Exterminando a los extras
Azmi Bishara *
Al-Ahram Weekly Online, 27 de diciembre al 2 de enero de 2002, núm.
566.
Traducción: CSCAweb (www.nodo50.org/csca)
El pueblo palestino está
inmerso en una lucha en pos de la liberación, y ahí
radica su fuerza. Eso es lo que puede perder si su causa se ve
reducida a la defensa de la seguridad del ocupante. La causa
palestina tiene que ver con recuperar la libertad de los desposeídos,
no con la seguridad del ocupante. La causa palestina no tiene
nada que ver con el terrorismo, sino con la violencia de la ocupación.
La fuente de la fortaleza palestina radica en la lucha por la
liberación, y los palestinos únicamente deberían
abandonar la lucha a cambio de la libertad.
¡Qué divertido es ver cómo un avión
tira una bomba de ocho toneladas en una peli de acción
de Hollywood! Pero los habitantes de Madu (una diminuta aldea
situada en un rincón de las colinas de Tora Bora) no estaban
cómodamente sentados en un cine con aire acondicionado
cuando la bomba explotó. Su pueblo quedó en ruinas.
Sus vidas, arrancadas o rotas para siempre. Madu era solamente
uno de los muchos pueblos que han servido como telón de
fondo para el gran éxito norteamericano "basado en
la vida real", el thriller afgano que vino empaquetado
con folletos de "vivo o muerto". Nadie cuenta los muertos.
En las películas de acción no se cuentan. Uno simplemente
presta toda su atención a los protagonistas.
Las audiencias de los cines ya se han acostumbrado hace mucho
a creer que cualquiera que no sea el protagonista, es prescindible:
como mucho, es parte del escenario, carne de cañón
inservible. Pero los hombres y mujeres de Madu y de otro puñado
de pueblos afganos (esos "daños colaterales"
causados por las tropas norteamericanas) eran reales, no eran
extras. No les pagaron por el trabajo. No vieron cómo
acababa la historia. Simplemente, murieron.
Cualquier cosa era más importante que sus vidas. La
visita del Secretario de Defensa Donald Rumsfeld fue algo así
como una breve aparición del comisario jefe en la escena
de un crimen menor. Unas palabras intercambiadas con los detectives,
unas lacónicas declaraciones a la prensa, y ¡corten!
Pervez Musharraf y algunos oficiales afganos hicieron también
acto de presencia (muy brevemente), poniendo un poco de color
local al asunto.
Todo era pintoresco: una película llena de acción
que se desarrollaba en una región extraña, los
buenos luchando contra los malos y los nativos
desmandados con la excepción de que la mayor parte de
los extras hubieran preferido continuar con sus vidas normalmente.
A los afganos de a pie, exhaustos y empobrecidos, no les apasionaba
precisamente la idea de participar en otra película de
acción. Ya habían sufrido una guerra bastante larga,
antes de que la rigurosa moralidad talibán hiciera acto
de presencia y mucho antes de que los norteamericanos aparecieran
con sus efectos especiales. Lo único que querían
era seguir vivos.
Sin embargo, para los jóvenes periodistas del mundo
libre, la oportunidad era irresistible. Vistiendo trajes de safari
y botas de montaña, cámara al hombro, se pusieron
en camino buscando la noticia y la encontraron. Los afganos "liberados"
correspondieron con una ráfaga de insultos contra Bin
Laden y sus luchadores árabes. Primera plana: afganos
afeitándose. Páginas interiores: bombas arrojadas
sobre pueblos y casas. La asquerosa masacre de prisioneros de
guerra talibán salió, aunque a trancas y barrancas,
en portada (gracias al exceso de sangre, que siempre se vende
bien).
Los bravos y jóvenes periodistas, emisarios de los
poderosos medios de comunicación occidentales, se pasearon
tranquilamente por entre los cadáveres de los prisioneros
de guerra; pero, ¿por qué estaban allí?
Los medios de comunicación han dejado ser guardianes de
la democracia y los derechos humanos. Cuando hay espacio en los
medios para los derechos humanos y la democracia, es porque viene
bien para la moda política del momento. Si queda algo
de probidad en los medios, se ha visto reducida al nivel de la
política. Oriente y Occidente bien pudieran no encontrarse;
pero política y medios de comunicación han convergido
cómodamente. A ambos, sitios como Madu les quedan a desmano.
Los talibán querían sacar a Afganistán
de la política y de la historia. Los aviones norteamericanos
devolvieron con firmeza al país a la escena internacional,
a un mundo en el que las personas pueden ser "extras"
y convertirse en seres prescindibles. ¿Se contará
el número de muertos retroactivamente? ¿Se le pedirán
cuentas a Rumsfeld y sus oficiales por las masacres ocurridas
en pueblos y montañas? ¿Prestará alguien
atención a los crímenes de la Alianza del Norte?
Nadie había prestado demasiada atención a los crímenes
de los talibán hasta que los ataque suicidas alteraron
el modo de vida americano. Los asesinos de la Alianza del Norte
van arrastrando cadáveres por las calles afganas, desmembrándolos,
y el mundo no protesta. Después de todo, no es más
que otra escena más a añadir al drama de acción.
