Juan Manuel Vera
Castoriadis
y la dialéctica entre lo nuevo y lo viejo
Revista Trasversales
número 19, verano 2010
Textos
del autor en Trasversales
Artículo
publicado por primera vez en la revista RIFF RAFF, nº 42, 2ª época,
invierno 2010
Estas notas están redactadas desde la convicción
de que vivimos una época de continuada descomposición de las
ideas recibidas sobre cómo es, cómo puede ser y cómo
debe ser la sociedad. Sin embargo, las mutaciones que se están produciendo
en la subjetividad colectiva no tienen aún las expresiones que permitan
reconocer las nuevas miradas emergentes sobre el mundo.
Los modelos ideológicos fuertes del siglo veinte no han encontrado reposición
y se ha hecho patente, más allá de su contextualización
histórica, que tras el derrumbamiento del totalitarismo en el este
de Europa ha aflorado un notorio vacío intelectual en la filosofía
política de lo contemporáneo. El mundo bipolar de la guerra
fría alimentaba la ilusión de la existencia de sistemas alternativos, aunque fuera una apariencia. Ello
era así tanto en el este, sometido al dominio totalitario, y donde
las ideas emancipatorias habían sido aplastadas; como en el oeste,
donde la neutralización de las ideas igualitarias más radicales
facilitó los procesos de integración de las mayorías
sociales que aceptaron el compromiso fordista.
Por paradojas del destino, y de la transformación social, a partir
del año 2008 se ha añadido otra singularidad, la derivada
de la nueva crisis del capitalismo (la más virulenta desde el crack del 29) que evidencia el fracaso de las recetas
de referencia de las oligarquías dominantes, en este caso el proyecto
liberista de desregulación económica, social
y financiera [frente al uso generalizado en los últimos
años del término neoliberalismo debe señalarse como
referencia conceptual mucho más adecuada la expresión liberismo, propuesta originalmente
por Giovanni Sartori, que evita cualquier confusión interesada entre
la doctrina capitalista desregulatoria y el liberalismo político]. Lejos de haberse superado para siempre las crisis
cíclicas de valorización del capital, en el nuevo escenario
mundializado han adquirido una nueva dimensión donde la posibilidad
de la catástrofe financiera se inserta en la propia dinámica
de la acumulación de capital. La traumática detención
del proceso de expansión del capital está poniendo de manifiesto
para millones de personas las inconsistencias del modelo económico
y de vida colectiva.
La actual crisis no consiste única ni esencialmente
en una crisis financiera [una excelente crítica de la teoría
de la financiarización que explica el carácter sistémico
de la actual crisis puede leerse en El capitalismo roto (Rolando Astarita, Madrid,
La Linterna Sorda, 2009)].
Como señalaba el viejo Marx, cuando el capital y su expansión
aparecen como principio y fin, como el móvil y la meta de la producción;
la producción es únicamente producción para el capital.
Durante estos años se había creído posible un crecimiento
indefinido y acelerado de los precios de los activos inmobiliarios y financieros,
basados en la expansión del crédito, al margen de la capacidad
real de crear riqueza y valor.
Cuando ese ciclo ascendente se interrumpe abruptamente
puede parecer que existe una lógica del capital distinta de una lógica
humana, como si fuera una fuerza objetiva la que desencadena el desarrollo
ilimitado de la producción de mercancías por medio de mercancías.
Sin embargo, la expansión sin límites del capital es el resultado
de decisiones humanas que pretenden ocultarse baja la apariencia de ser obra
de meros agentes de leyes económicas inalterables.
Sin embargo, en esta ocasión histórica
hay algo más. El propio término crisis se envuelve en las brumas de una polisemia que
induce a la confusión. ¿Crisis económica, crisis del
capitalismo, crisis de la civilización? El hecho de que la discusión
sobre la sostenibilidad se sitúe en el primer plano, ante las evidencias
de que las consecuencias ecológicas y sociales del cambio climático
no son una posibilidad lejana en el tiempo sino un riesgo real para la próxima
generación, introduce en el debate público algunas cuestiones
esenciales sobre la perdurabilidad técnica, humana, ecológica
y social del actual sistema-mundo. Y también, sobre la incapacidad
para dar respuestas a esos retos humanos por parte de las élites mundiales,
como ha puesto de manifiesto, en diciembre de 2009, el fracaso de la cumbre
sobre el clima de Copenhague.
La sociedad de consumo de masas resultó
una consecuencia del largo ciclo de bienestar social y económico que
se puso en marcha en las décadas de crecimiento económico que
tuvieron lugar después del final de la segunda guerra mundial. En
ese contexto, la creencia en la posibilidad de un desarrollo ilimitado, infinito, del actual modelo capitalista de producción
exponencial de mercancías cada vez más degradables y de un
valor de uso más discutible, aunque chocara con la evidencia de los
límites materiales del planeta, se ha convertido en el imaginario
más profundo de nuestra época. Ante dicho imaginario, se debilitaban
todas las evidencias de los efectos negativos del despilfarro de recursos,
se eclipsaba la creciente desigualdad y la continúa creación
de pobreza en tantos lugares del mundo y, finalmente, no se percibía
la propia miseria vital que produce el consumismo como único horizonte
humano.
“El capitalismo, tras haber
vaciado, del taller al laboratorio, la actividad productiva de toda significación
propia, se ha esforzado en emplazar el sentido de la vida en el ocio y en
reorientar a partir de ahí esa actividad productiva. Para la moral
que prevalece, al ser la producción el infierno, el consumo -el disfrute
de bienes- vendría a ser la verdadera vida”. Por otra parte, “el consumo capitalista impone
una dinámica de reducción de los deseos mediante la satisfacción
regular de necesidades artificiales, las cuales permanecen como necesidades
sin haber sido jamás deseos” [D. Blanchard, Crisis de palabras, Madrid, Acuarela & A.
