Las torres gemelas del horror
Azmi Bishara*
Texto publicado en Al-Ahram Weekly
Online, 14 al 20 de febrero de 2002, núm. 573
Traducción: CSCAweb (www.nodo50.org)
La base fundamental sobre
la que se asienta la denominada 'guerra contra el terrorismo'
es que existe un conflicto entre los valores liberales y determinadas
culturas, o entre culturas liberales y otras no liberales que
fomentan el terrorismo. El racismo implícito apenas está
disimulado. Las culturas no son entidades orgánicas independientes.
Únicamente transpiran a través de gente de carne
y hueso, con intereses reales. Son esos intereses, y no las culturas
en sí, los que entran en conflicto
El terrorismo y el contra-terrorismo han abandonado el terreno
de la razón y encontrado su particular refugio mitológico.
Allí se asientan, sobre enormes pedestales desde donde
nos miran fijamente con frialdad cual incuestionables Torres
Gemelas de la fe. No disponemos de una sola herramienta de
análisis que pueda explicar la globalización de
los prejuicios que ha sido infundida en estos dos términos,
"terrorismo" y "contra-terrorismo". No hay
principio moral alguno que justifique el apartheid lingüístico
que se ha convertido en la seña de identidad de la política
exterior (e interior) de EEUU.
Tal y como se utiliza hoy por hoy, el concepto de terrorismo
depende de lo que uno sea, y no de lo que haga. El asesinato
de civiles por razones políticas puede denominarse terrorismo.
O también puede denominarse violencia, acto de guerra,
o incluso resistencia legítima. Todo depende de quién
perpetre la acción, o de si ha sido o no clasificado como
terrorista. Olvídense de la igualdad ante la ley. Olvídense
de la necesidad de probar la culpabilidad del acusado. El terrorismo
no es una acción criminal a menos que quien la perpetre
reciba el nombre de "terrorista". Ya se preocupan todos
de que sepamos quiénes son los terroristas.
Los políticos poderosos nos cuentan que el mundo se
divide en dos mitades: terroristas y contra-terroristas. La división
tiene tintes étnicos y racistas. En la escena internacional,
lo novedoso no es el terrorismo, sino esta división. En
todas las culturas existen grupos y movimientos religiosos que
autorizan el asesinato caprichoso de inocentes por motivos políticos.
En EEUU, en los países árabes, y en casi todas
partes, la gente ha cometido actos de violencia política
contra su propia gente, contra sus compatriotas, a los que les
unen lazos étnicos o culturales. Tales acciones han sido
consideradas, correctamente, como actos terroristas. Y ya han
dejado de ser una fuente de preocupación en la escena
internacional.
En la actualidad, a la comunidad internacional le preocupa
menos la definición del crimen que del individuo o grupo
que lo comete. Si hablamos en términos globales, o eres
terrorista, o eres contra-terrorista. Si no te consideran terrorista,
entonces, literalmente, puedes matar con impunidad.
La base fundamental sobre la que se asienta la guerra contra
el terrorismo es que existe un conflicto entre los valores liberales
y determinadas culturas, o entre culturas liberales y otras no
liberales que fomentan el terrorismo. El racismo implícito
apenas está disimulado. Las culturas no son entidades
orgánicas independientes. Únicamente transpiran
a través de gente de carne y hueso, con intereses reales.
Son esos intereses, y no las culturas en sí, los que entran
en conflicto. Pensar lo contrario es una locura, o un acto de
sectarismo. Por desgracia, tal es la línea de pensamiento
preferida de George W. Bush.
Una dicotomía moral infantil
Desde el 11 de septiembre, el presidente de EEUU se ha convertido
en la principal autoridad mundial sobre terrorismo (a
falta de otros y gracias a que se han ido apretando las tuercas
cada vez más). [Bush] ha dividido el mundo en buenos
y malos: los buenos (es decir, los contra-terroristas)
se enfrentan a los malos (los terroristas). Irónicamente,
esa es justamente la clase de actitud por la que los fundamentalistas
serían capaces de matar. Esa es precisamente la falla
universal sobre cuya existencia siempre han predicado y fantaseado:
una dicotomía moral infantil, insostenible y racista se
ha convertido en línea de acción política
próspera que cuenta con apoyos a escala global y está
sacudiendo la faz de la tierra.
