Propiedad privada burguesa, Estado “democrático de derecho” y prevención del delito.
Y el caso es que los actos de individuos o grupos a instancias de la propiedad privada en la sociedad civil burguesa, como los actos de otros tantos individuos o grupos a instancias de la representación política “burocrática” conferida por los comicios a determinados partidos en la comunidad política o Estado, impiden ejercer al pueblo esa insustituible labor de prevención. ¿Por qué? Pues, porque, en el contexto general de las desigualdades sociales crecientes, tanto la propiedad privada como la delegación del poder o representación política en virtud del voto, garantizan la discrecionalidad o privacidad de los actos, tanto de los titulares de la propiedad sobre los medios de producción en la sociedad civil, como de los representantes políticos en el aparato del Estado; y en esa garantía está la posibilidad real de su descontrol por parte del resto de la sociedad, tornando, por tanto, imposible su vigilancia como disuasivo del delito común, la corrupción, el fraude político, el crimen o genocidio de Estado, etc., etc. ¿Por qué esto es así? En primer lugar, porque la consagración de la idea de “libertad individual” derivada de la propiedad privada, supone la supremacía de la privacidad y la discrecionalidad en las decisiones. En segundo lugar, porque el derecho de propiedad también supone la competencia. Y aunque la burguesía consagre el principio de Adam Smith, en el sentido de que el interés general sólo resulta de que cada particular persiga libremente su propio interés, lo cierto es que, en el fondo de esta filosofía liberal, palpita la realidad de una sociedad basada en el engaño y el pillaje mutuo. En efecto, dado que la propiedad privada genera necesariamente la competencia, para que cada cual pueda actuar libremente según sus propios fines o intereses, no puede dejar de ver en los demás sino competidores, enemigos potenciales de esos intereses particulares propios. De esta consecuencia de la concepción del individualismo capitalista basado en la plena libertad individual que, a priori, confiere el sagrado ejercicio de la propiedad privada ―del libre derecho de cada cual a disponer de lo que es suyo―, de aquí surge inevitablemente la posibilidad real de los actos ilícitos, jurídicos, morales y políticos, junto a la necesidad de que estos ilícitos sean considerados delitos sólo si son descubiertos una vez cometidos, lo cual consagra socialmente el mérito ulterior de burlar a la justicia. De ahí que por deformación profesional, el célebre criminalista Lombroso no viera en cada individuo, más que a un ladrón, a un criminal, a un asesino en potencia. La misma deformación profesional con que, a priori, tiende juzgar su entorno cualquier policía, lo cual explica que deba tener su hipócrita contrapartida en el principio jurídico de la “presunción de inocencia”. Esta tendencia a la mutua sospecha generalizada, tiene su principio activo en el fracaso de esta sociedad para prevenir socialmente las noxas individuales y colectivas del delito, como la del 11M para quienes la proyectaron e indujeron a cometer. Respecto de la representatividad política en la esfera del Estado, pasa tres cuartos de lo mismo. El voto no sólo supone representatividad, sino fundamentalmente confianza política y, a priori, absoluta delegación de poder en el representante político por el que se ha optado, que no elegido[1] . En semejantes condiciones, la oportunidad para el fraude político y el delito penal están servidos. Puede decirse con toda certeza, por tanto, que el arbitrio burocrático, el soborno y el cohecho, están perfectamente previstos en la limitación absoluta que todo ordenamiento “democrático” puramente representativo supone a la soberanía popular, al concepto de “gobierno del pueblo”, a la verdadera democracia.[2] Y no hay otra opción, porque, una vez elegido, el mandatario o representante adquiere una independencia tal que impide todo control político de su conducta en previsión y prevención de que delinca con todas sus consecuencias. La titularidad de la representación política en virtud de los comicios, es personal e intransferible, le pertenece al representante, quien puede disponer de ella tan discrecionalmente como cualquier otra cosa de su propiedad hasta tanto caduque el período de su mandato. Aunque en distinto grado, tanto los funcionarios públicos de carrera (sin titularidad de representación política electoral), como los propiamente políticos electos —mientras no son sustituidos— tienden a convertir el ejercicio de sus cargos públicos en cosa privada, en objeto de negociación para beneficio personal o de grupo. Del mismo modo que la propiedad privada en la sociedad civil genera la práctica de la