Septiembre de 2005 |
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60 aniversario del fin de la Segunda Guerra Mundial |
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Este año se ha cumplido el 60º aniversario del fin de la Segunda Guerra Mundial. Sobre esta conflagración los ideólogos de la burguesía han teñido todo un velo mistificador que la presenta como una “lucha entre el fascismo y la democracia”, intentando ocultar su verdadero carácter como guerra imperialista. Es lógico que tales ideólogos desvíen las causas de la carnicería mundial hacia cuestiones tales como el “ascenso de los totalitarismos” y demás propaganda, ya que el reconocimiento de que lo que realmente la produjo fue la agudización de las contradicciones interimperialistas; contradicciones que existen y existirán, más o menos agravadas, mientras perdure el imperialismo1 ; sentaría al propio sistema capitalista en el banquillo de los acusados. Entre dos carnicerías imperialistas. En 1918 Europa estaba asolada; el pulso de más de cuatro años entre los sectores financieros ingleses y alemanes por un nuevo reparto del mundo se había saldado con la derrota de los segundos y, más dramáticamente, con millones de trabajadores muertos en las trincheras en una guerra fratricida, miseria, hambre… Italia, a pesar de las iniciales contradicciones con Alemania en 1934 en torno a Austria, apuntaba su natural zona de expansión en el Mediterráneo y África, lo que sólo se podía satisfacerse a expensas de Francia y, sobre todo, Inglaterra (ésta es la principal razón de la formación del Eje Berlín-Roma, no el idealismo de la convergencia ideológica fascista, tan del gusto de los historiadores burgueses). Por su parte, Japón, desesperadamente escaso de materias primas, veía como única solución para su salvación como potencia imperialista el asegurarse el suministro de estos recursos. Ello le llevaba a ambicionar la creación de un gran imperio en el área sur del Pacífico, rico en petróleo, caucho y otros materiales indispensables para la moderna industria, lo que le hacia entrar en contradicción, no sólo con el Reino Unido y Francia, sino también con la otra gran potencia en la zona, Estados Unidos. Centrémonos un momento en Alemania. Habitualmente, la historiografía burguesa tiende a intentar separar el nazifascismo y la guerra del capitalismo, presentándolo como la “locura de un hombre” que consiguió “hipnotizar” al pueblo alemán (aunque últimamente y al calor de la ofensiva reaccionaria iniciada a la caída del llamado “socialismo real” se oyen ya legitimaciones del fascismo como reacción defensiva ante el comunismo). Lo cierto es que el nazifascismo es la política por la que apostó la gran burguesía. A comienzos de la década de los 30 la clase dominante alemana tenía dos objetivos fundamentales e interrelacionados: conseguir la estabilización política interna y un nuevo reparto del mundo. La década de los 20 fue en Alemania una época de gran intensificación de la lucha de clases (fallida sublevación espartaquista y breve república soviética en Baviera en 1919, tentativas insurreccionales comunistas entre 1920-23, gran crecimiento electoral del Partido Comunista Alemán –KPD– a partir de mediados del decenio, con casi seis millones de votos en 1932…). Era una situación que la burguesía alemana necesitaba desesperadamente erradicar, tanto para asegurar su propia situación dominante, como para poder pugnar a corto plazo por reubicar su posición en el plano internacional. Estas son las tareas a las que puso manos a la obra el partido nazi sólo llegar al poder en 1933. Para 1935 la destrucción manu militari (ilegalización, persecución policíaca, campos de concentración…) del KPD ya estaba esencialmente terminada y el rearme se aceleraba permitiendo una asombrosa recuperación de la, especialmente afectada por la depresión, economía alemana (estas medidas de “estabilización” fueron aplaudidas por la “democrática” opinión pública occidental, que además se mostraba entusiasmada por cómo Hitler estaba organizando la “vuelta al trabajo del pueblo alemán”). Además de cumplir al dedillo el programa del gran capital alemán, son conocidos los vínculos financieros entre éste y el partido nazi; también en el nivel internacional se sabe de los lazos