Fundamentos de la democracia directa
¿En que se
distingue nuestra historia de la libertad de la historia de la libertad del
jabalí, si se debe ir a encontrarla sólo en las selvas? (Karl Marx: “Introducción a la Crítica de la filosofía
hegeliana del derecho estatal”. 1844).
Sí. Nosotros ya lo hemos dicho con total claridad: La única doctrina
social que no contiene valor de cambio, y
que con ella no es posible medrar a costa de otros en la selva capitalista, es
el marxismo. Porque nos ha venido revelando verdades tan contundentes que sacuden
a cualquiera, para que despierte del maldito sueño embrutecedor al que se nos
ha venido sometiendo. Para que por fin decidamos poner manos a la obra en la
tarea de resolver la urgente necesidad —según día que pasa cada vez más acuciante—,
de acabar cuanto antes con esta historia farisaica de “libertad, igualdad y
fraternidad”, que nos han venido contando los más modernos animales de rapiña,
desde los tiempos de Montesquieu. GPM.
01. Introducción
<<En
este mundo traidor, nada es verdad ni es mentira, todo es según el color del
cristal con que se mira>> Ramón de Campoamor
Casi todo lo
que hemos venido haciendo los seres humanos como individuos en la sociedad, pasó y sigue pasando por las
relaciones entre unos y otros para los fines de subsistir. Relaciones que se
han venido demostrando contradictorias
y, al mismo tiempo, tan necesarias como inevitables, según el progreso de las fuerzas productivas del trabajo
social fue transformando —ya
varias veces y en sentido progresivo— el carácter
de la sociedad humana.
Estamos
hablando de unas fuerzas sociales productivas
del trabajo, cuyo desarrollo gestó la historia de los seres humanos, determinando
cambios sustanciales en sus
relaciones que dieron pábulo a los distintos tipos de sociedad vigentes en cada período de su evolución, y que según todas las evidencias
han sido reemplazados unos por otros progresivamente superiores.
Así fue cómo la
humanidad dejó atrás el comunismo primitivo del neolítico superior, pasando de
la barbarie a la civilización durante la llamada edad de los metales fundidos, hasta llegar a la etapa
actual. Configurando un proceso
en el que cada tipo de sociedad
se distinguió de los demás, por su propia base social específica de relaciones
sociales. De hecho, el distinto y
específico carácter contradictorio de relaciones sociales en cada tipo
de sociedad, fue lo que distinguió sus diversos períodos históricos por los que ha venido atravesando la
humanidad, desde el comunismo primitivo hasta el capitalismo, pasando por el
esclavismo y el feudalismo.
Todos estos sistemas de vida hasta cierto
punto de su existencia, han venido condicionando
la vida de relación entre quienes vivieron en ellos, inducidos en cada caso por
la costumbre a concebirlos inamovibles
y permanentes. Pero por encima de toda creencia —siempre provisional por
engañosa—, ha prevalecido en la historia el
progreso alcanzado por las fuerzas
productivas del trabajo social, de modo que a partir de cierto grado de su desarrollo,
las relaciones de producción vigentes en las que hasta ese momento se habían
podido desplegar, se convierten en un obstáculo que debió ser necesariamente superado,
haciendo posible la
existencia de otro superior.
Fue Aristóteles quien por primera vez descubrió la relación de causa-efecto entre lo verdadero y lo necesario. Y este razonamiento
lógico le llevó a distinguir entre dos definiciones de lo posible: la definición negativa y la definición positiva. Lo posible es de naturaleza lógica negativa, es decir imposible, cuando se
refiere a lo que es intrínsecamente falso
y, por tanto, innecesario. Lo
posible es de naturaleza lógica
positiva, cuando se refiere a lo
verdadero que así se hace necesario. Una proposición que casa con la
verdad, se torna cada vez más
necesaria y, por tanto, posible.
Dentro de la definición de
“naturaleza lógica positiva”, Aristóteles formuló dos teoremas fundamentales
propios de esta noción de lo posible: 1) la reducción de lo posible a lo no
imposible y 2) la determinación de lo posible por lo necesario, en el sentido
de que lo necesario debe ser lógicamente posible. Aristóteles presentó estos
dos teoremas en “De Interpretatione”,
donde concluyó que lo necesario debe ser posible:
<<En efecto, lo que es necesario que sea es
posible que sea; pues, si no, se seguiría la negación: en efecto,
necesariamente se afirma o se niega; de modo que, si no es posible que sea, es
imposible que sea; ahora bien, entonces <resulta que> es imposible que
sea lo que es necesario que sea, lo cual es absurdo>>. (Op.