Machado, 2007, p. 107]. En esas condiciones los individuos no se convierten
en ciudadanos plenos. El dominio de lo económico es una forma de
autoengaño, dotando a los individuos de una identidad ficticia sobre
la base de la metástasis del consumo de masas que pretende ocultar
el vacío de todo valor sustantivo. Se trata de una ilusión,
pero las ilusiones son poderosas fuerzas productivas del mantenimiento del sistema.
Recordando a Freud, una ilusión no es sólo una creencia errónea,
es una creencia errónea sostenida por un deseo, un error investido
por la pasión de ocultar la realidad.
En un plano histórico la época actual
se caracteriza por la pulverización del mito de masas del progreso, entendido como creencia en la mejora lineal de
las condiciones de existencia material, y por la disolución de las
tradicionales identidades tradicionales en el marco de una sociedad en la
cual el proyecto vital de un trabajo
para toda la vida ha desaparecido
en apenas una generación.
¿Y la izquierda? Mientras las élites
dominantes intentan recomponer de nuevo su discurso roto de la prosperidad
universal derivada del libre juego de las fuerzas del mercado, la crisis
ha producido un efecto espejo en el seno de una izquierda cada vez más
vacía de ideas y más incapaz de servir de polo de referencia
de la crítica social. Nunca como ahora resulta más imprescindible
un pensamiento crítico articulado en los movimientos sociales y,
nunca como ahora, es más notoria la creciente incapacidad de reconstruir
desde la izquierda un discurso crítico creíble sobre el sistema.
No se trata únicamente de la ruina intelectual
de la socialdemocracia tradicional, sometida al imperio de los discursos
elitistas dominantes, ni de la incapacidad de los residuales marxismos de
recuperar capacidad de análisis de la sociedad. También se
trata de lo lejos que estamos de que la ciudadanía, inquieta y preocupada
ante la crisis, perciba la posibilidad real de actuar y de conseguir una
brecha en el sistema que abra nuevas posibilidades de
gestión de lo social.
La desarticulación
de los valores históricos dominantes hace más patente la desdichada
evolución de la izquierda democrática occidental en su orientación
hacia la aceptación del liberalismo económico, en lugar de
profundizar en el liberalismo político.
Los silencios de la izquierda política e
intelectual son clamorosos. En un
mundo cada vez más totalizado se evitan la preguntas imprescindibles,
las que se refieren al papel de la política en el futuro; es decir,
al porvenir de la democracia o, en otras palabras, la cuestión de
qué instituciones y con qué ciudadanos es posible una participación
efectiva en las decisiones que nos afectan a todos y a la supervivencia
social y ecológica del mundo.
Las herramientas del pensamiento de Castoriadis
Ante esa descomposición combinada de las ideas totalitarias
(adheridas aún a parte de la vieja izquierda) y de las concepciones
liberistas
de las élites, podríamos pensar en un alarde
de optimismo que habría llegado el momento, la posibilidad de extender
una visión mundializada anticapitalista que permitiera impulsar
las luchas por la igualdad y la libertad en un marco de desarrollo económico
y social sostenible (no basado en el crecimiento indefinido de los recursos
utilizados y el consumo). Sin embargo, no hay ninguna inteligencia de la razón histórica que asegure ese transcrecimiento
de las luchas
parciales contra la economización del mundo, por los derechos sociales
y por las libertades individuales.
El elemento positivo
de que las ortodoxias pseudo-socialistas o pseudo-liberales del siglo veinte
sean meros cadáveres no es, en sí misma, una respuesta muy
tranquilizante, pues la descomposición afecta también a las
heterodoxias que se desarrollaron en los márgenes de dichas ortodoxias
y que, perdiendo su carácter subversivo de antaño, pueden convertirse
en anécdotas del pensamiento humano, cuando se trasladan a esta época
sin que hayan surgido bases alternativas de desarrollo del pensamiento crítico.
La ausencia de una crítica
social efectiva de lo existente me plantea la reflexión sobre la
pertinencia de los conceptos clave del pensamiento de Castoriadis para contribuir
a comprender el horizonte histórico de la crisis estructural del capital, e, igualmente,
para valorar si sus instrumentos de proyección política pueden
inspirar, al menos parcialmente, alternativas anticapitalistas.
Como es sabido,
Castoriadis elaboró de los años cincuenta a los noventa del
pasado siglo una condena radical del totalitarismo estalinista, reflexionó
sobre las nuevas vías del desarrollo capitalista, criticó
al marxismo como filosofía de la historia, desarrolló una
teoría del imaginario social y de la función de la imaginación
radical, investigó la raíces del proyecto de autonomía
e indagó sobre el ascenso de la insignificancia en la sociedad contemporánea.
Una bibliografía
amplia de Castoriadis está disponible en Agora Internacional (www.agorainternational.org).
Asimismo existe amplia información y textos sobre Castoriadis en
castellano en Magma (www.magma-net.com.ar) y en la Fundación Andreu
Nin (www.fundanin.org/acastoriadis.htm). Entre los materiales introductorios
en castellano sobre Castoriadis pueden indicarse los siguientes libros:
Castoriadis 1922-1997 (Juan
Manuel Vera, Madrid, Ediciones del Orto, 2001), Magma.
