Matar gente confundiendo
valores con intereses
Ignacio Gutiérrez de Terán*
15 de octubre de 2001
para CSCAweb
Lo mismo que la víspera de
la Guerra del Golfo, EEUU tiene una oportunidad única
para asentarse de forma estable en la segunda región mundial
más importante desde el punto de vista geoestratégico
y económico después de Oriente Medio
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LA campaña bélica de EEUU ("Libertad
Perdurable") en Afganistán va camino de convertirse
en una rutina de ataques diarios que puede prolongarse durante
semanas y meses. Los misiles y cazas de Washington y sus aliados
de la Commonwealth y partes de Europa han destruido, dicen,
la mayor parte de los objetivos militares y los "campos
de entrenamiento terroristas".
No obstante, ni los talibán han caído
ni nadie parece tener idea de por dónde anda Osama Bin
Laden. Y, lo que es peor, seguimos sin saber a ciencia cierta
cuál es la finalidad verdadera de este nuevo alarde militar.
Una semana después de iniciados los ataques, el presidente
George W. Bush hacía un nuevo llamamiento a los talibán
para que entregasen, sin condiciones, a Bin Laden. A cambio,
ordenaría el fin de los bombardeos. El mulá Omar
repitió de nuevo que entregaría a Bin Laden cuando
se le diesen pruebas contundentes de su implicación en
los atentados del 11 de septiembre. Petición absurda:
los aliados europeos de Washington se convencieron de lo que
tenían que convencerse sin necesidad de evidencias; y
cuando la opinión pública local comenzó
a preguntarse si, en realidad, no se habría caído
en un exceso de apresuramiento al imputar a Osama Bin Laden en
exclusiva la comisión de los ataques, se remitió
información confidencial a los gobiernos en cuestión.
Como expertos jugadores de póker que miran sus cartas
y suben la apuesta sin que sus facciones permitan descubrir si
van de farol o no, los dirigentes occidentales, y con ellos el
de Pakistán, alzaron la vista y declararon: sí,
ciertamente son contundentes.
El único que dejó entrever con cierto
detalle alguna de estas evidencias fue el primer ministro británico
Tony Blair en una comparecencia ante su parlamento; pero reveló
algunos datos mal articulados y en absoluto convincentes para
quienes esperábamos hechos y no deducciones a partir de
premisas que desconocemos.Ya que muchas de estas pruebas están
clasificadas y son de gran importancia para la seguridad nacional
y mundial, la Casa Blanca se niega a revelarlas. Visto lo visto
el 11 de septiembre y la inutilidad de los servicios secretos
estadounidenses, incapaces de prevenir la mayor agresión
externa de la historia contra territorio de EEUU, no alcanzamos
a sospechar qué puede haber en estos datos que ponga más
en peligro la seguridad del país. Pero quizás se
trate de disquisiciones estériles: la gravedad del crimen
y la necesidad de responder con rapidez exime de comprobaciones
exhaustivas
Cuando se inició la campaña, la Casa
Blanca aseguró que no pararía hasta acabar con
el "régimen de Kabul". Cumplida la primera semana,
las encuestas de opinión reflejaban que el sesenta por
ciento de la población no estaba muy convencida de los
resultados obtenidos y hasta el secretario de Defensa Ramsfeld
declaraba su contrariedad porque ni los talibán habían
sucumbido ni Osama Bin Laden había caído vivo o
muerto. Todos los analistas militares que han comenzado a copar
las pantallas de televisión y tertulias radiofónicas,
con sus insignias y trajes lustrosos, están de acuerdo:
no habrá forma de asegurar el éxito final de la
campaña sin una intervención terrestre. A menos
que Washington encuentre una forma cómoda y rápida
de afrontar los gastos derivados de su formidable despliegue
en medio mundo para dar un correctivo a Afganistán y acabar
con uno de los focos terroristas, no es de suponer que los costosos
crucero, tomahawk y bombas inteligentes
vayan a derrocharse en perseguir a cuadrillas de guerrilleros
atrincherados en las montañas y armados con subfusiles
y toscos lanzacohetes. Con los aeropuertos inutilizados, las
principales vías de comunicación cortadas, las
defensas antiaéreas inutilizadas, los centros de poder
derruidos; con Kabul sin luz y los edificios más voluminosos
reducidos a escombros, ¿qué queda en Afganistán?