En el pasado, solamente los fundamentalistas y los políticos
israelíes rezaban para que se materializara esta guerra
absolutamente idiótica del Bien contra el Mal. El ex-primer
ministro israelí, Benjamín Netanyahu, intentó
comunicar este mensaje (sin éxito) cuando aún era
un joven emisario israelí ante NNUU. Ahora, ni él
ni otros muchos que piensan como él en la escena política
y cultural tienen por qué preocuparse.
Como poder ocupante, Israel tiene especial interés
en hacer ver que su opresión contra otra nación
es "otra cosa", que no tiene que ver con la realidad;
que es, preferiblemente, una lucha mitológica contra el
terror. Los doctrinarios coloniales siempre han intentado demostrar
que la opresión de los movimientos nacionales ocurre por
el bien de la humanidad. Los nativos son descritos como gentes
genéticamente violentas, peligrosos por naturaleza, trastornados
por su adscripción étnica. La lucha no es, consecuentemente,
una lucha por la tierra que les ha sido arrebatada a sus legítimos
propietarios. Es una lucha por los valores, de los que los nativos
carecen. Todo lo cual es el no va más del racismo, que
ya ha sido empaquetado y promocionado y sobre el cual se ha actuado
en consecuencia.
Los ataques del 11 de septiembre y todo el horror que conllevaron
fueron fruto de un sectarismo similar. Los terroristas que ejecutaron
los ataques creían en la dicotomía del Bien y el
Mal que inspira la actual guerra contra el terrorismo. Los atentados
permitieron a Israel convertirse en espectador de lujo en el
show internacional contra el terrorismo. En esta alocada
función, la innegable justicia de la causa palestina se
ha dejado al margen. Israel se ha unido a otras naciones como
España, India, Rusia, Turquía o China en la empresa
de vilipendiar a todos los movimientos violentos y secesionistas.
Sin embargo, todo el mundo parece haber olvidado de la manera
más conveniente que los palestinos, anulados hasta el
infinito por las versiones más voraces del colonialismo,
no son siquiera secesionistas. Israel no se ha dignado, siquiera
una sola vez, proponer que los palestinos vivan en un mismo Estado
junto a los israelíes como ciudadanos con igualdad de
derechos. Israel no quiere que los palestinos formen parte de
su mismo país, ni que tengan el suyo propio.
El derecho a resistir
Los palestinos tienen derecho a resistir como nación
hasta que se les conceda la auto-determinación. Moral
o políticamente, se pueden cuestionar algunos de sus actos
de resistencia, pero no su derecho a resistir. La lucha palestina
y la clase de terrorismo global en la que se han embarcado Al-Qaeda
y los talibán no se parecen prácticamente en nada.
Las acciones de los segundos solamente se pueden entender como
una empresa de tipo fundamentalista, como una vuelta a la era
de la Guerra Fría o como una reacción predecible
frente a la globalización y la modernización deformada
que la acompaña.
Los palestinos se enfrentan en la actualidad a algo mucho
más inmediato que los conceptos abstractos de moralidad
y justicia. Día a día tienen que hacer frente a
la realidad de la opresión colonialista, de un régimen
de ocupación que a cada momento que pasa empeora. La ocupación
israelí no es algo que vaya a desaparecer, ni una especie
de mandato internacional que podría debilitarse algún
día. [La ocupación] es el intento de un grupo de
personas de sustituir a otro. La violencia israelí contra
los palestinos es tan estructural como endémica. Por eso,
Israel está desesperado por ganarse la bendición
contra-terrorista de todos para sus cada vez peores actos de
violencia. Solamente puede hacerlo tratando a los palestinos
como personas culturalmente violentas y trastornadas por su pertenencia
étnica. Después del 11 de septiembre, el mundo
(con EEUU a la cabeza), ha creado la mitología necesaria
para que este tipo de locuras prosperen.
Sin embargo, las crudas distorsiones de la realidad no pueden
durar. Cuando una democracia funciona en una comunidad colonial
pero se les niega a los nativos, no merece tal nombre. Cuando
la pertenencia étnica supera al concepto de ciudadanía,
tenemos entonces una receta para el desastre. La actual distorsión
del lenguaje y la degradación de todo un pueblo que la
acompaña equivale a tener licencia para matar. En la actual
conmoción causada por la caza contra-terrorista, la justicia
y la imparcialidad quizás hayan caído en el olvido.
Pero son la única brizna de esperanza que nos queda para
poner fin a esta pesadilla.
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