04. La
revolución burguesa en Francia 1789-1793
Para poder comprender el desarrollo político en la historia del continente Europeo durante este periodo, es necesario distinguir entre las condiciones económico-sociales sobre las cuales discurrió el proceso de la revolución social capitalista en Inglaterra, y las del resto de países europeos. Como ya hemos dicho en otra parte, el desarrollo económico desigual [1] en los diversos países bajo dominio político de la nobleza y, por tanto, el distinto carácter de las relaciones y vínculos entre la aristocracia feudal decadente y la burguesía ascendente, determinó que el proceso político de cambio revolucionario no fuera el mismo en todas partes.
El gran
señor feudal inglés, por ejemplo, al transformar las tierras de labranza en
pastos para la cría de ovejas y la producción de lana con destino a la industria
manufacturera de Flandes, favoreció mucho más la acumulación primitiva del capital, la expansión del trabajo asalariado y el desarrollo tecnológico en ese país, que en el resto del territorio continental europeo.
En efecto, mientras en todos los países de Europa la producción se
caracterizaba por la división de la
tierra entre el mayor número
de campesinos parcelarios sometidos a tributo, que determinaban los
ingresos y el consecuente poder económico y político de cada señor feudal, en
Inglaterra se procedió a transformar el minifundio en latifundio para la cría
de ovejas. De este modo, el campesino inglés, de indigente urbano desplazado
del campo, fue convertido en proletario, y el comerciante de lanas, en
capitalista industrial textil. Este vínculo entre los agentes sociales feudales productores de lana y los agentes sociales burgueses comerciantes
y productores de lana, explica el conservadurismo de la burguesía
inglesa en sus relaciones políticas con la aristocracia terrateniente, y el
carácter mismo de la revolución capitalista en ese país:
<<El gran misterio para el señor Guizot, que sólo
acierta a descifrar recurriendo a la inteligencia superior de los ingleses, (es decir,) el misterio
del carácter conservador de la revolución inglesa, es la constante alianza en
que la burguesía se halla con la mayor parte de los grandes terratenientes,
alianza que distingue esencialmente a la revolución inglesa de la francesa, la
cual, mediante la parcelación, destruyó la gran propiedad de la tierra.
Esta clase de grandes terratenientes (en Inglaterra) aliada a la
burguesía y que, por lo demás, había nacido bajo Enrique VIII,
no estaba —como la propiedad de la tierra (en Francia) en 1789— en contraposición (enfrentada), sino más bien en total armonía con las condiciones de
vida de la burguesía. Su propiedad territorial no era, en realidad, una
propiedad feudal, sino una propiedad burguesa>>. (K. Marx: “¿Por
qué ha triunfado la revolución de Inglaterra? Discurso sobre la historia de la
revolución de Inglaterra” París, 1850. Lo entre paréntesis nuestro).
Y en “El Capital”, abonando la última
parte de este párrafo citado, Marx recuerda que, desde la última parte del
siglo XIV:
<<La inmensa mayoría de la población (en Inglaterra) [2] se componía entonces —y aún más en el siglo XV— de campesinos libres que cultivaban su propia tierra, cualquiera fuere el rótulo feudal que encubriera su propiedad. En las grandes fincas señoriales, el arrendatario libre había desplazado al bailiff (bailío) siervo (que había sido) él mismo en otros tiempos. Los trabajadores asalariados agrícolas se componían, en parte, de campesinos libres que valorizaban su tiempo libre trabajando en las fincas de los grandes terratenientes y, en parte, de una clase independiente poco numerosa —tanto en términos absolutos como relativos— de asalariados propiamente dichos. Pero también estos últimos eran, de hecho, a la vez campesinos que trabajaban para sí mismos, pues, además de su salario, se les asignaban tierras de labor con una extensión de 4 acres y más, y asimismo cottages. Disfrutaban, además, a la par de los campesinos propiamente dichos, del usufructo de la tierra comunal sobre la que pacía su ganado, que les proporcionaba, a la vez, el combustible: leña turba, etc. >>. (K. Marx: Op. Cit. Libro I Cap. XXIV. Lo entre paréntesis y el subrayado nuestros).
Esta evolución singular, el camino más corto desde las relaciones
de señorío y servidumbre hacia el capitalismo en Inglaterra, estuvo favorecida
por la peste que se extendió sobre toda Europa durante la baja edad media,
y supuso el golpe de gracia para la supremacía económica y política del sistema
señorial. Esta epidemia diezmó la población activa hasta el punto de que el
trabajo se convirtió en algo tan escaso y oneroso, que, con el fin de mantener
sus tierras cultivadas para obtener ingresos, los señores feudales no pudieron
permitirse el lujo de negar exenciones
impositivas a sus campesinos. De ahí el significado de la expresión:
campesino libre
[3]
.
En Inglaterra, donde los vínculos mercantiles
y monetarios estaban relativamente más desarrollados, pocas propiedades señoriales
sobrevivieron en el siglo XVI, y las tierras pasaron a ser cultivadas en su
mayoría por pequeños propietarios o granjeros independientes, mientras las
grandes propiedades que aún quedaban intactas empezaron a ser cultivadas por
asalariados al servicio de sus propietarios o arrendatarios (burgueses) Los
señores seguían dominando políticamente la sociedad y con frecuencia ejercían
una influencia patriarcal, pero los campesinos eran legalmente libres para cambiar de lugar
de residencia y de trabajo. Esta condición social aceleró el proceso
de conversión de los nobles en terratenientes puros y muchos campesinos en
arrendatarios capitalistas.
