La guerra de Yugoslavia (¿qué
calificativo utilizar para denominarla?) permite también poner de
relieve la naturaleza singular de la relación que existe entre la
guerra y la economía en nuestro mundo, relación, sin embargo,
que ni es novedosa ni es ahora la primera vez que se manifiesta.
Creo que pueden destacarse, al menos
cuatro hechos relevantes.
El primero de ellos es el oscurantismo
absoluto que existe sobre su propio coste. Es curioso que los políticos
neoliberales sean tan proclives a calcular lo que cuesta el sector público
y sin embargo callen de forma estruendosa sobre los millonarios recursos
que dilapida cualquier guerra, no sólo cuando se produce, sino cuando
se prepara. Actualmente se destinan a gasto militar unos 800.000 millones
de dólares anuales en todo el mundo, una cifra astronómica
que permitiría, según los cálculos que realiza el
Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo Humano, paliar prácticamente
todos los problemas básicos que afectan a la inmensa mayoría
de la población mundial. Se acaba de hacer pública una investigación
de V. Fisas que muestra que el 54% del gasto español en investigación
está vinculado a objetivos militares, lo que prueba que nuestro
país privilegia su estructura militar en perjuicio de la competitividad
civil que tan retóricamente se dice perseguir.
Comprendo que a quienes han estado
justificando la intervención de la OTAN y ridiculizando a quienes
modestamente creemos que hay que condenarla les parecerá una memez,
pero es preciso recordarlo de nuevo. El gasto militar sólo conduce
a la destrucción y a la muerte. Es necesario denunciar que la mayor
parte de la humanidad sufre y padece necesidades que podrían satisfacerse
si destinásemos a ello los recursos que se gastan en armamento.
Por ello hay que exigir transparencia. Quienes nos han hecho tantas veces
las cuentas del “abusivo” gasto social en sanidad, en pensiones o en educación
tienen el deber moral de indicarnos cuánto cuesta esta guerra absurda
y mal dirigida, para que los ciudadanos comprueben cuántas camas
hospitalarias dejarán de crearse, cuántos colegios verán
reducido su presupuesto y cuánto dinero menos irá a financiar
pensiones. Se que este argumento sonará demagógico a los
economistas y políticos neoliberales, pero lo cierto es que nunca
podrán demostrar que esto no ocurre o que la financiación
de la guerra pueda venir de otros fondos distintos.
En segundo lugar, sorprende igualmente
que los políticos que han venido demonizando hasta ahora cualquier
incremento del déficit público no hayan puesto la menor objección
al incremento súbito que lógicamente supone la guerra. El
déficit por gasto social es nefasto y condenable y cualquier demanda
en ese sentido es negada sobre la marcha, a diferencia, por lo que podemos
ver, del gasto militar que parece ser de otro tipo, pues ni se considera
también intrínsecamente malo, ni se le reconocen los mismos
efectos perversos sobre el equilibrio macroeconómico. Nadie ha advertido
de su inconveniencia, a nadie le ha preocupado...
Eso prueba que las cuestiones económicas
no pueden entenderse tan objetivamente como las presentan los economistas
neoliberales. Podría aceptarse que la guerra es necesaria pero,
si el déficit fuese intrínsecamente negativo, no podría
dejarse de considerar como tal. Sin embargo, nadie ha advertido de un deterioro
económico por este concepto. Ahora, ¿sorprendentemente?,
el posible déficit ya no preocupa a nadie.
En tercer lugar, y como ha
solido ocurrir en otras ocasiones históricas, la guerra de Yugoslavia
se desencadena, justamente, en coyunturas económicas que la hacen
especialmente bienvenida. En este caso, Estados Unidos se encuentra
con un déficit exterior extraordinariamente elevado que requiere,
más que nunca, que Europa mantenga suficiente fortaleza económica,
suficiente “tirón”. Eso iba a ser difícil porque ésta
última se encontraba al inicio de una nueva recesión que,
de hecho, ya había empezado a registrarse en los cuadros macroeconómicos.
No se trata de hacer análisis
simplistas, pero lo cierto, pues, va a ser que la inyección
de gasto de la guerra, destruyendo ahora y reconstruyendo después,
permitirá, por un lado, que Europa mantenga la tensión suficiente
para evitar la recesión y que Estados Unidos pueda concederse un
respiro importante mientras da salida a su producción militar y
después civil.
Esto no es nuevo. Hace más
de cincuenta años Lord Beveridge había escrito: “Dos veces
en este siglo el comienzo de una depresión cíclica ha sido
interrumpido por el estallido de la guerra”. Es cierto que ahora no se
trata de una depresión de gran enverdagura, pero no por ello deja
de ser menos cierto que nuestra civilización sigue confiando en
el armamento como el mejor estabilizador macroeconómico. Se repudia
la intervención pública y se condena el gasto social, pero
se ejerce una vez más el keynesianismo reaccionario que se instrumenta
a través del gasto militar.
Finalmente, debe señalarse
que todo lo anterior es sencillamente inevitable si se considera que la
producción de armamentos, la preparación de la guerra y la
intervención militar constituye desde hace años un sector
industrial extraordinariamente potente.
Se trata, por un lado, de una actividad
que, como las demás, pugna por abrirse mercados y por gastar lo
que produce, pues esa es la única forma de realizar los beneficios
ingentes que promete. La producción armamentística necesita
el comercio de armas y éste necesita que haya guerra y por eso los
productores de armamentos tratan de incidir, con la gran eficacia que les
da su enorme poder económico, en las instancias oprtunas de decisión:
en los gobiernos, en los líderes de opinión, en los políticos,
en los partidos... Lo que se ha llamado el “complejo militar-industrial”
no es una quimera, no es una ilusión de los extremistas. Tiene nombre
y apellidos y ellos son los que gobiernan el mundo.
En suma, la guerra de Yugoslavia
no sólo viene a corroborar el entramado de horror sobre el que se
soporta una civilización económica que sólo busca
el beneficio, sino que, como también ocurre en lo político,
en lo jurídico o en lo informativo, viene a mostrarnos el enorme
cinismo de nuestros dirigentes políticos que ocultan la realidad
de las cosas, justifican ahora lo que antes era injustificable y no tienen
el menor inconveniente en maniobrar con ocultismo sobre las cuentas de
las naciones para poder financiar el reguero de sangre que provoca una
intervención militar nefasta no sólo por su propia concepción
estretégica y por lo que supone de renuncia a utilizar los medios
pacíficos o de presión menos sanguinarios. Sino, también,
porque es un estadio más en una forma de concebir la economía
y la sociedad: privilegiando tan sólo el interés de los poderosos.
Los que nunca suelen morir en acto de servicio ni tienen sus hogares en
zona de combate.