Cit. Cap. 13. Ver: Pp.25)
De aquí Aristóteles en su “Metafísica” confirmó que:
<<Si lo posible es lo que hemos
dicho en cuanto que es realizable (por exigencia de la necesidad), está claro que no cabe que sea verdad decir que tal cosa es posible
pero no sucederá, puesto que, admitido esto, no se vería el sentido de “ser
imposible”>> (Op.cit: Capítulo 4.
Ver: Pp. 123. El subrayado y lo entre paréntesis nuestro)
Lo posible, pues, va indubitablemente
unido a lo que es, por necesidad,
verdadero. Ergo, lo necesario es la verdad en
trance de realizarse. Ergo, el conocimiento
de lo necesario es la exigencia y condición de que lo posible llegue a ser
efectivamente real. Mientras tanto, los inconscientes que ignoran la
verdad de su existencia en sociedad, permanecen necesariamente sometidos a la falsa realidad que
viven, o sea, a las relaciones personales y sociales ya obsoletas por falsas todavía
vigentes.
Y el caso es
que no se puede vivir en sociedad sin relacionarse con los demás. Con el
agravante de que las dolorosas
consecuencias por causa de la ignorancia, van acompañadas por la prédica
tenaz de una minoría interesada
en mantener el status quo remanente,
que impiden alumbrar en la conciencia colectiva de las mayorías explotadas, la
necesidad de crear unas relaciones sociales e interpersonales superiores. Así
es cómo los seres humanos —a diferencia de los animales irracionales— hemos podido hacer historia: la
historia de nuestra propia conciencia
de la necesidad, es decir, de nuestra propia libertad:
Hegel ha sido el
primero en exponer rectamente la relación entre libertad y necesidad. Para él,
la libertad es la comprensión de la necesidad. "La necesidad es ciega sólo
en la medida en que no está sometida al concepto." La libertad no
consiste en una soñada independencia respecto de las leyes naturales, sino en
el reconocimiento de esas leyes y en la posibilidad, así dada, de hacerlas
obrar según un plan para determinados fines. Esto vale tanto respecto de las
leyes de la naturaleza externa cuanto respecto de aquellas que regulan el ser
somático y espiritual del hombre mismo: dos clases de leyes que podemos separar
a lo sumo en la representación, no en la realidad. La libertad de la voluntad
no significa, pues, más que la capacidad de poder decidir con conocimiento de
causa>> F. Engels: “Antidühring” Pp. 83.
El
problema de la humanidad en el
momento actual de la historia, radica en que los explotados todavía seguimos
anclados en una sociedad que desconocemos,
cuyas relaciones sociales clasistas
se han erigido y fortalecido sobre el más extremo interés individual. Y la paradoja está, en que ese modo
individualista —llevado al extremo— de asumir la vida cotidiana, en vez de
conservar y fortalecer las relaciones
interpersonales que formalizamos con los demás, tiende a debilitarlas y destruirlas.
Precisamente porque predomina la tendencia a que cada cual se comporte según lo
que le conviene. Una pauta de
conducta que adoptamos desde pequeños, a fuerza de que muy subliminalmente se
nos educa en la falsedad de que el egoísmo personal es tan necesario, como que
está en nuestra propia naturaleza humana desde sus mismos orígenes, cuando en
realidad ha venido anidando en el concepto
clasista de propiedad privada, que apareció por primera vez cuando la
sociedad se dividió en clases sociales, durante la llamada “civilización” bajo
el esclavismo.
Por
entonces, un tal Sócrates, quien ya
había descubierto la nociva y fatal contradicción entre lo individual y lo
social, decía que llevaba en su interior un “diablillo”, indicándole lo que
debía y no debía hacer en cada momento de su relación con los demás, para conservarla y no desbaratarla.