Esta transformación ―hasta cierto
punto― “natural” de las relaciones de producción feudales en relaciones
capitalistas, determinó una creciente dependencia material de la nobleza residual
―cada vez más decadente― respecto de la cada vez más poderosa
burguesía inglesa. De hecho, en la medida en que la peste fue diezmando la
población de siervos y buena parte de los supervivientes compraba su libertad
vendiendo los excedentes de su trabajo en condiciones de tiempo libre, mermaban
los ingresos del reino en concepto de prestaciones, diezmo y demás tributos,
a la vez que los gastos crecían en términos absolutos respecto de los ingresos.
Así fue cómo la nobleza creó los parlamentos para convocar allí a los burgueses
―llamados “comunes”―, a fin de negociar con ellos las condiciones
en que estarían dispuestos sufragar los déficits de la Corona. Muy pronto
se implantó la costumbre de que antes de aceptar nuevos impuestos se presentaran
las quejas con antelación. Este creciente condicionamiento de los señores
feudales por la burguesía, creó, a su vez, las condiciones para que, en determinado
momento ―a principios del siglo XVII— la burguesía, a instancias del
Parlamento, se embarcara en una lucha por la supremacía política con la Corona.
El resultado fue
Los parlamentarios ganaron finalmente la Guerra Civil inglesa gracias al apoyo de Escocia y, sobre todo, debido al liderazgo militar de Oliver Cromwell, quien creó las unidades militares que servirían de base para el Nuevo Ejército (New Model Army). Con el apoyo de estos nuevos regimientos, Cromwell depuró el Parlamento de todos los miembros opositores. El Parlamento Rabadilla (Rump Parliament) llevó a juicio a Carlos I que fue ejecutado el 30 de enero de 1649; abolió la monarquía y la Cámara de los Lores y estableció en Inglaterra un régimen protorepublicano (denominado Protectorado o Commonwealth), que aunaba aspectos monárquicos y parlamentarios.
Después de la Revolución
Gloriosa 1688-1689) quedó claro que los monarcas gobernaban con el
respaldo del Parlamento, creándose un sistema de equilibrio entre ambos poderes
que serviría de modelo a todo el mundo occidental y que se continúa en la
actualidad. En 1694, la burguesía inglesa ya dispuso del primer banco emisor:
el Banco de Inglaterra.
Por tanto, las condiciones económico-sociales
sobre las que discurrió el proceso político que culminó con el ascenso de
la burguesía como clase dominante en Inglaterra, configuró un proceso político específico y único, en el que
la burguesía de ese país no tuvo necesidad de crear ninguna institución política
constituyente, porque se la encontró
hecha para ella por la propia nobleza.
En el continente europeo, en cambio, las
condiciones económico-sociales
exigieron que fuera el pueblo (conglomerado de pequeñoburguesía y proletariado),
con el apoyo pasivo de la burguesía, quien ―en un primer acto―
debiera imponer la constitución política de la burguesía como nueva clase
dominante, y que esta constitución pasara por un proceso más lento, más complejo,
más cruento y formalmente distinto: los gobiernos provisionales y las asambleas
constituyentes.
Cuando estalló la revolución
en Francia, la nobleza y el clero eran
dos estamentos sociales económicamente privilegiados y ultra-minoritarios.
Apenas suponían el 1% de la población, pero detentaban el poder político,
que ejercían a través de sus instituciones de Estado, hechas a la medida de
sus intereses, de modo que sus privilegios disfrazados de “derechos” señoriales,
les eximía de pagar impuestos. El llamado
“Tercer Estado”, aglutinaba
a la mayoría de la población (el 99%). Dentro de él, había grandes diferencias
de opulencia y status social. Los más acaudalados burgueses, desde la cúspide
del desarrollo económico en la industria y en el comercio, trataban de comprar
cargos y títulos nobiliarios que les reportaban prestigio y más riqueza.
La pequeña y mediana burguesía, sin haber alcanzado aun plena conciencia de clase, rechazaba
la sociedad tradicional, los privilegios señoriales y el absolutismo. Instigada
por las ideas de los filósofos de la “Ilustración” y el ejemplo de la Guerra de la Independencia
americana, aspiraba a intervenir en el
gobierno de la nación. La única vez en la historia que este sector burgués
subalterno pudo demostrar su condición de clase social verdaderamente soberana
y revolucionaria, ocurrió durante los sucesos que convirtieron a Francia en un
país libre de ataduras feudales. Fue su período
heroico. El único que le haya merecido ese calificativo en toda su
historia. Lideró al pueblo llano en la lucha contra la opresión de la
aristocracia feudal en el poder. Su ejemplo de vanguardia política instruida y
valiente, cundió entre los campesinos y obreros franceses, a quienes supo
trasmitir la necesidad del cambio
revolucionario para transitar del feudalismo al capitalismo, creando un
nuevo orden: la ley igual para todos y la democracia política, valores en torno
a los cuales pudo unificar a toda la nación para luchar por ese sistema
progresivo de vida. Un sistema del que nadie por entonces sabía nada de las explosivas contradicciones económicas y
sociales contenidas en él. Y que al día de hoy, la mayoría de los
explotados y oprimidos todavía siguen ignorando, por la gracia de ese Dios
llamado capital, que inexplicablemente sigue reinando en la conciencia de los
explotados.
Una nueva organización jurídica y política de tipo
capitalista, regida por nuevas leyes para que los seres humanos como ciudadanos
libres vivieran en ella. Decimos nuevas formas de organización jurídica y política, porque en ese momento, las
formas básicas de organización
económica capitalista —las empresas— ya coexistían con las antiguas
formas económicas corporativas del feudalismo. La revolución burguesa
consistió, precisamente, en extender geográfica y socialmente las nuevas formas económicas,
sociales y políticas del capitalismo que sustituyeran a las feudales, dando
pábulo a la paulatina universalización
de sus propias relaciones de producción en detrimento de las relaciones
feudales, hasta ese momento todavía predominantes.
