Wafa Idris: el milagro funesto
Santiago Alba Rico
CSCAweb (www.nodo50.org/csca),
6 de febrero, 2002
Primero nos
dijeron que se llamaba Shahnaz Al-Amuri y que era estudiante
en la Universidad de Nayah en Nablus. Ahora nos confirman en
cambio que su nombre era Wafa Idris, que tenía entre 23
y 30 años (según las fuentes), que era voluntaria
de la Media Luna Roja y vivía cerca de Ramalah, en el
campo de refugiados de Al-Amuri. Se llamase Shahnaz o Wafa, no
puedo aprobar su acción, pero no puedo tampoco dejar de
inclinarme ante un milagro. Cuidado, mucho cuidado con los milagros
El pasado día 14 de enero Mujeres de Negro,
una asociación que integra a mujeres israelíes
y palestinas, emitía un comunicado suplicando se permitiese
a las mujeres resolver un conflicto que los hombres no habían
hecho sino atizar y multiplicar con su violencia: "Nosotras
las mujeres podemos encontrar el fin de este círculo de
violencia. (...) ahora ha llegado el momento de alzar nuestras
voces e insistir en ser escuchadas. Las mujeres van a hablar
-no van a disparar. Permitan a las mujeres participar. (...)
¡Dejen a las mujeres hablar! ¡Dejen a las mujeres
actuar! Nosotras tenemos dolor, nosotras estamos indignadas,
nosotras estamos asustadas. Antes de que sea tarde, dejen hablar
a las mujeres".
Hace dos días, el 28 de enero, una mujer
que sin duda no había firmado este llamamiento hizo estallar
un explosivo ceñido a su cintura y reventó en la
calle de Jaffa, en el centro de Jerusalén, provocando
un muerto y más de cien heridos.
"Un explosivo ceñido a la cintura",
tratándose de una mujer, es una frase que suena en nuestros
oídos como una brutal, horrible sinestesia; como "corona
de espinas" o "flor de cuchillos". Como cabezas
colgadas en las ramas de un almendro. Todas las cosas que ocurren
por primera vez desconciertan menos por lo que anuncian que por
lo que desmienten; y así esta "cintura cataclística"
ha conmovido sin excepción a todos los que, en las condiciones
líquidas de la guerra y la traición, seguían
creyendo en un planeta fijo, más atrás o más
abajo, que ninguna locura podía amenazar. Que una mujer
haga eso, si una mujer hace eso... Un ex oficial israelí,
Yahud Yamot, explicaba en la radio que hasta ahora el ejército
había dado por supuesto que ni niños ni mujeres
ni ancianos iban a cometer atentados suicidas (y alertaba así
sobre la extensión del cerco profiláctico a toda
forma de vida palestina sin excepción). El diario Al-Quds
-aún antes de conocer la identidad de la shahida-
se hacía eco del terrible malestar de la familia, a la
que suponía doblemente afectada por el hecho de haber
perdido a la hija de resultas de una acción impropia de
su sexo. Por su parte, uno de los sheij de Hamas, Hassan
Yussef, mientras reivindicaba el derecho de la mujer a participar
en la yihad, justificaba el silencio de la facción
responsable del atentado -quienquiera que ésta fuese-
como una manera de evitar presiones excesivas a los parientes
de la suicida. Todos los medios de comunicación del mundo,
por lo demás, han prestado menos atención a las
consecuencias del atentado que a la personalidad de su ejecutora.
Mujeres valientes
Desde esas matronas cartagineses que se cortaban
los cabellos para atar los escudos y las lanzas en vísperas
del asalto final de los romanos hasta Hebe de Bonafini y sus
Madres de la Plaza de Mayo, la historia ha conocido innumerables
ejemplos de mujeres valientes, insobornables y batalladoras.
Ha conocido también mujeres en armas; baste pensar en
Juana de Arco, la doncella de Dios que combatió a los
ingleses espada en mano; o en nuestra Agustina de Aragón
lanzando andanadas de plomo sobre los franceses. Las propias
mujeres palestinas combatieron en las guerras de 1948 y 1967.
Las egipcias y argelinas han servido de enlace, durante años,
entre sus maridos encarcelados y las células clandestinas
del islamismo militante. Y yo mismo, allá por 1990, en
Nablus, fui escoltado por una sosegada, gigantesca madre palestina,
que me protegía de las balas israelíes con su corpachón,
hasta la casa de un viejo panadero, donde otras mujeres -fumadoras
empedernidas- llevaban todo el peso de la resistencia en ausencia
de los hombres, detenidos o asesinados. Ha habido mujeres espías,
mujeres piratas, mujeres pistoleras. Pero nunca hasta antes de
ayer una mujer se había puesto una bomba entre los pechos,
un bebé de fuego sobre el vientre, y se había hecho
estallar en territorio enemigo.
