¿Qué es la propiedad privada sobre los medios de producción y de
cambio?
<<Una enfermedad endémica contraída
por la humanidad en la edad del hierro, cuando quedó dividida en clases
sociales, explotadoras y explotadas, opresoras y oprimidas. Desde aquellos
tiempos hasta hoy en la más desarrollada y moderna sociedad capitalista, los
estragos y sufrimientos periódicos causados por el flagelo de esta dolencia, no
han hecho más que aumentar multiplicándose cada vez más aceleradamente, hasta
tornarse cuasi permanentes. Tan cierto es esto como que desde la
Revolución francesa, la “democracia” en cada país nunca pasó de ser un férreo
contubernio despótico y corrupto entre las instituciones económicas, políticas,
judiciales, militares y religiosas de la clase explotadora, que hacen a lo que
se conoce por Estado nacional. ¿Cuál ha sido y es el germen patógeno trasmisor
de esta epidemia? La competencia por detentar el poder entre distintas
fracciones de la clase propietaria,
ya sea al interior de cada país o entre distintos países a lo largo y ancho del
Planeta. Una sorda disputa que suele resolverse mediante guerras civiles
nacionales y conflagraciones internacionales, tanto más destructivas y
genocidas cuanto mayor es el grado de desarrollo científico-técnico aplicado a
la industria de las armas>>.
GPM.
01. Introducción
El último de
tales adelantos para fines bélicos, ha consistido en incorporar a los
armamentos la técnica de los automatismos informáticos. Según reportó la
agencia de noticias “Inter Press
Service”, desde
2004 las FF.AA. de los EE.UU. se han venido dedicando a sembrar el terror sobre
la población de países como Afganistán, Yemen o Paquistán, incursionando en
esos territorios para cometer asesinatos masivos, utilizando hábiles operadores
de ordenador a sueldo. Instruidos desde pequeños en el juego de “matar” figuras
animadas de apariencia humana sobre una pantalla de video, hoy son puestos al
mando de consolas con capacidad de mover aviones no tripulados portando misiles de verdad, dirigidos por control remoto para
deflagrar distantes a miles de kilómetros, entre la base aérea de la CIA en el Estado de Nevada y el pueblo pakistaní de Waziristán, por ejemplo. Se les ordena disparar con milimétrica precisión sobre
presuntos “enemigos” del pueblo norteamericano, —muchos de ellos niños— la carga
mortal que portan esos aviones teledirigidos:
<<Ya
sabemos que el presidente Obama (a la
sazón premio nobel de la paz) visita
diariamente a su bunker subterráneo para señalar los blancos de sus drones y
ordenar el asesinato de quien a él le parece oportuno asesinar, cuando a él le
parece y donde a él le parece>>. (Thierry
Meissan en: http://www.voltairenet.org/article187053.html#nh1. Lo entre paréntesis nuestro).
Es lo que en la jerga del “complejo militar-industrial” norteamericano
se conoce ya por “guerra a distancia”. Según el estudio del Bureau of Investigative Journalism —realizado conjuntamente con la Organización Amnistía Internacional,
el grupo Reprieve y
el Centre for Civilians in Conflict—, en lo que va del año 2.015 los EE.UU. asesinaron en Pakistán a 2.379
personas, de las que sólo 704 han podido ser identificadas y de ellas 84 fueron
conocidas como miembros de al-Qaeda, o sea únicamente un 4%. Para tal fin fue
preciso un presupuesto anual de más de 10.000 millones de dólares. Así es cómo actúa
el UsSoCom (United States Specials Operations Command (Mando de Operaciones
Especiales de Estados Unidos). Es ésta una institución militar estatal que interviene
ilegalmente en 78 países, sobre todo en Pakistán, Afganistán y Yemen, supuestamente
para “eliminar la amenaza terrorista”,
cuando en realidad bajo cuerda se trata de promover un negocio de pingües
ganancias para unos pocos criminales de guerra, accionistas mayoritarios de poderosas
empresas petroleras y de la industria bélica, como es el caso de las familias Bin Laden y Bush emparentadas por ese compartido interés, copropietarias de Raytheon Company, el quinto mayor fabricante mundial de armas perteneciente al Grupo Carlyle, propietario de Applus,
otra multinacional dedicada a la industria de la destrucción y la muerte masiva,
que también está localizada en España.
