Las luchas de clases en el Estado español
En al actualidad, el epicentro de las contradicciones de clase está situado en el seno de la clase dominante, en particular, entre el bloque hegemónico y una fracción emergente de la clase capitalista. El resto de las contradicciones de clase y del conjunto de la vida política gira en torno a la lucha entre esos dos sectores de la clase dominante. En esto, nuevamente, nos tropezaremos con nuestros prácticos , que, incapaces de superar el horizonte del antagonismo entre el obrero y el patrón, dirán que la contradicción principal en el capitalismo es y será siempre entre el proletariado y la burguesía, y nuevamente encontraremos a los pragmáticos enemigos del teoricismo aferrados a una tesis teórica, convirtiendo en absoluto un principio ideológico y encajonando la realidad en los límites de una idea preconcebida. Pero la realidad, hoy, es bien distinta. La lucha de clases proletaria no ocupa el centro del proscenio político, sino que está subordinada y determinada por la confrontación de intereses de otras clases. Quienes pretendan que tanto el desarrollo político de la formación social española como el desarrollo del proletariado como clase revolucionaria dependen de las luchas de resistencia que, como la de Delphi, están acometiendo los obreros, será mejor que se retiren del camino de la lucha por el comunismo, dejen de estorbar a la vanguardia revolucionaria y se dediquen claramente al sindicalismo. El proletariado sólo puede madurar como clase revolucionaria si su vanguardia comprende la situación del escenario general de las luchas de clases y sabe incidir sobre él con una política de clase independiente. Naturalmente, la clase obrera no podrá transformar (revolucionar) ese escenario, ni ningún otro, hasta que no se constituya como clase revolucionaria (es decir, en Partido Comunista); pero, de momento, comprender ese escenario le servirá para iniciar ese proceso de (re) constitución.
La monarquía parlamentaria es la forma de Estado que ha adoptado la dictadura de la burguesía, la dominación del capital, en la formación social española. Este tipo de Estado se sostiene sobre la alianza de tres fracciones de clase, fundamentalmente, la burguesía financiera (monopolios y bancos), las burguesías nacionales periféricas y la aristocracia obrera. Esta alianza se selló con la Constitución de 1978 como solución reformista a la crisis que atravesaba la forma fascista del Estado durante la última etapa del franquismo. En este punto, es preciso hacer un breve inciso para denunciar nuevamente la revisión que, como es costumbre, ha realizado el PCE(r), en este caso, de la doctrina marxista del Estado. Este partido afirma que el contenido de la actual forma de Estado es el fascismo, que, de hecho, constituye el contenido de todas las formas modernas del Estado en la etapa imperialista del capitalismo. Así, la diferencia entre dictadura franquista y monarquía parlamentaria es sólo formal, manteniéndose su esencia política fascista . La tergiversación consiste en sustituir el concepto marxista de dictadura de clase por el de fascismo . Para el marxismo, la dictadura de clase constituye la esencia de todo Estado, que puede adoptar diferentes formas en función de la correlación de fuerzas entre las clases. La transformación de lo que no es sino una forma más de dictadura burguesa, el fascismo, en la esencia de todo tipo de Estado burgués en la actualidad, no es más que un truco que permite al PCE(r) anteponer la oposición fascismo-democracia a la verdadera oposición marxista entre dictadura de la burguesía y Dictadura del Proletariado, con el fin de poder presentar, así, al proletariado un programa reformista, democrático y republicano que elude el problema de socavar y derruir las bases sobre las que se sostiene la dictadura de clase de la burguesía. Prosigamos, entonces, con el análisis de la nueva forma política de dictadura de la burguesía que continuó a su forma fascista del periodo franquista.
