EL DEBATE INTELECTUAL. Antonio García Santesmases, líder de Izquierda Socialista, se alínea con aquellos que están de acuerdo con que hay que detener a Milosevic, pero no aprueban los ataques de la OTAN porque no han sido legitimados por el Consejo de Seguridad de la ONU. Por eso, rompió la disciplina de voto y se abstuvo cuando los diputados españoles tuvieron que pronunciarse sobre nuestra participación en el conflicto.
El escritor francés Yves Laplace asegura
que la fortaleza de los albano-kosovares deportados provoca que intentemos
hacer por ellos todo lo que esté en nuestras manos. Anthony Lewis
culpa de la actual situación en Kosovo a los líderes políticos
que, desde hace muchos años, permiten
a Milosevic cometer atrocidades
sin que éste se sienta amenazado.
No obstante, el analista del «New
York Times» cree que ahora hay motivos
para la esperanza.
Se ha insistido mucho durante los últimos
días en el papel del Parlamento español ante el conflicto
bélico en los Balcanes. Se han planteado debates acerca de la necesidad
de buscar mecanismos legales que permitan un control más efectivo
del Ejecutivo; se ha percibido la necesidad de un cambio del reglamento
del Congreso que permita que el Gobierno no abuse del formato de comparecencia
para evitar las réplicas de la
oposición; se ha planteado incluso la
conveniencia de volver a realizar un referéndum sobre la OTAN para
solicitar la opinión del pueblo español ante los cambios
acaecidos en esta organización.
Todos estos debates son importantes, pero me
ha
sorprendido que no se analicen con mayor atención
otras carencias de
nuestro sistema parlamentario, a la hora de
tener que pronunciarse ante la crisis que estamos viviendo en la antigua
Yugoslavia. Muchos españoles desconocen la diferencia
cualitativa entre el modo de funcionamiento
del Parlamento español y de otros parlamentos como el británico.
Las diferencias no se producen únicamente
por la vía de
acceso al Congreso de los Diputados; en un
caso, mediante un sistema
electoral mayoritario por distrito y, en otro,
mediante una
democracia de partidos, donde prima la lista
cerrada. La diferencia
más importante viene si analizamos lo
que ocurre dentro
del hemiciclo. El poder de las direcciones
de los partidos es
muy grande en este sistema electoral, pero
a ello debemos
añadir el monopolio de la voz por los
portavoces parlamentarios en
el reglamento actual del Congreso de los Diputados.
Se da por supuesto que, en todo momento, coinciden
las opiniones de los diputados con la opinión que expresa su portavoz
a la hora del debate. En otros parlamentos, el diputado es dueño
de su voz. En el nuestro, sólo puede expresar su opinión
si en ese momento ejerce como portavoz de su grupo. Este mecanismo,
en situaciones normales, empobrece la vida parlamentaria. En situaciones
como las que hemos vivido,
lo que ocurre es mucho más grave.
El parlamentario que disienta de las posiciones
mayoritarias de su grupo sólo puede expresar su disenso públicamente
rompiendo la disciplina de voto. La ruptura de esa disciplina no implica
que pueda solicitar la palabra para exponer públicamente su
posición.
El voto queda ahí y las razones de su
discrepancia no son conocidas por el resto de la Cámara. ¿Será
que se ha despistado, o alguien que quiere llamar la atención,
o estamos ante el caso de un disidente incorregible?
Debo decir que he seguido con enorme interés
y atención todos los debates que ha habido sobre el conflicto en
los Balcanes y que pocas veces he sentido más acuciantemente la
necesidad de poder expresar públicamente una postura. Lo he hecho
internamente en el seno de mi grupo parlamentario y ante
algunos medios de comunicación, pero
ante el conjunto de la Cámara sólo
lo he podido hacer absteniéndome en
una votación, el pasado 20 de abril, que es el único día
que se ha votado formalmente acerca de la participación española
en este conflicto bélico. Me abstuve porque no coincidía
con la posición del PP, del PSOE, de
CiU, del PNV y de Coalición Canaria
en este tema y porque tenía un
enfoque del mismo que tampoco era coincidente
con algunos puntos de la moción de Izquierda Unida. Mi posición
ante este asunto está atravesada por el mismo desgarramiento
que viven muchas personas.
Por un lado, hemos observado la limpieza étnica
en la antigua
Yugoslavia y hemos considerado que había
que actuar, que
no cabía la indiferencia ni la pasividad
ni recurrir a un
concepto de soberanía que permita que
se violen los derechos humanos,
se reprima a las minorías y se masacre
a aquellos que no
coinciden con el modelo que uno defiende. Todos
los que claman
contra el genocidio y abominan a Milosevic
cuentan con mi apoyo. La pregunta no es, para mí, si Milosevic merece
ser combatido, sino la de preguntarnos cómo, cuándo, por
quién y con qué consecuencias.