Del mismo
modo quiso una de esas casualidades en la historia, que las más grandes fuentes de petróleo en
el Mundo yacieran bajo la tierra que todavía siguen pisando a sus anchas, acaudalados
jeques árabes y ayatolas islámicos al mando despótico
en sus respectivos países, cuyos míseros e ignorantes súbditos son debidamente
adoctrinados en la idea de que, quienes se inmolan matando a los “enemigos del
Islam”, tengan reservado a perpetuidad el mejor y más confortable sitio en el
paraíso. Y en lo que respecta al negocio de la guerra en la disputa por el “oro
negro” entre verdaderos crápulas genocidas, cabe decir, paradójicamente, que la
llamada “yihad” ha sido y sigue siendo el único
pretexto que las usinas ideológicas de los EE.UU. han venido esgrimiendo,
para poder acusar al “terrorismo islámico” de lo acontecido en New York aquél
fatídico 11 de setiembre de 2001. Todo lo que se ha venido investigando y
difundiendo al margen de las instituciones
oficiales acerca de aquella espeluznante matanza, no ha hecho más que arrojar una luz cada vez más reveladora y convincente,
tanto sobre sus verdaderas causas materiales como sobre quienes la organizaron,
dirigieron y rentabilizaron económica y geopolíticamente, con claros fines gananciales
al exterior de sus propias fronteras nacionales. Las sucesivas y no menos
criminales intervenciones militares más recientes de los EE.UU. en Irak y
Afganistán, Yemen, Libia, Egipto y Siria, no han hecho más que confirmar este
aserto. Se trata de una política exterior de intervención militar imperialista —tan
precisa como pragmática—, que los
yanquis han venido aplicando desde los tiempos del panarabismo liderado por el nacionalista egipcio Gamal
Abdel Nasser, combatido a muerte por
el pecado de haberse acercado a la ex URSS durante los años cincuenta y sesenta
del pasado siglo. Y para eliminar a ese “eje del mal” financiaron secretamente al
panislamismo más fanático, creando de la nada organizaciones ad hoc como al-Qaeda y
promoviendo su expansión por
todo el Medio Oriente, con centro de irradiación política zonal en Arabia Saudí,
país hasta hoy aliado político suyo “incondicional”. Se trata del mismo extremismo
religioso, patriarcal, despótico y corrupto, que ahora evocando al aprendiz de
brujo, se ven contradictoria y peligrosamente necesitados de combatir[1].
Sucede con las religiones,
tanto en el yihadismo como en el cristianismo y el judaísmo, que sus
respectivos cleros predominantes en cada país —íntimamente vinculados a las diversas
instituciones políticas y militares en sus respectivos países—, se disputan el alma
y la voluntad de las más ignorantes y míseras poblaciones creyentes que habitan
el Planeta[2]. Se
trata en el fondo del mismo embrutecimiento al que apelan las usinas
ideológicas del capital
financiero internacional, ávido de
colocar sus fondos prestables con fines especulativos redituables, en los
países de más bajo desarrollo
económico relativo no productores de
petróleo. Una política de resultado a la postre humanamente catastrófico,
que desde fines de la Segunda Guerra Mundial se puso allí en marcha
desencadenando una dinámica desarrollista
industrial a crédito, sin posibilidades reales de ser solventada con los propios recursos económicos y financieros en esas regiones más
pobres del Mundo. Tomemos el ejemplo de la creación allí de una industria del
montaje de automóviles. Los capitales y la tecnología deben proceder, naturalmente, de las grandes empresas industriales oligopólicas radicadas en los países de más alto desarrollo económico relativo.
Por su parte, el país sub-desarrollado
receptor neto de tales recursos
industriales, debe sufragar sus gastos —muy elevados— en infraestructura viaria
(carreteras y ferrocarriles), empleando para ello buena parte de su ahorro interior, generalmente
pobre y muy necesario, para mantener a otros sectores de su economía, como es
el caso de la agricultura o los transportes públicos. Si bajo tales condiciones
ese país carece de petróleo o no produce suficiente cantidad, el mantenimiento
de la circulación automovilística
privada, aunque limitado a un sector relativamente reducido de su
población, no deja de incrementar la factura petrolera del Estado y, por tanto,
su endeudamiento con el exterior, que bajo tales
circunstancias no deja de ser creciente. El caso se repite con otros bienes de
consumo durable, que también se importan del extranjero para satisfacer las
necesidades de una minoría relativa (televisores, lavadoras, frigoríficos,
etc.). Así las cosas, el endeudamiento de los países pobres con los ricos prestamistas se
acrecienta. Más aún si a ello se le añaden las compras de armamento necesario para
la defensa de sus fronteras y seguridad interior.