financieros de Hitler, por ejemplo, con la banca estadounidense, ya que, como es obvio, el conjunto de la burguesía financiera internacional estaba interesada en la estabilización de la situación política de Centroeuropa (en 1934, el canciller austriaco Dolfuss, también había aplastado una revuelta obrera en Viena y establecido un régimen de excepción). Establecidos los campos que iban a enfrentarse en la futura contienda, comenzaron las maniobras diplomáticas y políticas encaminadas a asegurarse la mejor situación estratégica de partida posible. De nuevo, la versión oficial burguesa vuelve a enturbiar la situación, presentando a la diplomacia franco-británica como una inocente paloma que buscaba la paz a toda costa y que se vio engañada por los ardides de los dictadores (la llamada “política de pacificación”). Hay que señalar aquí, como muestra de la enorme capacidad de asimilación y manipulación del entramado político-ideológico burgués, que esta supuesta inocencia y falta de firmeza de las “democracias” ha sido utilizada posteriormente para justificar una política de mano dura ante el “expansionismo soviético” durante la Guerra Fría o, más recientemente, frente a “amenazas para la paz” tales como Sadam Hussein, etc. Lo cierto es que la realidad nuevamente dista mucho de la versión oficial. Aunque no infravaloraban el crecimiento del potencial alemán (ellas mismas también estaban enfrascadas en un frenético rearme), el principal enemigo para las potencias democrático-burguesas continuaba siendo la URSS (sin entrar a valorar la verdadera situación interna en este país) y el ejemplo que significaba la Revolución de Octubre para las masas proletarias y los pueblos del mundo; algo mucho más peligroso que un competidor imperialista, por poderoso que fuera: el cuestionamiento del sistema capitalista en su conjunto y la demostración práctica de que era posible derribar la dictadura de los explotadores. Así, y viendo el visceral anticomunismo del que hacían gala los nazis, franceses y británicos confiaban en que, de una forma u otra, podrían lanzar a Hitler y las potencias del Eje (a las que se había unido Japón mediante el Pacto Antikomintern) sobre la URSS y ver, desde el graderío, como se hacían pedazos entre sí. Al final, Francia e Inglaterra acabaron siendo víctimas de su propio y peligroso juego, pero es desde este punto de vista como hay que entender su pasividad y tolerancia frente a las invasiones japonesas de Manchuria y China, la invasión italiana de Abisinia, la remilitarización alemana de Renania, la Guerra Civil española3 o la anexión de Austria por Alemania. Toda esta política se vio culminada en los acuerdos de Munich (septiembre de 1938), a los que, por cierto, no suele referirse la historiografía académica como causa de la guerra, prefiriendo centrarse en el pacto germano-soviético. Hitler reclamaba, tras la anexión de Austria, una zona de Checoslovaquia fronteriza con Alemania, los Sudetes, habitada por una minoría germana. No obstante, Checoslovaquia, que contaba con un ejército considerable, no estaba dispuesta y movilizó sus fuerzas. La URSS, ante la agresividad germana, ofreció un pacto a los checos que hizo extensible a Francia y Gran Bretaña. Sin embargo, por su parte, las potencias occidentales intentaron una vez más la conciliación con Alemania, en un intento de limar las contradicciones interimperialistas en perjuicio del Estado soviético. En Munich se reunieron los principales mandatarios del imperialismo europeo, Chamberlain (Reino Unido), Daladier (Francia), Mussolini (Italia) y Hitler (Alemania), acordando la entrega de los Sudetes a Alemania. Ni la URSS, ni, más ignominiosamente, Checoslovaquia, fueron consultadas. No es necesario ser muy avezado en diplomacia para saber lo que el pacto significaba, a saber, que Alemania tiene las manos libres para continuar su expansión, siempre que sea hacia el este, apuntando hacia la URSS. Hecho esto, los hitlerianos no tuvieron problemas, ante la confusión y sorpresa checas, de trocear y hacerse con el resto del país a principios de 1939. Llegados a este punto, los soviéticos se veían cada vez más entre la espada y la pared, ya que la agresividad de las potencias del Eje, a las que daban pábulo los anglofranceses, se acrecentaba (no hay que olvidar que en la primavera de 1939 tiene lugar, aún sin llegar a la guerra oficial, una gran batalla contra Japón en Mongolia, aliada de la URSS, favorable a las armas soviéticas). En estas circunstancias, el aislamiento internacional de los soviéticos favorecía la formación en su contra de una coalición imperialista (en el caso de los anglofranceses por su pasividad que “dejaba hacer” a los alemanes y sus aliados). Aún así, los soviéticos continuaban intentando formar una alianza con franceses y británicos. Durante todo el verano de 1939 tienen lugar negociaciones entre los aliados y los soviéticos; no obstante, pronto se vieron abocadas a un callejón sin salida por la pasividad y humillaciones de los anglofranceses y sus aliados. Mientras los soviéticos deseaban fijar un acuerdo claro donde se estipulasen las obligaciones de cada uno en caso de guerra, el reaccionario gobierno polaco se negaba a aceptar el paso del Ejército Rojo por su territorio –única manera de enfrentarse a los alemanes– y los anglofranceses daban respuestas vagas y enviaban a las negociaciones a representantes sin potestad para firmar acuerdos. Era claro que no había voluntad de acuerdo entre los occidentales, que no habían renunciado a su estrategia de intentar confrontar a la URSS con Alemania. Así, y ante los deseos alemanes de llegar a un entendimiento con los soviéticos para no verse en la misma situación de guerra en dos frentes de 1914, el gobierno soviético accedió a la firma del pacto de no agresión germano-soviético el 23 de agosto de 1939. El acuerdo, usado por los ideólogos burgueses para cargar sobre la URSS la responsabilidad de la guerra y que en ese momento causó resquemores en algunos sectores del movimiento comunista internacional, nos parece, desde una óptica proletaria, justo, aunque es necesario hacer matizaciones. Por un lado, representa un acuerdo entre un Estado socialista y otro imperialista, en un momento en que la extrema agudización de las contradicciones interimperialistas ponen al mundo al borde de una gran guerra, con el peligro de un ataque coordinado del imperialismo sobre el Estado socialista. Desde este punto de vista es absolutamente justo, ya que, en estas circunstancias, rechazar un acuerdo con un estado imperialista, por repugnante que sea su forma4 , sería renunciar a uno de los puntales de cualquier política proletaria: el aprovechamiento y utilización de las contradicciones interimperialistas en beneficio propio. Gracias a este tratado, la URSS contó con dos años más para afrontar en mejores condiciones la agresión imperialista. Sin embargo, por otro lado, este tratado tiene otra vertiente con la participación y el reparto de Polonia del que también participan los soviéticos. Desde una posición proletaria esto ya no tiene justificación, aunque puede que concordara con la identificación que se había hecho Stalin entre Revolución Mundial y Unión Soviética, y se parece más a la típica política imperialista, más propia de un sistema bismarckiano que de un Estado socialista, que, además, tuvo su continuación en la guerra contra Finlandia. La adquisición de territorios colchón para amortiguar la agresión tampoco casa con la concepción proletaria de la guerra, para la que lo principal es el pueblo armado y no la técnica o el espacio. La guerra y la derrota de los hitlerianos: un aporte fundamental de la Unión Soviética. Habitualmente, cuando los medios al uso se centran en el relato del conflicto, suelen minimizar o simplemente ignorar la actuación de la URSS, y cuando lo hacen suele ser para denigrarla, prefiriendo atiborrarnos de productos televisivos o literarios que se refieren a algún acontecimiento parcial –por ejemplo, con cada efeméride del desembarco de Normandía–, sin darnos una visión global de la guerra, pues ésta demostraría que fue el País de los Soviets el que fundamentalmente derrotó a los fascistas alemanes y el que mayor tributo en sangre pagó para conseguirlo. Con Francia postrada, los hitlerianos estaban en la cumbre de su poder, quedando sólo la debilitada Inglaterra, que había sufrido muchas pérdidas en material en la desastrosa campaña francesa. No obstante, satisfecho con sus éxitos en Occidente, Hitler no deseaba la destrucción del Imperio británico y