El pacto signado en la llamada transición configuraba un bloque de hegemonía política en el que se incorporaban ciertos sectores sociales representados por la oposición antifranquista –principalmente, burguesías medias periféricas y aristocracia obrera– y los objetivos estratégicos de expansión imperialista de la oligarquía financiera –a través de la integración en las estructuras internacionales del capital, principalmente la OTAN, la CEE, las instituciones de Breton Woods y el GATT–. El acuerdo, además, recogía la estrategia económica que ya se había gestado anteriormente en los pactos de la Moncloa : la reestructuración del modelo de acumulación, tras la estabilización política, en términos de liberalización y de desmantelamiento del capitalismo burocrático. La resistencia del búnker y de algunos sectores vinculados al aparato de administración y gestión del viejo Estado crearon cierta incertidumbre hasta que, consolidada la transición política con la mayoría absoluta del PSOE en las elecciones de 1982, se inició de inmediato el proceso de reestructuración económica con la reconversión industrial. Las fases más duras de este proceso transcurrieron durante los primeros gobiernos de Felipe González, proceso que centró la lucha de clases proletaria durante toda la década de los 80. Sus principales consecuencias fueron la transformación –y reducción escandalosa– del tejido industrial y, acompañando a este fenómeno, la recomposición socioeconómica de la estructura de clase del proletariado, hasta esos momentos asociado a la gran industria de segunda y tercera generación. El hecho de que, durante todos esos años, la única oposición política al gobierno se encontrase fuera del parlamento y estuviera protagonizada por la moderada resistencia de los sindicatos a su política económica (se convocaron, entre 1982 y 1988, dos huelgas generales, por supuesto, pacíficas) dice mucho sobre el grado de consenso alcanzado por todos los sectores que componían el bloque hegemónico y, por lo que respecta a la aristocracia obrera, revela la preocupación de sus representantes por que la recomposición estructural que estaba padeciendo la fuerza de trabajo y el pago de los costos sociales de la reestructuración económica, que recaía completamente sobre las espaldas de las masas de la clase obrera, no repercutiera de manera demasiado lesiva sobre su base social.
El capitalismo español homologaba, de esta manera, su modelo de acumulación con el de los países imperialistas de su entorno, que habían iniciado sus ajustes económicos a mediados de los 70, cuando las crisis del petróleo y del sistema monetario internacional obligaron a desmantelar el modelo de capitalismo de Estado vigente desde la Segunda Guerra Mundial. El nuevo modelo de acumulación es un modelo de integración económica internacional que debía cumplir con los requisitos neoliberales de retraimiento del Estado como agente económico –limitándose a mero regulador y valedor del mercado–, de contención del gasto público y de equilibrio presupuestario, y que, en el caso español, adolecía de defectos estructurales motivados, en gran parte, por la herencia de las deficiencias que arrastró la revolución industrial en este país en la segunda mitad del siglo XIX. De esta manera, la integración económica regional imponía un modelo de acumulación basado en la exportación de capitales y en la producción y consumo de servicios y bienes de uso, así como en el déficit permanente en la balanza comercial y la inflación y el paro estructurales –además de la baja productividad y el fracaso en los sectores de alto valor añadido– como puntos débiles del sistema. En estas condiciones, la integración imperialista de su economía sitúa al Estado español como potencia de segundo orden en el concierto europeo e internacional, con intereses estratégicos crecientes en Europa y en los países oprimidos, que entrelazan cada vez más los intereses políticos del bloque hegemónico con las instituciones del capitalismo internacional, las clases imperialistas a las que representan y con las oligarquías de los países periféricos. Así, los ejes estratégicos de la política del bloque dominante giran en torno al europeísmo en política exterior –pues la consolidación de la UE como centro imperialista mundial garantiza tanto la continuidad de un modelo de desarrollo económico dependiente de la integración económica internacional, como la defensa de los intereses financieros en los mercados extraeuropeos– y en torno a la estructura autonómica territorial del Estado –que garantiza el respeto de los intereses de las burguesías medias locales y nacionales–. Por consiguiente, la conclusión obligada es que el Estado español no es un país oprimido por el imperialismo, ni un Estado sometido a los designios de potencias extranjeras, como todavía defienden algunos partidos comunistas para justificar su política de conciliación con la burguesía y su programa republicano antiimperialista de revolución democrática y nacional como paso necesario y previo al socialismo. El Estado español es un Estado plurinacional imperialista en el que los capitalistas vernáculos no sólo disfrutan de un sistema político de dominación que vela por sus beneficios extraídos de la opresión y de la explotación de las masas hondas y profundas de su clase obrera, sino que también les ha permitido establecer estrechas alianzas internacionales con las clases dominantes del actual sistema imperialista mundial, tanto de los países opresores como de los oprimidos, que le permiten, también, beneficiarse de la explotación de sus pueblos. La miopía que impide a esos comunistas republicanos ver el papel que juega la burguesía imperialista del Estado español en el entramado internacional tiene su origen –como ya se ha dicho– en su concepción economicista de la lucha social, que le imposibilita para todo análisis de clase, y en la tendencia hacia el oportunismo y la convergencia política con la burguesía que implementa esa concepción, todo lo cual cristaliza, debido a determinadas herencias culturales de nuestra historia, en el programa republicano.
