Chatila o la vida extraterrestre
Santiago Alba Rico*
3 de octubre de 2002. CSCAweb (www.nodo50.org/csca)
"Estos palestinos
jodidos y olvidados de Líbano viven como perros; se los
trata como a perros. Pero no son perros. No se comportan como
perros. Genet supo ver muy bien la insolencia común a
enamorados y supervivientes. Deberían bajar la cabeza,
como cumple a los vencidos, dejarse mirar en la fealdad contingente
de su ceguera, envolverse en las vendas que legitiman nuestro
poder. Entonces sería más fácil matarlos,
pero también compadecerlos (y encontrar satisfacción
en nuestra magnanimidad). Furibundos o benévolos -o incluso
protectores y paternales, como anfitriones que son- nos sostienen
la mirada. Venid a verlos: no somos faraones; nos miran. Y matarlos,
o sencillamente ignorarlos, es un crimen terrible, nos diga lo
que nos diga el nihilismo de la televisión".
El poder de los media se asienta sobre el espejismo
de la eternidad. Las peores noticias nos tranquilizan; los titulares
más amenazadores nos fortalecen. Abordamos impacientes
los periódicos y la televisión, como instrumentos
aparentemente objetivos a la orilla de los acontecimientos, menos
guiados por nuestra sed de información que acariciados
por la idea de que garantizan la indestructibilidad del mundo
y la inmortalidad de los hombres, de tal manera que, al día
siguiente de la extinción de la Humanidad y de la destrucción
del planeta, The New York Times, El País
y el telediario darán normalmente la noticia y nosotros
la oiremos normalmente arrellenados en nuestro sillón.
Nada nos protege mejor de la pugnacidad de las cosas, del calor
vinculante de los acontecimientos, que el hecho de conocerlos
a través de la televisión.
La certeza casi orgánica de que hay una imagen para
todo, de que dondequiera que haya algo hay una cámara,
de que pertenece a la naturaleza de las cosas florecer sólo
en la pantalla, transporta la ilusión suicida de que,
allí donde no están aseguradas la vida ni la tierra
ni la dignidad, está asegurada, en cualquier caso, la
mirada. Miramos, nos miramos, desde el más allá
de la imagen analógico-numérica, a salvo de la
inconsistencia, insignificancia y fugacidad de la condición
humana. Nuestro ojo, como el de Dios, se ha separado hasta tal
punto de nuestra existencia que domina ya un mundo virtualmente
vacío; sobrevuela confiado, invulnerable, el desierto
de los hombres, de los que tenemos ya -y las vemos pasar en fila,
del principio al fin- todas las imágenes. Lo que no sale
en la televisión, se dice, no existe. Pero hasta los que
aceptan mansamente este principio saben que hay ciertas cosas
que es mejor que no salgan en la televisión, aun a expensas
de no existir: que nuestros polvos, nuestros pecados, nuestros
sacrificios, si queremos que valgan algo, si queremos que signifiquen
algo, no deben ser salvados de su pequeñez por ningún
dios provisto de prismáticos. Porque, antes de todas las
manipulaciones, las patrañas y los montajes, antes de
todos los hechizos de la imaginación, el régimen
mismo de la cosmovisión televisiva acomete el radical
vaciamiento de nuestra percepción. Vemos, luego Nada.
¿La niña vietnamita despojada de sus alas por el
fuego? Nada. ¿La destrucción de La Moneda? Nada.