discrecionalidad personal o de grupo respecto del objeto de propiedad —como sucede con el secreto industrial, comercial y contable típico de cada empresa—, del mismo modo sucede en política una vez obtenida la representación electoral o la titularidad del cargo público por nombramiento administrativo; tanto el político profesional que accede al gobierno tras ser elegido en los comicios, como el funcionario de carrera, pasan a comportarse del mismo modo que se comportan con cualquier otra cosa de su propiedad, lo cual genera en ellos la tendencia a la discrecionalidad absoluta, a mantener ciertas decisiones en secreto para provecho privado, actitud que le permite su representación política electoral o la correspondiente jerarquía estatal de su cargo por nombramiento burocrático. Esta realidad ha hecho decir a Marx que la revelación del espíritu general del Estado en cada una de sus competencias, se les aparece a los burócratas como una traición a su secreto, al misterio que encierra su jerarquía y autoridad. De ahí la renuencia del espíritu corporativo de unos y otros, a que el Estado se muestre y actúe realmente según su teórico espíritu general. Así, se comprende que haya una corporación de políticos electos y funcionarios de carrera tan hermética, como lo es la corporación de jueces o la corporación de médicos, donde tanto se juegan con la revelación pública de los misterios en que se basa su autoridad como medio de cambio para resolver problemas a ciertos ciudadanos, muchas veces en detrimento de las mayorías. Y como es lógico, cuanto mayor es el misterio que envuelve su autoridad, mayor es el valor de cambio de su cargo por la presión social que se ejerce sobre él para obtenerlo, y más celosa la tendencia a guardar los secretos que encierra. Esto explica la predisposición de los burócratas a convertir el Estado en un coto de caza por las piezas más cotizadas de su escala jerárquica, las de mayor autoridad, secreto y alcance de su competencia.Mientras preparábamos esta introducción, el 1 de febrero de 2004 sesionó en España el pleno del congreso nacional de los diputados, donde se debatió la propuesta de modificación del estatuto de autonomía vasco aprobado en ese parlamento autonómico por mayoría absoluta de sus miembros, e inmediatamente presentado a las cortes generales. Aunque la prensa lo pasó por alto, el trasfondo de las discrepancias entre “centralistas españoles” e “independentistas vascos” giró en torno a lo que cada parte entiende que es el fundamento constitucional del Estado español. Para los centralistas, la constitución se fundamenta en la idea de “ciudadanía” como conjunto de individuos unidos por la idea del bien común: “No hay pueblos, no hay derechos colectivos, sólo hay derechos de ciudadanos y de personas”. Así definió Mariano Rajoy ―actual líder del Partido Popular (PP)― el contenido político y finalidad de la constitución española, esto es, del Estado.
Por su parte, el representante del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), Alfredo Pérez Rubalcaba, apeló al artículo 1.1 de esa “carta magna”, donde se dice que: “España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político”. Lo que pretendían estas dos fuerzas políticas representativas del “centralismo español”, es colocar estas formas jurídicas y políticas distintivas del Estado burgués en general, por encima de los valores nacionales, esto es, del territorio histórico en que florecen las distintas culturas y lenguas que definen el carácter nacional de los distintos Estados, que es lo que legítimamente reclaman para sí los representantes burgueses vascos.
A las entelequias de los derechos
políticos y jurídicos burgueses constitutivos de todo Estado
genérico moderno, esgrimidos por el PP y el PSOE, los nacionalistas
vascos ―por boca de su portavoz, el señor Josu Erkoreka, del
Partido Nacionalista Vasco (PNV)―, opusieron los derechos de esa otra
abstracción de tipo cultural y lingüística diferencial,
asociada a determinado territorio ―la nación― constitutiva
de cada Estado nacional en particular. Y para demostrar que los “centralistas”
españoles se basan en los mismos principios nacionales constitutivos
de su Estado, Erkoreka aludió al pasaje de la constitución española
donde se afirma que el Estado español se fundamenta en una supuesta
nacionalidad española, que subsume y relega nacionalidades históricas
―como la vasca, la catalana o la gallega― a la condición
de simple “autonomía” relativa, o sea, de nacionalidad
subrogada, real y legalmente ―que no legítimamente sometida a
la presunta nación española, lo cual priva a esos otros pueblos
del pleno derecho a su autodeterminación como nacionalidades históricas,
con sus respectivas lenguas, culturas y tradiciones perfectamente acreditadas.