El comunicado de las Mujeres de Negro; el desconcierto
de los israelíes; la inquietud de los palestinos; la misma
inaudita novedad del suceso; todas las noticias y declaraciones
al respecto vienen a aceptar, contra las dominantes políticas
de género, una diferencia entre hombres y mujeres que,
lejos de disolver, este acontecimiento no ha hecho sino iluminar
de un modo tan ominoso como enigmático. ¿Por qué
una mujer puede matar pero no matarse a sí misma para
matar al enemigo?
La respuesta más inmediata hunde sus raíces
en esos mitos ancestrales de maternidad que han llevado, al mismo
tiempo, a la sacralización y al sometimiento de las mujeres:
el cuerpo de la mujer, que es "medio" de reproducción,
no puede convertirse en un "medio" de destrucción
sin pecar contra la existencia misma de la Humanidad. Pero no
es ésta la diferencia que me interesa, por mucho que no
puedan despacharse sin más -con feminista desdén-
sus consecuencias. Histórica u ontológica, adventicia
o nuclear, la diferencia tiene que ver, más bien, con
el cálculo y la rapidez. Es decir, con el
hecho de que masculinidad y feminidad vienen definidas precisamente
por su relación particular con el cálculo
y la rápidez. Lo que caracteriza al hombre -digámoslo
en dos palabras- es su tendencia a calcular largamente para introducir
un gesto rápido o para introducir un gesto que aumente
la rapidez del universo: matar más deprisa, subir más
alto, ir más lejos. El hombre es inteligente porque racionaliza
y salta, porque planifica y asalta; la mujer es inteligente en
dirección contraria. La inteligencia de la mujer ha consistido,
consiste básicamente, en frenar (o desacelerar) la inteligencia
del hombre; en obligarle a pararse. No es que la mujer
no pueda calcular; puede hacerlo mucho más deprisa y durante
más tiempo que cualquier hombre; pero si calcula, cuando
calcula, es para introducir un gesto lento o para ralentizar
la rueda -tantas veces insensata- de las cosas. Y esto para bien
o para mal. Una mujer puede sumergir día tras día,
durante meses, el pomo de cobre de una puerta en la tisana de
su marido para acabar con su vida; o puede diseñar durante
años, hasta el último detalle -y esperar activamente-,
un encuentro que será definitivo; o preparar seis
meses antes un regalo, esa criatura cóncava que
hay que detenerse a tocar y mirar; o rastrear toda la vida el
color más puro de un geranio. O puede acumular razones
durante medio siglo, aguardar, resistir, sostener, y emitir finalmente
un comunicado juicioso y valiente, como el de las Mujeres de
Negro, para intentar detener una guerra.
No es tampoco que la mujer no pueda ser rápida.
Puede hacer gestos mucho más rápidos -y muchos
más gestos- que cualquier hombre; pero si es rápida,
cuando es rápida, lo es sin previo cálculo. Y esto
-asimismo- para bien o para mal. Una mujer puede suicidarse y
matar por amor, por despecho o por desesperación, mientras
centellea un relámpago; e incluso estrangular a sus hijos
como Medea (o como esa pobre Paqui de Santomera, hace unos días,
que ha dejado atrás, en un instante, por una nadería,
todo su futuro). O puede, en otro arrebato, sacrificar su honor
para que no se incendie una casa o parar en sus costillas una
bala destinada al amado o tomar una de esas decisiones sumarísimas
y certeras, en la encrucijada, que ningún hombre se atrevería
a tomar.
La experiencia en la que más acendradamente
se expresa la relación masculina entre el cálculo
y la rapidez es la guerra. La guerra, en efecto, es ese sumidero
donde la estrategia más puntillosa se pone a prueba en
un solo combate, donde se arrojan rápidamente los cuerpos
y las riquezas de toda una generación, donde los cálculos
más finos y complicados adoptan la forma de una arma nueva
que, en una sola explosión, mata más deprisa a
mucha más gente. Las mujeres quizás inventaron
los besos -que prolongan y ralentizan el contacto entre dos cuerpos-
en un punto incierto del Paleolítico en el que los hombres
se limitaban a cazarlas, engancharlas y seguir adelante; inventaron
la asamblea, donde todo el mundo puede hablar y detenerse morosamente
en un mismo tema, confiscada después por los hombres para
las tareas de gobierno, de las que fueron excluidas las mujeres
(para que su palabra fuera vana, chiquita, privada e inútil);
han inventado vacunas, recetas de cocina, nuevas variedades de
frutas; pero que se sepa no han contribuido ni mucho ni poco,
con una innovación mortal, a la tecnología armamentística.
El hacha y la bomba atómica fueron excogitadas y experimentadas
por los hombres. Los asesinos en serie, los asesinos de masas,
han sido siempre hombres.
De entre todas las acciones de guerra -la masculina
guerra- la que lleva al extremo la masculinidad es el atentado
suicida: el cálculo que lo precede, la rapidez de la ejecución,
la optimización del beneficio, la economía de medios,
la burocratizacion del propio cuerpo, la impredecibilidad del
asalto, la exhibición límite -también- de
la propia virilidad.