¿Los cadáveres de Chatila atados con sus propios
intestinos? Nada. ¿Las madres de tetas secas, los niños
tronchados por una mina, los prisioneros hervidos y baleados
en contenedores? Nada. ¿El cataplás de las
Torres Gemelas? También nada. (Pues si fuesen algo,
lo he dicho muchas veces, no podríamos mirar estas cosas
sin recibir de ellas mismas, a través de los ojos, un
castigo; sin transformarnos, por ejemplo, en venados, como Actéon,
para ser devorados por los perros). Lo que no sale en televisión
no existe, es verdad. Pero, al mismo tiempo, lo que sale en televisión
no-existe; no-existe de pie, ante nuestros ojos, es nada-de-nada
con todos sus atavíos. Nada tallada, nada embotellada,
cristales -granizo- de nada. Las imágenes no son, no,
pruebas de la existencia de las cosas; son, al contrario, pruebas
de su no-existencia de hecho. Las cosas que no existen, porque
no han salido en la televisión, pasan a no-existir delante
de todos, inconjurables ya en su inanidad concreta, muertas desde
el principio de los tiempos e irrecuperables para la vida, cuando
salen finalmente en televisión. El poder nihilizador de
las imágenes es tan grande que puede decirse que va descontando,
dedo a dedo, las existencias que captura. Una imagen más,
una existencia menos; y un mundo totalmente "salvado"
por las imágenes, cual es ya virtualmente el nuestro,
agotado de cabo a rabo en una secuencia torrencial de mercancías
visuales, es un mundo hueco, sin mundo dentro, un mundo vacío
en el que no hay nadie ni pasa nada, un mundo en el que todo
ha ocurrido ya y en el que algunos hombres -muy pocos- se han
quedado para ver la repetición. Frente a este radical
nihilismo de la percepción, las operaciones "suicidas"
en Palestina ("de martirio", me corrige en el campo
de Burj al-Barajneh, cerca de Beirut, la maestra Leyla al-Yashi
al tiempo que me entrega con ingenuo fervor una fotografía
de Wafa Idris, la shahida que se hizo estallar en enero
en Jerusalén [1]), frente a este nihilismo de la
mirada, que cree en los extraterrestres pero no en los iraquíes,
las operaciones "de martirio" en Palestina conservan
por contraste una sombra amarga de salud, de respeto por la vida
y hasta de amor a los olivos. Una cultura nihilista, que de las
cosas ha descontado siempre ya la existencia antes de encuadrarlas
en un monitor, no puede ni siquiera representarse la necesidad
desesperada de ese gesto; y mucho menos imaginarse que ese gesto
(el de Wafa Idris, por ejemplo), tan atroz es el embrollo y tan
torcida su lógica, pueda fecundar en otro infierno, a
un infinito de distancia, en una refugiada palestina de Beirut
que maneja una guardería pequeña como un cajón
-varada en la miseria y la desesperanza- no el deseo de matarse,
no, sino las fuerzas para lavarle el culo a un niño enfermo
y arrullarle después con una canción.
La desigualdad de la mirada
El que ve, decía Merlau-Ponty, se cree invisible. El
que ve se cree, sobre todo, indestructible. La desigualdad de
riqueza, de recursos, de fuerza, se ve sincopada, y legitimada
-como causa y efecto a un tiempo-, por esta desigualdad de la
mirada, que vuelve intocable, invulnerable al espectador y prescindible
y contingente al espectáculo. La existencia es ante todo
actividad visual; la inexistencia ceguera. "¿Para
qué has venido?", me interpela agresivo, en una calleja
de Chatila, el ex-combatiente Mohamed Afif, superviviente de
las matanzas del 82. Me disculpo como puedo de mi condición
de turista humanitario, libre de venir, mirar y marcharme, pero
no me atrevo, o no sé, resumir toda mi culpa y mi voluntad
de expiación en una fórmula desnuda. ¿Para
qué has venido? Hubiese debido decirle: es que había
visto tantas imágenes, había leído tantos
datos, había consultado tantos archivos que habías
dejado de existir. ¿Era porque yo ahora lo miraba
por lo que Mohamed Afif cobraba vida ante mis ojos? ¿Habrá
una libertad virtuosa, restauradora, filantrópica, allí
donde la libertad es el resultado de la desigualdad? ¿Habrá
una mirada más pura, más inmediata, más
transparente, allí donde el derecho de mirar depende de
la falta de reciprocidad? Frente al poder nihilizador de las
imágenes, no era mi presencia, centro y bastidor
de jerarquías invisibles, la que devolvía milagrosamente
a la existencia, como Cristo, a todos estos palestinos jodidos
e ignorados. No. Miro, luego existo; miro, luego los ciegos no
existen. La sorpresa es que Mohamed Alif, mientras enumeraba
sus acusaciones, me miraba.