deseaba llegar a alguna componenda con él para centrarse en el verdadero enemigo: el comunismo. Así, no intentó seriamente sojuzgar e invadir Inglaterra y al mes de la rendición francesa ordenó iniciar los preparativos para la invasión de la Unión Soviética, la denominada Operación Barbarroja. Para octubre, los alemanes, cuyo avance estaba siendo más lento de lo esperado (confiaban en dar término a la campaña en ocho semanas) y sufrían un creciente número de bajas, habían puesto sitio a Leningrado, ciudad a la que Hitler, como símbolo de la Revolución de Octubre, había ordenado aplastar sin aceptar su posible rendición (sus habitantes, de todas formas, no le darían esa satisfacción al Fhürer y aguantarían sin capitular durante casi tres años hasta ser liberados), habían conquistado Ucrania y se encontraban cerca de Moscú. Milicias obreras moscovitas hicieron frente y retardaron el avance de los poderosos Panzer alemanes ya un mes antes de la llegada de las nieves (factor al que la historiografía al uso sobre la contienda achaca esta decisiva derrota alemana). Para principios de diciembre, el avance sobre Moscú estaba totalmente paralizado y en este momento se desencadenó la contraofensiva soviética que pronto obligó a los alemanes a retroceder cientos de kilómetros; los hitlerianos perdieron o vieron gravemente menguada la fuerza de 50 de sus divisiones durante esta batalla. Por primera vez, la Blitzkrieg había sido derrotada y las bajas alemanas desde el principio de la campaña superaban ya el millón de hombres. Sin embargo, la iniciativa estratégica seguía en manos alemanas y sus planes para el verano de 1942 eran ofensivos. La ausencia de un segundo frente, salvo en el norte de África donde tenían destinadas 4 divisiones, permitía a los alemanes desplegar cómodamente más de 200 divisiones en la URSS. Los planes alemanes se dirigían ahora hacia el sur, hacia el Caúcaso, para hacerse con las reversas petrolíferas soviéticas. Los alemanes dividieron sus fuerzas en dos, una agrupación penetraría en el corazón del Caúcaso, mientras que la otra, más al norte, formaría una pantalla de cobertura hasta una ciudad a orillas del Volga, llamada Stalingrado. Los soviéticos supieron atraer a los alemanes, que fueron obsesionándose con su conquista enviando cada vez más recursos, a los combates en la derruida ciudad que se prolongaron desde agosto. La táctica soviética era fijar a los alemanes en los sangrientos combates casa por casa con las mínimas tropas posibles, mientras acumulaban fuerzas en los flancos. Los combates fueron de una ferocidad indescriptible y los combatientes rojos, que por momentos se vieron en trance de ser arrojados al río, acuñaron un lema: “no hay tierra para nosotros más allá del Volga”. Finalmente, la ofensiva desde los flancos en noviembre de 1942 consiguió aislar a los 300000 hombres del VI Ejército alemán que se vio obligado a capitular a finales de enero de 1943. Las ofensivas posteriores expulsaron a los alemanes del Caúcaso y les hicieron retroceder en todo el sur del enorme frente. Al final de la campaña 26 divisiones alemanas habían dejado de existir. Tras esta desastrosa derrota los generales alemanes ya no soñaban con aniquilar a la Unión Soviética. Su meta ahora era llegar, mediante espectaculares acciones que impidieran el desarrollo de las fuerzas soviéticas, a algún tipo de acuerdo político. El objetivo que se fijaron fue el recién creado saliente que se proyectaba desde las líneas soviéticas con base en la ciudad de Kursk. El plan alemán consistía en seccionarlo con un ataque desde los flancos. A pesar del desgaste sufrido por sus ejércitos, que sólo les permitía cubrir la mitad de las pérdidas sufridas en la última campaña, los alemanes, ante la ausencia de un segundo frente, pudieron concentrar para este ataque unas 50 divisiones y lo mejor de sus fuerzas acorazadas, con unos 2700 blindados, entre los que se contaban nuevos modelos como el Panther o el Tiger, más acorazados y con mayores cañones. Con su habitual confianza en la técnica, los imperialistas alemanes confiaban en que estas nuevas armas les proporcionarían la victoria. El ataque se inició el 4 de julio de 1943, tras una gran barrera de artillería. Sin embargo, los soviéticos estaban bien atrincherados