Palestina

 

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El Vaticano adopta un lenguaje calculado que elude la naturaleza política del conflicto palestino-israelí y equipara a víctimas y verdugos

Juan Pablo II en Palestina. Al César lo que es del César

Ignacio Gutiérrez de Terán
Arabista, profesor de la Universidad Autónoma de Madrid

Artículo publicado en Nación Árabe, núm. 42, otoño de 2000

A finales de marzo pasado, el Papa Juan Pablo II visitó Jordania, Israel y los territorios de la Autoridad Palestina (AP) en un periplo que despertó gran interés informativo e hizo del Vaticano, durante unos días, protagonista invitado de excepción de la cuestión palestina. La Santa Sede puso buen cuidado en señalar la impronta exclusivamente 'espiritual' de la visita y el mantenimiento de las premisas habituales de diálogo "neutral y positivo" con las partes enfrentadas en el conflicto. Sin embargo, y aun cuando las autoridades palestinas e israelíes consideraron los gestos y palabras de Juan Pablo II una especie de refrendo para sus tesis particulares, la estancia Papal no ha servido para aclarar la situación o aportar fórmulas comprometidas y efectivas en aquellos aspectos en los que unos y otros mantienen posturas enfrentadas, como en el caso de los refugiados o la capitalidad de Jerusalén. Si bien debe reconocerse que la imagen del Papa como primer líder espiritual-religioso del mundo ha recibido un respaldo notable, el recorrido pontificio por Tierra Santa vino a corroborar el escaso peso específico del Vaticano en el ámbito político internacional, sobre todo cuando su línea de acción entra en colisión con las coordenadas generales de la estrategia norteamericana. También, ha suscitado nuevos interrogantes sobre la naturaleza de la tradicional política de 'neutralidad' desplegada por la Santa Sede en el expediente palestino y los intentos de aparentar una línea de acción 'equidistante' que sólo perjudica a la parte más desvalida.

Desde la creación del Estado de Israel en 1948, el Vaticano ha mostrado especial interés por el estatuto de los Santos Lugares y la situación de la comunidad cristiana sometida a la autoridad israelí. Esta preocupación ha marcado las relaciones entre la Iglesia católica y la ideología sionista, y ha promovido, en determinadas circunstancias, discrepancias relevantes. No obstante, las relaciones bilaterales han venido experimentado una mejora apreciable desde la entronización de Juan Pablo II y, más en concreto, el establecimiento de relaciones diplomáticas plenas con Israel en 1994. En todo caso, el asunto de Jerusalén oriental, cuya ocupación la Santa Sede sigue sin reconocer, constituye uno de los motivos recurrentes de fricción entre ambas partes, en especial en lo concerniente a la administración de los templos cristianos que tras 1967 quedaron bajo tutela del régimen de Tel Aviv.

Sin duda alguna, Juan Pablo II representa un punto de inflexión en la política habitual vaticana, pues aun sin salirse del marco general de la denominada "neutralidad diplomática" sí ha mostrado desde el inicio de su Papado una mayor querencia hacia el Estado de Israel y el contenido global de las tesis sionistas. Esta predisposición es ciertamente significativa si se establecen comparaciones con su antecesor, Pablo VI, y se tiene en cuenta la estrecha relación mantenida por el pontífice actual con organizaciones prosionistas polacas en su época de profesor universitario, relación que adquirió un mayor grado de intensidad al acceder al arzobispado de Cracovia en 1964. Dejando al margen algunas polémicas ocasionales a las que haremos alusión más adelante, el pontificado de Karol Wojtyla ha vigorizado los vínculos del Vaticano con el Estado sionista y marcado una línea de acción comprensiva para con las tesis israelíes. Por lo tanto, nada hay de extraño en que determinados responsables israelíes hablen con entusiasmo de una "nueva etapa" marcada por los "extraordinarios cambios" de actitud experimentados por la jerarquía católica; o que algún otro considere que en tiempos no tan lejanos ­cuando los antecesores de Juan Pablo II insistían en disociar el concepto de sionismo del de judaísmo y en promover el acercamiento teórico y práctico al pueblo judío sin establecer vínculos formales con el Estado sionista­ "la Iglesia era tenida por uno de los mayores enemigos de los judíos; hoy, sin embargo, es el mayor amigo del pueblo judío".