Pero continuemos con la evolución económica del modelo de acumulación capitalista introducido a partir de principios de los 80. Lo más destacable del mismo es que, a partir de la primera mitad de los 90, el motor del desarrollo económico se sitúa cada vez más en el ramo de la construcción, que produce un boom inmobiliario en el que prospera todo un universo de promotores, especuladores del suelo y constructoras a lo largo y ancho del territorio, y que, al calor de esta expansión inmobiliaria, emerge toda una poderosa fracción de la clase capitalista que pronto querrá ver reflejado su poder económico en poder político. En más de una década de desenfreno inmobiliario, han aparecido más de 40.000 nuevas fortunas relacionadas con el ladrillo ; de hecho, tres de los cuatro primeros grandes patrimonios en el ranking de los ricos pertenecen al negocio inmobiliario. Este ramo crea actualmente el 14% de los nuevos puestos de trabajo, ocupa al 11% de la población activa y cubre el 17% de la inversión total. Según cifras oficiales, genera el 10'5% del PIB, pero como en gran parte es economía sumergida , datos más realistas otorgan a esta actividad en torno al 25% del PIB. Sin ninguna duda, las actividades relacionadas con la construcción son las que más han prosperado en los últimos años: si a mediados de los 80 se construían en el Estado español unas 200.000 viviendas, en 2006 se crearon 850.000. Este crecimiento explosivo no lo ha experimentado ningún otro ramo de la economía. Y es este modo particular como se ha manifestado en la formación socioeconómica española el desarrollo desigual propio del modo de producción capitalista lo que explica las contradicciones de clase y los conflictos políticos que han protagonizado el último periodo.
El empuje del sector de la construcción, que ha elevado los precios de la vivienda hasta cotas intolerables (se lleva el 41% de la renta disponible familiar, más del doble que en 1987), tira del consumo y lo convierte en el otro pistón del motor económico. En 2006, el endeudamiento de los hogares alcanzó el 114% de sus ingresos, y para finales de este año se espera que llegue al 140%. Esta presión sobre el ahorro indica signos de agotamiento del actual modelo de desarrollo y pone en guardia a los gestores económicos del sistema de cara a tomar medidas para que el estallido o el aterrizaje suave de la burbuja inmobiliaria no suponga en el futuro un crash económico similar al que provocó la crisis asiática . De hecho, el Banco de España ya está pidiendo a las entidades crediticias que refuercen las provisiones de fondos destinados a afrontar los impagos y la morosidad creciente que se prevé a medio plazo en vistas de la ralentización que empieza a experimentar el sector tras el cambio de tendencia en los tipos de interés.
Pero lo importante, más allá de presagios catastrofistas –en los que, como resortes del cambio político, han depositado tradicionalmente sus ingenuas esperanzas los comunistas–, consiste en cómo esta potencia económica ha logrado traducirse en potencia política. Aunque la red de intereses relacionados con el ladrillo abarca todo el territorio del Estado (por ejemplo, en Galicia se prevé construir 600.000 viviendas, más que en toda la Costa del Sol), salpica a todos los partidos institucionales (como demostró el tamayazo en Madrid, ante cuya comisión de investigación se pasearon también los intereses que los cuadros dirigentes del PSM tienen o terminan teniendo con el negocio inmobiliario; desde luego, más que con el movimiento obrero) y crea intereses comunes con amplios sectores sociales (como ha demostrado el respaldo electoral a candidatos involucrados en escándalos urbanísticos en las últimas municipales), donde ha conseguido consolidar un polo de referencia es allí donde ha establecido lazos y ha sabido conformar un entramado de intereses con otros sectores económicos estratégicos, como el turismo y, en menor medida, la agricultura de exportación. De este modo, el Levante peninsular se ha convertido en el promontorio de todo un modelo de desarrollismo y en el territorio prototipo donde fermentan permanentemente las condiciones de reproducción económica y cultural de esta nueva fracción de la clase poseedora. Y no es extraño que de este caldo de cultivo hayan surgido, igualmente, los especímenes políticos que lo representan, como el señor E. Zaplana, halcón que encabeza, dentro del PP, a la corriente que defiende abiertamente los intereses de la nueva clase emergente.