De lo que están desprovistos los otros, más
allá de pan, tierra y derechos, es de mirada. Es más
fácil matar a gente que no ve, que no nos ve. Al condenado
a muerte se le vendan los ojos no para que afronte sin resistencia
la propia muerte sino para poder disparar sobre él con
indiferencia. Basta pintar unos ojos a una informe figura de
barro para que nos duela romperla; y si nos parece monstruosa
la idea de derribar una casa es porque tiene ventanas. El extremo
del poder, el poder extremo, se manifiesta en esta jerarquía
visual del ojo unidireccional que ve sin ser visto, que mira
sin que nadie lo mire: invisibilidad e indestructibilidad coinciden
en la figura del micado, del mandarín, del faraón,
mirones ante los que nadie puede alzar la cabeza, el carácter
sagrado de cuya existencia es directamente proporcional a la
irrelevancia de la de sus súbditos, que tienen prohibido
mirar de frente. El rey mirado es un rey desnudo; es ya casi
un rey guillotinado. El poder, que se impone mediante la fuerza
de las armas y de las instituciones, se impone también
como una mirada sin correspondencia, como una visión proyectada
sobre la ceguera de los otros; es decir, sobre la natural banalidad
de los otros. El que ve se cree indestructible; el que ve sin
ser visto se vuelve ya potencialmente destructivo. ¿Acaso
los pilotos de los Apaches israelíes o los de los
B-52 americanos no matan con la mirada? La guerra
moderna, que mata desde el aire y con el ojo, adopta la forma
de una mirada extendida tecnológicamente a los confines
del mundo sobre hombres que no pueden vernos y, mucho menos,
mirarnos. También la televisión. Tecnología
bélica y medios audiovisuales, sujetos a un mismo concepto
de la visión, conceden al soldado y al espectador una
especie de poder faraónico cuya invisibilidad e indestructibilidad
garantiza, del otro lado, la banalidad y fragilidad de los súbditos,
a los que se puede controlar, intercambiar y, llegado el caso,
exterminar sin conmoverse. Nuestra moral cotidiana, por cierto,
está completamente dirigida por el nihilismo implícito
en esta jerarquía (mirada/ceguera) en virtud de la cual
distribuimos desigualmente entre los hombres el lote de la existencia
y su condición sagrada y aceptamos espontáneamente,
por tanto, como mucho más grave o criminal la muerte de
un estadounidense o un israelí que la de un iraquí
o un palestino. Pero no basta con mirar bien, con mirar, como
se dice, "con buenos ojos", para que dejemos de comernos
su existencia.
"¿No hemos tenido que soportar bastante como para
soportar encima que vengan a contemplar nuestra miseria?",
es una mujer de unos treinta años la que ahora nos interpela,
en el edificio Gaza de Sabra; de entre todos los jodidos y olvidados
palestinos de Líbano esta mujer es sin duda uno de los
más jodidos y olvidados. Hubo tiempos mejores en que vivía
mal; ahora es uno de esos 25.000 "desplazados" -sin
infierno siquiera que los acoja- arrojados por la guerra fuera
de la protección precarísima de la UNRWA [Agencia
de Naciones Unidas para los refugiados palestinos]. En la azotea
de un antiguo hospital, encajonada en una especie de chimenea
de edificios desvencijados, se asoma a la diminuta barraca -un
cobijo provisional bajo una lluvia eterna- donde fabrica diariamente
su cuerpo porque hay que tener uno aunque no se tenga una vida.
Se asoma, nos mira y protesta. No se desgañita ni se acalora
ni se abandona a una cólera de desmanes y chillidos. Eleva
la voz como si pudiese tener razón no teniendo nevera,
como lo haría un rico hacendado a quien hubiesen despertado
de su siesta (o un ciudadano español, protegido por su
salario, su gobierno y sus instituciones, al que hubiesen faltado
al respeto). "¿Habéis venido para mirarnos
en nuestra miseria?". Hubiese querido responderle: no, hemos
venido para que nos mires. Para que nos destrones con la mirada.
Para experimentar, frente a ese brillo duro de dos ojos puestos
en pie -sobre escombros y cartones-, el escalofrío moral
de la desnudez televisiva.