Cornelius Castoriadis: psicoanálisis, filosofía, política (Yago
Franco, Buenos Aires, Biblos, 2003), Cornelius
Castoriadis y el imaginario radical (Nerio
Tello, Madrid, Campo de ideas, 2003) y la introducción de Xavier
Pedrol a los Escritos políticos
de Castoriadis (Madrid, Libros de La Catarata,
2005). El número 54, 2002, de Archipiélago reúne un
interesante conjunto de artículos sobre Castoriadis. También
tienen interés los monográficos de Metapolítica nº
8, 1998, y de Anthropos nº 198, 2003. Un resumen sumario de la trayectoria
intelectual de Castoriadis puede leerse en la “Advertencia” de Enrique Escobar
y Pascal Vernay a Sujeto y verdad en el mundo
histórico-social, Buenos Aires, FCE, 2004. Finalmente,
el libro Fragmentos del caos –Filosofía,
sujeto y sociedad en Cornelius Castoriadis, coordinado
por Daniel H. Cabrera (Buenos Aires, Biblos, 2008) presenta un conjunto
de textos críticos que abordan con rigor diferentes aspectos del
pensamiento de Castoriadis.
La construcción política
de Castoriadis se asienta en la convicción del fracaso del marxismo
como pensamiento emancipatorio. Ya a mediados de los años sesenta
establecía la imposibilidad de seguir siendo revolucionario y marxista
[“Marxismo y teoría revolucionaria”, texto de 1964-1965
incluido en La institución imaginaria
de la sociedad, Barcelona, Tusquets, 1983]. Y su concepción no
reflejaba únicamente una crítica radical de los estados del
socialismo
real,
sino también el cuestionamiento de las ideas centrales de las tradiciones
heredadas de Marx para comprender la sociedad del siglo veinte o, más
en general, como instrumento adecuado para interpretar adecuadamente la complejidad
de cualquier sociedad.
En definitiva, lo que separa
definitivamente a Castoriadis de Marx es la idea marxiana de determinación
de la evolución de la sociedad que, con todos los matices que distintas
lecturas del autor del El capital pueden aportar, es un argumento
axial de su concepción y que, para Castoriadis, es imposible de integrar
realmente con un papel protagonista de los sujetos sociales [Daniel
Bensaid en “Políticas de Castoriadis” (www.vientosur.info/articulosweb/noticia/index.php?x=1876)
presenta de una forma irreconocible la crítica de Castoriadis al
marxismo, simplificando el pensamiento del autor de La institución
imaginaria de la sociedad de forma que facilite su defensa
cerrada del marxismo. Aparentar desconocer como hace Bensaid que en el marxismo
ha existido una pretensión central de carácter determinista
y una fe en el progreso económico es tanto como reducirle a una mera
defensa de la interacción recíproca de los elementos de la
vida social. El hecho de que hasta a los que hoy se siguen considerando marxistas
les cueste reconocerse en esos elementos del marxismo sólo viene
a reflejar la profundidad de la crisis explicativa en que ha incurrido las
tesis troncales del materialismo histórico]. Para Castoriadis “la ruina
del marxismo no se limita a un cierto número de ideas concretas (ruina
que, es evidente, deja subsistir muchos descubrimientos fundamentales y
un modo de considerar la sociedad la historia y la sociedad que ya nadie
puede ignorar). Es también, la ruina de un cierto tipo de relación
entre estas ideas, y entre ellas o la realidad y la acción. En pocas
palabras, es la ruina de la concepción de una teoría (e incluso
de todo un sistema teórico-práctico) cerrada, que creyó
poder encerrar la verdad, sólo la verdad y toda la verdad del período
histórico en el que surgió, en un cierto esquemas que pretendían
ser científicos” [“Reemprender la revolución”
(C. Castoriadis, La experiencia del movimiento obrero II, Barcelona, Tusquets, 1979,
p.237-238)]. Finalmente, como ha señalado
Jordi Torrent, Castoriadis “subraya que el propio corpus de ideas marxiano
se halla impregnado en irreductible medida por el mismo imaginario de dominación
que mueve al capitalismo, lo cual hace incompatible su orientación
con la del proyecto revolucionario de autonomía” [Jordi Torrent, “Los escritos políticos de
Castoriadis” (www.trasversales.net/t03jtb.htm), Trasversales nº 3,
2006].
En resumen, la
obra de Castoriadis refleja un pensamiento singular y multifacético,
ajeno a cualquier escuela, un anticapitalismo encaminado a la defensa radical
de la creación democrática.
La pregunta inmediata
consiste en plantearnos si hay posibilidad de desarrollo de políticas,
de líneas de acción práctica desde las ideas castoridianas
o si, al contrario, como el resto de las ortodoxias y heterodoxias procedentes
del pasado siglo, están abocadas a una repetición ritual de
conceptos, en este caso los de autonomía, creación o imaginario,
sin capacidad de incidencia en los movimientos efectivos que pueden emerger
frente a la lógica heterónoma del capital. Por ello, en este
artículo no se abordarán sistemáticamente los núcleos
esenciales de su pensamiento, me limitaré a unas breves reflexiones
sobre cómo algunos materiales de sus obras podrían incidir
en varias cuestiones centrales del desconcierto contemporáneo.
El horizonte
de la indeterminación
Sabemos que entre las rendijas
del ethos de esta época, sus vientos
del mundo, alienta poderosamente el nihilismo, la incapacidad de construir
un proyecto positivo a partir de las luchas sociales, dejando por tanto,
abierto el camino para las heteronomias más brutales.
Castoriadis situaba históricamente,
en uno de sus seminarios, la etapa final del siglo veinte de la siguiente
forma. “No
asistimos actualmente a una fase de creación histórica, de
fuerte institución. En el mejor de los casos, es una fase de repetición,
en el peor -y mucho más probablemente- es un período de destrucción
histórica, de destitución… Entendemos por destitución
el movimiento del imaginario social que se retira de las instituciones y
de las significaciones imaginarias sociales existentes, al menos en parte,
y las desinviste, las destituye, quitándoles lo esencial de su validez
histórica o de su legitimidad, sin por ello proceder a la creación
de otras instituciones que tomarían su lugar o de otras significaciones
imaginarias sociales” [C. Castoriadis, Sujeto
y verdad en el mundo histórico-social, Buenos
Aires, FCE, 2004, p.16].