Lo que no puede ocurrir
Una mujer puede calcular largamente las ventajas
de un gesto lento -lo que llamamos sensatez- y puede también
hacer un gesto rápido sin previo cálculo -lo que
a disgusto llamaré instinto. Lo que no puede hacer
es calcular largamente un gesto rápido o un gesto que
aumente la rapidez del universo. Y cuando digo "no puede"
quiero decir no puede: como no puede llover hacia arriba
ni tronar sin ruido ni salir el sol sin iluminar también
mi calle.
En la lógica monstruosa impuesta por Sharon
-yo mato a los que tiran piedras, vosotros a los que me votan-
ha ocurrido algo que no podía ocurrir. Frente a
este prodigio, Sharon razonará con su realismo pétreo
de criminal de guerra: si ha ocurrido es que puede ocurrir
y, si puede ocurrir, tengo que defenderme, por todos los medios
si es necesario y antes de que vuelva a ocurrir; si las mujeres
empiezan a hacerse estallar en nuestras plazas, las mujeres tendrán
que ser preventivamente asesinadas en sus casas, como los hombres,
junto a sus cazuelas y los libros escolares de sus niños.
Pero si se razona de verdad, las cosas se ven de otro modo: lo
que ha ocurrido no puede ocurrir y, si ha ocurrido, entonces
es un milagro. Y si es un milagro, hay que andarse con
mucho cuidado, pararse a cambiar de rumbo, medir respetuosamente
las consecuencias: un milagro acumula y despliega sobre el futuro
mucha más potencia que cualquier ingenio nuclear y que
todas las tormentas de ántrax.
Un hombre no puede ser atacado por un ángel
y sin embargo Jacob -nos cuenta la Biblia- luchó con uno
de ellos, una noche, en un lugar llamado desde entonces Penuel
(Génesis 32, 23-30). Jacob, que era un hombre pedestre
y torpe, creyó que si estaba ocurriendo lo que estaba
ocurriendo es porque podía ocurrir y que, en consecuencia,
tenía también derecho a defenderse. Un ángel
no puede atacarnos, pero si nos ataca y respondemos a sus golpes,
quedaremos marcados, heridos, transformados sin remedio. A Jacob
su tardanza en darse cuenta del milagro, su tardanza en comprender
que estaba luchando contra un ángel y que contra un ángel
no todo está permitido, estuvo a punto de costarle la
vida; una simple presión del dedo de Dios sobre su fémur
le dejó cojo para siempre.
Ha ocurrido un milagro negro: una mujer ha calculado
largamente un gesto rápido y con él ha introducido
más rapidez en el universo (el vértigo exponencial
de la violencia repetida). Contra la certidumbre de este portento
podemos rebelarnos y buscar, atemorizados, engañosas distracciones.
Podemos, por ejemplo, suponer que ha sido todo un montaje israelí
para justificar la represión y que en realidad no hubo
nunca ninguna mujer en la calle de Jaffa; o que la suicida era
una mujer muy masculina; o que la desesperación lenta,
ininterrumpida, sin alivio, acaba por volverse tan calculadora
como un experto en balística y tan veloz como un F-16.
Pero podemos también aceptar sencillamente los hechos:
un milagro -y dónde si no- se ha producido en Palestina.
Primero nos dijeron que se llamaba Shahnaz Al-Amuri
y que era estudiante en la Universidad de Nayah en Nablus. Ahora
nos confirman en cambio que su nombre era Wafa Idris, que tenía
entre 23 y 30 años (según las fuentes), que era
voluntaria de la Media Luna Roja y vivía cerca de Ramalah,
en el campo de refugiados de Al-Amuri [1].
Se llamase Shahnaz o Wafa, no puedo aprobar su acción,
pero no puedo tampoco dejar de inclinarme ante un milagro. Cuidado,
mucho cuidado con los milagros. En 1988, la irrupción
de los niños en el campo de batalla (la niñada
heroica que llamamos Intifada) marcó un punto de inflexión
en la lucha del pueblo palestino contra la ocupación israelí.
Ahora quizás nos encontramos ante otro. Si las mujeres
comienzan a ponerse bombas entre los pechos, bebés de
fuego sobre el vientre, y a hacerse estallar en Jerusalén
Oeste, en Tel Aviv, en Haifa, Israel tiene sus días contados.
A Sharon, que entiende mucho de matanzas y poco de milagros,
un milagro siniestro, horrendo, un milagro fatal también
para el universo -que necesita que la inteligencia de las mujeres
siga frenando la inteligencia de los hombres-, un milagro cuyos
efectos cataclísticos sólo son comparables a los
de la cólera vengativa de su Dios bíblico, un milagro
negro y funesto se lo puede llevar por delante.
No recurramos a los milagros mientras estemos a
tiempo de recurrir a las mujeres. Dejémoslas hablar, como
piden en su comunicado, antes de que, para salvar a los palestinos,
tengan que destruir algunas de las pocas cosas buenas que quedan
todavía en este mundo.
Nota de CSCAweb:
1. Wafa Idris era
militante de Al Fatah.

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