Es a partir del año 2000, con el gobierno de mayoría absoluta de José Mª Aznar, que se dan las condiciones para el asalto al poder de esta fracción de la clase capitalista. Este hecho y sus consecuencias son lo que ha caracterizado y caracteriza todavía el último periodo político, que consiste en la polarización política en torno a dos sectores de la clase dominante y en la fisura institucional abierta entre los dos partidos parlamentarios principales como reflejo de esa confrontación social. Por esa fisura se han colado todos los episodios políticos relevantes de los últimos años, desde las macromanifestaciones contra la guerra de Irak, hasta las negociaciones con ETA, pasando por el plan Ibarretxe , la recuperación de la memoria histórica , etc. En contra de lo que piensan muchos, todos estos episodios no reflejan ni han reflejado, en absoluto, contradicciones entre la clase dominante y las masas trabajadoras, sino contradicciones en el seno de la clase dominante, que, en su enfrentamiento intestino, ha sabido arrastrar en su apoyo a algunos sectores populares.
Por otro lado, en el contexto de esta pugna, aparece también la expresión ideológica que la justifica. El aznarismo es la corriente ideológica que, dentro del PP, se ha hecho valedora de las ambiciones de la nueva clase. Esta ideología ha buscado y recogido del pasado reciente de nuestra historia los elementos más reaccionarios para articular un discurso de legitimación y un proyecto político de identificación que otorgan personalidad y cohesión al programa de lucha por la hegemonía del poder del Estado de esta fracción social. Pero este objetivo implica el desplazamiento de otras fracciones de la clase capitalista instaladas en el poder y el atentado contra intereses de los sectores sociales dominantes.
En su fase de asalto frontal de las posiciones del bloque hegemónico, durante la segunda legislatura de los populares , el gobierno de Aznar dinamitó el principio de consenso político , que había sido la base del pacto constitucional, impulsando un giro de 180 grados en la política del Estado en las cuestiones estratégicas que conformaban los pilares del statu quo desde 1978. Así, en política exterior, imprimió un viraje atlantista en la política de alianzas al involucrarse en la guerra de Irak, apoyando incondicionalmente la invasión de la coalición imperialista que, en el contexto de la crisis internacional que suscitó esa agresión, supuso la paralización de facto del proceso de construcción europea. En política interior, inició una campaña de demonización y acoso judicial del nacionalismo, a través de la ofensiva directa contra el vasco –con la excusa de la derrota de ETA–, que comportaba la identificación del nacionalismo en general –incluido el moderado del PNV– con el terrorismo y su potencial exclusión del marco legal vigente. Naturalmente, esta reforma de los lineamientos estratégicos que tradicionalmente habían guiado la política española se justificó y adornó con un discurso ideológico que rescataba los viejos laureles del chovinismo españolista de gran potencia, hasta el punto de provocar una grave crisis diplomática con Marruecos a cuenta del pedrusco de Perejil, reminiscencia, entre otras, del pasado colonial español. Finalmente, para garantizar la continuidad económica del modelo desarrollista en el que medraba la fracción social en la que se apoyaba, diseñó un Plan Hidrológico Nacional (PHN) a la medida de las necesidades del emporio turístico-inmobiliario levantino, que expoliaba literalmente el agua de los cauces del Ebro y del Tajo en su trasvase a las cuencas de los ríos del sur y sureste peninsular.