¿Proporciona la obra
de Castoriadis instrumentos útiles para abordar esta época
tan compleja? ¿Incluye instrumentos capaces de ayudarnos a comprender
su especificidad, sus riesgos y sus oportunidades sin incurrir en una mera
repetición de sus ideas básicas? [El problema
de la repetición y de la supuesta homogeneidad, en la obra de Castoriadis
es abordado por Daniel Blanchard en Crisis
de palabras, op. cit. Una reflexión
sobre las posibilidades y las limitaciones de la obra de Castoriadis para
actuar en el presente puede leerse en “¿Por dónde pasa hoy
la fidelidad al legado político de Castoriadis?” (Amador Fernández
Savater, El Viejo Topo nº 222-223, 2006)].
Partamos de la
premisa de que su aportación política debe entenderse como
una propuesta democrática radical, que se opone a toda forma de dominación
social, lo que le confiere una naturaleza anticapitalista. El proyecto castoridiano
no se circunscribe a las instituciones políticas sino que abarca
el conjunto de las esferas sociales, incluyendo el trabajo y toda forma
de relaciones humanas. Para Castoriadis la dominación social es algo
más que la explotación económica, del mismo modo que
el desarrollo de los imaginarios sociales trasciende cualquier concepción
de una superestructura más o menos determinada o condicionada (como
ocurre en los marxismos más abiertos) por las relaciones de producción.
Castoriadis concibe la acción
humana como creadora de determinaciones provisionales no condicionadas ni
determinadas en lo esencial. Al no existir una flecha de la historia los seres humanos pueden asumir
sus propias responsabilidades sin confiar en creencias teleológicas.
En un horizonte de indeterminación la posibilidad de acción humana se contrapone a cualquier
teología del poder y a la mixtificación ideológica.
Castoriadis expresó muy claramente este reto al afirmar que “en todos
los dominios de la vida, y tanto en la parte desarrollada como en la parte no desarrollada del mundo, los seres humanos están actualmente
en vías de liquidar las antiguas significaciones y tal vez de crear
otras nuevas. Nuestro papel consiste en demoler las ilusiones ideológicas
que les dificultan esta creación” [C. Castoriadis, El mito del desarrollo, Barcelona, Kairos, 1979,
p.226]. En ese sentido, el
aspecto deconstructivo del pensamiento de Castoriadis está todavía,
en mi opinión, pendiente de completarse.
Entropía, capitalismo y autonomía
La lógica
del capitalismo realmente existente es una lógica sin proyecto, incluso
en los países privilegiados Una huida hacia delante de una sociedad
que no está dispuesta a pensar a fondo sobre sí misma y hacia
dónde va.
Puede pensarse en un horizonte
duradero, al menos durante varias décadas, de “desorden creciente
y autoreforzante” [Immanuel Wallerstein, “Agonías
del liberalismo” (La izquierda a la intemperie, Madrid, Los Libros de la
Catarata, 1997, p.24), www.trasversales.net/i31iw.htm] en el cual el sistema-mundo
capitalista no es capaz de establecer auténticas válvulas
de escape y crece la deslegitimación y la incapacidad de responder
a las necesidades de una población descontenta pero aún incapaz
de crear alternativas.
Para Castoriadis la historia no tiene un sentido,
es precisamente el campo en el que se crean los sentidos. Llevando la cuestión
de la construcción de sentido a la sociedad capitalista nos encontramos
ante una sociedad histórica cada vez más incapaz de construir
un sentido perdurable de vida, lo cual podría llevar a considerarla
enferma. Ello es una consecuencia de que “el contenido antropológico
del individuo contemporáneo no es, como siempre, sino la expresión
o la realización concreta, en carne y hueso, del imaginario social
central de la época, imaginario que modela el régimen, su
orientación, los valores, aquello por lo que vale la pena vivir o
morir, el vigor de la sociedad, incluso sus afectos –y los individuos llamados
a hacer existir concretamente todo esto-. El núcleo del imaginario
de la época, como se sabe, es cada vez más el núcleo
del imaginario capitalista: la expansión ilimitada de la economía,
de la producción y del consumo- y cada vez menos lo imaginario de
la autonomía y de la democracia” [“¿Qué democracia?”, 1990 (C. Castoriadis,
Figuras de lo pensable, Madrid, Cátedra, 1999)].
En ese sentido, la capacidad de crear simulacros
de sentido por la sociedades capitalistas avanzadas sobre la base del consumo
material de masas y la universalización del nuevo ocio, se enfrenta
a los límites materiales de la sostenibilidad y a las fronteras últimas
de la incapacidad de los simulacros de sentido de afrontar la emergencia
de identidades y sentidos fuertes, heterónomos, ya sean religiosos,
nacionalistas, racistas, etc. Por eso curiosamente, el capitalismo tardío
coexiste con la emergencia o reaparición potentes de creencias pre-liberales,
representadas de forma singular por la reaparición en primera fila
de la escena de los candidatos religiosos a ocupar los vacíos de
significación de las sociedades actuales.
La aportación anticapitalista
castoridiana puede entenderse como un intento de dar una nueva forma al
proyecto emancipatorio de los ilustrados y de los movimientos obreros y
de poner de manifiesto el absurdo del crecimiento económico ilimitado
como único proyecto social. Así, el horizonte del proyecto
de autonomía, opuesto a toda verdad revelada, incluida toda teología economicista, propondría
centrar los esfuerzos en una doble necesidad, nuevos objetivos políticos
y nuevas actitudes humanas. Para Castoriadis, el proyecto creativo de la
democracia es constructivo y, al mismo tiempo, forma parte de la lucha contra
los viejos y nuevos enemigos de la libertad y la igualdad, contra la racionalización capitalista y el riesgo latente
de un conformismo
generalizado.