El Vaticano y la creación de Israel

Pío XII (1939-1958) ocupa un lugar destacado en la lista negra redactada por la historiografía filosionista para señalar a las autoridades eclesiásticas que, de algún modo, obstaculizaron la plasmación del proyecto sionista en Palestina y contribuyeron a retrasar la eclosión de un ambiente de concordia entre el Vaticano y el Estado israelí. Aun cuando las acusaciones vertidas por ciertos sectores sionistas han cargado las tintas sobre la supuesta animadversión de Pío XII hacia el Estado israelí, la actuación del Papa italiano no permite deducir una actitud abiertamente hostil hacia la estrategia general del sionismo ni tampoco una excepción a la tónica habitual de la diplomacia vaticana, dada a la contemporización y la adopción de posturas acordes con las coordenadas internacionales.

La reedición del debate sobre la supuesta pasividad y silencio de Pío XII ante el holocausto nazi volvió a poner de relieve, en vísperas del viaje de Juan Pablo II, que la figura de aquél no es objeto de devoción para parte de la sociedad israelí. No está de más preguntarse si la campaña de acoso y derribo contra la memoria de Pío XII habría alcanzado tal intensidad de haber mostrado un mayor entusiasmo hacia las tesis sionistas antes y después del 48. Por otro lado, destacados historiadores judíos del holocausto han alabado la actuación de Pacelli durante las persecuciones nazis y han rechazado las acusaciones de pasividad.

A decir verdad, la controversia en torno a Pío XII nace de la distinción efectuada por la Iglesia católica entre sionismo y judaísmo. De ahí que Pío XII y otros tantos responsables eclesiásticos no viesen contradicción en la doble oposición a la persecución nazi del pueblo judío y a los proyectos sionistas en Palestina. Por lo tanto, la negativa a patrocinar la instauración de un Estado sionista en Palestina poco tenía que ver con mentalidad antijudía alguna, sino con la determinación de proteger los intereses cristianos en Tierra Santa. Según el Vaticano, estos intereses quedarían amenazados en el caso de que el borrador sionista se convirtiese en un texto de pleno derecho. De hecho, las reticencias al plan sionista se debían no tanto al contenido en sí cuanto al lugar designado para albergarla. Más todavía: aunque dudaba de que las alegaciones sionistas sobre la impronta judía irrevocable de Palestina estuviesen justificadas moral e históricamente, la Santa Sede mostró su disposición a aceptar un Estado judío en Tierra Santa siempre y cuando se le diesen garantías sobre la libre soberanía de los Santos Lugares. Este punto de vista había sido mantenido ya por Benedicto XV (1914-1922) en una reunión celebrada con un destacado activista sionista. Y del mismo modo que la reacción de círculos católicos contrarios al sionismo ha contribuido a suavizar las muestras de apoyo al proyecto de Israel por parte de algunos estamentos eclesiásticos, también debe apuntarse que lo contrario, un rechazo tajante a los planes de colonización de Palestina, no se ha producido nunca.