En este punto del
ejemplo, es necesario destacar una característica
fundamental que hace a la naturaleza
propia del capitalismo en cualquier parte, y es que a la salida de una recesión económica,
guerra o catástrofe natural, cuantas más pérdidas materiales y humanas hayan ocasionado
tales eventos, más se afianza o
arraiga el sistema capitalista en la sociedad. Esto es así, en razón de
que tales desgracias alejan el
horizonte de próximas crisis, que periódicamente interrumpen el proceso
de acumulación de capital. Para
comprender esta proposición basta con tener en cuenta que: 1) el capital acumulado sólo puede prosperar a expensas del salario
colectivo, según aumenta la productividad
del trabajo[3]; 2) la jornada de labor no puede exceder
las 24 horas diarias y, 3) el
progreso de la productividad, se
manifiesta en que cada vez menos asalariados puedan poner en movimiento, un número mayor de más eficaces y costosos instrumentos
de trabajo, por unidad de tiempo
empleado en la producción. De estas condiciones típicas del capitalismo se desprende, matemáticamente,
que según progresa la productividad del trabajo, los sucesivos márgenes de ganancia obtenidos a
expensas del salario, aumentan pero
cada vez menos, hasta que se agotan las posibilidades de sucesivos incrementos
y las llamadas crisis
periódicas de superproducción de capital, estallan. Fenómeno que se produce cuando la propia dinámica del sistema pone límite absoluto a la generación
de ganancias crecientes que excedan el costo de producirlas.
Requisito éste último sin el cual, la producción de riqueza no resulta rentable
y el sistema entra en recesión. Según esta lógica históricamente probada, es fácil comprender que, tanto las crisis
como las guerras y las catástrofes “naturales” —deliberadamente provocadas—, vivifiquen al capitalismo retrotrayéndolo
en el tiempo a una etapa anterior de su desarrollo
económico; lo lanzan tanto más atrás, cuanto más estragos materiales y
humanos provoquen tales eventos destructivos y mortales. Pero lo que no pueden lograr
tales crisis, guerras ni catástrofes, es que por efecto de la competencia económica, retroceda el desarrollo científico
técnico incorporado a los nuevos medios de producción. Así las cosas,
al inicio de cada sucesivo
proceso de acumulación que supera el ciclo económico anterior, se reanuda el
siguiente que necesariamente deberá operar con un progreso técnico y grado de
explotación del trabajo superior,
respecto al existente previo al
momento de su última interrupción. Así las cosas, el horizonte que dista para llegar
a cada crisis económica periódica e interrumpe el proceso de acumulación, se
torna cada vez más próximo en
el tiempo. Y los sucesivos períodos cíclicos de recesión económica devienen más extensos, dolorosos y
difíciles de superar. Una dinámica recurrente que ha venido presidida por la
tendencia periódicamente decreciente de la Tasa
General de la Ganancia Media, como relación
porcentual entre los réditos
obtenidos y el costo en
términos de capital invertido en producirlos:
<<La
tasa de ganancia, es decir, el incremento proporcional de capital (o plusvalor respecto del capital invertido) es especialmente importante para todas las derivaciones nuevas de
capital (empresas, es decir, lo que hoy día se conoce por el vocablo
"emprendedores") que se
agrupan por su cuenta de manera autónoma. Y en cuanto la formación de
capital cayese exclusivamente en manos de unos pocos grandes capitales
definitivamente estructurados, para los cuales la masa de la ganancia
(plusvalor) no compensara la tasa de la misma (como relación con
el capital en funciones), el fuego que
anima la producción se habría extinguido por completo. La tasa de ganancia
(siempre que sea creciente) es la fuerza
impulsora de la producción capitalista, y solo se produce lo que se puede
producir con ganancia (creciente) y
en la medida en que pueda producírselo con (ese margen de) ganancia>>. (K. Marx: “El Capital” Libro III Cap. XV Aptdo.