De acuerdo. Pero: ¿quién
está en disposición de escuchar y protagonizar esas pretensiones?,
¿sobre qué bases se construye el movimiento social de quienes
no aceptan el silencio frente al furor destructivo del capital?, ¿dónde
están las voces amigas que desarrollan las ideas emancipatorias en
este tiempo? En suma, ¿es posible una política de la autonomía?,
¿estamos aún a tiempo de evitar que los dioses cambien una vez más
de mascara y sus agentes nos introduzcan nuevamente en una nueva era de oscuridad,
plenamente heterónoma?
Estas preguntas nos llevan a la interrogación
castoridiana sobre el grado de decadencia de los valores de Occidente, e
incluso sobre la posibilidad de una crisis antropológica que obstruya
la propia capacidad de autoreproducción del sistema. La utilización
del concepto de insignificancia advierte sobre el riesgo de un proceso de destitución en la actual democracia electoral, el contradictorio
régimen de compromiso nacido del equilibrio entre las oligarquías
liberales y las mayorías sociales, proceso que supondría la
desintegración completa de los valores que aún la sustentan.
Para no compartir excesos puntuales de pesimismo
histórico, ese diagnóstico debe ser contrapesado con las señales
de creatividad social que en la última década ha mostrado
el nuevo activismo social y por las posibilidades de los instrumentos de
innovación comunicativa.
Según Castoriadis,
para evitar el riesgo de entropía es indispensable el desarrollo
de una nueva etapa de creación
histórico-social que no
puede proceder de las élites sino de la reaparición de una
ciudadanía activa y responsable. Autonomía individual
y social equivalen a proyecto humano. Un ateísmo absoluto, no sólo
frente a las creencias religiosas, sino también respecto a cualquier
sistema cerrado y que se pretenda plenamente determinado.
Sujetos y
protagonistas
Los fines propuestos por Castoriadis
son explícitos. El objeto de la política de la autonomía sería
“crear las instituciones que interiorizadas por los individuos, faciliten
lo más posible el acceso a su autonomía individual y su posibilidad
de participación efectiva en todo poder explicito existente en la
sociedad” [C. Castoriadis, “Poder, política,
autonomía”, 1988 (El mundo fragmentado, Montevideo,
Norman-Altamira, p.90)].
Analicemos ahora la posibilidad
de concebir un sujeto, esbozando lo que significa sujeto dentro de una política de la autonomía y aproximándonos a otras
concepciones dentro del espacio teórico democrático-radical.
Ya en 1956 señalaba Castoriadis lo siguiente:
"En el Este como en el Oeste, los regímenes deben enfrentarse con
el problema que domina nuestra época: ya no hay clase particular que
tenga las dimensiones necesarias para dirigir la sociedad. La vida del mundo
moderno, compuesta de actividades entrelazadas y constantemente cambiantes
de centenares de millones de productores conscientes, escapa al dominio de
cualquier capa dirigente que se eleve por encima de la sociedad” [C. Castoriadis, “La revolución
política contra la burocracia”, 1956 (La sociedad burocrática
II, Barcelona, Tsquets, 1976, p.219)].
En la obra de madurez de Castoriadis
no hay más sujeto que los ciudadanos y ciudadanas. No hay sujetos políticos
preconstituidos, pero sí posibilidad de la emergencia de sujetos
sociales capaces de nuevas creaciones históricas. Se trata de una
concepción completamente diferenciada tanto de la teorización
marxista del sujeto revolucionario como de las visiones posmodernas de la
imposibilidad de un sujeto político.
Castoriadis tiene mucho en común con la
corriente antifundacionalista, que niega la posibilidad de una fundamentación
de los valores políticos, como ocurre con filósofos políticos
por otra parte tan dispares como Jean-Luc Nancy, Claude Lefort, Alain Badiou,
Ernesto Laclau o Chantal Mouffe. Debemos tener en cuenta que para el autor
de Les carrefours du laberynthe las ideas de igualdad social y de libertad política
son significaciones sociales imaginarias que no pueden ser objeto de un
fundamento último [Véase por ejemplo “Naturaleza y valor de
la igualdad”, 1981 (C. Castoriadis, Los dominios del hombre, Barcelona, Gedisa, p.140)].
La aceptación de la contingencia y de la
historicidad tiene un efecto liberador frente a los mitos originarios pues
plantea la posibilidad de la autoinstitución explícita, de
forma que los seres humanos se contemplen a sí mismos como los autores
exclusivos de su mundo, lo cual constituye la premisa indispensable de una
acción emancipadora.
Es cierto que, en la lectura de un pensador como
Castoriadis, que ha analizado las revoluciones como momentos privilegiados
de la historia en los cuales la creación histórica se muestra
en su plenitud, podría inducirnos a pensar que nos situamos en un
paradigma muy próximo al del marxismo revolucionario o el anarquismo
clásico, en los cuales el momento revolucionario adquiere un preeminencia
absoluta. Sin embargo, concebir el proyecto de autonomía en el ámbito
de los “revolucionarios sin revolución” [referencia al libro de ese
título de André Thirion (Madrid, Cuadernos para el diálogo,
1975)] que ha caracterizado
la vida de tantas sectas revolucionarias, sería radicalmente injusto con aspectos
esenciales de los conceptos de Castoriadis. Precisamente la sustitución
de la revolución como argumento hipostasiado por la comprensión
de los complejos e impredecibles caminos de la creación histórica
es, también, una de las principales aportaciones del autor de La institución imaginaria de la sociedad.
Entremos a partir de aquí a plantear de
forma sumaria tres cuestiones interpretativas sobre la política de
la autonomía.