Estas interrogantes son las que han sido contestadas
de modo muy insatisfactorio por la OTAN. ¿Se debe utilizar el principio
de injerencia por asuntos humanitarios sin contar con el aval de Naciones
Unidas? Me parece un camino extraordinariamente
peligroso. Si uno lo recorre, permite que una
superpotencia campe por sus respetos sin ningún control. Algunos
contestan a esta objeción que no se podía consultar a Naciones
Unidas porque era conocido el veto ruso. La respuesta me parece todavía
más
peligrosa, porque eso significa deslegitimar
el único mecanismo que queda para salvaguardar el Derecho internacional
y humillar irresponsablemente a Rusia fomentando en su seno las tendencias
más nacionalistas. El artículo de Gorbachov
publicado en este diario me confirmó
que eran realidad mis peores augurios.
A todos los que suscribimos este argumento contrario
a una intervención sin el aval de Naciones Unidas se nos contesta
que algo hay que hacer, que cuando la política no puede continuar
hay que recurrir a la fuerza. Estoy convencido de que, sea
cual sea el resultado de esta operación,
la OTAN dirá que el uso de la
fuerza ha sido imprescindible para alcanzar
el objetivo.
El problema es que el objetivo de la operación
ha sido muy confuso y ha ido cambiando por momentos. En un instante,se
trataba de acabar con Milosevic, llegar hasta Belgrado y conducirlo ante
un tribunal internacional. Antiguos
pacifistas eran los más entusiastas
en la defensa de la necesidad de
acabar con el genocida. El problema es que
todos los expertos
militares coincidían en que la operación
iba a provocar el
apiñamiento de los serbios y el recrudecimiento
de las tendencias
nacionalistas.
¿Cómo llegar hasta Belgrado sin
una operación terrestre?
¿Cómo articular una invasión
terrestre sin poner sobre el terreno tropas occidentales?
Los entusiasmos de los primeros momentos fueron
cambiando y se pasó a hablar de la necesidad de impedir la limpieza
étnica y preservar un Kosovo multiétnico. Todos estábamos
de acuerdo con este objetivo, pero de nuevo las interrogantes se
acumulaban.
Los bombardeos habían incrementado la
violencia desatada de las fuerzas serbias, que se cebaban en los kosovares
provocando las deportaciones, las violaciones y las muertes que todos hemos
visto sobrecogidos ante el televisor. El uso de la fuerza
había desatado todavía más
la violencia.
¿No había previsto la OTAN una
reacción tan desproporcionada de Milosevic? Esa imprevisión
ha sido mortal para muchas personas. Ante una chapuza de estas características,
yo (al igual que muchos electores del Partido Socialista, que habían
dado su voto para que los representara en la Cámara) me planteaba
la
interrogante decisiva: ¿cómo
avalar con mi voto una estrategia bélica que, aun admitiendo
la mejor de las intenciones, tiene unas consecuencias tan nefastas?
Votar a favor de la estrategia de la OTAN era
apoyar un
belicismo incontrolado que se salta el derecho
internacional y que
puede incrementar los peores males de los nacionalismos
excluyentes en intolerantes, sean de la Gran
Serbia, de la Gran Albania,
o de la católica Croacia. ¿Alguien
ha pensado que armar a un
ejército independentista en Kosovo puede
incrementar los peligros
del nacionalismo islámico en el centro
de Europa?
El abstencionista sabe que no puede dar su aval
a una superpotencia sin control, pero que tampoco puede imaginar ni
por asomo que Milosevic sea de izquierdas. Milosevic es un genocida, pero
la discrepancia está en el remedio para combatir el mal. Dar un
cheque en blanco es aceptar que el fin justifica los medios y que el nuevo
gendarme universal vela por nuestra seguridad y defiende nuestros valores
sin que a nosotros
nos quepa sino callar y asumir la cuota-parte
de responsabilidad que nos corresponda en un orden internacional diseñado
fuera de Europa y, a mi juicio, contra el proyecto que debería cimentar
una Europa progresista y de izquierdas.
Aquel 20 de abril, fuimos tres los parlamentarios socialistas los que decidimos que ante una situación excepcional, como es una guerra, la disciplina de voto no puede imperar sobre la conciencia de cada diputado.
Mi alegría posterior ha venido por conocer
las sabias palabras de Lafontaine el pasado 1 de mayo. Mi sorpresa, por
no observar en los distintos partidos democristianos del Parlamento
español (PP, PNV, Unión Democrática) el menor atisbo
de discrepancia en
sus filas. ¿No conocen ninguno de sus
miembros la posición del Vaticano ante este conflicto?
En un Parlamento auténticamente democrático
no habría habido únicamente tres parlamentarios rompiendo
la disciplina de voto. Habría habido muchos más en los distintos
grupos. Algo falla en nuestro Parlamento cuando, hasta con una guerra,
los
grupos parlamentarios son tan disciplinados
y las voces están tan monopolizadas, cuando hasta para explicar
el sentido de un voto hay que recurrir al Parlamento del papel porque no
cabe la explicación en el Congreso de los Diputados.