Sharon: la sombra de Pinochet
Robert Fisk
Artículo traducido
por Tania Molina Ramírez en La Jornada
CSCAweb (www.nodo50.org/csca), 5 de diciembre de 2001
Mientras prosigue el procedimiento abierto en Bélgica contra
Ariel Sharon por las matanzas de los campamentos de Sabra y Chatila,
el periodista Robert Fisk trae a la memoria el testimonio del
genocidio perpetrado por los milicianos libaneses contra los
refugiados palestinos entre el 16 y el 18 de septiembre de 1982:
"Las matanzas aún tenían lugar mientras los
periodistas recorríamos los campamentos después
del 18. (...) Nunca se nos ocurrió que los israelíes
continuaban entregando prisioneros a los falangistas. Los palestinos
ahora aportan evidencias de que esto ocurrió así"
[CSCAweb]
Ilustración:
Paco Arnau
Sana Sersawi habla cuidadosamente, con voz fuerte pero pausada,
mientras recuerda los sucesos caóticos, peligrosos y desesperadamente
trágicos que le sobrecogieron hace poco más de
19 años, el 18 de septiembre de 1982. Como una sobreviviente
preparada a servir como testigo contra el primer ministro Ariel
Sharon, el entonces ministro de Defensa israelí, hace
un alto para buscar en su memoria al enfrentarse a los momentos
más terribles de su vida. "Los milicianos de las
Fuerzas Libanesas nos sacaron de nuestros hogares y nos llevaron
a la entrada del campamento donde había sido excavado
en la tierra un enorme hoyo. Se les dijo a los hombres que se
metieran. Entonces los milicianos le dispararon a un palestino.
Las mujeres y los niños habían caminado sobre cuerpos
para llegar a este lugar, pero estábamos verdaderamente
en shock al ver que este hombre era asesinado frente a
nosotros y hubo un estruendo de gritos de las mujeres. Ahí
fue cuando escuchamos a los israelíes en los altavoces
gritando: 'Dennos los hombres, dennos los hombres'. Pensamos:
'Gracias a Dios, nos van a salvar'" Iba a probarse que era
una cruel y falsa esperanza.
Sersawi, con tres meses de embarazo, vio a su esposo de 30
años, Hassan, y a su cuñado egipcio, Faraj el-Sayed
Ahmed, parados en la muchedumbre. "Se nos dijo a todos que
camináramos hacia la embajada kuwaití, las mujeres
y los niños por delante, los hombres detrás. Nos
separaron. Había milicianos falangistas y soldados israelíes
que caminaban a nuestro lado. Aún podía ver a Hassan
y Faraj. Era como un desfile. Había varios cientos de
nosotros. Cuando llegamos a la Ciudad Deportiva, los israelíes
nos pusieron a nosotras las mujeres en un gran cuarto de concreto
y a los hombres los llevaron al otro lado del estadio. Había
muchos hombres del campamento y ya no podía ver a mi esposo.
Los israelíes nos decían: 'Sentados, sentados'.
Eran las 11 de la mañana. Una hora más tarde, nos
dijeron que nos fuéramos. Pero nos quedamos afuera, entre
los soldados israelíes, esperando a nuestros hombres".
Sana Sersawi esperó en el abrasador sol a que emergieran
Hassan y Faraj. "Algunos hombres salieron, ninguno más
joven de 40 años, y nos dijeron que fuéramos pacientes,
que aún había cientos de hombres adentro. Entonces,
como a las 4 de la tarde, un oficial israelí salió.
Traía puestos lentes oscuros y dijo en árabe: '¿Qué
esperan?' Dijo que ya no había nadie, que todos se habían
ido. Había camiones israelíes saliendo con alquitrán.
No podíamos ver el interior. Y había jeeps y tanques
y un bulldozer que hacían mucho ruido. Nos quedamos y
oscureció, y los israelíes parecía que ya
se iban y estábamos muy nerviosas. Pero entonces, cuando
los israelíes se fueron, nosotras entramos. Y no había
nadie ahí. Nadie. Sólo llevaba tres años
casada. Nunca volví a ver a mi marido".
Los ojos del mundo están sobre Afganistán en
este momento, pero el miércoles un tribunal belga considerará
un caso que tiene incómodos paralelismos con la actualidad.
Una ley promulgada en 1993 permite a las cortes belgas juzgar
a extranjeros por crímenes de guerra cometidos en suelo
extranjero; la audiencia de esta semana va a decidir si Ariel
Sharon puede o no ser procesado por las masacres de Sabra y Chatila.
Y en la preparación del caso emerge impresionante evidencia
nueva.
El estadio de pesadilla
Mucha de esta evidencia se centra en el estadio deportivo
Camille Chamoun, la "Ciudad Deportiva". A sólo
tres kilómetros del aeropuerto de Beirut, el estadio dañado
era un lugar natural para mantener a los prisioneros. Había
sido un depósito de municiones para la OLP de Yasser Arafat
y fue bombardeado una y otra vez por los aviones israelíes
durante la toma de Beirut en 1982, así que su gigantesco
y destruido interior parecía una dentadura de pesadilla.