Primera cuestión. Autonomía,
pluralismo y hegemonía
Para entender la modernidad política es
preciso distinguir, como hizo Stuart Mill, la tradición liberal y
la tradición democrática. Compatibilizar liberalismo y democracia
exige defender el pluralismo. Este es, más allá de la tolerancia,
la aceptación de una mutación simbólica producida por
la revolución democrática que ha supuesto el final de un tipo
jerárquico de sociedad organizada en torno a una sola concepción
sustancial del bien común.
En las actuales democracias electorales occidentales
el pluralismo deriva del respeto a los distintos intereses particulares,
los cuales tienden a establecer distintas interpretaciones de los que es
el bien común, y permite articularlas políticamente.
En toda sociedad imaginable
van a existir distintas interpretaciones de lo que significa el bien común,
lo cual impide aceptar cualquier concepción comunitarista cerrada,
roussoniana, de una voluntad general. Aunque,
evidentemente, ello no significa que sea deseable ni necesario que deba
ser la diversidad de intereses particulares la base de la pluralidad política
pues esta puede concebirse, también, a partir de las distintas formas
de entender los intereses generales en una sociedad que pretenda evitar
que la política llegue a ser el conflicto de particularidades.
En una sociedad cuyos principios sean la libertad
y la igualdad, siempre habrá interpretaciones en pugna sobre los
mismos, formas alternativas de institucionalización y de definición
de las relaciones sociales a las que han de aplicarse.
Según Lefort, la democracia
ha instituido el poder como un espacio vacío, donde nunca puede afirmarse
una concepción definitiva y sustantiva del bien común, pues
los principios de libertad y de igualdad siempre pueden ser reformulados
y siempre es posible desafiar una hegemonía dada [Claude Lefort, La invención democrática, Buenos Aires, Nueva Visión,
1990].
¿Una política de la autonomía puede entenderse como una política de hegemonía en el sentido de Laclau o Mouffe?
Para Laclau y Mouffe, una concepción
prevaleciente del bien común en una sociedad sólo puede entenderse
como el producto de una hegemonía social. Esa prevalencia de una
concepción del interés general implica una teoría de
la decisión en un ámbito indecidible. “Una vez que la indecidibilidad
ha alcanzado el fundamento mismo, una vez que la organización de
un cierto campo está gobernada por una decisión hegemónica
-hegemónica porque no se halla objetivamente determinada, porque
eran posibles diferentes decisiones- el ámbito de la filosofía
llega a su fin y comienza el ámbito de la política” [Ernesto Laclau, Emancipación y diferencia. Citado por Olivier Marchand,
El
pensamiento político posfundacional, Buenos Aires, FCE, 2009].
Desde la perspectiva de la autonomía no
hay sujetos colectivos predeterminados que originen un vector estable de
decisiones humanas sobre el destino político. Lo que contemplaría
es una compleja relación entre procesos institucionales y movimientos
sociales que puede, en determinadas condiciones, en contextos de luchas por
la ampliación de las libertades democráticas y la igualdad
social, dar lugar a nuevas creaciones históricas donde sea posible
un mayor autogobierno de la sociedad (incluyendo consustancialmente formas
de autogestión de los espacios laborales y vecinales).
En mi opinión, las propuestas de democracia
radical de autores como Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, sustentadas en
la construcción de nuevos sujetos y hegemonías contingentes,
confluyen en los aspectos fundamentales con las consecuencias de pensar
el proyecto de autonomía en términos de acción política,
es decir, a partir del momento en que se consideran las concepciones de Castoriadis
no sólo en términos de filosofía política sino
también de política práctica [Hegemonía y estrategia
socialista-Hacia una radicalización de la democracia (Madrid, Siglo XXI, 1987)
y en todas las obras posteriores de Laclau y Mouffe. Tal y como destacan
éstos en la obra mencionada “todo proyecto de democracia radicalizada supone
una dimensión socialista, ya que es necesario poner fin a las relaciones
capitalistas de producción que están en la base de numerosas
relaciones de subordinación; pero el socialismo es uno de los componentes
de un proyecto de democracia radicalizada y no a la inversa” (p.201)].
Segunda cuestión. El régimen
democrático.
Otra
cuestión interpretativa sobre la política de la autonomía nos lleva a algunas reflexiones en torno a como
interpretar en términos propositivos la concepción castoridiana
del régimen democrático [entre sus textos más significativos al respecto
cabe citar “La democracia como procedimiento y como régimen”, 1994
(El
ascenso de la insignificancia, Madrid, Cátedra, 1998), www.trasversales.net/i38corca.htm].
Partimos
de la base de que “la democracia es la más frágil y arriesgada
de las formas de convivencia, al no tener nada sagrado sobre lo que fundarse y a lo que obedecer, sino sólo la elección
de la igual dignidad de las existencias irrepetibles” [Paolo Flores D´Arcais,
El individuo libertario, Barcelona, Seix Barral,
2001, p.63]. Y como le gustaba
señalar a Castoriadis, un régimen trágico, cuya continuidad
nunca está asegurada.
La
mayoría de los filósofos políticos, entre ellos Castoriadis,
siempre han considerado la democracia directa como la forma auténtica,
el ideal de democracia ya que ésta es el gobierno de los ciudadanos,
no el de los representantes y los técnicos.
Sin embargo, al reflexionar sobre los procesos
de democratización de los últimos siglos se ponen de manifiesto
cuestiones de notable complejidad respecto de la naturaleza y posible evolución
del régimen político democrático.