A raíz de la mala cosecha de 1788 y el consecuente paro
agrícola que se extendió afectando a las ciudades, sumado al aumento de
impuestos y a la especulación en el mercado negro que disparó el precio de los
alimentos, la crisis económica que había estallado ese año, un año después se trasladó al Estado
bajo la forma de crisis financiera y presupuestaria, provocando el declive político de
la Monarquía absoluta. Éste fue el primer hecho del
drama, seguido no precisamente por otro hecho, sino por un acto político de masas: la Revolución antifeudal y antimonárquica que comenzó en París el 14 de
julio de 1789 con la muy conocida toma de la Bastilla, antigua fortaleza
medieval convertida en cárcel para muchas víctimas del despotismo reinante,
encarceladas sin juicio previo por una simple resolución del monarca. Un
edificio que había sido construido para fines militares, pero que por razones
presupuestarias se había decidido cerrar definitivamente, y en el momento del
asalto era defendido por unos cuantos efectivos a cargo de otros tantos
convictos: cuatro estafadores, un enfermo mental llamado Auguste Tavernier, un
noble condenado por incesto y un cómplice de Robert
Damiens, acusado
de intentar el asesinato del Monarca Luis XV. Fue aquél, pues, un acto
simbólico, pero con una poderosa carga revolucionaria explosiva que, a la
postre, acabaría con el sistema feudal y su régimen político absolutista.
En ese mismo contexto, el 5 de octubre de 1789 las mujeres
de los mercados de París organizaron una manifestación, para protestar por la
escasez y los altos precios del pan. Este movimiento, que exigía reformas
políticas democráticas, llegó a sumar una multitud de 60.000 personas, que
acabaron saqueando el arsenal de armas y marcharon en dirección del palacio
real en Versalles. Mientras tanto, con la oposición radical de los aristócratas
y el clero, en Francia estaba en plena efervescencia el llamado Tercer Estado, que integraban numerosas asociaciones políticas populares, entre las cuales destacó una que
dio en llamarse club de los jacobinos, por haberse creado en el antiguo
convento de los dominicos, sito en la calle parisina de San Jacobo, y que llegó a contar entre sus filas con 85
diputados representantes en la Asamblea Constituyente.
Sitiado el palacio y tras doblegar a la Guardia real,
consiguieron imponer al Rey que aceptara respetar los derechos democráticamente
aprobados y que, seguidamente, volviera con ellos a París. Allí procedieron a
ocupar la Asamblea, conformada, a la derecha de la Cámara, por la minoría de
aristócratas defensores de las prerrogativas reales y del antiguo orden; a la
izquierda estaban los “patriotas”, que defendían la limitación del poder real, aunque
existían diferencias entre ellos: la gran mayoría eran monárquicos moderados o constitucionalistas, como el marqués de La Fayette, ambos sectores procedentes de la
antigua nobleza, aunque ya reciclados a su nueva condición social “real”, de
gran burgueses liberales vinculados con el capital financiero. Compartían en
ese momento la misma bancada con los patriotas moderados, también partidarios
de la monarquía constitucional —como Antoine Pierre Joseph Marie
Barnave— y con los
radicales Jacobinos, como François Marie
Isidore de Robespierre, que bregaban por la República
burguesa pura.
Las nuevas leyes acordes con ese nuevo orden
social y político, habían sido elaboradas por los
líderes intelectuales de la muy próxima clase burguesa dominante, que pasaron a
regimentar la relación entre los ciudadanos en su vida personal de relación y
en las distintas organizaciones económicas, sociales y políticas, al tiempo que
otros líderes de la misma condición de clase burguesa, se encargaron de dar
forma legal y estatutaria a las organizaciones sociales en la sociedad civil,
así como a las propiamente políticas en el flamante Estado capitalista.
Dos de las primeras disposiciones
que aprobó la Asamblea Constituyente, fue la abolición de los derechos señoriales el 4 de agosto de 1789, y la Declaración
de derechos del hombre y del ciudadano,
proclamada el día 26. En
ella se reconocía que los hombres son libres e iguales ante la ley, y que tienen todos los mismos derechos “naturales e
imprescriptibles”: la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia
contra la opresión; se afirmaba la idea de que el poder reside en la soberanía
nacional y que la ley es la expresión de la voluntad popular; defendía la
separación de poderes; proclamaba las libertades de opinión y expresión;
establecía la igualdad judicial y la igualdad fiscal. Este texto constituyó el
primer documento del liberalismo
político. Por su
parte, el Rey, Luis XVI se manifestó
expresamente contrario a implantar los derechos ciudadanos proclamados ese 26
de agosto, que derogaban los privilegios feudales.
Como decíamos, desde mayo de 1789 la crisis económica en
Francia se había extendido al Estado como crisis financiera de su aparato
político y administrativo, creando la conciencia en la sociedad, de que para
cancelar el déficit presupuestario, era imperativo enajenar los bienes del
clero. Así se expuso en la Asamblea Constituyente el 6 de agosto, donde Mirabeau, —haciendo palanca sobre la idea
del abate Sieyes según la cual, el Rey no puede
prevalecer sobre las decisiones democráticas de la Asamblea Nacional— propuso la fórmula para llevar a cabo la
operación: había que nacionalizar los bienes de la Iglesia a cambio de que el
Estado corriese con los gastos de sostenimiento del culto y del clero,
eliminando las escandalosas diferencias de status económico entre el alto clero
y los curas. La expropiación se justificó, argumentando que la Iglesia no era propietaria de esos bienes, sino sólo
usufructuaria. El 2 de noviembre de ese año fueron nacionalizados.
