar, donde tan libres son los capitalistas para disponer de su capital
bajo la forma de salario, como los asalariados para comprometerse a entregar a
cambio su cuerpo propio diariamente, por un determinado tiempo medido en horas de
trabajo, al servicio de su respectivos patronos propietarios de los medios de
producción. Una cínica y tramposa
igualdad, que a la hora de sacar las cuentas resultantes de poner en práctica el
ceremonial de cada contrato firmado,
se verifica que aquella formalidad
jurídica deliberadamente
abstracta en que se acordó intercambiar
equivalentes, en la realidad se ha venido traduciendo mes tras mes y
año tras año, en un intercambio cada
vez más y más desigual, que se puede cuantificar confrontando la ganancia creciente de los
patronos —por entonces en sus respectivos libros de contabilidad y hoy en sus cuentas
bancarias en paraísos fiscales—, con el salario
relativamente decreciente en el bolsillo de sus respectivos empleados. De
hecho, todos los datos estadísticos han venido demostrando, que con cada
progreso histórico alcanzado por la productividad
del trabajo social, los salarios se han visto reducidos en la misma
proporción que se incrementa la ganancia del capital acumulado por los patronos
capitalistas.
Como es obvio para el más ignorante de los mortales, la libertad real de cada sujeto en
la sociedad capitalista, no
se mide en términos del pleno derecho igual a ejercer su capacidad legal para contratar, sino por la capacidad económica resultante
de la ejecución de ese
contrato entre personas realmente
desiguales. Una capacidad medida en términos de dinero contante disponible para satisfacer cualquier fin, ya sea personal, familiar o social.
Puestos ante esta verdad de cascote, se nos revela el gran timo urdido por los filósofos y juristas de la Ilustración,
ese que inspiró la tan cacareada Revolución
Francesa y su ya tan manoseado lema de: “Libertad, Igualdad y
Fraternidad”. Una engañosa trilogía teórica desmentida por la realidad, que da
fe de la cada vez más desigual distribución de la riqueza entre capitalistas y
asalariados, cuya penuria relativa
durante las crisis deriva en pobreza
absoluta.
Y por si como todavía muchos piensan, que la más amplia
libertad de los capitalistas medida en términos de mayores ganancias se justifica, argumentando que esos
señores aportan a la producción el valor del capital fijo y las materias primas,
decirles que esto es igualmente falso.
Porque lo cierto es, que durante cada jornada
de labor los asalariados no solo
crean con su trabajo la ganancia que se embolsan sus patronos, sino que
durante ese mismo tiempo trasladan
el valor del capital gastado en esos dos conceptos al producto elaborado, es
decir, la parte proporcional equivalente
al desgaste del capital fijo (maquinas y herramientas que han puesto con
su trabajo en movimiento para tal fin), así como también el valor de las materias primas que en ese mismo
tiempo de trabajo en cada jornada, adquieren la forma del producto terminado, cuyo valor añadido (por el trabajo) queda en poder de los
capitalistas para su venta y correspondiente capitalización (de ese trabajo)
Y si no obstante se nos intentara engañar diciendo que dicha
ganancia corresponde al trabajo de dirección
o supervisión realizado por el capitalista, también esto resulta ser
otra superchería. En primer lugar, porque el resultado de ese trabajo sólo es una parte irrisoria del
plusvalor total creado. Y en segundo lugar —pero tanto o más importante—,
porque aun cuando sea un trabajo realizado por el capitalista, el hecho de que
aparezca como plusvalor, no por eso deja de ser un trabajo como cualquier otro que debe ser compensado.