Ese pasaje citado por Erkoreka es el artículo 2, donde se dice que:
“
Pero, en cualquier caso, desde el punto de vista de la esencia social de este mal llamado Estado español, lo rigurosamente cierto es que debajo de esas categorías jurídicas, políticas, antropológicas, lingüísticas y culturales esgrimidas dialécticamente por las dos fracciones de la burguesía en el Estado español de cara a sus respectivas clientelas políticas, palpita su común carácter de clase explotadora sin el cual ese Estado se diluye como un azucarillo en el agua. That’s the question.
El drama histórico de nuestro tiempo, es el hecho de que ambas burocracias políticas partidarias —las “centralistas” y las que aspiran a la “autodeterminación” de Euskadi— puedan debatir en semejantes condiciones, logrando que pase desapercibido el carácter de clase burgués del Estado, su verdadero fundamento o contenido social. Que estas dos fracciones de la burguesía puedan haber planteado el debate en términos que nada tienen que ver con la supuesta defensa de los derechos de la “ciudadanía” o de los “intereses generales” de las “personas”, ni con los derechos históricos nacionales, sino con el dominio o la decisión sobre el producto del trabajo social explotado (no pagado) circunscrito a las fronteras territoriales de Euskadi —porque de esto se trata— tal es la sustancia social de la disputa que subyace al discurso abstracto construido en acuerdo de ambas partes para la galería. Se trata de la disputa entre dos fracciones de la burocracia política partidaria al interior del actual Estado español, por mayores competencias en sus funciones respecto del PIB, por una mayor autoridad y jerarquía dentro de sus instituciones, es de decir, por un mayor poder de decisión burocrático en la tarea de administrar los recursos humanos y materiales al interior del Estado, íntegramente provenientes del trabajo ajeno no pagado a los asalariados de este “país”, donde la burocracia centralista pugna por conservar el dominio que ya tiene sobre ellos, mientras que los burócratas vascos, catalanes y gallegos, tratan cada uno de ellos de conquistar más competencias y recursos para beneficio de sus representados políticos burgueses y, naturalmente, para sí mismos “aprovechando que el Pisuegra pasa por Valladolid”; todo ello ―¡faltaría más!― a expensas del esfuerzo, la penuria injustificable y la estupidez política inducida del conjunto de los asalariados, a quienes de tal modo mantienen divididos dejando que cada cual se enrede a su manera jugando en sus respectivos jardines superestructurales con hermosas palabras como “ciudadanía”, “personas”, “solidaridad”, “tolerancia”, “ley”, “separación de poderes”, “derechos humanos”, “derechos políticos”, “derechos históricos”, “democracia”, y demás abalorios jurídicos y políticos equívocos, nada que ver con el verdadero objeto del debate, tal como Marx lo veía con toda claridad ya en 1843:
<<El espíritu general de la burocracia es el secreto (so capa de sus declamados propósitos de servir al interés general), el misterio guardado dentro de ella misma por medio de la jerarquía y hacia fuera por su carácter de corporación cerrada. Por ello, la demostración del espíritu del Estado, e incluso de la orientación general del Estado, aparecen a la burocracia como una traición a su misterio (de ahí su carácter profundamente proburgués, anticomunista). Por tanto, la autoridad es el principio de su saber, y su credo, la idolatría de la autoridad. Dentro de si misma (de la burocracia), el espiritualismo (del Estado) se convierte en un materialismo craso, el materialismo de la obediencia pasiva (de los ciudadanos frente al burócrata y del burócrata inferior frente al superior jerárquico, que no dirige, sino manda), de la creencia en la autoridad, del mecanismo de un comportamiento formal fijo, con fundamentos, opiniones y tradiciones fijas (que se prohíbe poner en cuestión). Por lo que respecta al burócrata tomado individualmente, el objetivo del Estado (la función pública) se convierte en su propio objetivo, en una caza de puestos más altos, en un hacer carrera (por competencias de mayor alcance social para apropiarse de ellas, etc.).>> (K. Marx: “Crítica de la filosofía hegeliana del derecho Estatal”. Lo entre paréntesis es nuestro)