Estos palestinos jodidos y olvidados de Líbano viven
como perros; se los trata como a perros. Pero no son perros.
No se comportan como perros. Genet supo ver muy bien la insolencia
común a enamorados y supervivientes [2]. Deberían
bajar la cabeza, como cumple a los vencidos, dejarse mirar en
la fealdad contingente de su ceguera, envolverse en las vendas
que legitiman nuestro poder. Entonces sería más
fácil matarlos, pero también compadecerlos (y encontrar
satisfacción en nuestra magnanimidad). Furibundos o benévolos
-o incluso protectores y paternales, como anfitriones que son-
nos sostienen la mirada. Venid a verlos: no somos faraones; nos
miran. Y matarlos, o sencillamente ignorarlos, es un crimen terrible,
nos diga lo que nos diga el nihilismo de la televisión.
'Queremos un jardín'
Un municipio filantrópico del Estado español
ofrece algunas donaciones a una ONG palestina en el campo de
Chatila. "¿Queréis una ambulancia?".
No. "¿Queréis equipamiento escolar?".
No. "¿Queréis ayuda alimenticia?". "No",
dice mansamente su interlocutor, "queremos un jardín".
El pequeño y generoso edil se muestra perplejo. "¿Un
parque de juegos, con columpios y bancos?". "No",
insiste el palestino con naturalidad, "un jardín...
con un árbol". De los cuadriláteros asfixiantes
de Nahr al-Barid, de Burj al-Barajneh, de Chatila, no saldrá
nunca, al contrario que de los arrabales de Buenos Aires o de
las favelas de Río, un genio del balón.
Después de levantar palacios y trazar amplias avenidas,
en París y en Nueva York y en el Beirut blanco de la plaza
de los Mártires, Alá ha dejado caer en estas cajas,
y amontona día a día, todas las piedras y cascotes,
todos los trozos de casa, que han sobrado en otras partes; y
miles y miles de hombres, mujeres y niños, se mueven bajo
el montón, por las rendijas, en estrechos y tortuosos
desfiladeros ideales para perseguirse y matarse, en broma o de
veras, hasta tal punto alejados del sol que sus habitantes tienen
que encender velas en pleno mediodía, cada vez que se
corta la electricidad, para poder saber dónde están
y hasta quiénes son. Regalar una ambulancia a quien no
tiene hospitales es como regalar guantes a un manco. Un árbol.
Un árbol es una forma de pedir modestamente lo
imposible. Un árbol es una forma de señalar, con
una pizca de ironía que subraya y suaviza la tragedia,
aquello que realmente falta en Chatila: el cielo. Un árbol,
media portería, medio balón, medio campo de fútbol.
Medio campo: el "alrededor" de un poste o de un manzano.
"Suelo" no es lo mismo que "tierra". Porque
"tierra", en su acepción más simple y
más precisa, es sólo el lugar desde el que se ve
el cielo. Refugiados: los que no tienen cielo sobre sus cabezas
no tienen tierra bajo los pies.
A causa de la guerra, del desprecio del gobierno libanés
y de la progresiva retirada de la UNRWA, la situación
en los campos palestinos en el Líbano, con pequeñas
diferencias, se ha degradado en picado en los últimos
veinte años: 60% de pobreza, 45% de paro, desasistencia
médica, falta de escolarización, aumento de enfermedades
ligadas a las insalubres condiciones del medio (falta de luz,
de ventilación, problemas de alcantarillado, mala calidad
del agua, dificultades en el suministro eléctrico). Pero
no es la miseria lo que oprime el corazón de este modo
cuando se pasea por las angosturas de los campos. En Calcuta,
en El Cairo, en Ciudad de México, incluso en Nueva York,
mucha gente vive en condiciones semejantes, o peores, privada
además de esa cohesión social que protege aquí
a los hombres de la ley de la selva, el victimismo y la degradación
personal. No, no es la miseria. Se trata de algo invisible, como
un aura o tenebroso ceñidor que sólo se deja aprehender
desde fuera, cada vez que se vuelve, cuya densidad, entre la
pesadumbre y el miedo, no pueden registrar las estadísticas
ni aliviar las ONGs.