El giro atlantista del Gobierno Aznar perjudicaba a los sectores más instalados del capital financiero español no sólo porque, por ejemplo, la guerra de Bush desbarataba los planes de penetración en la zona del Golfo Pérsico de empresas como Repsol, que ya tenía firmados los contratos de explotación con Sadam Husein, sino, sobre todo, porque debilitaba las posiciones de poderosas empresas, como Telefónica y el Banco de Santander, en América Latina, principal foco de exportación de capitales españoles, frente a la competencia a largo plazo de las empresas norteamericanas sin el respaldo de una UE consolidada y fuerte que considera esencial el papel de la madre patria como su cabeza de puente en el Mercosur . Por su parte, los ataques contra los nacionalismos históricos perseguían el aislamiento de las burguesías medias nacionales, comenzando por la vasca, en vistas a su posterior desplazamiento de sus posiciones dentro del bloque hegemónico de clase. Esta fracción de la clase burguesa, desde luego, es la más débil de las que componen ese bloque, y por tanto, el sector más fácil de sustituir. En cuanto a la aristocracia obrera, el gobierno cocinó una serie de medidas, que legalizó vía decreto, sin concertación social (forma que adopta el consenso entre los agentes sociales ) ni el permiso de los sindicatos, dirigidas a abaratar aún más los despidos y a reducir drásticamente el subsidio por desempleo. Como respuesta, los sindicatos convocaron la huelga general del 20 de junio de 2002, que transcurrió sin pena ni gloria, y el gobierno ni se inmutó. Sin embargo, meses después hubo de retirar el decretazo. Lejos de una victoria de la clase obrera, o de su capa privilegiada, esta rectificación mostraba una maniobra política de repliegue provocada por otros contrincantes del gobierno. Y es que las burguesías nacionales se disponían para la contraofensiva. El tripartito en Catalunya y, fundamentalmente, el plan Ibarretxe son la respuesta de esos sectores de la burguesía media –que ha recabado apoyos en la pequeña burguesía y entre las masas obreras– al ataque a sus posiciones dentro del Estado. El plan del gobierno pone de manifiesto su debilidad cuando decide cerrar con concesiones el frente abierto contra la aristocracia obrera para centrarse, con todos sus recursos, en su cruzada centralista. Con ello, se beneficiaría del apoyo, o, al menos, de la neutralidad de la aristocracia obrera hacia su política beligerante, como quedaría demostrado poco después, con la crisis de Irak, cuando los sindicatos se abstuvieron de tomar alguna medida seria de resistencia a la intervención imperialista del gobierno español (UGT convocó un paro testimonial de dos horas el 10 de abril de 2003, y CCOO, nada). Quien sí aceptó el envite de la guerra de Irak para contrarrestar la política del aznarismo fue un sector de la gran burguesía financiera que, a través de su poder mediático y de organismos como la Plataforma de Cultura Contra la Guerra –formada por intelectuales y artistas–, organizó la mayor movilización de masas de la historia reciente de este país. La polarización política y el método del aislamiento político que el gobierno había puesto en práctica durante toda la legislatura como estrategia para conquistar peso en la correlación de fuerzas de clase, se volvía en su contra. Finalmente, el 11-M precipitó los acontecimientos. La pretensión de utilizar en beneficio propio los atentados contra los trenes de cercanías madrileños como arma electoral y como instrumento para terminar de aislar al nacionalismo vasco, se tradujo en indignación y más movilizaciones de masas, que salieron a la calle en la víspera del 14-M y que, este día, acudieron a las urnas –incluidos millones de abstencionistas– para echar al gobierno del PP. El asalto frontal a las posiciones del bloque hegemónico había fracasado. La nueva clase, con sus jefes recluidos en los despachos de la Calle Génova, requería de una nueva táctica.