Otra de las acusaciones formulada contra la Iglesia católica de los años cuarenta estribaba en su tendencia proárabe. Esta imputación, aireada también en el renovado debate sobre Pío XII con motivo de su canonización, da por hecho que el antijudaísmo del Vaticano llevó a éste a mostrar una afinidad con las reclamaciones árabes y, en especial, con los intereses de los palestinos cristianos. Sin embargo, el propósito primero de la Iglesia en lo referente a los Santos Lugares era asegurar que una tercera parte, ni árabe ni judía, ejerciese el control directo sobre aquéllos. Para cumplir este objetivo propuso bien la prolongación del Mandato británico o de otra potencia cristiana occidental sobre Palestina, bien la internacionalización del territorio bajo supervisión de Naciones Unidas (NNUU). Posteriormente, cuando la partición de Palestina en dos Estados se convirtió en poco menos que ineludible, los responsables eclesiásticos acabaron aceptando la división territorial siempre y cuando se asegurase la internacionalización de Jerusalén. De esto último dan prueba fehaciente testimonios aportados por la Agencia Judía y el hecho de que los países católicos de Iberoamérica y Europa difícilmente habrían votado en bloque en pro de la partición en la Asamblea General de noviembre de 1947 sin el nihil obstat de Roma.

Por lo tanto, puede deducirse de lo anterior que, en contra de las alegaciones sionistas, la Iglesia católica no se ha mostrado en ningún momento opuesta, en esencia, a la creación del Estado de Israel. Si algo cabe achacársele, desde un punto de vista estrictamente sionista, es su escasa predisposición a sustentar las tesis oficiales del retorno bíblico, la insistencia en lo concerniente a la especificidad de los Santos Lugares y, sobre todo, la renuencia a otorgarle reconocimiento diplomático, si bien círculos israelíes achacan esto último al temor de poner en peligro a las comunidades cristianas en los países árabes enemigos de Israel. En todo caso, es innegable que la jerarquía católica expresó con claridad su rechazo a determinados apartados del plan sionista y distó de compartir el entusiasmo de numerosos sectores occidentales.

Empero, las transformaciones habidas en el ámbito internacional desde 1945 y, en especial, la eclosión de EEUU como primera gran potencia occidental llevaron al Vaticano a reconsiderar sus posicionamientos. Roma consideró que Washington podía convertirse en su principal socio y valedor en la lucha contra el comunismo, lo que le obligó a tener en cuenta la decidida apuesta estadounidense por Israel. Aun así, la sintonía táctica con EEUU no significó el arrumbamiento de la política de "neutralidad oficial" ni evitó roces esporádicos con las autoridades israelíes. Del mismo modo, el Vaticano ha tratado de mantener las distancias con lo que ha dado en llamarse el "sionismo cristiano". Éste, basándose en una lectura particular de la Biblia y el concepto teológico de la "Historia de la salvación", ha aportado un sustento excepcional a los postulados sionistas en Occidente. Para el sionismo cristiano tanto católico como protestante, el nacimiento de Israel es un hecho gozoso en tanto en cuanto constituye la confirmación de las revelaciones bíblicas y el anuncio de la parusía. La Iglesia de Roma ­al contrario que numerosas congregaciones protestantes e incluso católicas­ nunca hizo suyos estos postulados, que han adquirido gran fuerza en EEUU y aportan, junto con los condicionantes geoestratégicos, el principal sustento de la política sionista de Washington (1). No hay que olvidar, por otra parte, que grupos protestantes sionistas como los baptistas, los adventistas, presbiterianos, etc., alentaron a finales del siglo XIX y principios del XX la colonización judía de Palestina, a la par que ayudaron a crear una corriente de opinión favorable al sionismo en Gran Bretaña, potencia mandataria en Palestina tras la Primera Guerra Mundial.