Los medios de comunicación occidentales, que desde que
empezara la era de las guerras modernas apenas muestran imágenes
del dolor y la destrucción sufridas por los civiles del
enemigo, no entran en detalles sobre los "daños colaterales"
ni el sufrimiento de los millones de afganos que deambulan de
aquí para allá en busca de sosiego. Son historias
que no interesan: su sufrimiento vale poco. La delirante campaña
de información destinada a alabar la iniciativa estadounidense
de lanzar alimentos al mismo tiempo que bombas, calificada por
algunas organizaciones humanitarias de "mascarada",
ya riza el rizo del esperpento. Un locutor estadounidense exclamaba
emocionado no hace mucho que su país había estrenado
un nuevo tipo de guerra más humana: ataques selectivos
a los dirigentes malvados y ayuda humanitaria a la población
civil inocente...
Pero el problema para EEUU radica en el hecho de
que la situación en la región de Oriente Medio
y el Cáucaso es sumamente delicada como para embarcarse
en una aventura bélica de plazo indefinido. Los dirigentes
de los países árabes "moderados" y, en
especial, de los Estados directamente implicados en el conflicto
como Pakistán, Uzbekistán y Tayikstán escuchan
horrorizados las insinuaciones de Washington sobre una guerra
que, en su primera fase -la afgana- puede durar meses. Con lo
que está cayendo en forma de manifestaciones y disturbios
en Pakistán y lo que se avecina en Uzbekistán,
los regímenes regionales aliados no ven la hora en que
la crisis se solucione. Los rusos, por su parte, empiezan a darse
cuenta de que su entusiasta colaboración con Washington
a cambio de una inhibición completa de ésta en
el expediente checheno no les va a salir rentable.
Lo mismo que la víspera de la Guerra del
Golfo, EEUU tiene una oportunidad única para asentarse
de forma estable en la segunda región mundial más
importante desde el punto de vista geoestratégico y económico
después de Oriente Medio. Quién les iba a decir
que, diez años después de su irrupción en
un lugar tan insospechado como Arabia Saudí donde
siguen- iban a contar con efectivos militares en ¡Uzbekistán!.
Por supuesto, se trata de una presencia temporal supeditada al
desarrollo de la operación actual. Pero a buen seguro
que en las altas instancias estadounidenses se analiza con detenimiento
la manera de asegurar una presencia más duradera. Al fin
y al cabo la campaña antiterrorista lleva el adjetivo
de "perdurable". Ahora bien, la impaciencia empieza
a aflorar en la opinión pública estadounidense,
que no está para tales profundidades geostratégicas
y desea ver resultados tangibles ya para restañar su orgullo
herido. Encima, en algunos países occidentales, como el
Estado español, el número de los que se oponen
a la guerra supera ya al de los que la apoyan.
Solución drástica
Esta urgencia impone una solución drástica,
que no puede ser otra que una gran ofensiva terrestre. A menos
que las filas talibán se descompongan a resultas de disensiones
internas y deserciones masivas, las opciones estadounidenses
se reducen a dos: una, directa, llevada a cabo por sus propias
tropas y las de sus aliados occidentales y otra, indirecta, encabezada
por las tropas de la Alianza del Norte. La primera, desechada
en tanto en cuanto la Casa Blanca se ha limitado a apuntar la
posibilidad del envío de comandos para atrapar a Bin Laden,
topa además con la renuencia de los estados limítrofes
a permitir operaciones a gran escala a partir de sus territorios.
Por lo tanto, la segunda parece la más viable; sin embargo,
la misma Alianza del Norte ha reconocido que carece de los medios
adecuados para llevarla a cabo y ha exigido una ofensiva aérea
global por parte de los EEUU sobre las posiciones talibán
del frente. Aunque ésta se produzca y el camino quede
expedito para el avance terrestre hacia Kabul, la guerra de guerrillas
entre los muyahidines de un bando y otro puede durar meses.