Es cierto que la opinión pública occidental
no se siente cómoda con la brutalidad desplegada por la
Alianza del Norte. Pero no dirán nada mientras esa brutalidad
sea conveniente para "los buenos". ¿Cómo
pedir cuentas a los criminales cuando ni siquiera se cuentan
los muertos? Los milicianos afganos se están manchando
las manos, librando al Occidente civilizado de las molestias
y la suciedad. Occidente prefiere disparar misiles por control
remoto. A Occidente no le importa que sus soldados maten, pero
no quiere que vuelvan a casa con las manos llenas de sangre.
Los "extras" también pueden hacer ese papel.
Desde la invención del arte de la guerra moderna, los
psicólogos son conscientes de que para matar a alguien
con un cuchillo hacen falta más agallas que para matar
a un montón de gente desde lejos. Esto es cierto para
cualquiera: para los milicianos afganos, desarrapados y con un
entrenamiento escaso, y para los norteamericanos equipados profesionalmente.
Si el asesino mira bien a su víctima, si oye sus gritos
pidiendo clemencia, le espera un trauma. Nadie desea invocar
el instinto asesino de las profundidades de la psique humana,
al menos no en una tarea tan "personal". Por eso mismo
se le esteriliza, se le distancia, se le secuestra. En caso de
ser necesario, el combate mano a mano se deja para los lugareños.
Así, no solo se salvan las vidas de los soldados norteamericanos,
sino también sus almas y su civilizada conducta. Ellos,
a sus bombas de ocho toneladas la pieza, a sus misiles Tomahawk
y tan ricamente.
Este proceder le ha funcionado a EEUU hasta ahora, pero no
está funcionando en Israel, su aliado en el Próximo
Oriente. Israel no puede bombardear a los palestinos desde el
aire y confiar en que los colaboradores les van a hacer la limpieza.
Ninguna fuerza política palestina está preparada
para hacerlo. El pueblo palestino lucha desesperadamente contra
la ocupación. Los israelíes deben entonces limitarse
a atacar con helicópteros Apache (resulta irónico
que este arma haya sido bautizada con el nombre de una de las
primeras víctimas coloniales de la América colonial),
a asesinar desde el aire, a bombardear áreas civiles,
y a pegar a los jóvenes apostados en los controles de
carretera.
A la izquierda sionista siempre le ha preocupado que sus soldados
se convirtieran en criminales si se manchaban las manos de sangre
humana. Golda Meir, a quien apenas se puede considerar de izquierdas,
debería figurar en el Libro Guiness de los Records
por haber pronunciado una de las frases más absurdas,
arrogantes, y engreídas de la historia: "Nunca perdonaremos
a los árabes por haber obligado a nuestros soldados a
matarles". Simón Peres, más modesto, asegura
que la supervivencia del Estado judío en la región
depende de (1) [el mantenimiento de] la mayoría judía,
(2) la superioridad moral, y (3) la superioridad tecnológica.
Los israelíes tienen un impresionante conjunto de mecanismos
de autodefensa que les permiten no ver la verdad. En este caso,
la verdad es que (1) Peres miente, (2) los israelíes no
son víctimas, y (3) los soldados israelíes hacen
algo más que pilotar helicópteros Apache.
Son expertos en humillar e insultar a la gente, en golpearles
hasta la muerte (después de haberles arrestado) y disparar
a sus víctimas en la cabeza. Lo hacen sistemáticamente,
a conciencia, y con un lema proporcionado por Sharon y Peres
(ayudados por una cohorte de compinches mediáticos): sus
actos son necesarios para la supervivencia de Israel.
Mientras Israel no pueda reclutar a palestinos que le hagan
el trabajo sucio, los palestinos seguirán siendo moralmente
superiores a los israelíes. No estoy hablado de una nación
de buenos enfrentada a otra de malos: es ésa
una dicotomía disparatada. Simplemente, me refiero al
hecho de que los palestinos son un pueblo que vive bajo un régimen
de ocupación. Y, como tal, son moralmente superiores al
ocupante. La ocupación es un acto persecutorio moralmente
insostenible, y por definición un pueblo que vive bajo
un régimen de ocupación es moralmente superior
a quienes intentan, por medios coercitivos, perpetuar la ocupación.
El pueblo palestino está inmerso en una lucha en pos
de la liberación, y ahí radica su fuerza. Eso es
lo que puede perder si su causa se ve reducida a la defensa de
la seguridad del ocupante. La causa palestina tiene que ver con
recuperar la libertad de los desposeídos, no con la seguridad
del ocupante. La causa palestina no tiene nada que ver con el
terrorismo, sino con la violencia de la ocupación. La
fuente de la fortaleza palestina radica en la lucha por la liberación,
y los palestinos únicamente deberían abandonar
la lucha a cambio de la libertad. Los palestinos deben verse
a sí mismos y comportarse como un pueblo que vive bajo
un régimen de ocupación, hasta que la ocupación
llegue a su fin.
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