Como cabía esperar, el nuevo gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero aplicó inmediatamente una política de contrarreforma: retirada de las tropas de Irak y crisis diplomática con EE. UU., nuevo empuje al europeísmo con el respaldo pleno de la Constitución europea, derogación del PHN y concesión cortés para que el plan Ibarretxe fuera defendido por el Lehendakari en el parlamento de Madrid. Y, como cabía esperar, el PP en la oposición inició una estrategia de desgaste acelerado del gobierno, oponiéndose sistemática y frontalmente a todas y cada una de sus iniciativas, manteniendo el clima de crispación social y polarización política. Tras fracasar en el ataque directo, quiere ahora, al parecer, aplicar la táctica de cerco del enemigo. Por su parte, el primer objetivo de Zapatero ha sido el de recuperar el pacto constitucional, restaurando sus bases sociales y la correlación de clases sobre la que se sostiene, intentando, al mismo tiempo, ampliar los apoyos sociales de su política para poder disponer de reservas a las que recurrir en el largo plazo, dado el panorama de hostigamiento permanente a que le somete la oposición. En este sentido, la legislación social promulgada (Ley de Dependencia, Ley de Igualdad, Ley de matrimonios homosexuales, ayudas por natalicio) pretende ganar la fidelidad de una parte del electorado, mientras que la reforma de los estatutos de autonomía, junto a la incorporación de los partidos nacionalistas de la pequeña burguesía (ERC, BNG) a los gobiernos regionales, persigue atesorar capital político de cara a asegurar un posible gobierno con minoría parlamentaria en la próxima legislatura. Sin embargo, el plan estrella, en este punto, la solución pacífica del conflicto vasco, ha fracasado, debido, por supuesto, a la intransigente obstinación del imperialismo español por no atender siquiera el programa mínimo del MLNV que, incluso, concedía la postergación del ejercicio del derecho de autodeterminación para un momento posterior al fin del proceso de paz y de la estabilización democrática de Euskal Herria.
En el campo contrario, no pintan las cosas claras. De hecho, se abren tendencias contradictorias que plantean muchos interrogantes sobre las posibilidades futuras de la actual estrategia de confrontación del PP, fundamentalmente, porque la base socioeconómica sobre la que se aupó la corriente que terminó por encabezar Aznar está experimentando cambios que hacen mucho más movedizo el terreno en el que pueda continuar apoyándose el programa rupturista del aznarismo. Efectivamente, en torno al año 2000, tuvo lugar un gran proceso de concentración en el sector inmobiliario, con fusiones y absorciones de empresas (Vallehermoso terminó la adquisición de Prima Inmobiliaria, Bani completó la absorción de Zabálburu, Metrovacesa se hizo con Resinar, Urbis con la filial inmobiliaria de Dragados, Ferrovial refundió y reestructuró sus grupos promotores, etc.) que clarificó el panorama y confirmó la tendencia hacia la centralización en núcleos empresariales estables con aspiraciones a controlar el mercado. Esta fuerza centrípeta hacia el monopolio frena la influencia económica de los intereses localistas de las innumerables pequeñas empresas del sector y la trascendencia política de sus alianzas con los poderes locales, resorte que había servido de plataforma de lanzamiento de la nueva clase emergente, al mismo tiempo que le indica una salida empresarial mediante la ligazón, a través del mercado, con los oligopolios del sector. Y al mismo tiempo que el mercado abre expectativas económicas a este mundo empresarial, el Estado le ofrece expectativas políticas. En 2006, tuvo lugar un nuevo proceso de reestructuración en el sector de la construcción cuando las grandes firmas del mismo iniciaron o aceleraron fusiones con empresas de otras ramas estratégicas de la industria, principalmente del sector energético. Zapatero dio luz verde a este proceso cuando bendijo la OPA de Gas Natural a Endesa. Lo que parecía una operación de blindaje del mercado estatal de la energía ante su futura liberalización se ha convertido en el entrelazamiento de intereses monopolistas de las grandes empresas de estos dos sectores de la economía. Así, a la entrada de Acciona en Endesa, se ha unido la participación de Sacyr Vallehermoso en Repsol; pero destaca, sobre todas, ACS, que controla el 35% de Unión Fenosa, la tercera eléctrica española, el 10% de Iberdrola, que es la segunda, y el 5% de Cepsa, las cuales, a su vez, participan de los negocios de otras empresas extranjeras del ramo como Eni, Enel o Galp. La operación de nacionalización del sector energético que, tras el abordaje de las constructoras, deja en buenas posiciones a las empresas nativas en este mercado frente a la eventual entrada de los competidores extranjeros a partir de 2012, será premiada por el gobierno con una próxima subida de la factura de la luz. Además, el papel de las constructoras en estas operaciones dentro del mercado energético ha tenido la peculiaridad de que ha desplazado a la banca, tradicional protagonista en el intercambio de títulos en las opas de los gigantes empresariales, que esta vez se ha limitado a financiar las operaciones de otros. De hecho, los bancos se están replegando cada vez más hacia su negocio tradicional, la banca comercial (no en vano el 60% de sus beneficios proceden de comisiones sobre sus productos y cada vez menos en inversiones productivas, y no en vano el 80% de los beneficios del primer banco estatal, el Santander, procede de la banca comercial). Todos estos hechos han favorecido y reforzado la posición monopolista del capital inmobiliario y, desde el punto de vista de clase, han facilitado y acelerado –sobre todo en el último lustro– su incorporación como parte integrante del capitalismo financiero, permitiéndole estrechar sus vínculos con el resto de las fracciones del bloque hegemónico en el Estado español.