Pues bien, esa discrecionalidad secretista y corporativa de los actos ―individuales o de grupo― en la sociedad civil, tanto como la discrecionalidad de los actos ―individuales o de grupo― en la comunidad política o Estado (sus distintas instituciones públicas), es el vacío jurídico y el descontrol político más absolutos, verdadero caldo de cultivo en que se suelen proyectar y cometer los pequeños y grandes delitos económicos, los fraudes consuetudinarios a la voluntad popular y los más monstruosos crímenes políticos de Estado, y dónde se ven comprometidos desde el más simple empleado que, por ejemplo, se convierte en burócrata haciendo “secretamente” uso ilícito para lucro personal o privado de su función pública ―como depositario de la única llave que permite el acceso a los pequeños polvorines en los aledaños de una mina― hasta los altos funcionarios del aparato de seguridad e inteligencia del Estado con atribuciones para modificar el curso o el signo político de un país, como en la transición española ocurrió sucesivamente con el caso “Cuando más arriba mencionábamos
los distintos affaires por los cuales fueron juzgados esos conocidos personajes
de la vida económica española, todas sus empresas cotizaban
en Bolsa, todas mantenían o habían mantenido vínculos
con determinados partidos políticos en el poder, o bien, no habiendo
encontrado eco en esos partidos, pretendieron fundar los suyos propios, como
fue el caso de Ruiz Mateos, Mario Conde y Jesús Gil. Este fenómeno
de fusión entre el Estado burgués y los grandes magnates económicos
a instancias de la “democracia”, ya lo había explicado
Engels en 1884, tras observar que bajo esta forma de gobierno, la burguesía
ejerce su poder indirectamente, pero del modo más seguro posible. Por
una parte, mediante la corrupción directa, discreta, o confidencial
de los funcionarios estatales, a instancias del secreto que permite la función
burocrática hacer de la cosa pública (su cargo) objeto de negociación
privada. En buen romance, vender el monopolio de su función pública
a buen precio. Por otra parte, bajo la forma de alianza entre el gobierno
y
http://www.nodo50.org/gpm
e-mail: gpm@nodo50.org
[1] El voto ciudadano por candidaturas que deciden las minorías sociales militantes de ciertos partidos políticos, cuya representación en circunstancias normales está probado que es directamente funcional a la cantidad de dinero que cada uno de ellos “invierte” en las campañas electorales, en modo alguno constituye una elección, sino que es una opción muy bien acotada por semejantes condicionamientos. Según reportó "El País" en su edición del 30 de setiembre de 1994―, a esta misma conclusión arribó el jefe de la mayoría demócrata en el senado de los EE.UU. con respecto al régimen comicial de ese país, considerado el non plus ultra en todo el Mundo. Notoriamente desmoralizado ante el rechazo de su proyecto de ley que intentaba corregir la tendencia al triunfo de los partidos que más dinero dedican a financiar sus campañas electorales, el senador George Mitchell sentenció de modo insuperable: <<El dinero domina el sistema, el dinero invade el sistema, el dinero es el sistema>>.
[2] Así como la anarquía de la economía capitalista determina que los desajustes entre oferta y demanda sólo se conozcan a posteriori del acto de la producción (con el consiguiente despilfarro de riqueza o penuria de la población), en el ordenamiento jurídico-político burgués pasa lo mismo con el delito común, el fraude político a la voluntad popular expresada en los comicios, o los ilícitos cometidos por cargos públicos y representantes políticos electos, que tampoco se previenen, sino que el sistema permite que se cometan en aras del sacrosanto “libre albedrío” individual. Estos ilícitos sólo se conocen “post festum”, una vez cometidos; y su “reparación” a instancias del “voto de castigo” o de las sanciones judiciales previstas en el código penal, sólo sirven para ocultar el carácter esencialmente fraudulento y delictivo del propio ordenamiento jurídico y político burgués, contrapartida necesaria de la propensión permanente al engaño y el pillaje mutuo que la propiedad privada produce y reproduce en la sociedad civil burguesa.
[3] Más acá de las palabras despojadas en la práctica de su significado, los intereses generales sólo pueden tener concreción sobre unas relaciones sociales y una estructura jurídico-política ―perfectamente posible― que acabe con todo este entramado parasitario basado en la propiedad privada sobre los medios de producción, y en su correspondiente tipo de Estado que las clases propietarias ―en alianza con los políticos institucionalizados y el periodismo venal― hacen pasar por lo que desde hace mucho no es más que la negación de la libertad, de la solidaridad y de la democracia.