Acuerdo Vaticano-OLP

La llegada de Juan Pablo II a Palestina vino precedida de dos encontronazos con el régimen de Tel Aviv: el acuerdo firmado por el Vaticano en febrero de 2000 con la OLP a propósito de la libertad de culto y Jerusalén , y el permiso gubernamental para la construcción de una mezquita en Nazaret junto a la basílica de la Anunciación. En cuanto al acuerdo, los compromisos adoptados por la Santa Sede y la OLP hacen referencia a las relaciones bilaterales, la libertad de culto en los territorios de la AP y el estatuto de los templos cristianos. Sin salirse de la tendencia habitual del Vaticano a la abstracción, el texto no menciona explícitamente a Israel ni critica de forma evidente las tesis israelíes sobre los asuntos calientes. Empero, los responsables israelíes protestaron por las alusiones a Jerusalén y el rechazo a cualquier "acción unilateral" que atente contra su especificidad. El gobierno de Barak calificó el acuerdo de injerencia en las negociaciones entre israelíes y palestinos y deploró la inconveniencia del momento elegido para rubricarlo; no obstante, como bien se encargó de recordar el nuncio apostólico en Israel, Pietro Sambi, el acuerdo no constituía una declaración política sino una alusión expresa a la identidad religiosa de Jerusalén y a su importancia para las tres grandes religiones monoteístas. Del mismo modo, las invocaciones en pro del "estatuto especial para Jerusalén con garantías internacionales" no constituyen nada novedoso en el discurso del Vaticano. Si acaso, podrían considerarse una especie de redefinición a la baja de las exigencias originarias de internacionalización de la ciudad. Tampoco constituyen una oposición manifiesta a la pretensión israelí de convertirla en su "capital indivisible", ya que la principal preocupación de la Santa Sede se centra en la libertad de culto y acceso a los Santos Lugares. Como quiera que sea, el régimen de Tel Aviv no ha concedido demasiada importancia al acuerdo, puesto que en mayo pasado el parlamento blindó Jerusalén Oriental y reafirmó de forma implícita que no piensa renunciar a las "medidas unilaterales" respecto a la ciudad.

Más grave fue la polémica, iniciada hace dos años, en torno a la mezquita de Nazaret. En cierto sentido, el tratado firmado por el Vaticano y la OLP puede considerarse una admonición a los israelíes ante la posibilidad de que el affaire de la mezquita se repita. En noviembre del año pasado, el gobierno de Barak escribió el capítulo definitivo al dar el visto bueno a la construcción de la mezquita de Shihab ad-Din junto a la nazarena basílica de la Anunciación. La medida provocó un severo comunicado por parte del Vaticano, que acusó a Israel de querer fomentar las tensiones entre dos comunidades, la cristiana y la musulmana, que habían vivido en armonía hasta entonces. Como señal de protesta, los templos católicos y de otras congregaciones cristianas permanecieron cerrados durante dos días, y el Vaticano llegó a amagar con suspender la ya programada visita Papal. Todo esto vino acompañado de enfrentamientos entre cristianos y musulmanes en las calles de Nazaret. La situación creada, que esconde las intenciones israelíes de exacerbar las discrepancias interconfesionales en su propio provecho, merece cierta atención porque revela una vez más los vectores de la política vaticana en Palestina. Por un lado, el citado comunicado, "olvidando por un momento la exquisitez diplomática y la circunlocución que caracterizan" el lenguaje del Vaticano, incide en la dirección ya conocida de anteponer el asunto de los Santos Lugares a cualquier otra consideración. Pero por otro lado, y esto también tiene su importancia, demuestra la tendencia habitual del catolicismo oficial a considerar a los cristianos, palestinos en su gran mayoría, como algo que debe quedar al margen de la disputa política sobre Palestina. En palabras de un periódico de marcada impronta católica y obviamente afín al pensamiento del Vaticano, "los cristianos (palestinos) carecen de reivindicaciones políticas o sociales en Israel. Sólo aspiran a practicar su religión en unos lugares que, según su fe, son sagrados".

Antes de Juan Pablo II, sólo un Papa había pisado la Palestina histórica desde 1948. Pablo VI realizó en 1964 una breve visita que se saldó con un todavía más breve encuentro con los responsables israelíes y el mantenimiento del no reconocimiento diplomático de Israel. Las diferencias entre un viaje y otro son evidentes, ya que, dejando al margen los aspectos estrictamente teológicos, la Iglesia católica sí mantiene en la actualidad relaciones diplomáticas oficiales con Israel.

