Dicen los profesores de teoría
periodística que es imprescindible evitar, en una redacción
que se precie,los adjetivos calificativos. El problema es cómo hacerlo
cuando se trata de temas en los que adjetivar es realmente lo de menos.
Me refiero, por ejemplo, a esta nueva guerra mundial de todos contra uno
que se desarrolla a pocos kilómetros de aquí. Realmente da
vergüenza que los poderosos nos hayan anestesiado tanto como para
que no reaccionemos más contundentemente contra ellos, que asumamos
en el más completo silencio (salvo el que se quiebra en los países
que por ser vecinos al conflicto se ven metidos en el mismo por las mareas
humanas que se desplazan en busca de protección y alimento) las
tropelías de una banda de criminales (¿hay otra forma de
llamarlos, distinguidos teóricos de la profesión?) dirigidos
desde Washington y a cuyo frente figura un despreciable sujeto que
alguna vez en su olvidado pasado levantó la consigna de “No a la
entrada en la OTAN” y hoy se siente como pez en el agua ordenando bombardeo
tras bombardeo.
¿Es posible que no salgamos
masivamente a la calle (digo masivamente y no en pequeños puñados
como los hemos hecho hasta ahora) cuando se está masacrando desde
el aire y desde el mar (y también desde la complicidad de la gran
mayoría de los medios de comunicación) a los pueblos yugoeslavo
y kosovar? Realmente es indignante que no les gritemos en la cara
nuestro profundo desprecio por todo lo que están haciendo en nombre
de “razones humanitarias” que finalmente sólo han servido
para que cientos de miles de habitantes de Kosovo –ya suficientemente maltratados
por la irracionalidad de Milosevic- tengan que huir en busca de salvación.
Huir doblemente, no nos engañemos: de las bandas de Arkán
y sus paramilitares fascistas y también de los bombardeos de quiénes
están tratando de “salvarlos”.
Dicen los medios occidentales
–todos ellos, excepto “Gara” y alguna honrosa excepción más-
que “los medios de Belgrado le están ocultando la realidad
a su población”. Y lo dicen sin rubor. Algún plumífero
de esos que nunca faltan, que suelen ver las sangrantes guerras desde los
cómodos lobbies de los hoteles de cinco estrellas, agrega: “el pueblo
yugoeslavo está anestesiado por sus gobernantes y no ven más
allá de sus narices”. Lo dicen ellos, que todos los días
del año nos mienten rigurosamente sobre lo que ocurre no ya a cientos
o miles de kilómetros, sino a la vuelta de nuestra propia casa.
Ellos, que tratan de tomarnos el pelo haciéndonos creer que todas
esas bombas y misiles que están probando sobre población
real –en una mortuoria ceremonia de fuego directo- no caen sobre otros
objetivos que no sean militares. ¿Vieron que nunca hay muertos en
el bando yugoeslavo? Solo edificios sin gente. Solo mobiliario. Su
complicidad llega a tal punto que tratan de tapar las noticias que llegan
desde el propio territorio agredido, aquéllas que sí
dan las radios y la TV yugoeslava y que hablan de miles de muertos.
Igual que hicieron con Irak,
los conquistadores occidentales no solo destruyen todo la infraestructura
del país sino que se ensañan con los lugares donde se concentra
mayor densidad de población. Porque el objetivo es precisamente
ése y lo han expresado muy clarito en sus ruedas de prensa: desvastar.
Hacer retroceder naciones modernas que osan desafiarles, a la era pre-industrial.
Castigarles y humillarles de tal manera que no puedan osar levantarse nunca
más contra sus políticas criminales e imperialistas (¿hay
otra forma de llamarles, señores teóricos de la lengua oral
y escrita?). Que no quede ni un puente ni un edificio útil en pie,
pero también, que no haya más ganas de resistir, que el terror
se meta de tal manera en nuestra piel que logre quebrarnos. Luego el sometimiento
viene solo. De esa manera, ¿quíén va a discutir la
hegemonía norteamericana en la zona? ¿Quién intentaría
contrariar al amo, más adelante, cuando la fórmula se vuelva
a repetir con otro país al que hubiera que aplicarle el mismo
correctivo de “masacre por paz”?
Hipócritas y asesinos.
Eso es los que han sido siempre. En nombre de Dios y del “descubrimiento”,
conquistaron a sangre y fuego América Latina y otros continentes,
causando millones de muertos y destruyendo lenguas y cultura. De
igual manera y con el mismo desprecio hoy están tratando de imponernos
una guerra tras otra, convirtiendo al mundo en un renovado cementerio y
campo de refugiados. A eso le llaman “modo de vida occidental”, “ talante
democrático” y “ concepciones humanitarias”. Ellos, que si
llegaran a sufrir una guerra económica (dejemos de lado esos eufemismos
llamados “embargo” o “bloqueo”) como la que han instalado desde hace
años en Cuba, