LA
VERDADERA MUERTE DE UN PRESIDENTE
Gabriel
García Márquez
A la hora de la batalla final, con el país a merced de las fuerzas
desencadenadas de la subversión, Salvador Allende continuó
aferrado a la legalidad.
La contradicción más dramática de su vida fue ser
al mismo tiempo, enemigo congénito de la violencia y revolucionario
apasionado, y él creía haberla resuelto con la hipótesis
de que las condiciones de Chile permitían una evolución
pacífica hacia el socialismo dentro de la legalidad burguesa.
La experiencia le enseñó demasiado tarde que no se puede
cambiar un sistema desde el gobierno, sino desde el poder.
Esa comprobación tardía debió ser la fuerza que lo
impulsó a resistir hasta la muerte en los escombros en llamas de
una casa que ni siquiera era la suya, una mansión sombría
que un arquitecto italiano construyó para fábrica de dinero
y terminó convertida en el refugio de un Presidente sin poder.
Resistió durante seis horas con una metralleta que le había
regalado Fidel Castro y que fue la primera arma de fuego que Salvador
Allende disparó jamás.
El periodista Augusto Olivares que resistió a su lado hasta el
final, fue herido varias veces y murió desangrándose en
la asistencia pública.
Hacia las cuatro de la tarde el general de división Javier Palacios,
logró llegar hasta el segundo piso, con su ayudante el capitán
Gallardo y un grupo de oficiales. Allí entre las falsas poltronas
Luis XV y los floreros de Dragones Chinos y los cuadros de Rugendas del
salón rojo, Salvador Allende los estaba esperando. Llevaba en la
cabeza un casco de minero y estaba en mangas de camisa, sin corbata y
con la ropa sucia de sangre. Tenía la metralleta en la mano.
Allende conocía al general Palacios. Pocos días antes le
había dicho a Augusto Olivares que aquel era un hombre peligroso,
que mantenía contactos estrechos con la Embajada de los EE.UU.
Tan pronto como lo vió aparecer en la escalera, Allende le gritó:
Traidor y lo hirió en la mano.
Allende murió en un intercambio de disparos con esa patrulla. Luego
todos los oficiales en un rito de casta, dispararon sobre el cuerpo. Por
último un oficial le destrozó la cara con la culata del
fusil. La foto existe: la hizo el fotógrafo Juan Enrique Lira,
del periódico El Mercurio, el único a quien se permitió
retratar el cadáver. Estaba tan desfigurado, que la Sra. Hortencia
Allende, su esposa, le mostraron el cuerpo en el ataúd, pero no
permitieron que le descubriera la cara.
Había cumplido 64 en el julio anterior y era un Leo perfecto: tenaz,
decidido e imprevisible. Lo que piensa Allende sólo lo sabe Allende,
me había dicho uno de sus ministros. Amaba la vida, amaba las flores
y los perros, y era de una galantería un poco a la antigua, con
esquela perfumadas y encuentros furtivos.
Su virtud mayor fue la consecuencia, pero el destino le deparó
la rara y trágica grandeza de morir defendiendo a bala el mamarracho
anacrónico del derecho burgués, defendiendo una Corte Suprema
de Justicia que lo había repudiado y había de legitimar
a sus asesinos, defendiendo un Congreso miserable que lo había
declarado ilegítimo pero que había de sucumbir complacido
ante la voluntad de los usurpadores, defendiendo la voluntad de los partidos
de la oposición que habían vendido su alma al fascismo,
defendiendo toda la parafernalia apolillada de un sistema de mierda que
el se había propuesto aniquilar sin disparar un tiro.
El drama ocurrió
en Chile, para mal de los chilenos, pero ha de pasar a la historia como
algo que nos sucedió sin remedio a todos los hombres de este tiempo,
que se quedó en nuestras vidas para siempre.
|