Precisamente, la relación estadounidense
con la Alianza del Norte revela el cinismo hipócrita de
Occidente respecto al expediente afgano. Algunos se han dado
cuenta, ahora, de que los dirigentes de las facciones opuestas
a los talibán comparten con éstos ciertos principios
religiosos extremistas. Hace falta mucha desvergüenza para
pretender no saber que los Masud (asesinado antes de la crisis),
Fahim, Rabbani, Sayyaf, Hikmatyar y compañía, que
se disputaron lo que quedaba del país tras la debacle
comunista, habían hecho del islam militante, ese mismo
que Washington considera la mayor amenaza actual para el mundo,
su principal arma de combate. No habrán querido ver las
fotos, que los soldados de la Alianza llevan desde hace años
en sus vehículos, en las que se ve a muchos líderes
de la Alianza rezando y mostrando actitudes inequívocamente
"religiosas". Por otro lado, Pakistán no está
dispuesta a permitir la imposición de un nuevo gobierno
en Kabul a manos de quienes tienen cuentas pendientes con Islamabad
por el anterior apoyo de ésta a los talibán. Todo
ello hace que la opción de la Alianza sólo merezca
ser contemplada como herramienta de acción militar sobre
el terreno, no como alternativa política.
Para ésta última se ha hablado, con
todo el mundo menos con los propios afganos, de la figura del
rey Záhir, exiliado en Europa desde los setenta. Hasta
Blair se ha desplazado a Pakistán para hablar con el general
Musharraf de la viabilidad de un retorno monárquico a
Afganistán. Por supuesto, la población afgana no
tiene voz ni voto en esta nueva maniobra política que
quiere rescatar el mecanismo de los protectorados europeos en
diversos territorios orientales tras la 1ª Guerra Mundial.
Hoy, el periodo monárquico, caracterizado por el atraso
y las desigualdades económicas, ha sido elevado a la potencia
de paradigma democrático y liberal por el hecho de que
no se obligaba a las mujeres a vestir la abominación de
la burka. Bien está que se respetasen los derechos
básicos de la mujer afgana pero eso no debe llevarnos
a obviar las injusticias y opresiones de aquella época.
Pero todo esto no deja de ser, otra vez, una vana disquisición.
Lo único que hace la figura del ya previsto monarca aceptable
a la propaganda occidental es su predisposicón a los intereses
de Occidente. En otras palabras, su "moderación".
El caso es que la campaña estadounidense
en Afganistán está dejando al descubierto un cúmulo
de contradicciones para aquellos moradores del "Mundo Libre",
por desgracia escasos, que se toman la molestia de recapacitar
un poco. Un diario estadounidense afirmaba en un editorial reciente,
a propósito de las proclamas del primer ministro italiano
Silvio Berlusconi sobre la superioridad de la cultura occidental
frente al islam, que, en efecto, en este lado del planeta se
goza de una serie de libertades y prebendas inexistentes en otros
lares. Un botón de muestra: en algunos países como
Irán, Afganistán o Iraq, contrarios a los valores
occidentales, no hay libertad para criticar abiertamente a sus
máximos dirigentes. Totalmente cierto. ¿Pero acaso
la hay para hacerlo lo propio en Egipto, Pakistán o Jordania,
tres aliados clásicos de EEUU en la región? La
situación de la mujer en Afganistán u otros países
"malignos" como Irán produce espanto; pero,
¿es peor que la que padecen las mujeres en Arabia Saudí?
Algo chirría, en efecto, cuando se ve a los responsables
norteamericanos dar palmaditas en la espalda de líderes
y dirigentes corruptos que asfixian las libertades, reprimen
la opinión pública y hacen un uso partidista de
la religión. Resulta paradójico que un general
golpista y antidemocrático como Musharraf, que no ha preguntado
a sus conciudadanos si están de acuerdo con el apoyo institucional
prestado a Washington, se haya erigido en cabeza de puente de
la campaña rectificatoria del Mundo Libre. Llama la atención
que monarcas como Abdulá de Jordania o Fahd de Arabia
Saudí, que gobiernan a placer sus reinos sin tolerar una
oposición seria, se hayan convertido en plataformas diplomáticas
de una corriente occidental que rechaza, en teoría, los
fundamentos despóticos de reinados como los suyos.
La verdad es que a Occidente en general y Estados
Unidos en particular, a despecho de su propaganda, le importa
tan poco la mujer afgana, china o nigeriana como los derechos
humanos y democráticos que haya o deje de haber en este
o aquel país. Sólo desea que los gobiernos locales
cumplan una labor de garante de sus intereses. Ahí radica
la diferencia fundamental: Irán, o Afganistán ahora,
es un país retrógrado y oscurantista; Arabia Saudí
es un país moderado.
