NOSOTROS LOS HIJOS.


    Cuando se produjo el golpe de estado en 1973 casi todos nosotros éramos niños, algunos muy pequeños y otros un poco mayores capaces de retener en la memoria los horrores de esos años. Aquí en Chile a diferencia de Argentina el secuestro de los hijos de los prisioneros en cárceles clandestinas no se dio en forma masiva. Gran parte fuimos criados por el cónyuge sobreviviente, abuelas, tíos y muchas veces por la familia en general, pasamos a ser un poco hijos de todos.
    A la mayor parte de los hijos el golpe militar les significó cambios bruscos en la vida, a muchos les toco presenciar allanamientos e incluso ver como eran llevados sus padres, tíos, abuelos por milicos, pacos o agentes de civil que irrumpían con violencia en sus vidas arrancándolos para siempre. Cambios de casa o estar temporalmente al cuidado de familiares, interrupción del año escolar son los primeros síntomas de la realidad quebrada, que a ojos de niño no tiene explicación. El mundo infantil se llenó de fantasmas, la sensación de ruptura, pérdida e inseguridad, pobló de terrores nocturnos sus cabecitas.
    Algunos crecieron creyendo que los padres estaban de viaje o estaban trabajando en otros países, ajenos a la pesadilla o inventando frente a los compañeros de colegio alguna historia heroica para justificar la ausencia y sentirse igual a los demás. Otros crecieron sabiendo la verdad, pensándolos con más imaginación que recuerdos. Todos en el ejercicio de la memoria tras respuestas para exorcizar la pena. Hijos, herederos de la violencia genocida que hizo borrar de todo registro a sus padres que comparten el dolor común del olvido, el sin sentido de la pérdida y la búsqueda de la identidad atravesada por la ausencia innombrable frente a la sociedad.
    En búsqueda de la identidad robada vivimos la etapa escolar, caracterizada por un eterno cambio de colegios y cambios bruscos de domicilio. La dictadura alcanzó todos los espacios públicos. Recuerdo un episodio en primer año básico,- la profesora del curso nos pidió llenar los datos familiares para la ficha escolar, cuando fue mi turno le dije que a mi papá lo habían "matado los milicos"-, enseguida mandó a llamar a mi mamá para increparle que no debían llenarme de esa basura. No conforme me cambió de asiento, en esa época se estilaba separar a los niños por rendimiento " fila de los aplicados, los más o menos y los flojos", yo tenía buenas notas, pero fui trasladado al ultimo lugar de la fila de los flojos con una niña que se orinaba en el asiento. -Al año siguiente fui a otro colegio.
    Tuvimos que aprender a callar, a no decirle a nadie este tremendo secreto que era castigado no sólo por profesores descriteriados o por los mismos compañeros y padres de estos, sino también por los organismos represores que seguían operando durante todo el régimen y que obligaba a callar y a no exponer a los demás miembros de la familia y a nosotros mismos. Tuvimos que inventar muertes ficticias, accidentes y enfermedades y dejar la ingenuidad para ser aceptados socialmente.
    Casi todos soñábamos y nos inventábamos rituales para conjurar el regreso, tal vez si hacíamos siempre el mismo recorrido lo encontraríamos en la calle o un día al volver del colegio nos estaría esperando. Con los años fuimos entendiendo el verdadero significado de la palabra "desaparecido" y a aceptar la siniestra filiación " hijo de desaparecido" El silencio social y la negación de la realidad se transformó en una pesada mochila que nos regaló la dictadura y que cada uno fue acomodando de distintas maneras.
    La necesidad de reconocerse en los padres arrebatados se fue transformando en urgencia, pasando por distintas etapas a lo largo de la infancia y adolescencia. Marcados socialmente por la omisión y viviendo en hogares traspasados por la tragedia cada uno fue buscando las respuestas omitidas. Hubo periodos de negación, a veces sentimos rabia no sólo por lo históricamente ocurrido sino también por el abandono, rabia por la opción política de quienes decidieron salir a defender la democracia entregando su vida por una causa que de niños no lográbamos comprender del todo, el sentimiento de abandono muchas veces nos hizo olvidar lo verdaderamente importante, la razón verdadera de sus ausencias, la política de exterminio del gobierno militar frente a quienes creían en la construcción de un sueño justo para nosotros.
    A un gran número nos tocó ser adolescentes en los años 80, la fuerte exigencia interna de empezar a expresar los sufrimientos y emociones guardados por años nos hizo rebeldes, a veces silenciosos otras contestatarios. En este periodo se produce no solo el reencuentro con la imagen, la fotografía que llevaban nuestras abuelas, sino también la reivindicación del pensamiento político, y la certeza de ser hijos de Hombres justos vulnerados por el odio de los poderosos, nuestros padres pasaron a ser símbolos de la lucha que debíamos librar, una lucha colectiva más allá del dolor común.
    La necesidad de saber como eran, que hacían, si se parecían a nosotros cuando niños, que cosas decían, nos ha llevado a hurgar en todas las fuentes posibles de información, a escudriñar con ojos ansiosos las fotos ocultas en los cajones, buscando los rasgos similares y celebrando con alegría cada gesto repetido como única forma de reconocerse y poder gritar al mundo que a través de nosotros, sus hijos, ellos siguen estando presentes.
    Lentamente nos hemos ido reconciliando con nosotros mismos, al armarnos de los fragmentos recogidos de nuestras historias, que ya no fue una, sino la historia colectiva en el reconocimiento de la naturaleza y origen del horror, frente a la prolongación de la impunidad, al no asumido trauma del país entero y a la falta de elaboración del duelo al que no sólo le falta el rito sino también el reconocimiento de la sociedad completa. Nos hemos encontrado a nosotros mismos en la resignificación de la historia de nuestros padres, en el reconocimiento del punto de origen como destino y repetición.
    Nos sentimos orgullosos de ser sus hijos.

GUIDO


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