La construcción
del estado liberal y las luchas contra el estado absolutista se hicieran
en nombre de un principio representativo y no del ejercicio directo del poder
por los ciudadanos. Así, con notoria diferencias entre ellos, los
regímenes liberales reconocieron un amplio marco de derechos y libertades
individuales (la libertad negativa) y pretendieron establecer un modelo de estricta
separación entre los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, como
garantía de que el ejercicio del poder político sería
limitado. Los regímenes de algunos países occidentales en
los siglos XVIII y XIX (Francia, Inglaterra, Estados Unidos) fueron, fundamentalmente,
estados de carácter representativo, asentadas en un concepto de ciudadanía
política fuertemente restrictiva del derecho de sufragio, que se
vinculó a la capacidad económica de pagar impuestos y, por
tanto, a la posición social medida por la propiedad y la renta, aunque
también a otros criterios de clase, como las pruebas de alfabetismo
[En el siglo
XIX dominaban completamente formas censitarias de sufragio que hacían
que fuera habitual que el derecho a voto estuviera reducido a menos de 10%
de la población adulta, excluyendo además completamente a las
mujeres. En Gran Bretaña, en 1831, solo el 4,4% de la población
mayor de 20 años tenía derecho a voto, porcentaje que ascendió
al 9% en 1864 y llegó en 1914 al 30%. Datos tomados del libro de
Robert Dahl, La democracia (Una guía para los ciudadanos), Madrid, Taurus, 1999].
Solo
las luchas de los trabajadores, de las mujeres y de las minorías oprimidas
hicieron posible ampliar el ámbito de la ciudadanía política
a través de combates por la extensión del sufragio universal,
que sólo se generaliza realmente después del final de la segunda
guerra mundial [Tengamos presentes algunos datos referidos los
países occidentales más desarrollados. Entre finales del siglo
XIX y comienzos del siglo XX se estableció el derecho femenino al
voto en Australia, Finlandia, Noruega, Nueva Zelanda y en algún estado
americano. Sólo después de la primera guerra mundial comenzó
a generalizarse el acceso de la mujer al derecho de sufragio, al aceptarse
en Estados Unidos, Alemania, Gran Bretaña, etc. aunque en países
como Bélgica, Japón, Italia, Francia y Suiza solo se consiguió
después de la segunda guerra mundial. En los estados del sur de EEUU
hasta finales de los años sesenta del siglo veinte no lo adquieren
los ciudadanos afroamericanos, al aplicarse la decimoquinta enmienda que
estaba vigente en los estados del norte desde mediados del siglo anterior].
Podemos
establecer algunas conclusiones. En primer lugar, la época dorada
de estado liberal representativo coincidió con una ciudadanía
extremadamente restringida, era realmente la democracia posesiva de los burgueses
y de las limitadas clases medias de esa etapa histórica. Fue la época
en que se consolidó la separación de los poderes del estado
y se reconocieron progresivamente muchos derechos individuales. A medida
que se amplió el derecho de ciudadanía el régimen político
fue evolucionando desde una auténtica democracia representativa hacia
una democracia electoral.
En
segundo lugar, los regímenes democrático-electorales del siglo
veinte han establecido un concepto amplio de ciudadanía asentado en
un derecho de sufragio prácticamente universalizado (excepto para
los inmigrantes) y han desarrollado su naturaleza liberal (con mayores libertades
individuales). Si su principal virtud es abarcar muchas más personas
que cualquier forma anterior de democracia, su principal limitación
es la restringida función que corresponde a los ciudadanos.
En
las democracias electorales el poder del pueblo significa esencialmente la
posibilidad periódica de cambiar el gobierno. La delegación
efectiva no se hace a representantes concretos sino a partidos políticos,
ya que aunque formalmente se eligen representantes, éstos son un
mero medio para desinar a quienes gobiernan. Más que un régimen
parlamentario, lo que existe es un régimen electoral de selección
del ejecutivo, con un papel fundamental de los aparatos de los partidos.
El fortalecimiento del ejecutivo, propio de toda democracia electoral, hace
que la separación de poderes se diluya, pues el legislativo, una vez
efectuada la elección del jefe del gobierno se convierte, en la práctica,
en un órgano técnico de las decisiones que se adoptan fuera
de las cámaras (por el gobierno y por las direcciones de los partidos
políticos gobernantes). Por todo ello el grado de control externo
del gobierno es mucho menor que en una democracia representativa tradicional.
En resumen, los rasgos
menos agradables de las democracias electorales son la hegemonía
de las élites políticas y económicas, la esclerotización
burocrática de los partidos y sus efectos perniciosos sobre el control
y la determinación de las agendas públicas. En esas condiciones,
la participación ciudadana se limita al mero ejercicio periódico
de un voto electoral. Y la democracia electoral manifiesta tendencia a convertirse
en el dominio de una oligarquía liberal.
La crítica castoridiana de la democracia representativa
(frecuentemente asimilada a la democracia electoral), y su defensa de mecanismos
de democracia directa deben ser tenidas en cuenta en la reflexión
sobre la democracia del nuevo siglo. Adquiere un especial valor si se piensa
que la contradicción
entre oligarquía o democracia puede ser uno de los conflictos dominantes
en las próximas décadas tanto en las tradicionales instituciones
nacionales, regionales y locales como en los organismos emergentes (supranacionales
y mundiales).
Nuevamente esta argumentación
nos lleva a plantearnos la proximidad o lejanía del proyecto de autonomía
de Castoriadis respecto a la propuesta democrática-radical. Dicha
propuesta pretende combinar aspectos de la actual democracia electoral,
reintroducir contrapesos propios de la democracia representativa y asignar
creciente protagonismo a nuevas formas de democracia directa. Se trataría de que el ejercicio
del poder político pueda recaer cada vez más directamente
en los ciudadanos salvo cuando haya buenas razones que fundamenten alternativas
representativas o electorales.
Tercera cuestión. Autonomía,
acción política y pragmatismo radical.
Una lectura libertaria tradicional de Castoriadis
limita las posibilidades reales de su pensamiento al entender que las fuerzas
creativas son únicamente extrainstitucionales. En realidad, el camino
hacia la autonomía no es ni puede ser plenamente institucional ni
completamente extrainstitucional.