La cuestión de los límites, es verdad, cuenta.
Incrustados en territorio libanés, como oasis al revés
sin posibilidad de ampliación, los campos sólo
pueden crecer en espesor, en concentración, apretándose
contra los lados y hacia arriba al borde ya del reventón,
en el interior de estos cuadraditos (a veces de tan sólo
1 km2) donde se amontonan 12.000, 18.000, hasta 30.000 personas.
Todas las medidas disuasorias del gobierno libanés -incluida
la prohibición de introducir materiales de construcción-
choca contra la realidad de un crecimiento demográfico
explosivo: entre seis y ocho hijos por familia, porque cuando
no se puede ni trabajar ni divertirse, uno tiene que fabricar
y jugar con su propio cuerpo; y porque la obsesión por
el Número refleja, al mismo tiempo, la resistencia instintiva
a la amenaza de extinción (y una especie de potlach
con la Muerte) y una política premeditada, quizás
descabellada, de reconquista de Palestina. Pero importan menos
los límites de los campos que las fuerzas que los limitan.
"Incluso dentro de un tonel", decía Hamlet,
"mi reino sería infinito si no fuese por estos malos
sueños que tengo". El vago terror que se cierne sobre
los campos, la atmósfera crispada, sofocante, que los
oprime, sólo se explica si se inscribe su pequeñez
-entre cuyos bordes los palestinos, de todos modos, beben té,
disputan y ríen- en el marco del mal sueño de la
Región, en esa pesadilla sin fin que vuelca el Mundo dentro
de sus muros. El horror de los campos, esa densidad de sólido
que se disuelve, esa impresión de flotación y casi
de evanescencia, en la que el recuerdo de las matanzas pasadas
y el temor de la venideras es sólo un síntoma ("no
conseguimos librarnos del miedo", dice Sanaa al-Hussein,
en su casa tres veces destruida por las bombas), empieza apenas
a comprenderse cuando ese círculo diminuto se inscribe
en la sucesión de los círculos concéntricos
que lo contienen; y cuanto más se sube, cuanto más
se sabe, cuanto más abarca la luz, más penumbra
se concentra ahí abajo. Chatila, como emblema dramático
del destino de los refugiados, es un anillo dentro de un anillo
más amplio: el Beirut ajetreado, pugnaz y, al mismo tiempo,
frívolo que levanta el decorado de la reconstrucción
a golpes de capitalismo y a espaldas de la memoria. Dentro de
un anillo más amplio: el juego de los partidos e instituciones
libanesas, de acuerdo tan sólo en perseguir activamente
o sacrificar pasivamente a los palestinos. Dentro de un anillo
más amplio: la política de la Autoridad Palestina,
que ha ido aceptando a partir de Oslo, de grado o por fuerza,
el aplazamiento de la cuestión del retorno. Dentro de
un anillo más amplio: la política solapada, cada
vez más explícita, de transfer del Estado
etnico-racista de Israel, orientada desde su nacimiento a la
expulsión o exterminio de los palestinos. Dentro de un
anillo más amplio: la pusilanimidad interesada de los
despóticos regímenes árabes, para los que
la cuestión palestina no es más que un engorro
y sólo preocupados de proteger por cualquier medio -retórica,
traición, represión- los privilegios de sus clases
dirigentes. Dentro de un anillo más amplio: la indiferencia
maniobrera, lacayuna e interesada también de la Unión
Europea, que aprovecha la extensión aceitosa de la Injusticia
para inventar y legitimar la suya propia. Dentro -por fin- de
un anillo más amplio: el proyecto de reconfiguración
planetaria de los EEUU, tras el 11-S, cuya segunda fase, a partir
del inminente ataque a Iraq, contempla poner Oriente Medio patas
arriba y facilitar una "solución final" al problema
palestino.
En el centro de todos estos círculos, el más
pequeño y el más vulnerable, como al fondo de un
embudo que se los tragará sin remedio, están los
campos. Todo el peso gigantesco, monstruoso, de estos sucesivos
estratos gravita sobre Chatila, como los siete cielos y las siete
tierras sobre la cabeza de Hut. ¿Dónde viven, dónde
están, a qué especie pertenecen los refugiados?