Seguidamente, con la garantía de su valor, fue lanzada una emisión de papel
moneda que serviría para pagar la deuda del Estado. Y según se fuese
recuperando su equivalente monetario por el importe de su venta, para evitar el
efecto inflacionario ese dinero debería ser incinerado. La venta de los bienes
nacionales no comenzó hasta el mes de mayo de 1790 y con facilidades a los
compradores, de modo que a la fecha de su adquisición, sólo debían pagar entre
el 12 y 15 por 100 de su valor total, dejando el resto aplazado hasta doce años
al 5 por 100 de interés.
La clase social triunfante y beneficiaria de todo el proceso
de luchas populares preconstitucionales que culminó en setiembre de 1791, fue
la gran burguesía, apuntalada por la aristocracia liberal, liderada por los La
Fayette y los Talleyrand. A partir de aquí, el bloque
político de los “patriotas” se fracturó, y el proceso borrascoso y violento que
sacudió a Francia entre 1789 y 1793, acabó momentáneamente con el poder en
manos del pueblo trabajador —proletario y campesino—
políticamente liderado por los jacobinos:
<<Robespierre,
no se contentaba con derrocar al Monarca y a la aristocracia (feudal) de
nacimiento, sino que consideraba como enemiga, también a la aristocracia del
dinero (germen de la futura gran burguesía gobernante)>>. (Arthur Rosenberg: “Democracia y socialismo” Cap. I Ed.
Siglo XXI. Ed. Pasado y Presente/1981 Pp. 46. Lo entre paréntesis nuestro)
El 13 de febrero de 1790, se aprobó la ley de reforma religiosa suprimiendo no solamente los
llamados “votos canónicos”, que distinguían a un religioso profesional de un
simple seglar o creyente, por el hecho de que los primeros juraban imitar a
Jesucristo, supeditando los placeres terrenales a la obligación de cumplir los
votos de pobreza, obediencia y castidad. También fueron suprimidos los
institutos religiosos u órdenes católicas mendicantes, caracterizadas por
mantenerse gracias a las limosnas de quienes no son sus miembros, así como los
conventos con menos de veinte profesos.
Meses más tarde, el conflicto entre Iglesia y Estado
adquirió su auténtica dimensión, cuando la Asamblea Constituyente votó el 12 de
julio de ese año la Constitución civil
del clero, que fue
promulgada el 24 de agosto. En ella, además de confirmar la nacionalización del
patrimonio eclesiástico y la supresión del diezmo que recaía sobre los campesinos
—un impuesto en especie consistente en la décima parte de cada cosecha que
debía pagarse a la Iglesia o al Rey— los obispos y los curas serían elegidos
como los demás funcionarios del Estado y todos ellos quedaban sometidos a la
jurisdicción civil, debiendo prestar juramento de ser fieles a la nación, a la
ley y al rey, defendiendo con todas sus fuerzas la Constitución. La
Constitución civil del clero fue bien acogida por la mayor parte de los curas, pero
rechazada por los obispos. No obstante, todos esperaban el pronunciamiento del Papa
Pío VI quien tardó ocho meses en dictar
sentencia negativa. Luis XVI, no habiendo podido resistir la
presión a la que estaba sometido, se vio forzado por las circunstancias a sancionarla
sin conocer el criterio de Roma. De esta forma, a partir del verano de 1790,
todo el clero debió someterse a la jurisdicción civil promulgada.
A todo esto, hasta no ser despojada del poder político en
Francia, la aristocracia del dinero lo utilizó para conspirar, no precisamente de forma pacífica contra la revolución, es decir,
contra las reivindicaciones del movimiento popular que iba, naturalmente,
contra los intereses de esa minoría opulenta. Y es que, en 1791, el ejemplo de
la revolución en ese país se había propagado por toda Europa, poniendo en
guardia sobre todo, a los países del continente políticamente menos evolucionados entre los cuales no se encontraba
Inglaterra, país en el que su mayor desarrollo económico y los consecuentes
cambios operados en el ámbito de la superestructura política durante el Siglo
XVII, evitaron que lo sucedido en el país galo causara la misma repercusión y
alarma. El concepto de soberanía popular basada en las elecciones periódicas y
la representación parlamentaria, había venido siendo en Inglaterra una realidad
política desde hacía más de un siglo.[4]
La mayor presión de tales acontecimientos —por cercanía
geográfica—, se hizo sentir especialmente en Austria y Prusia, donde sus
respectivas burguesías desde el poder compartido con la aristocracia y el clero
—todavía dominantes en esos países—, habían logrado introducir algunas reformas
favorables a sus intereses de casta religiosa. Pero poco más, dada su debilidad
económica y política relativa. Semejante incapacidad de la burguesía en esos
dos países, permitió que las fuerzas de la reacción feudal se pusieran en
movimiento para contener la marea revolucionaria en Europa con epicentro en
Francia.