En poco menos de una semana, el Papa recorrió Jordania, Israel y los territorios palestinos, cosechando, por lo general, elogios y reconocimientos por parte de los responsables políticos y religiosos locales. En algunos aspectos, hubo coincidencia a la hora de señalar la contribución de la visita al acercamiento entre las tres grandes religiones y el ánimo declarado a favor de la paz. La presencia de Juan Pablo II en la cripta del Memorial del Holocausto (Yad Vashem) significó para muchos la muestra definitiva de que la Iglesia católica había pasado la página del antisemitismo. Los líderes musulmanes vieron en la visita a la mezquita de al-Aqsa y la celebración de una misa en Belén en comunidad fraternal con los musulmanes un exponente del ánimo conciliatorio de la Iglesia frente al islam. En lo tocante a los desplazados palestinos, representantes políticos de uno y otro lado dieron en alabar al Papa si bien a partir de lecturas diferentes. Si alguien dudaba de la capacidad de la diplomacia vaticana para hacer de las generalidades y la inconcreción, la neutralidad en definitiva, una virtud debería calibrar las reacciones de las autoridades palestinas e israelíes a las palabras de Juan Pablo II sobre los refugiados. La diplomacia vaticana, considerada desde hace tiempo como la "mejor del mundo", causó una gran impresión porque permitió a algunos concluir que lo que había dicho el Papa era precisamente lo que ellos pensaban que tenía que decir el Papa. Tanto es así que desde los dos lados se llegó a la conclusión de que Juan Pablo II había sustentando sus tesis particulares en este o ese apartado. De este modo, para algunos políticos y analistas palestinos, el Papa había hecho una llamada en pro del "derecho de los que fueron despojados de su tierra y sus posesiones" a volver a sus hogares. Pero los israelíes extrajeron de sus declaraciones conclusiones bien distintas: según Haim Ramon, ministro encargado de supervisar la visita, las palabras del Papa sobre el derecho de los palestinos a una patria propia y una "solución justa para los refugiados" merecían todo el apoyo de Tel Aviv, ya que no sólo concordaban con lo establecido en los acuerdos de Oslo sino que se asemejaban en el fondo a lo que ya había propuesto Israel en 1978; además, el Papa no pronunció en ningún momento las palabras "derecho de retorno" ni mencionó explícitamente el término Estado.

La prensa internacional, que cubrió el evento con profusión de medios, calificó la estancia del Papa en Palestina de exitosa. Quizás, en ciertos aspectos, se pueda hablar de éxito: la popularidad del Papa en la región y en el resto del mundo ganó enteros, lo mismo que las perspectivas del diálogo interreligioso. También, la visita ha servido para resaltar la situación de los cristianos palestinos (del 2 al 3% de los habitantes de Israel y los Territorios Ocupados), en especial los católicos, cuyo número ha venido decreciendo de forma continua desde 1948. Asimismo, ha puesto sobre el tapete la necesidad de una acción coordinada entre los ritos cristianos de Tierra Santa para superar sus querellas intestinas. Pero, al mismo tiempo, los resultados de la visita dan pie a una serie de preguntas. Por ejemplo, cuál es el alcance real del ascendiente del Vaticano y su capacidad de influencia en las grandes decisiones políticas internacionales. Acontecimientos como la Guerra del Golfo demostraron que el prestigio de la Santa Sede poco puede hacer cuando sus opiniones públicas difieren de las de la metrópolis del Imperio. Del mismo modo, las reticencias desplegadas por el Vaticano hacia el Estado sionista durante las décadas pasadas poco o nada han influido en el curso de los acontecimientos. Más bien ha sido el Vaticano quien ha acabado por matizar algunas de sus posturas iniciales tras aceptar el "triunfo israelí". Además, la estancia de Juan Pablo II en la zona no ha dado lugar a propuestas de paz efectivas y las negociaciones entre palestinos e israelíes siguen detenidas en los dos ejes fundamentales a pesar de las conversaciones de Camp David en julio pasado.