¿Bípedos, aéreos, anfibios? Estas gentes
pisan suelo pero no tierra; y si pisan todavía suelo es
porque no se ha inventado la forma de alojar los cuerpos en figuras
geométricas, cuadrados, rectángulos, rombos, que
pudiesen señalarse en el mapa y fuesen, sin embargo, inextensos
sobre el territorio. Estos jodidos y olvidados palestinos parece
que pisan, pero en realidad ya levitan, a unos pocos centímetros
del suelo, como en un castigo griego, estirando en vano las puntas
de los pies para alcanzar el cemento. Americanos, europeos, israelíes,
árabes, incluso la propia Autoridad Palestina, todos querrían
verlos desaparecer en el aire. Esta negación universal,
este acuerdo universal para obviar su existencia, es lo que marca
de negro, mucho más que la miseria o las apreturas, su
presencia en el mundo; es lo que pone esa sombra obscura detrás
de sus cuerpos, lo que les hace vivir en un medio ni sólido
ni líquido, entre la piedra y el agua, inaprehensible
para las estadísticas, inabordable para las ONGs, sin
más protección que su cabezonería y sus
soldaduras. El limbo es un puré. El miedo es un puré.
Los hombres sin tierra tienen miedo, los hombres sin tierra,
extraterrestres bajo la luna, transmiten miedo. Tierra, sí,
es cualquier sitio desde el que se ve el cielo. Pero tierra es
también, sobre todo, cualquier sitio al que se puede volver.
No el sitio donde se duerme, se cocina y se acaricia al hombre
o la mujer amada; no, "tierra" es el sitio en el que
no se piensa, que no se echa de menos, el sitio que, como en
el cuento de Chesterton, se puede dejar atrás con desapego
porque, en un planeta esférico, siempre estará
delante de nosotros. "Tierra" es el sitio al que se
puede volver porque de él hemos podido salir. La prisión,
el campo de concentración, el alcoholismo, la dependencia
amorosa, no son "tierra", por mucho que se trate también
de una forma de vivir. La casa, el abrazo libre, el vaso de vino
son "tierra" porque trabajamos, pensamos, nos cansamos
fuera. Tierra es el sitio desde el que se ve el cielo; tierra
es el sitio que vemos desde el exterior de la cerca, con la puerta
abierta. Acostumbrados a la libertad de venir, mirar y marcharnos,
en un mundo que invita permanentemente al viaje y publicita la
aventura, no nos damos cuenta de hasta qué punto toda
nuestra dignidad, el respeto de nosotros mismos, nuestra firmeza,
nuestra desenvoltura en los viajes de negocios o de placer, se
asienta en el Derecho al Retorno; y no nos damos cuenta tampoco,
por tanto, de hasta qué punto el Derecho al Retorno determina
para estos jodidos y olvidados palestinos un doble desarraigo.
No tienen tierra porque no pueden dejar de pensar en Palestina,
porque no pueden regresar a Palestina. Pero no tienen tierra
también, porque a la espera de ese quimérico momento
siempre aplazado, ni siquiera pueden volver a Chatila. Y no pueden
volver a Chatila porque no les dejan salir. El que no existe
en todas partes no existe en ninguna parte. Atrapados en este
punto geométrico, bajo el peso brutal de todas las fuerzas
que los niegan, los palestinos de Nahr al-Barid, de Burj al-Barajneh,
de Chatila, no tienen ni cielo sobre sus cabezas ni tierra bajo
sus pies. Están enjaulados, pues, como por un hechizo,
entre dos cosas que les faltan.
Tierra y Derecho
¿Tierra? El Plan Dalet desde 1947, la brutal ofensiva
de la Haganah en 1948 contra unos ejércitos árabes
mal armados, desunidos y pendientes ya -como siempre- de otra
cosa, abrieron la herida desde la que Israel y EEUU, a poco que
les dejemos, van a desgarrar el mundo. Abu Hicham, secretario
del Comité Popular del campo de Nahr el-Barid; Hassan
Faris, que ve inalcanzable Palestina, a 17 km., desde el campamento
de al-Rachidiya; el viejo al-Hussein, que llevó la luz
eléctrica a Chatila, salieron de Jalil (la Galilea hoy
israelí) siendo adolescentes, perseguidos por los aviones
israelíes que los empujaban desde el aire hacia la frontera.