Los palestinos habían minado su interior cavernoso pero
su enorme espacio de almacenamiento subterráneo y los
vestidores de los atletas permanecían intactos. Era un
punto de referencia conocido por todos los que vivíamos
en Beirut. A media mañana, el 18 de septiembre de 1982
-alrededor de la hora en que Sana Sersawi dice que la llevaron
al estadio-, vi a cientos de prisioneros palestinos y libaneses
-quizá más de mil- sentados en su deprimente y
oscuro interior, en cuclillas en el polvo, vigilados por soldados
israelíes y por agentes de Shin Beth vestidos de civil,
y un grupo de hombres de quienes sospeché que eran colaboradores
libaneses. Los hombres estaban sentados en silencio, claramente
asustados. Noté que de vez en cuando se llevaban a algunos.
Los subían a camiones del ejército israelí
o a vehículos falangistas, para llevar a cabo mayores
"interrogatorios".
Tampoco dudaba de esto. A unos cientos de metros de ahí,
dentro de los campamentos, hasta 600 víctimas de las masacres
provenientes de los campamentos de refugiados palestinos de Sabra
y Chatila se pudrían en el sol; el hedor de la descomposición
llegaba a los prisioneros y a sus captores por igual. Hacía
un calor sofocante. Yo y Loren Jenkins del Washington Post
y Paul Eedle de Reuters habíamos entrado a las celdas
porque los israelíes supusieron -dada nuestra apariencia
occidental- que debíamos ser miembros de Shin Beth. Muchos
de los prisioneros tenían las cabezas agachadas. Pero
los milicianos falangistas aliados de Israel -aún enfurecidos
por el asesinato de su líder y presidente electo, Bashir
Gemayel, habían sido retirados de los campamentos, finalizada
la masacre, y al menos ahora era el ejército israelí
el que estaba a cargo. Así que ¿qué podían
temer estos hombres?
Reflexionando en el pasado y escuchando a Sana Sersawi hoy,
nuestra candidez me da escalofríos. Mis notas de aquella
época subsecuentemente escritas en un libro sobre la invasión
israelí de 1982 y su guerra con la OLP, contienen algunas
pistas ominosas. Encontramos entre los prisioneros a un empleado
libanés de Reuters, Abdullah Mattar, y obtuvimos su liberación;
Paul se lo llevó abrazado de los hombros. "Nos llevan,
de uno en uno, a interrogarnos", me murmuró uno de
los prisioneros. Son hombres de Haddad (milicianos de la falange
libanesa cristiana). Por lo general devuelven a las personas
después del interrogatorio, pero no siempre. A veces la
gente no regresa". Entonces un oficial israelí me
ordenó que me fuera. "¿Por qué no pueden
hablar conmigo los prisioneros?", pregunté. "Pueden
hablar si quieren", respondió, "pero no tienen
nada qué decir".
Todos los israelíes sabían lo que había
ocurrido dentro de los campamentos. El olor de los cuerpos era
impresionante. Afuera pasó un jeep falangista con
la leyenda "policía militar" -si acaso una institución
tan exótica podía estar asociada con una pandilla
de asesinos-. Algunos equipos de televisión estaban presentes.
Uno filmó a los milicianos libaneses cristianos fuera
de la Ciudad Deportiva. También filmó a una mujer
rogándole a un coronel del ejército israelí
llamado Yahya que liberara a su esposo. El coronel ahora
ha sido identificado por The Independent. Hoy es general
del ejército israelí.
A lo largo de la calle principal, frente al estadio, había
una hilera de tanques Merkava israelíes, sus tripulantes
sentados sobre las torretas, fumando, mirando cómo se
llevaban a los hombres del estadio uno por uno o de dos en dos;
a algunos los liberaban, otros eran llevados por hombres del
Shin Beth o por los libaneses en overoles kaki. Todos estos soldados
sabían lo que había ocurrido dentro de los campamentos.
Uno de los tripulantes de un tanque, el teniente Avi Grabovsky
-más tarde serviría de testigo ante la comisión
israelí Kahan-, hasta había visto cómo asesinaron
a varios civiles el día anterior y se le había
dicho que "no interfiriera".
Y durante los siguientes días nos llegaron informes extraños.
Una niña fue sacada de un auto en Damour por los milicianos
falangistas y llevada con ellos, a pesar de los ruegos de la
niña a un soldado israelí que estaba por ahí.
La mujer de limpieza de una libanesa que trabajaba para una cadena
de televisión estadounidense se quejó amargamente
de que los israelíes habían arrestado a su esposo.
Nunca lo volvieron a ver. Había otros vagos rumores de
gente "desaparecida". Escribí en mis notas en
aquella temporada que "aun después de Chatila, los
enemigos "terroristas" de Israel eran aniquilados en
Beirut occidental". Pero no había asociado directamente
esta oscura convicción con la Ciudad Deportiva. Ni siquiera
había reflexionado sobre los temibles precedentes de un
estadio deportivo en tiempos de guerra. ¿No había
habido un estadio deportivo en Santiago hacía unos años,
repleto de prisioneros después del golpe de Estado de
Pinochet, un estadio del cual muchos prisioneros no retornaron?