¿Una diplomacia neutral?

Con su lenguaje calculado y aséptico, la diplomacia vaticana no contribuye a resolver la situación ni a reflejar el conflicto en toda su crudeza. Ni siquiera contribuye a la imparcialidad. Los buenos deseos y los ánimos de paz deben ser reconocidos en su justa medida; pero la invocación a la equidistancia entre dos partes desiguales, enfrentadas en un duelo descompensado, acaba conviertiéndose en reconocimiento tácito de la hegemonía del más fuerte y en renuncia a defender los derechos conculcados del más débil. Es legítimo pretender que el Vaticano tiene también sus intereses y que su principal misión es defenderlos.

Pero la autoridad moral y espiritual que muchos presuponen en la Iglesia católica exige un compromiso con el oprimido y el perseguido, un discurso más vivo en pro de quien ha sido vejado y usurpado, aun a sabiendas de que tal determinación habrá de acarrear el rechazo de la supraestructura de poder. A pesar de las proclamas de la AP y los discursos radiantes de Yaser Arafat, en los que se consideraba que este gesto del Papa significaba el apoyo a la palestinidad de Jerusalén y este otro una referencia inequívoca al Estado palestino, quien sale reforzado de todo este envite es Israel. En el campamento de refugiados de Duhaishe, cercano a Belén, miles de palestinos esperaron durante horas una frase clara e indistinta del Papa sobre la situación angustiosa de los desplazados y su derecho a volver. Sólo recibieron buenas palabras sobre su condición de víctimas y el deseo de que remitiesen "las causas de vuestra presente situación".

Los defensores del Vaticano arguyen, cuando se le solicita a éste una mayor involucración en los pesares del pueblo palestino, que la misión principal de la jerarquía católica reside en la defensa de los intereses propios y de sus feligreses, así como en el fomento de la concordia y la paz entre todas las religiones. Pero las consideraciones de tipo religioso no bastan porque estamos ante un asunto que nada tiene de religioso y todo de político, social y humano. O por decirlo al modo de un teólogo católico, "es un problema de justicia, en una tierra cuyos habitantes han sufrido el destino de una partición inicua y una expulsión escandalosa... es un problema de refugiados que se enmarca en un problema más general, de orden colonial". A pesar de la perspectiva vaticana general que tiende a considerar a los palestinos cristianos, muchos de ellos desplazados, seres aparte que nada tienen que ver con el conflicto, el asunto de los refugiados constituye el meollo e la solución al conflicto palestino. Su cierre en falso, tal y como propone Israel, no hará más que aportar nuevas dosis de dolor y sufrimiento a cientos de miles de personas. Ahí no debería haber silencios, máxime si se sospecha que el padecimiento del ser humano hace necesaria la valentía precisa para denunciar los abusos. Buscar el eclecticismo en nombre de un concepto nebuloso de la neutralidad conlleva a la dejación del deber moral de asistir a la víctima. El Vaticano parece una máquina de proferir generalidades y recovecos retóricos donde se presta mayor atención a la posible resonancia de las palabras que al padecimiento de los individuos. Éstos deberían ocupar el lugar central en cualquier consideración que, más allá de los presupuestos humanitarios, pretendiese aportar respuestas y soluciones. Como bien dijo un respetado hombre de religión católico, no sólo ante el problema palestino sino también ante otros muchos parecidos en diversos países, "el cristianismo ha de tomar una actitud personal totalmente responsable y de ninguna manera desligada de los seres humanos que viven a su alrededor".


  1. Sobre el tema puede leerse el artículo de Phylis Bennis y Jaled Mansur "Dinero y votos: a Dios rogando y con el mazo dando", en Nación Árabe núm. 38, verano de 1999.


Documento: Acuerdo entre la Santa Sede y la OLP