Desde esa consideración, una política de la autonomía, aunque rechace reducir la actividad social a
las actuaciones en marcos institucionalizadas, tampoco puede identificarse
con la mera ilusión movimientista en lo emergente fuera de lo institucionalizado.
Los grandes movimientos emancipatorios del pasado fueron siempre híbridos
y no hay ningún motivo para pensar que no vaya a ser así en
el futuro, especialmente en regímenes políticos como los propios
de las democracias electorales que implican, per se, una participación política de la
mayoría de la población, por limitada que esta sea y, en las
cuales, un momento de los procesos de movilización social consiste
en la presión sobre las instituciones.
Por tanto, un nuevo momento emancipatorio, como
movimiento social de creación de nuevas institucionalidades, sólo
excepcionalmente puede surgir de un impulso único y puro desde abajo,
mientras que la regla general sería su aparición como eclosión
de los instrumentos heteróclitos desarrollados en el conjunto de
la sociedad y en sus distintos ámbitos de participación y
de lucha.
¿Cómo surgiría la capacidad
de cambiar el imaginario social desde las instituciones si sólo pudiera
emerger allí? Pero también, ¿de dónde surgiría
el cambio sin tener en cuenta que las instituciones existentes son lugares
donde se manifiestan las tensiones del sistema y de la propia sociedad?
La política de la autonomía incorpora
una crítica de los conceptos políticos tradicionales de estrategia y de programa y de la distinción entre fines y medios.
No se puede luchar por la autonomía con métodos heterónomos.
Se trata de una política que no consiste en la búsqueda de un lugar
privilegiado desde el que teledirigir una revolución o una reforma
política o social.
Todo ello nos sitúa ante una política que no es reconducible
ni al mercado de la democracia electoral ni los viejos esquemas leninistas
de clases y de vanguardias. Incorpora la posibilidad (e inseguridad) de todo
movimiento democrático real y vivo.
Al reconocer un contenido actual al proyecto de autonomía no hacemos otra cosa que dar sentido a las actividades y luchas concretas que surgen
de la voluntad de ser ciudadanos libres y a la aspiración de los
seres que viven en un momento histórico determinado a conquistar
para ellos mismos el derecho a decidir su futuro. En cierto sentido, como
señala Onfray, la política podrá volver a sus raíces
profundas no a través de la creación teórica de grandes
sistemas sino sobre todo de los pequeños dispositivos puestos en
marcha como granos de arena en los engranajes [Michel Onfray, La fuerza de existir-Manifiesto
hedonista- (Barcelona, Anagrama, 2008, p.224)].
Con los conceptos de autonomía y ciudadanía se plantea una problemática del cambio
social alejada de cualquier creencia en estructuras dotadas de conciencia,
incluso de las multitudes de Negri que parecen concebirse desde la fe
en la inevitabilidad de la construcción de nuevos sujetos y en la
sabiduría inmanente de las masas (como si toda creación o potencia
fueran ontológicamente positiva).
En realidad, parte de la política de autonomía
debe entenderse como una reacción a los riesgos entrópicos,
incluyendo la defensa de los derechos alcanzados que pueden ser amenazados
por proyectos heterónomos (desde el liberismo a cualquier neototalitarismo o a un nuevo fundamentalismo
jerarquizante racial o religioso). Laclau y Mouffe lo han expresado de la
siguiente manera: “Frente al proyecto
de reconstrucción de una sociedad jerárquica, la alternativa
de la izquierda debe consistir en ubicarse plenamente en el campo de la
revolución democrática y expandir las cadenas de equivalencia
entre las distintas luchas contra la opresión. Desde esta perspectiva
es evidente que no se trata de romper con la ideología liberal-democrática
sino al contrario, de profundizar el momento democrático de la misma,
al punto de hacer romper al liberalismo su articulación con el individualismo
posesivo” [Ernesto Laclau y Chantal
Mouffe, Hegemonía y estrategia socialista (Hacia
una radicalización de la democracia), op.cit., p. 199].
La praxis política de la autonomía
supone que haya posibilidades “de lucha por objetivos que sean realizables,
que tengan sentido más o menos inmediato y a la vez puedan proyectarse
y articularse con una perspectiva global y mediata” [C. Castoriadis, “La crisis
actual”, Zona Erógena nº 29, 1996]. Nos obligamos a centrarnos en lo importante, en el presente,
olvidando definitivamente cualquier arbitrismo utópico.
En
esta perspectiva, una política de la autonomía podría
entenderse como compatible con formulaciones propias de un pragmatismo radical,
estableciendo y privilegiando los enganches entre las luchas del presente
y el tipo de sociedad futura que se desea; lo cual, en cada momento, significa
reconocer los movimientos sociales que impulsan la lucha por nuevos derechos
y nuevas libertades (y la defensa de los existentes) e incorporan la pretensión
de la participación más amplia posible de los ciudadanos y
ciudadanas. Fuera de esa posibilidad, de ese reconocimiento de las luchas
reales por la autonomía, no habría política de la autonomía
sino sólo, y exclusivamente, una filosofía.
Conclusión provisional
La aportación política de Castoriadis
reconoce la indeterminación esencial de la creación histórica
en cuanto depende de las acciones humanas. Así, lo único seguro
es la posibilidad, nunca los resultados.
Del mismo modo, las experiencias son más
importantes que las construcciones ideológicas de los expertos y
de los profesionales del conocimiento.
Toda la obra de Castoriadis trata de la dialéctica
entre lo nuevo y lo viejo. La conclusión es provisional pero concluyente:
sólo un amplio movimiento de creación social puede plantear
nuevas preguntas y dar a las viejas preguntas nuevas respuestas.
Madrid, 20 de diciembre de 2009
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