Por consiguiente, lo que nos encontramos es que, al mismo tiempo que el PP en el gobierno ejecutaba su asalto al poder, se empezaba a resquebrajar la plataforma socioeconómica sobre la que se apoyaba su programa hegemonista. Por lo que se ve, las posibilidades de que la fisura en el seno de la clase dominante se amplíe hasta la fractura disminuyen, al mismo tiempo que la eventual recomposición del bloque hegemónico con la consiguiente reconstitución política, total o parcial, del Estado. A la incertidumbre que abren ante el PP los últimos desplazamientos de clase, se suma la incertidumbre que trajeron consigo el fracaso del proyecto rupturista del aznarismo y la derrota electoral de marzo. Tanta incertidumbre ha abierto el debate entre las corrientes del partido. Aunque parece que Aznar dejó todo atado y bien atado, lo cierto es que hay luchas internas. De hecho, Rajoy no es Aznar. Rajoy es un ecléctico, más que un aznarista acérrimo –como Zaplana o Acebes– es un conciliador de las distintas tendencias de su partido. Pero no puede ocultar, por ejemplo, las desavenencias entre bandos de su organización en Madrid, que son la mejor muestra de las contradicciones internas que ha dejado en herencia Aznar. Por no hablar de los barones regionales del partido, incómodos ante las consecuencias que puede acarrear a sus aspiraciones políticas llevar demasiado lejos el discurso centralista y catastrofista en asuntos como la reforma de los estatutos, y que han sido los primeros en comenzar a minar la coherencia de ese discurso al votar a favor de reformas en Andalucía o Baleares que su partido había criminalizado en Cataluña. Además, recientemente, Rodrigo Rato ha entrado en escena. Este personaje representa a la corriente liberal del PP que mantuvo serias reticencias ante la intervención militar española en Irak. Esto le privó de todas sus opciones a la sucesión de Aznar y provocó su posterior depuración de la dirección del partido. La forma precipitada como ha abandonado su puesto directivo en el FMI no indica otra cosa que desea participar en la lucha por el poder dentro de la cúpula del PP. Lo cual, unido a las maniobras de Gallardón en la capital, parece confirmar que en su propio partido se extiende cada vez más la idea de que, si tras las próximas generales el PP no forma gobierno, el liderazgo de Rajoy habrá sido sólo un paréntesis entre el proyecto de Aznar y otro liderazgo fuerte. Consciente de este peligro y de que, por los resultados de las elecciones de mayo, el aislamiento creciente de su política y de su partido le pueden imponer un techo electora l, se ve en la necesidad de reclamar una reforma de la Ley Electoral, con el fin de introducir un sistema mayoritario que le dé opciones para gobernar en solitario, única salida a la que le aboca su estrategia de confrontación. De lo contrario, la crisis en su partido está servida.