En aparente
contradicción con sus intereses —a juzgar por su tradicional política exterior—, la
burguesía Británica se puso al frente de la ofensiva militar
aristocrático-clerical emprendida por Austria y Prusia contra Francia, país con
el que, tras una guerra comercial de 100 años, había firmado en 1786 el acuerdo de Eden:
<<El Tratado
de Eden también conocido como el Tratado Anglo-Francés de 1786, marcó un antes
y un después en materia de comercio. Nunca antes dos países —mediante un
contrato—, habían establecido una relación comercial con un solo fin en mente:
liberalizar el comercio. Los beneficios del comercio, postulados en gran medida
por las ideas compiladas por Adam Smith en su libro “La riqueza de las
Naciones”, fueron sin duda uno de los
alicientes para asumir un nuevo paradigma ideológico que entró a reemplazar las
teorías mercantilistas. Estas estaban basadas en la idea de que el progreso se
daba gracias a estados con economías cerradas y altamente influenciadas por
el Estado y la iglesia, las cuales, si bien en una primera etapa
contribuyeron a crear los primeros Estados Nación de la historia, más tarde se
mostraron ineficaces ante los avances tecnológicos y el agotamiento del modelo
como motor de crecimiento>>. (Eduardo José Sánchez
S.: “Imperio y Religión: Un
Análisis Histórico del Libre
Comercio”. Subrayado nuestro)
Decimos “en aparente
contradicción con sus intereses”, sobre todo porque la revolución industrial entre 1780 y
1790, había creado en Inglaterra un creciente
proletariado
sometido a miserables condiciones de
vida —que Marx
describió hasta el más mínimo detalle en el punto 4 del primer libro de El Capital— y, por tanto, muy permeable
a las ideas revolucionarias predominantes en Francia, lo cual constituía un
peligro para la dominación política de la burguesía británica. Pero el peligro
para Inglaterra no solo provenía del proletariado. También de la
pequeñoburguesía, donde habían proliferado grupos clandestinos, en permanente
contacto con Francia. Como consecuencia de todas estas amenazas, el gobierno de
William Pitt, apoyado por buena parte de la
burguesía que temía por sus intereses económicos, emprendió una persecución
contra los revolucionarios británicos, clausurando sus organizaciones y
persiguiendo a los agitadores e intelectuales que simpatizaban con la
Revolución francesa, llegando a tal extremo represivo que, para tales fines,
fue suspendido en Gran Bretaña el derecho al habeas corpus.
El primer producto de la conspiración antidemocrática burguesa en Francia, fue la invasión de su territorio por
esos dos países de corte político aristocrático-feudal-absolutista, bajo los
reinados de Federico
Guillermo II de Prusia y Leopoldo
II de Austria,
ambos monarcas aleccionados, además, por la familia de María
Antonieta, esposa
y consorte del todavía por entonces Rey de Francia Luis XVI. Una entente internacional entre la gran burguesía y la
nobleza, a la que
subrepticiamente se sumó la corte y los curas al interior del país invadido. Lo
cual indujo a que buena parte del pueblo francés se mostrara dispuesto a
enrolarse en el ejército nacional, para defender en su territorio y difundir
por toda Europa, el nuevo orden revolucionario.
En abril de 1792 la Asamblea Nacional francesa declaró la
guerra a Austria y Prusia, durante la cual la libertad de expresión permitió
que el pueblo manifestase su hostilidad hacia la reina —llamada la
"austriaca" por ser hija de un emperador austriaco— y contra el
propio Luis XVI, en todo momento contrario a firmar la entrada en vigor de las
nuevas leyes aprobadas por la Asamblea Legislativa.
El 10 de agosto de 1792, los sans-culottes (descamisados) —una masa de
trabajadores independientes, artesanos y obreros de París— liderados por Babeuf, se impusieron en la Asamblea
sobre la burguesía moderada, aliada con los nobles
progresistas, aprobando por mayoría sustituir al Ayuntamiento de la ciudad por
una Comuna. Allí decidieron asaltar
el Palacio de
las Tullerías, donde, al parecer, encontraron un cofre con pruebas
que implicaban en el complot militar extranjero a Luis XVI, quien a todo esto se
había refugiado en el edificio de la Asamblea con su familia. Destituido y
encarcelado, el monarca dejó a Francia sin gobierno, dado que por acuerdo
legislativo, esa era la función que había venido desempeñando.
Esta jornada del 10 de agosto fue un momento crucial en el
desarrollo de la Revolución Francesa, porque marcó el inicio de una nueva fase más radicalmente inclinada hacia la democracia popular. Un proceso que fue liderado por
los jacobinos, dentro y fuera de las instituciones del Estado. En ese momento,
la Asamblea Nacional estaba integrada por 749
diputados electos mediante sufragio, de ellos salvo dos de condición
asalariada, los demás eran de extracción social burguesa. Todos defendían el
liberalismo económico y la propiedad privada pura. Pero estaban divididos en
tres grupos: a la derecha, los “girondinos”, con 160 escaños, representaban a la
alta burguesía comercial e industrial de Burdeos —capital de la Gironda—, y otros puertos;
eran partidarios de la descentralización y del federalismo, proclives a contener la Revolución. A su izquierda estaban
los diputados jacobinos de «La Montaña», con 140 escaños, procedentes de la burguesía media y
baja, más radicales, cuyos principales dirigentes eran Robespierre, Danton y Marat, quienes se habían
aliado con los sans-culottes para resistir la invasión extranjera y
conseguir que prevalezcan los principios de la Revolución burguesa hasta ser completada. “La Llanura” era el grupo de centro, integrado por burgueses y
republicanos moderados fluctuando entre los dos extremos.
Allí, ese mismo 10 de agosto se votó que la antigua Asamblea
Nacional recibiera el nombre de Convención —inspirado en el de su homónima durante la revolución
americana—,
momento en el que la
aristocracia liberal-burguesa rompió
definitivamente
con los “extremistas” burgueses jacobinos. Todo ello bajo una gran tensión
política y social en Francia, ante la amenaza de perder su soberanía a manos de
las dos potencias europeas invasoras. El conflicto se planteaba, pues, entre
una monarquía constitucional en transición hacia una democracia republicana y las fuerzas militares de ocupación apoyadas desde dentro del país
por las minorías
sociales regresivas partidarias de la continuidad
política absolutista.