Otro caso curioso lo proporciona Qatar, cuya televisión
por satélite al-Yazira está despertando
la animadversión de los gobiernos y medios de comunicación
norteamericanos y europeos por su cobertura de la crisis y la
emisión de los mensajes de Bin Laden y sus secuaces. Ahora,
se recuerda que se trata de un emirato donde la democracia brilla
por su ausencia. Quizás por ello se conmine al emir, con
toda tranquilidad, a poner freno a las emisiones de la cadena
y controlar de cerca su contenido de manera que no atenten contra
la imagen de Estados Unidos. Sin embargo, nadie hablaba de la
falta de libertades políticas en Qatar cuando sus responsables
anunciaron su intención de establecer relaciones económicas
con Israel y la concesión de facilidades militares a Washington
en su territorio. Tampoco se dijo nada cuando el emirato se ofreció
a acoger en su territorio la reunión de la OMC (Organización
Mundial de Comercio) para evitar así las protestas populares
que, a buen seguro, se producirían en un país "libre".
Qatar era un país "moderado"; en los momentos
actuales se arriesga a que dejen de considerarlo como tal.
En fin, la guerra de civilizaciones y el choque
de culturas se reproduce, dicen, en la campaña actual
contra el terrorismo. El mundo libre tratando de defender sus
valores "superiores", como piensan Berlusconi y otros,
apoyándose en herramientas que están en las antípodas
de la libertad. Muchos que se han apresurado a sustentar las
palabras de Berlusconi afirman que ellos también preferirían
vivir en muchas ciudades europeas y estadounidenses a hacerlo
en Kabul, Damasco o Bagdad. ¡Toma! Ellos y un número
altísimo de quienes viven en estas y otras ciudades del
llamado Tercer Mundo, el islámico, el cristiano, el budista
y el hindú. Ambientes azotados por la pobreza, la opresión
y la falta de libertad. Cualquiera desearía huir de la
desagradable experiencia de padecer la vida en muchas zonas del
planeta y le gustaría venir a occidente, donde las injusticias
y discriminaciones existen pero al menos uno tiene el derecho
a expresarse con un mínimo de libertad. En ese sentido,
por paradójico que parezca a muchos, las organizaciones
islamistas que han huido de la represión feroz y desproporcionada
de sus gobiernos, apoyados en algunos casos por occidente, han
recalado en Norteamérica y Europa porque aquí se
les permite decir lo que allí les prohiben. A todos nos
gustaría que el respeto verdadero de los derechos humanos
se diese en todas partes, sin fronteras. Nos gustaría
ver que Occidente deja de apoyar a gobiernos corruptos y dictatoriales
para fomentar la globalización de la libertad y el respeto
al individuo. Mas no se aprecia ánimo de enmienda y lo
único que se logrará es crear más frustración
y desánimo en aquellos que desean que se respete su derecho
a gozar de la libertad.
La guerra de Afganistán no es en el fondo
más que otra prueba de la globalización de los
intereses occidentales. Los valores y las culturas se miden,
parece, en dólares. Berlusconi y tantos otros sostienen
que el islam se opone a los valores occidentales porque se trata
en esencia de una religión y una cultura antimodernas.
Será que, como ocurre con el conocido refresco, los musulmanes
han probado poco los beneficios de tales valores. Como los libios
y los etíopes, que probaron la quinina italiana en forma
de expolio y brutalidad. O los argelinos, que recuerdan con nostalgia
las modernas técnicas de tortura francesas y su despreciativa
actitud hacia la lengua y religión de los nativos. O los
palestinos, que sufren el desgarro del destierro y la usurpación
gracias en parte a la moderna visión de los británicos
sobre el derecho de las gentes a vivir en su casa. Otros pueblos
como los indígenas de América ni siquiera pueden
añorar la modernidad occidental: se los cargaron, lo mismo
que a muchos pueblos africanos a los que se esclavizó
y utilizó como bestias de carga de la civilización
occidental. Irónicamente, la grandeza de EEUU como imperio
proviene de sus leyes, normas y códigos de clara raigambre
tolerante pero también de prácticas tan arcaicas
como el exterminio de los pobladores originarios y la utilización
de la esclavitud. Prácticas tan viejas como los ataques
a Afganistán: una guerra nueva y diferente que está
provocando la modernidad de siempre (muertos, desplazados, hambre,
miseria y desesperación). Una guerra que, en primera y
última instancia, está matando a gente para que
Occidente exponga con claridad su visión de lo que es
la modernidad y el progreso. Será que no se explican bien.
O que confunden valores con intereses particulares. Por eso hay
tanta gente que, incapaz de comprender, se pasa los valores de
Occidente por el forro de los pantalones.
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