y desde el principio hicieron sufrir a los alemanes grandes pérdidas por sus parcos avances. Los soldados rojos permitían que los grandes tanques pesados nazis pasaran por encima de sus trincheras para salir luego y arrojar granadas y cócteles molotov sobre las tapas de los motores. Los desembarcos anglonorteamericanos en Sicilia el 10 de julio no restaron intensidad a los combates ni consiguieron distraer tropas alemanas; al contrario, la batalla continuó, culminando en el mastodóntico encuentro acorazado de Prokhorovka el día 12 de julio, la mayor batalla de blindados de la historia, con más de 2000 tanques en acción. El día 14, tras haber perdido más de 1500 carros de combate, Hitler dio orden de suspender el ataque. Los alemanes habían perdido la iniciativa en la guerra. Y ya no la volverían a recuperar. A partir de este momento, se inició la gran contraofensiva soviética. Para principios de 1944 los soviéticos habían liberado Ucrania y levantado el asedio sobre Leningrado. Por estas fechas, el 22 de junio de 1944, se inició la gran ofensiva soviética de verano, la Operación Bagration. Era la primera gran ofensiva de la URSS con un segundo frente abierto y coincidía con el tercer aniversario de la invasión hitleriana, tres años en los que la URSS se había enfrentado en solitario a lo mejor y a la mayor parte del ejército alemán. En menos de un mes, mientras los aliados se empantanaban en Normandía, el Ejército Rojo avanzó más de 400 kilómetros e infligió a los alemanes 350000 bajas. Aún con los anglonorteamericanos en el Continente, las mayores derrotas hitlerianas continuaban siendo propiciadas por los soviéticos. Conviene hacer un último par de apuntes sobre las motivaciones de los aliados occidentales al decidirse a intervenir masivamente en el Continente en 1944, para esclarecer aún más que su objetivo no era tanto la derrota del fascismo como evitar que Europa se transformara en un continente rojo. En diciembre de 1944, ante la retirada alemana, los comunistas griegos, que habían ganado mucho prestigio y popularidad por su determinación resistente, se lanzan a la conquista del poder. Con una rapidez pasmosa, que en nada se parece a sus recelos y dilaciones para lanzarse sobre los alemanes en Francia, los británicos despliegan rápidamente tropas, ocupadas hasta entonces en el frente italiano, para aplastar la insurrección comunista. Como es sabido, en Grecia no se instauró la dictadura del proletariado; sí en cambio una dictadura burguesa que un par de décadas más tarde (1967) tomará formas abiertamente fascistas. En Italia, los anglonorteamericanos desarmaron rápidamente a las milicias partisanas (precaución que tomaron en todos los países por ellos liberados), que en muchos casos ya habían liberado muchas zonas y expulsado a los fascistas antes de la llegada de las tropas aliadas. Posteriormente, en los años inmediatos de la posguerra, la inteligencia norteamericana usará a muchos de estos elementos fascistas para romper las huelgas y quebrar, mediante una campaña de terror similar a la empleada por Hitler y sus esbirros antes de 1933, las posibilidades electorales del PCI. Dejemos a un lado todo este mar de lodo y volvamos a la victoria soviética. Tras más batallas y sufrimientos, el 1 de mayo de 1945 quedo inmortalizada la imagen de la bandera roja de la victoria ondeando sobre el edificio del Reichstag, en el corazón de Berlín; culminaba así la derrota de la Alemania hitleriana, derrota que la Humanidad debe fundamentalmente a los esfuerzos y sacrificios del pueblo soviético que pagó un tributo en sangre de 25 millones de muertos (lo que nuevamente contrasta con los 400000 y los 250000 muertos británicos y estadounidenses respectivamente). De las 783 divisiones puestas en pie a lo largo de la guerra por los imperialistas alemanes y derrotadas, 607 lo fueron a manos de los soviéticos. Un esbozo de crítica. Es necesario, no obstante, un esbozo de crítica, que debe ser desarrollada en el futuro, sobre la conducta militar de la URSS. El socialismo, ya que no es un modelo económico en sí mismo, sólo puede ser entendido como sociedad en transición al Comunismo, hacia un mundo emancipado de la división en clases, y sólo puede considerarse como tal una sociedad en la que se van cumpliendo