Un conflicto que paralizó a los moderados, convertidos así, en cómplices
solapados de la contrarrevolución, tal como se pudo demostrar.
Las derrotas iniciales sufridas por el todavía desorganizado
y poco disciplinado ejército francés, fueron atribuidas a ese complot urdido
entre la Corte real y los curas, con el propósito de malograr la Revolución, en
acuerdo político y con ayuda militar de las dos potencias extranjeras. Como
respuesta, los sansculottes se
manifestaron en apoyo del gobierno en funciones, ante lo cual el duque de Brunswick, jefe del ejército prusiano, hizo
público un manifiesto en el que amenazó a los parisinos con una venganza
ejemplar si se hacía daño al rey. Este manifiesto, no hizo más que convencer al
pueblo de que el rey era cómplice del complot, lo cual fue el detonante de una
nueva insurrección popular.
El 2 de septiembre, la situación en el frente de guerra era desesperada.
La fortaleza de Verdun cayó en manos del ejército prusiano y provocó una ola de
pánico popular, obligando a que el gobierno provisional pidiera voluntarios
para ir a luchar en el frente de guerra. Al mismo tiempo surgió el temor de
que, en ausencia de los patriotas enrolados, se descuidara el control en las
otras cárceles del país sobre los contrarrevolucionarios que allí permanecían
encerrados. En esos precisos momentos corrió el rumor de que el complot se
podía extender a las prisiones, y más de
1400 sospechosos fueron ejecutados. Las Masacres de Septiembre ensangrentaron
también a Reims, Lyon y otras ciudades. La Revolución se radicalizaba.
El 20 de
septiembre, el general
Dumouriez, al frente del ejército francés, consiguió la primera
victoria sobre los prusianos en el poblado de Valmy,
al norte de Francia. "Desde ese
día, desde ese lugar, se inició una nueva era en la historia del mundo",
escribiría Goethe
que asistió a esa batalla. En esa batalla, combatió como mariscal de campo a
las órdenes de Dumouriez, el militar
venezolano Francisco de Miranda, futuro caudillo de
la independencia de América.
Se había demostrado, no solo que la
política de reclutamiento voluntario decidida por el Gobierno Provisional y
acatada por el pueblo llano movido
por el terror al ejército invasor, había dado sus frutos. Sino que
sirvió de modelo en las luchas de emancipación política de los pueblos latinoamericanos.
En ese
momento seccionaba en París la Convención
Nacional que aupó en el poder a la
burguesía revolucionaria democrática encarnada en los jacobinos, cuyo objetivo
en Francia pasó por redactar y aprobar una nueva Constitución. La Asamblea
estaba integrada por 749 diputados elegidos por sufragio universal masculino,
cuya mayoría eran burgueses; sólo había dos obreros.
Todos
ellos defendían el liberalismo económico
y la propiedad privada. Pero estaban divididos en tres grupos: a la derecha,
los 150 diputados llamados “girondinos”, que representaban a la alta burguesía
comercial e industrial de Burdeos, capital de la Gironda, y otros puertos;
partidarios de la descentralización federalista, procuraban moderar la revolución. A
la izquierda se ubicaban los 150 diputados jacobinos de “La Montaña” —así
llamados por el lugar más alto que ocupaban en el hemiciclo de la Cámara—,
procedentes de la burguesía media y baja; eran los más radicales, liderados por
Robespierre, Georges Jaques Danton, Jean-Paul Marat y Luis Antoine
León Saint-Just, éste último mano derecha de Robespierre. Militaban en
frente único con los “sans-culottes” para resistir la
invasión extranjera y conseguir que los principios de la Revolución (burguesa),
no solo echaran raíces en la sociedad francesa sino que se propagasen por
Europa. Finalmente “La llanura” era
el grupo mayoritario, de centro, integrado por 350 burgueses republicanos ideológica y políticamente diferenciados,
equidistantes de girondinos y jacobinos. De modo que, para ambos extremos,
ganarse la voluntad política de estos grupos inestables, era decisivo. Y el
caso es que, sobre ellos, ejercían gran influencia los sans-culottes, partidarios de implantar la propiedad privada pura
exenta de privilegios feudales. Pero al mismo tiempo exigían el control sobre
los precios y la eventual requisa de
alimentos, para garantizar que en condiciones de crisis, quedara preservado su
nivel de vida.
El 21 de septiembre,
al día siguiente de esta primera victoria de las tropas revolucionarias
francesas sobre la entente contrarrevolucionaria, la Convención
abolió en París la monarquía y proclamó la Primera República francesa. Seguidamente, se pasó a debatir qué hacer con el
Monarca Luis XVI. Los girondinos propusieron encarcelarlo y los jacobinos darle
muerte por traición. Finalmente, por un voto de diferencia, fue condenado a
muerte y ejecutado en el cadalso el 21 de enero de 1793. Este acto supuso la
ruptura definitiva entre la Francia revolucionaria y la Europa monárquica.
Después del triunfo sobre la reacción feudal en Valmy, los
prusianos abandonaron el territorio francés ante la contraofensiva del ejército
galo, que recuperó el territorio de Saboya y Niza, mientras el general Custine
hacía lo propio en Maguncia y, seguidamente, Dumouriez
ocupó Bélgica haciendo valer la superioridad numérica de sus tropas, expulsando
a los austriacos en la batalla de Jemappes
(Hainaut en la actual Bélgica), el 6 de noviembre de 1792. Aupados sobre sus
éxitos patrios, los diputados de la Convención coincidieron en proclamar el
principio de las "fronteras naturales". Pero a esta borrachera de
optimismo revolucionario respondió la coalición aristocrático-clerical-burguesa a la que junto a Prusia
Austria y Rusia, se sumó el resto de los países europeos, salvo Suiza,
Escandinavia y Turquía. Éste fue el principio del fin de la revolución burguesa pura en
Francia, es decir, sin resabios
feudales. Una revolución jacobina.