¿Por qué no se nos
ocurrió?
Entre los testimonios recopilados por los abogados que buscan
acusar a Ariel Sharon de haber cometido crímenes de guerra
está el de Wadha al-Sabeq. Ella declaró que el
viernes 17 de septiembre, mientras la masacre aún tenía
lugar (lo que no sabía) dentro de Sabra y Chatila, estaba
en su hogar con su familia en Bir Hassan, justo frente a los
campamentos. "Los vecinos llegaron y dijeron que los israelíes
querían comprobar nuestras tarjetas de identificación
así que bajamos y vimos a israelíes y Fuerzas Libanesas
(falangistas) en la calle. Los hombres estaban separados de los
mujeres". Esta separación -con su terrible sombra
de separaciones similares en Srebrenica durante la guerra bosnia-
era una característica común de estos arrestos
masivos. "Se nos dijo que fuéramos a la Ciudad Deportiva.
Los hombres permanecieron donde estaban". Entre los hombres
se contaban los dos hijos de Wadha, Mohamed de 19 años
y Ali de 16, y su hermano Mohamed. "Fuimos a la Ciudad Deportiva,
como nos dijeron los israelíes, dijo; nunca volví
a ver a mis hijos o a mi hermano".
Los supervivientes cuentan historias angustiosamente similares.
Bahija Zrein dice que un guardia israelí le ordenó
ir a la Ciudad Deportiva y se llevaron a los hombres que estaban
con ella, incluyendo a su hermano de 22 años. Algunos
milicianos -observados por israelíes- lo subieron a un
auto, con los ojos vendados, dice ella. "Así es como
desapareció -señala en su testimonio oficial-,
y no lo he vuelto a ver".
Fue tan sólo unos días después que nosotros
los periodistas comenzamos a notar discrepancias en las cifras
de los muertos. Mientras que hasta 600 cuerpos fueron encontrados
dentro de Sabra y Chatila, mil 800 civiles fueron reportados
como "desaparecidos". Supusimos -qué fácil
es suponer en una guerra- que los mataron en el transcurso de
los tres días entre el 16 de septiembre de 1982 y la retirada
de los asesinos falangistas el 18, y que sus cuerpos habían
sido enterrados de manera secreta fuera del campamento. Debajo
del campo de golf, sospechábamos. La idea de que muchos
de estos jóvenes habían sido asesinados fuera de
los campamentos o después del 18, que las matanzas
aún tenían lugar mientras recorríamos los
campamentos, nunca se nos ocurrió.
¿Por qué no se nos ocurrió en aquel entonces?
Al año siguiente la comisión israelí Kahan
publicó su informe, condenando a Sharon pero finalizando
su investigación de la atrocidad cometida el 18 de septiembre
con sólo un renglón de insinuación -no explicada-
de que varios cientos de personas pueden haber "desaparecido"
alrededor de esta época. La comisión Kahan no entrevistó
a ningún superviviente palestino pero se le permitió
ser la narradora de la historia. La idea de que los israelíes
continuaron entregando prisioneros a sus aliados milicianos hambrientos
de sangre nunca se nos ocurrió. Los palestinos de Sabra
y Chatila ahora están aportando evidencias de que esto
fue exactamente lo que ocurrió. Un hombre, Abdel Nasser
Alameh, cree que su hermano fue entregado a la falange en la
mañana del 18 de septiembre. Una mujer palestina cristiana
llamada Milaneh Boutros grabó cómo un camión
lleno de mujeres y niños fue conducido desde los campamentos
al pueblo cristiano de Bikfaya, el hogar del recién asesinado
presidente electo cristiano, Bashir Gemayel, donde una dolida
mujer cristiana ordenó la ejecución de un
niño de 13 años en el camión. Le dispararon.
El camión debió haber cruzado al menos cuatro retenes
israelíes en su camino a Bikfaya. Y, que me salve el cielo,
ahora me doy cuenta de que hasta conocí a la mujer que
ordenó la ejecución del niño.
Antes de que la matanza dentro de los campamentos hubiera
terminado, Shahira Abu Rudeina dice que la llevaron a la Ciudad
Deportiva donde, en uno de los centros de retención subterráneos,
vio a un hombre retrasado mental -observado por soldados israelíes-
enterrando cuerpos en una fosa. Se podría rechazar su
evidencia, si no fuera porque también expresó su
gratitud a un soldado israelí -dentro del campamento de
Chatila, contra toda la evidencia provista por los israelíes-
que impidió el asesinato de sus hijas por la falange.
Mucho después de la guerra, las ruinas de la Ciudad
Deportiva fueron derrumbadas y se construyó un nuevo estadio
de mármol en su lugar, en parte por los británicos.
Ahí cantó Pavarotti. Pero el testimonio de lo que
puede haber debajo de sus cimientos -y sus aterradoras implicaciones-
puede dar a Ariel Sharon más razón para temer una
acusación.
|