En efecto, aun cuando este tipo de trabajo aparezca como
ganancia, no deja de ser un trabajo como cualquier, que debe ser compensado. Tal
como aparece la retribución a los gerentes y supervisores contratados, que no participan en el accionariado de
las empresas donde trabajan, es decir, que no son copropietarios de
esas empresas. Es el caso actualmente, por ejemplo, de quienes ejecutan la
tarea de directores ejecutivos contratados,
conocidos por la sigla inglesa “CEO” (Chief
Executive Officer), que trabajan para
una sociedad anónima y son remunerados no a cambio de un salario, sino de su equivalente en acciones de la compañía. Y en cuanto al
plusvalor que crean con su trabajo los directores y supervisores que integran
una empresa y vienen participando en su accionariado, también se les remunera
de la misma forma, además de los dividendos correspondientes a las acciones que
ya obraban en su poder. Ningún capitalista en
funciones que, además, trabaja para ella, regala personalmente a su
empresa nada, a cambio de nada. Así lo dejó dicho Marx:
<<Las funciones especiales (de supervisión)
que debe desempeñar el capitalista en cuanto tal, y que le corresponden precisamente
en contraposición a los obreros, se presentan (aparecen) como
meras funciones laborales (pero del capital). (Lo que ocurre es que) Este
capitalista crea plusvalor no porque trabaje como capitalista, sino porque,
con prescindencia de su condición de capitalista también trabaja. Por lo tanto, esta parte del plusvalor (creada por el capitalista
que trabaja) ya no es plusvalor sino
su contrario, el equivalente de trabajo llevado a cabo (como si fuera
un obrero). Puesto que el carácter
enajenado del capital, su contraposición al trabajo (asalariado), es relegado más allá del proceso real de
la explotación, vale decir, al capital que devenga interés (el
valor mercantil de cada acción —en condiciones normales— es igual a la capitalización
de su rendimiento según la tasa de interés vigente. Por ejemplo, si una acción
rinde 100 Euros de dividendo y la tasa de interés es del 10%, la acción normalmente
debe cotizarse a 1.000 Euros. Si la tasa de interés baja al 5%, la cotización
sube a 2.000 Euros.); este propio proceso
de explotación aparece como un mero proceso laboral, en el cual el capitalista
actuante solo efectúa un trabajo distinto del obrero (la supervisión).
De modo que el trabajo de explotar y el trabajo explotado (en el caso
del capitalista) son idénticos, ambos en cuanto trabajo). El trabajo de explotar es tan trabajo como
el trabajo que explota. Al interés le corresponde la forma social del capital
(propiedad de los capitalistas), pero expresada en una forma neutral e indiferente; a la ganancia del empresario
le corresponde la función económica del capital (a interés)
[3]
, pero abstraída del determinado carácter
capitalista de esta función>>.
(K. Marx: "El Capital".
Libro III Cap. XXIII: "El interés y la ganancia comercial". Ed.
Siglo XXI/1977 Vol. 7 Pp. 489: Lo entre paréntesis y el subrayado nuestros)
Versión digital Pp.
251
http://www.nodo50.org/gpm
e-mail: gpm@nodo50.org
[1] Aunque por causas sistémicas y económico-funcionales
distintas, esta evocación
histórica no deja de ser tan sugerente como ilustrativa y premonitoria, a
juzgar por lo que viene hoy día sucediendo en los distintos Estados nacionales de la
sociedad capitalista mundial decadente, a principios del año 2015, donde la
carencia de fondos públicos para el sostenimiento de sus instituciones políticas por causa de
la recesión económica —a raíz
de la insuficiente rentabilidad de los capitales—, está a la orden del día en
todas partes.
[2] La teoría molecular aplicada en la química moderna, que Laurent y Gerhardt desarrollaron científicamente por vez primera, no se funda en otra ley. {F. E. Agregado a la 3ª Edición. Para explicar este aserto, que resultará bastante oscuro a los no químicos, hacemos notar que el autor se refiere aquí a las "series homólogas" de hidrocarburos, a las que Charles Gerhardt designó así por primera vez, en 1843, y cada una de las cuales tiene su propia fórmula algebraica. Así, por ejemplo, la serie de las parafinas: Cn H2n+2; la de los alcoholes normales: Cn H2n+2 O; la de los ácidos grasos normales, Cn H2n O2 y muchos otros. En los ejemplos precedentes, mediante la adición puramente cuantitativa de CH2 a la fórmula molecular se crea cada vez un cuerpo cualitativamente diferente. Con respecto a la participación de Laurent y Gerhardt en la comprobación de este importante hecho (participación sobrestimada por Marx), cfr. Kopp, "Entwicklung der Chemie", Munich, 1873, pp. 709 y 716, y Schorlemmer, "Rise and Progress of Organic Chemistry", Londres, 1879, p. 54.}
[3] Es el dividendo o ganancia que a cada capitalista se le asigna en el beneficio global de su empresa. Es el porcentaje de ese beneficio que recibirá por cada acción (título de propiedad sobre dicha empresa en su poder). Es decir, el cobro de la liquidez que le supone a un particular, mantener la acción bajo su propiedad. En otras palabras, cuánto de su inversión en acciones es remunerada, dada la evolución de la compañía que comparte sus beneficios con sus accionistas. Cita de Marx