El país afrontaba en esos momentos una situación muy
complicada. Al aumento de los gastos para mantener a su ejército en la defensa
de los territorios recién ocupados —cuya población se manifestaba contraria al
cambio de régimen social y político—, se sumaba el hecho de que los efectivos
militares allí destacados, en su mayor parte eran voluntarios y muchos de ellos
habían decidido volver junto a sus familias. En semejantes condiciones y dado que el regreso de los voluntarios no
se cubría con otros de reemplazo, el 3 de febrero de 1793 la Convención decidió
llevar a cabo un reclutamiento forzoso de 300.000 hombres.
En el momento de su ejecución, esa
medida provocó motines en no pocas localidades francesas, destacando entre
ellas lo acontecido en La Vendée,
una región donde el tejido clientelar entre los señores aristócratas y sus
antiguos súbditos, seguía vivo en la conciencia de estos últimos, ante su
propia debilidad necesitada de protección por un ser superior, a cambio de
ofrendas bajo la forma de servicios personales. Así fue como los disturbios
derivaron en insurrección armada contra el gobierno, apelando a los nobles para
que asumieran el mando y tras ellos, se sumaron a la gesta
contrarrevolucionaria los "sacerdotes
refractarios".
En esta insurrección se puso de manifiesto
un error fundamental de los dirigentes revolucionarios franceses en 1789, que no tuvo precisamente un carácter genuinamente
democrático y socialmente progresivo, sino al contrario, y consistió en que una
de las medidas más importantes adoptadas ese año, fue la forma retrograda en que se repartió la tierra tras ser
nacionalizada, y que no favoreció
a los intereses de la mayoría
absoluta de habitantes en Francia: los campesinos pobres, que por
entonces eran 22 millones,
el 80% de la población, sino al contrario. Porque ese suelo, que había venido
siendo trabajado por sus antepasados, no
fue cedido sino subastado en grandes lotes. Y dado que los campesinos
pobres carecían de dinero para adquirir esas fracciones de suelo, fueron los
acaudalados y parasitarios gran burgueses y nobles que vivían de la renta del
suelo y de los impuestos, quienes sacaron provecho de tal medida, explotando a
esa mayoría campesina. La insurrección de La Vendée en 1793 y, a la postre, el
fracaso político de la Revolución francesa liderada por los jacobinos y sans-culottes, todo ese proceso estuvo
atravesado por el fantasma reminiscente de aquella errónea por injusta y
antidemocrática decisión irracional de asignación de tierras, que lejos de
acelerar el transito del feudalismo al capitalismo, lo retrasó.
En el capítulo XX del Libro III de “El Capital”, Marx observa que hay dos
caminos para transitar del feudalismo al capitalismo. Según el primero, cada
productor directo deja de producir lo estrictamente necesario para su propia
subsistencia y pasa a producir un excedente que, al venderlo, le convierte
puntualmente en comerciante, pero sin
dejar de ser productor. El otro camino consiste en que el comerciante
se apodera de la producción y la controla, comprando materia prima que vende al
productor, a quien a su vez le compra su producto para venderlo en el mercado:
<<Aunque
este último camino actúa históricamente como transición —como por ejemplo el clothier (pañero)
inglés del siglo XVII, quien adquiere el control de los tejedores a quienes,
aunque son independientes, les vende lana [materia prima] y les compra el
paño [producto que venden con
ganancia]— eso no produce, de por sí
el trastocamiento (alteración, transformación) del antiguo modo de producción [mercantil simple][5], al cual, por el contrario, conserva,
manteniéndolo como supuesto suyo>>. (Op. cit. El subrayado y lo entre
corchetes nuestro)
De este razonamiento Marx concluye que el primero “es el camino realmente revolucionario”. Una economía natural agrícola y artesanal, como la predominante en la Francia de 1789, donde cada campesino se limitaba a producir valores de uso para el consumo suyo y de su familia, más un excedente que él mismo cambiaba por los aperos necesarios para seguir produciendo en condiciones óptimas, conserva ese modo de producción natural existente. Una economía que produce valores de cambio, es decir, no con arreglo al consumo sino para llevarlos al mercado y obtener un excedente o ganancia, trastoca o revoluciona el modo de producción existente, en convertido en otro técnica y socialmente superior.
Sea como fuere, cualquier política
agraria de reparto de suelo implementada en régimen de propiedad privada sobre ese medio de producción llamado tierra, antes o después se
centraliza en pocas manos a instancias del mercado, desbaratando ese sueño
utópico pequeñoburgués. Aunque solo sea porque no todas las tierras tienen la misma fertilidad natural,
ello bastaría de por sí para que los propietarios de la porción de suelo más
fértil, a la postre acabaran convirtiendo al resto en asalariados
suyos. Así lo demostró Marx en su crítica lapidaria a Hermann Kriege en “Crítica moralizante y moral critizante”.
Pero si esa forma de “reparto
negro” ver Pp. 180 —al que aspiraban los campesinos franceses entre
1789 y 1793—, se hubiera llevado a cabo, quién sabe si enfilando por ahí,
Robespierre y sus compañeros de viaje no hubieran cambiado el curso político de la Revolución
francesa en aquellas circunstancias.[6] Porque
así como suele decirse que “la fe mueve montañas”, quién sabe si la creencia
engañosa en la supuesta “seguridad permanente” que le brindaba el saberse dueña
de su terruño personal, no hubiera llevado a esa enorme masa campesina del
pueblo francés en volandas de tal quimera, convencido de que al luchar hasta la
muerte por la soberanía del suelo francés, luchaba por esa parte que era su
propio terruño y el de su familia.