las tareas que permiten este objetivo, principalmente la supresión de la división social del trabajo, principal base y sustento de la sociedad clasista. Esto, por supuesto, también afecta al ámbito militar (ya que la sociedad no se transforma por compartimentos estancos sino como totalidad, en la que los cambios se van reflejando en todos los campos), con la paulatina desintegración del cuerpo especial que en la sociedad clasista se dedica exclusivamente a este tipo de tareas, esto es, el ejército, hasta su total desaparición en el Comunismo. Así, el socialismo se debe distinguir, en el plano militar, en que cada vez más amplios sectores del pueblo, con todas las complejidades y requisitos económicos y sociales que va implicando, se encarga del tratamiento y resolución de los problemas militares. Por otra parte, el ejército revolucionario también se distingue de los ejércitos burgueses en que sus miembros deben ser luchadores conscientes. Para esto es necesario un gran trabajo en la esfera político-ideológica, imprescindible para que los miembros de este ejército adquieran conciencia de que forman parte de un combate emancipatorio universal y contrarrestar las tendencias a la autorreproducción y perpetuación que todo cuerpo social –también el ejército– genera. Es decir, los miembros de un ejército revolucionario deben ser revolucionarios armados y no mera carne de cañón. Es por ello necesaria la presencia del portador de la ideología y de la concepción proletaria del mundo, el Partido Comunista. En el Ejército Rojo de esta época, por el contrario, no encontramos estos elementos, estrechamente interrelacionados. Ya antes de la guerra y sobre todo a partir de las reformas de 1943, la presencia del Partido Comunista en el ejército es meramente testimonial y el comisariado político (el Partido en el ejército) va perdiendo progresivamente atribuciones a favor de los jefes militares. La labor de educación política de los soldados brilla por su ausencia y en la retaguardia las tareas ideológicas van reduciéndose a los eslóganes patrióticos, comunes a todas las potencias beligerantes (aquí, eso sí, con el añadido del término “socialista” tras el de “patria”), y al “ganar la batalla de la producción” (por otra parte, un problema sin duda importante y cuya resolución victoriosa para los soviéticos se debió en gran parte a los esfuerzos industrializadores de los años 30). Así, lo que tenemos es un fortalecimiento del Ejército Rojo como órgano profesional separado del resto de la sociedad y a la guerra, entendida, cada vez más, como una función exclusiva de los militares. Por último, un pequeño apunte sobre las llamadas democracias populares. Lo cierto es que cualquier partido revolucionario que llegue a la toma del poder y a iniciar el tortuoso y resbaladizo camino hacia el Comunismo, si quiere hacerlo con garantías de éxito, debe estar pertrechado con la concepción proletaria del mundo, con el marxismo-leninismo, entendido, no como un cuerpo cerrado y estático de recetas siempre válidas, sino como algo dinámico que se forma desde la lucha, la confrontación y clarificación ideológica y que debe, si quiere mantenerse por delante del movimiento social, en su vanguardia como nos diría Lenin, prestarse a la permanente autocrítica. Este es el cimiento básico de cualquier partido verdaderamente revolucionario, cimiento que sólo puede construirse, si se quiere que sea sólido y no caiga al primer embate, en largos años de duro trabajo político e ideológico. Los partidos del Este, que en 1945 se aprestaron a tomar las riendas del poder, estaban castrados desde su propio nacimiento, como de todas formas no podía ser de otra manera debido a las circunstancias históricas, al ser más productos del voluntarismo, fruto de una ofensiva revolucionaria en auge (la inmediatamente posterior a 1917), que de una paciente labor de cimentación y clarificación ideológica. Así, en 1945 estos partidos contaban, como capital político revolucionario, más con el innegable prestigio popular ganado en su heroica resistencia antifascista y con la presencia del Ejército Rojo, que con el marxismo y, por lo tanto, no debe extrañarnos su degeneración y la derrota proletaria. Cesar Hernández
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