Como ellos, otros 110.000 palestinos (de los 800.000 expulsados
hace ahora 54 años) abandonaron sus casas y sus tierras
para refugiarse en el Líbano convencidos de que en pocos
meses volverían a su país. Ellos, y después
sus hijos, y después sus nietos, esperando siempre el
siempre postergado retorno, vivieron primero en tiendas, después
en chabolas, más tarde en cajas de cerillas de hormigón;
pinzados en el juego de los anillos, a manos de unos o de otros,
fueron masacrados y expulsados de Nabatiyeh, de Tal el-Zaatar,
de Jisr el-Basha; cuarteados, eviscerados y decapitados en Sabra
y Chatila en 1982; asediados por hambre y cañoneados entre
1988 y 1985; bombardeados desde el aire en Qanah en 1996. Hoy
son 400.00 y el estado libanés les prohibe poseer una
casa, abrir un negocio, invertir, comerciar, ejercer 72 profesiones,
estudiar, sanar de sus enfermedades y salir del país;
y los que se atreven a pasear por Beirut lo hacen, como los judíos
alemanes a finales de los años treinta, disimulando su
acento palestino y ocultando con angustia su origen. ¿Tierra?
¿Por qué la tierra? "Yo ya ni siquiera defiendo
la existencia del Estado de Palestina", continúa
en cascada Mohamen Afif, que se defendió a cuchillo del
asalto de las Falanges Cristianas en las jornadas de septiembre
del 82; "defiendo simplemente el derecho a la existencia,
el amor por las cosas pequeñas, que vosotros, europeos,
dais tranquilamente por supuestas. Pero, ¿por qué
se me puede privar de ellas? Porque no tengo un Estado. ¿Por
qué puede venir Sharon y degollarnos en nuestras casas?
Porque no tengo un Estado. ¿Por qué se puede negociar
nuestra existencia, decidirse nuestra expulsión, arrebatarnos
el pan de la boca? Porque no tengo un Estado que me proteja.
¿Qué Estado? No me importaría ya que fuese
el Estado de Israel, con tal de vivir en mi casa y con derechos".
Contra el gobierno libanés, contra los "hermanos"
árabes, contra sus propios dirigentes, contra la indiferencia
europea, contra el imperialismo norteamericano, contra el juego,
en fin, de los anillos que le convierte en un extraterrestre,
Mohamed Afif propone una solución que sabe imposible,
que tampoco aceptaría, para exponer con toda claridad
el teorema: Tierra y Derecho se conectan, como términos
asimilables, a través de la figura interpuesta del Estado.
Sin cielo que mirar, sin cerca que volver a atravesar, sin Estado
que garantice el derecho a tener una casa y a no ser robado,
golpeado y humillado, no hay tierra. Y sin esta clase de tierra
no hay ciudadano. Contra todas las ilusiones de alegre nomadismo
y olímpico desapego post-moderno, la situación
de estos jodidos y olvidados palestinos nos recuerda hasta qué
punto ninguna presunta globalización invalida esta ecuación;
nos recuerda hasta qué punto, no obstante nuestra pedante
defensa del espacio sin balizas y de la velocidad del viento,
somos todavía, seguimos siendo -para nuestra fortuna-
terrestres. En el aire, entre las fronteras, en los poros multinacionales
de la economía, los hombres indefensos se vuelven, no
importa su color, su religión o su cultura, refugiados
palestinos.
¿Motivo para la esperanza o para el horror? ¿O
para mezclar los dos? Porque hombres fuertes y mirones como éstos,
en el aire pueden vivir mil años.
Notas de CSCAweb:
1. Shahida, en árabe
mártir. Sobre Wafa Idris, véase de Santiago Alba
en CSCAweb: Wafa
Idris: el milagro funesto
2. Sobre Genet y su obras sobre los palestinos véase:
Jean
Genet: 'Cuatro horas en Chatila'

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