III. El subrayado y lo entre paréntesis nuestros).
Precisamente a raíz del
incesante y cada vez más más rápido desarrollo científico-técnico incorporado a
los instrumentos de producción en los países de más alto desarrollo económico relativo,
un número cada vez mayor de esos medios de trabajo es movido por un cada vez menor número de
operarios, de lo cual resulta que la ganancia
global —creada por el trabajo asalariado— aumenta, pero cada vez menos, mientras el
gasto en producirla se incrementa
cada vez más. Así, hasta que se alcanza el punto preciso en que el
proceso de explotación se aletarga, porque los incentivos para producir riqueza con ganancias crecientes, desaparecen. El último
de estos episodios todavía en curso conocidos por “ondas largas recesivas”,
comenzó a insinuarse desde principios de la década de los años 70 el pasado
siglo, cuando el desarrollo económico mundial acelerado por la más alta productividad
del trabajo, determinó que el progreso de la acumulación de capital global estuviera muy cerca de alcanzar su límite máximo, junto
a la creciente demanda de petróleo, cuyo precio en 1974 llegó a cuadruplicarse,
al mismo tiempo que la deuda de los países en vías de desarrollo a crédito de
las grandes potencias imperialistas, se tornaba imposible de solventar con sus
propios recursos financieros.
Bajo tales
circunstancias, la balanza de
ingresos y pagos respecto del exterior en esos países de menor desarrollo relativo no productores
de petróleo —que venía siendo crecientemente deficitaria y alcanzó una decena
de miles de millones de dólares en 1974—, seis años después, en 1980, llegó a los
70.000 millones hasta rebasar los 330.000 millones el año siguiente. Esto se
explica por la tendencia de
los países imperialistas, a colocar sus excedentes de riqueza y dinero a
crédito, manteniendo la solvencia de los mercados en los países dependientes cada
vez más endeudados, hasta provocar en ellos el colapso de su economía. La expansión del crédito
internacional en los momentos previos a las grandes crisis, siempre ha sido
coherente con la política neokeynesiana expansiva de huida hacia adelante con
fines gananciales, conduciendo a los países deudores menos desarrollados no productores de petróleo, a
situaciones insostenibles, cuyas clases dominantes acaban descargando las
fatales consecuencias de esa política, sobre sus mayorías sociales más pobres de condición asalariada. Por
entonces, el Amex Bank (American
Express) previó, que la deuda de estos países con la banca privada
internacional —habiendo alcanzado ya los 150.000 millones de dólares a fines de
1980—, pasaría en 1986 a ser de 800.000 millones.
Teniendo en cuenta
semejante previsión, el 30 de setiembre de 1980 quien ocupaba en ese momento la
presidencia del Banco Mundial, Robert S. McNamara, declaró que:
<<La
solución más sabia para determinados países importadores de petróleo podría
consistir en restringir sus importes prestados y aceptar (disminuyendo su deuda externa) una
desaceleración de su crecimiento (o sea, desinversión interna, paro masivo,
miseria y austeridad) durante algunos
años, esforzándose al mismo tiempo por reducir el déficit de sus transacciones
corrientes (disminuyendo las importaciones) reforzando (así) su
solvencia y su capacidad para asegurar el pago de su deuda (con los países
imperialistas)>>. (Citado por C.
Lewis “El tercer mundo frente a las
nuevas cañoneras”. En revista “Inprecor” Nº 20 Marzo/1981 Pp. 14. Lo entre
paréntesis nuestro)
Desde
luego que los capitalistas de los países comprometidos en ese negocio, hicieron
oídos sordos a tal advertencia, tanto los vendedores como los compradores a
crédito de tales recursos. Subidos ambos todavía cómodamente como estaban, al
carrusel que, de momento, les proporcionaba pingües beneficios. Y así
prosiguieron, cabalgando a lomos de la deriva que inevitablemente desembocó en
el crack bursátil aquél fatídico
19 de octubre de 1987, preanunciando
la depresión económica mundial
que se prolongó entre 1989 y 1994. Al no compensar el mayor gasto en capital
exigido para producirla, una creciente masa de ganancia en forma de dinero
líquido se desvía de la producción
hacia la especulación, entre otros a los mercados inmobiliarios y/o bursátiles.