Pero, ¿cómo ha influido el escenario principal de las luchas de clases sobre el movimiento obrero y sobre la vanguardia comunista? No hace falta decir que las masas de la clase obrera no han tomado parte activa en él. Se han limitado a contemplar los acontecimientos o a acudir al llamamiento de alguno de los actores enfrentados. Y han tenido faena, pues, tras ser relegado del poder, el PP no ha dudado en sacar a la calle la lucha de clases, movilizando a las masas en su cometido de desgastar al gobierno y crispar el ambiente político, algo inaudito en 30 años de parlamentarismo viniendo de uno de los partidos del sistema de turnos sobre el que se sostiene la gobernabilidad del Estado. Pero ésta es otra de las consecuencias de la ruptura del consenso y del desbordamiento de las instituciones como medio de canalización de los conflictos de clase que trae consigo. Así pues, el modo como se ha reflejado el enfrentamiento entre las facciones de la clase dominante en el ámbito de amplios sectores de la vanguardia consiste en que se ha percibido ese ambiente de radicalización y polarización políticas como causado por la fascistización de la derecha española. Esta simple conjetura, propia de mentes ajenas a todo análisis de clase, ha alimentado el espíritu republicanista como reacción espontánea (no se podía esperar otra cosa) y natural de la izquierda no institucionalizada –dada su tradición cultural guerracivilista–, y ha actuado como revulsivo para la convergencia hacia el programa de III República de innumerables grupúsculos a la izquierda del PCE. Incluso este partido, para no perder comba, se ha dejado contagiar por la fiebre republicana. De este modo, han cuajado, en los últimos años, varias plataformas republicanas, que se han mostrado relativamente activas hasta que se han estrellado contra la realidad que les ha impuesto su fracaso en las elecciones del 27-M.
Pero lo más destacable de este fenómeno es que ese movimiento de convergencia republicano supone, objetivamente, un desplazamiento hacia la derecha de todo un amplio espectro de la vanguardia, y que, en realidad, se trata de un movimiento de convergencia con la izquierda institucional. Efectivamente, como garante del pacto constitucional y como respuesta a la ruptura del consenso por parte del PP, el PSOE ha roto el pacto de silencio que, desde la transición , se impuso a todo lo relacionado con la II República y la Guerra Civil, permitiendo elevar la voz al movimiento de recuperación de la memoria histórica –aunque éste se haya visto defraudado con la ley que al respecto hizo aprobar Zapatero en el parlamento– y dando alas y expectativas políticas a los restos del naufragio del revisionismo que aún sobreviven bajo la forma de fermento grupuscular. Naturalmente, esta concesión se sitúa dentro del contexto de apertura hacia la izquierda que está realizando el equipo de Zapatero con vistas a ampliar sus apoyos electorales o sus apoyos políticos ante un posible próximo gobierno en minoría; sobre todo, teniendo en cuenta que la crisis crónica del PCE-IU no garantiza la hegemonía electoral de la izquierda institucional en el largo plazo. Precisamente, es muy probable que la descomposición del PCE haya convencido a los elementos más inteligentes y persuadidos en algunas instancias del poder de la conveniencia y de los beneficios que tendría cierto reagrupamiento del fragmentadísimo campo político que se sitúa a la izquierda del PCE, siempre y cuando manifieste su vocación reformista y parlamentaria. Corriente Roja, que cumple a rajatabla esas condiciones, ha realizado el primer intento en esta dirección. Aprovechando el clima favorable que le ofrecen las tendencias políticas que generan las actuales contradicciones de clase, rompió con IU con el objetivo de nuclear un proyecto de unificación de ese campo levantando la bandera tricolor. Pero desde que presentó su carta de credenciales en Salamanca, en octubre de 2005, el proyecto se ha desinflado.
Lo importante, sin embargo, es comprender que, dada la correlación de fuerzas de clase actual, y la polarización política en que se traduce, todo proyecto de frente republicanista sólo serviría de apoyo a las maniobras políticas del PSOE. Y en el caso improbable de que las luchas entre las fracciones dominantes desembocasen en fractura política y en confrontación civil, las fuerzas de ese frente terminarían sirviendo a una fracción de la clase dominante bajo el lema de unidad de la izquierda frente al fascismo , como ocurrió en 1936. Una vez más, los intereses del proletariado quedarían relegados en nombre de una causa común superior o más urgente , la defensa de la democracia (consigna que, por cierto, aparece cada vez más frecuentemente en las proclamas de los comunistas republicanos).