Quién sabe si así se hubiera podido
evitar la insurrección de La Vendée, y quién sabe si así, ese 80% de la
población francesa en aquel momento, liderada por el proletariado urbano,
habría contribuido a que se pudieran abreviar y mitigar los dolores del parto
burgués en Europa, reforzando los ideales revolucionarios en la conciencia de
las mayorías obreras y campesinas de los países beligerantes, evitando así que,
desde agosto de 1792, la Francia revolucionaria acabara siendo víctima de un
conflicto bélico fratricida ininterrumpido, que se prolongó hasta 1815, cuyo
origen se remontó al momento en que los revolucionarios jacobinos decidieron un
erróneo y fatal reparto de tierras, que marginó y desmoralizó a la inmensa
mayoría de la población integrada por el campesinado pobre.
A ese genocidio bélico se prestó la gran burguesía europea en alianza con la
nobleza feudal, para ahogar en sangre la revolución francesa. ¿Puede
caber duda de esto? Puede caber duda de que el terror desatado por los
jacobinos en 1793 sobre los contrarrevolucionarios al interior del territorio
francés, fuera su respuesta desesperada al terror
inducido sobre Francia por los contrarrevolucionarios de la Santa
Alianza europea desde el exterior un año antes?
El 07 de febrero de 1794, Robespierre
pronunció un discurso a modo de testamento
político ante los diputados de la Convención. El 26 de julio se le
detuvo. Al día siguiente fue conducido a la plaza de la Revolución (hoy plaza
de la Concordia), donde se le guillotinó junto a veintiún colaboradores suyos,
entre ellos Saint-Just, Couthon y el
general Hanriot,
líder del sector del ejército que se mantuvo fiel a los ideales de la
revolución. Finalmente el cuerpo sin vida de Robespierre y el de los demás
condenados, fue arrojado a una fosa común en el cementerio de Errancis, donde
sobre ellos se vertió cal viva para borrar su rastro.
Desde entonces, todo el oprobio que la historiografía oficial burguesa arrojó y sigue arrojando sobre aquél movimiento de los jacobinos, ha sido y sigue siendo una calumnia de lo más infame. ¡Acusar de terrorista a Robespierre! ¿En qué otro período de su historia la democracia burguesa habría podido elevarse hasta donde desde allí alcanzó a brillar entre 1789 y 1793, de no haber sido por los heroicos jacobinos y sans-culottes? ¿Y quiénes han venido desde entonces profesando el terror y la destrucción, como único medio de seguir usurpando el poder sobre las mayorías sociales en nombre de la “democracia”, si no vosotros? Mirad, fijaos en qué despotismo cada vez más violento, explotador, criminal y corrupto, en qué despojo más y más irracional e inhumano, habéis convertido aquella DEMOCRACIA desde entonces. ¡¡Ahí están los hechos!!:
<<Si
en la actualidad se preguntara a un político medio o tan solo a un hombre
culto, quien considera que es la personificación histórica de la democracia,
sería totalmente improbable que respondiera: “Robespierre”. El hombre del
terror, el jefe de la sangrienta dictadura de 1793, no es ciertamente un
demócrata para la generación de nuestro tiempo. Pero para Babeuf, el sistema de
Robespierre y la democracia son absolutamente la misma cosa>> (Arthur Rosenberg: “Democracia
y socialismo” Ed. Cuadernos de
pasado y presente/1981 Pp. 39)
Para nosotros, sin duda, también.
http://www.nodo50.org/gpm
apartado de correos 20027 Madrid 28080
e-mail: gpm@nodo50.org
[1] Cuanto mayor es el desarrollo tecnológico y económico
de un capital nacional, mayor es su masa en funciones y mayor, por tanto, su tendencia a la centralización económica en
pocas manos, y más disimuladamente despótica y corrupta la política
institucional de sus organismos de Estado.
[2] Todavía n el último tercio del siglo XVII, más de las
4/5 partes de la población total inglesa eran agricultores (Macaulay: The history of England, Londres 1854
Vol. I p. 413) Cito a Macaulay, porque, en su condición de falsificador
sistemático de la historia, procura “podar” lo más posible hechos de esta
naturaleza.
[3] Exención: liberación de cumplir una obligación o carga
[4] En ese momento, Gran Bretaña contaba con un banco
central desde 1694 y era el país más desarrollado del mundo. El valor de su
producción de algodón, que cuarenta años antes era de 20.000₤, pasó a ser
de 1.700.000₤. Algo parecido había sucedido con la industria de la lana y
del hierro.
[5] Producción basada en la propiedad privada de los medios
de producción y el trabajo personal de los productores, que durante la Edad
Media del feudalismo elaboraban artículos en
parte destinados a la venta en el mercado. Los representantes más
típicos de la producción mercantil simple son los pequeños campesinos y los artesanos que no explotaban trabajo ajeno.
[6] Reparto negro. Expresión empleada para definir la política agraria de reparto de tierras en pequeñas parcelas. En “Crítica moralizante y moral critizante”, Marx hizo una recusación demoledora a esta tesis propuesta por Hermann Kriege, una obra que el 11/11/1847 Marx publicó en la “Gaceta alemana de Bruselas”, y de la cual no hay todavía versión informática, pero que Lenin comentó en un artículo publicado por la revista “Proletari” el 27 de julio de 1905.