Durante los meses previos al estallido de aquella crisis, la fuga de capital dinerario
hacia la compra especulativa de acciones en la bolsa de valores de los principales
países capitalistas, ha sido calculada en 1,8 billones de dólares. Esta
formidable presión de la demanda de títulos, hizo aumentar el precio de todos
ellos, aun cuando unos lo hicieron más que otros. Estos movimientos objetivos
del capital son aprovechados por los Estados burgueses en secreto acuerdo con
los grandes conglomerados económicos implicados, para expropiar a las clases subalternas de sus ahorros. Durante
los meses previos al crash de 1987 —tal como volvió a ocurrir en España desde
principios de 1998— ante el silencio cómplice de los partidos políticos y de
las dirigencias sindicales, las grandes empresas capitalistas británicas
hicieron profusas campañas de prensa y televisión, exaltando las bondades del
llamado "capitalismo popular" para canalizar el ahorro de buena parte
de las capas medias. La política de privatización de empresas del sector
público ha sido un intento político deliberado, antisindical y anti obrero,
para hacer entrar a un buen número de asalariados —activos y jubilados— en el
mismo circuito. Quince días antes
del "crash" la extinta señora Tatcher hablaba de "la verdadera
revolución inglesa", afirmando que: "por primera vez hay más obreros
accionistas que sindicalistas". Quince días después, muchos pequeños accionistas desearían sin duda no
serlo. Según la memoria de la Bolsa de Madrid, el ahorro familiar en valores
bursátiles durante 1997 aumentó en casi cuatro billones y medio de pesetas,
curiosamente, un valor equivalente al desembolso del capital privado para comprar
las 25 empresas del Estado español, que el gobierno del Partido Popular bajo la
presidencia del inefable José María Aznar, vendió al capital privado siendo por entonces ministro de economía Rodrigo
Rato, el mismo que el 20/04/2015 fue imputado por fraude
fiscal, alzamiento de bienes y blanqueo de capitales. Muchos de los pequeños ahorristas que aquél año de 1998 y a última
hora, se incorporaron al carrusel del capitalismo popular especulativo —montado
por el Estado español y las grandes empresas beneficiarias de la liquidación
del patrimonio público—, todavía recordarán aquél 19 de octubre como una fatídica fecha:
<<El
gobierno (del Partido Popular), que en los últimos dos años había vendido 25 empresas del Estado por
un valor superior a los cuatro billones de pesetas, enlazaba una oferta pública
(de acciones) con otra, aprovechando
una coyuntura de ensueño y buscando ampliar esa capa social (de pequeños
ahorradores) en Bolsa, para sustentar la
tesis del capitalismo popular tantas veces anunciado. Los datos económicos de
inversión y consumo, las previsiones de beneficios en las empresas, la mejora
del desempleo, junto con la iniciativa bancaria, han logrado que la demanda de
acciones haya superado a la oferta en todas las operaciones (logrando que
su cotización se pusiera por las nubes)>>
("El País": 30/08/98
pp. 43. Lo entre paréntesis nuestro).
Tal
era la euforia que se respiraba en la Bolsa de Madrid en julio de 1998. Tres
meses después, el patrimonio de las 35 mayores empresas radicadas en el Estado
español, se cotizaba en diez billones de pesetas menos, porque sus grandes
propietarios —que habían comprado las 25 empresas públicas—, se pusieron de
acuerdo para vender sus títulos en el momento de su mayor cotización, que así su
precio se desplomó, dejando a miles de aquellos incautos pequeños ahorristas en
la ruina[4].
Al estallido de aquella
crisis en octubre de 1998, le sucedió una situación de insostenibilidad económica
del equilibrio en todo el Planeta, todavía más desesperada en los países de
menor desarrollo relativo, lo cual indujo a que las mayorías sociales
asalariadas del Oriente
Próximo, canalizaran su desgracia —convertida en acción
contestataria—, por la vertiente de distintas religiones con implicancias
políticas consustanciales a
todo fanatismo confesional, enconado y
violento, tan común a todas las jerarquías eclesiásticas, ya sean
judías, cristianas o musulmanas. Y aunque parezcan más sinceras estas últimas, que
no van por ahí pregonando la paz mientras conspiran para la guerra, sino que abiertamente
proclaman la Yihad o “guerra santa”, con su consigna de “muerte a los Infieles”
que no comparten su misma religión y no adoran a su mismo Dios, en realidad
todas ellas son igual de hipócritas. Porque la verdadera causa que les enfrenta,
no radica en sus diferencias doctrinales acerca de quién es el verdadero Dios,
sino en sus distintos intereses materiales
de castas sacerdotales, compartidos con sus respectivas burguesías nacionales. Las inconfesables ambiciones
de riqueza y dominio social que ciegan a sus líderes empresariales y políticos en
distintos países, han podido siempre más que su común espíritu adscripto a una
misma religión. Hasta el extremo de dividir el movimiento de una misma
confesión religiosa, en fracciones enfrentadas
por países, como es el caso de la animadversión entre los musulmanes de
Arabia Saudí e Irán, por ejemplo, con
probables implicancias belicistas internacionales extendidas. Con esto queda
demostrado, una vez más, que las creencias religiosas no han sido más que oportunos
pretextos, para encubrir las verdaderas causas —económicas— de las guerras, en
el inconsciente, ingenuo y estúpido espíritu de los creyentes, que así es como acaban
siendo sus víctimas propicias. Para ello no hace falta más que indagar, acerca
del escándalo en torno al reparto rapiñoso que se vino haciendo del dinero recaudado
por el Instituto para las Obras de la Religión (IOR) del Vaticano, entre las
cuentas corrientes personales de sus más altas potestades eclesiásticas.