Y era ese otro yo de sí mismo, su conciencia,
el que le aconsejaba proceder siempre según el criterio de la verdad, que siendo válida para
todos, como la ley de la gravedad,
en vez de dividir y enfrentar a unos con otros les pone de acuerdo e induce a
la unión para los fines de alcanzar objetivos comunes a todos y cada uno,
inhibiendo el sentimiento elitista
basado en la conveniencia personal,
que divide y enfrenta unos
con otros.
A este sabio criterio
de comportarse según la verdad de cada cosa o circunstancia, Sócrates le llamó conciencia. Por eso le
condenaron a muerte haciéndole beber la cicuta. Por haber concebido
al Dios de la conciencia, que
dictamina proceder según la idea de la verdad como fundamento de lo que es
necesario hacer, del deber ser y la honestidad, que para él eran bienes supremos
en las relaciones entre los individuos. Un estado de espíritu ideal regidor de
las justas conductas, que niega el relativismo
subjetivista según el cual, son válidos por igual lo distintos puntos de vista sobre
una misma realidad, ya sea inducido por interés
personal o de grupo asociado. Sócrates bregó, pues, por el proceder
según la verdad que no deja margen para el engaño y el pillaje mutuo, típico en
la sociedad actual.
El relativismo personal y/o de
grupo empresarial, que todavía predomina sobre el concepto de verdad objetiva, se puede
comprobar en la publicidad comercial, un ascua a la que suelen arrimar su
sardina los políticos profesionales institucionalizados. Un principio
utilitarista que cabalga sobre las ancas o grupa de la competencia y el regateo
en los negocios, donde la primera víctima de los distintos intereses opuestos
por “llevarse el gato al agua”, sin duda es, precisamente, la verdad. Todo
ellos en un contexto social corrupto, donde lo individual prevalece sobre lo
social y se afianza la propensión a engañar con fines gananciales, desde dentro
mismo de cada relación interpersonal o social; una sociología perversa que se
ubica en las antípodas de la virtud. Un comportamiento vicioso tendencialmente
delincuencial y hasta genocida, que convierte a los seres humanos en bestias.
¿Dónde radica ese
factor disoluto
movido con fines de promoción personal, que suele malévolamente confundirse con
el instinto básico de supervivencia o conservación en todo individuo natural
viviente? En la vigencia del maldito derecho a la propiedad privada con fines
de promoción personal y social. Un vicio que las clases dominantes —desde los
tiempos de la esclavitud hasta hoy—, han venido sosteniendo y bajo el
capitalismo se ha visto reforzado por el derecho
a la propiedad privada pura sobre los medios de producción y de cambio. Un privilegio hecho a la medida
de los empresarios capitalistas, que campan por sus respetos medrando a
expensas del trabajo ajeno. Un espíritu mercantilista pragmático, explotador y
opresivo. Un modo de vida que también se ocupó la burguesía de cultivar entre los
asalariados, publicitándolo engañosamente como algo al alcance de cualquiera
que se lo proponga. Como los llamados emprendedores
que se agrupan por su cuenta y no suelen durar más allá de una generación.
Por aquí hay
que comenzar la tarea de acabar con la tontería y hacer consciente la verdad
sobre la realidad social actual,
para transformar el vicio en virtud política. Dejando atrás el egoísmo
individualista excluyente y competitivo, que con tanta fatalidad y desgracia
general disuelve las relaciones sociales e interpersonales, especialmente y del
modo más inhumano y cruel durante las crisis periódicas, que incluso han venido
causando el enfrentamiento entre grupos de países, que a menudo desembocan en guerras
cada vez más genocidas, según el progreso científico-técnico es aplicado a los
instrumentos bélicos de de destrucción masiva.
Sólo la imbecilidad
o los intereses creados por las clases dominantes, pueden impedir que se comprenda
la necesidad de superar a este ruinoso y criminal factor social del derecho
a la propiedad privada, disolvente del bien común, cuyas lacerantes consecuencias
exigen cada vez más ponerlo fuera
de la ley. Un derecho al uso y abuso del trabajo ajeno, que ha venido
haciendo al carácter de las sociedades
clasistas desde los tiempos del esclavismo —exclusivo de una cada
vez más irrisoria minoría opulenta—, acostumbrada a conjugar el verbo vivir en la primera persona
del singular.
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