Dicho esto en un apretado
pero no menos fiel y fácilmente comprensible relato de los hechos, a ver de
dónde sale no digamos ya el listillo y arrogante liberal gran burgués, sino el oportunista político defensor
del pequeño explotador de
trabajo ajeno —aspirando siempre a más—, capaz de probar irrefutablemente, 1) que pueda existir competencia sin propiedad privada sobre los medios de producción y de cambio
y 2) que muy por debajo de la disputa manifiesta en cada país entre
distintas jerarquías políticas y religiosas, por reclutar el mayor número de incautos
a su servicio, no bulla oculto el magma
de la competencia económica que, como en cualquier volcán dormido, siempre
acaba estallando en forma de guerras civiles
cada vez más destructivas y genocidas, donde invariablemente aparecen más o
menos implicados terceros países, entre ellos potencias imperialistas en pugna por su dominio, como es el
caso de hoy día en Siria, Yemen, Nigeria, Sudán del Sur, Libia, Afganistán e Irak. Cuando
no directamente confrontados generando guerras internacionales aún más letales y desastrosas, entre bloques político-militares en
que los capitalistas se dividen y combaten por territorios y poblaciones, con
fines de explotación y ganancias crecientes, de los cuales nos ocuparemos de
forma breve seguidamente.
[1] Poema de Goethe donde se imagina a un
aprendiz de brujo, que en ausencia ocasional de su maestro aprovecha para dar
vida a una escoba cuyo trabajo consiste en verter agua sin cesar, para limpiar
el estudio común a ambos. Pero al haber olvidado las palabras mágicas para
detener el hechizo a tiempo, el aprendiz rompe la escoba, que entonces se
multiplica y casi provoca una inundación, de no ser porque afortunadamente para
él, llega su maestro para evitarlo.
[2] Es el caso, por ejemplo, de los capellanes encargados de
mantener viva la fe cristiana y difundirla en instituciones seculares como colegios, unidades militares (capellán
castrense), barcos, prisiones (capellán penitenciario), hospitales, universidades, departamentos de policía, parlamentos, etc. Tradicionalmente, se denomina "capellanes" a los
miembros de alguna rama de la fe cristiana (por ejemplo pastores, reverendos o ministros) que se encargan de pronunciar sermones en los lugares ya mencionados; o bien, a los eclesiásticos o sacerdotes que ofician la misa en la capilla u oratorio. En ocasiones, éstos gozan de rentas de una capellanía (aunque no siempre es así), o prestan un servicio a un particular a
cambio de un estipendio, como parte del servicio
doméstico en su sentido más
amplio de una casa. Para comprobar fehacientemente los fuertes vínculos entre
la iglesia católica y las FF.AA., basta con asistir a las procesiones durante
la llamada “Semana Santa” con sus acordes marciales, como la orden militar del Santo Sepulcro.
[3] Si como es cierto que el valor de los
productos elaborados industrialmente viene determinado por el tiempo de trabajo
socialmente necesario para producirlos, el salario colectivo en general, queda
determinado por la parte o fracción de la jornada de labor, en que el
asalariado produce mercancías por el equivalente a su salario pactado con
sus patronos. Así las cosas, lo que resta del tiempo de cada jornada, es
trabajo realizado por el asalariado que se materializa en productos,
cuyo valor excede al salario. O sea, es un plusvalor que sus
patronos se embolsan y capitalizan.
[4]
Otro tanto sucedió en 2012, cuando los
directivos de Caja Madrid —convertida en “Bankia” bajo la Presidencia del mismo
Rodrigo Rato—, falsificaron la realidad de sus cuentas de resultado al alza,
para arrastrar engañosamente tras esa euforia a miles de ahorristas que compraron
“acciones preferentes”, hasta que cuando se supo la verdad del engaño ya era
para ellos demasiado tarde.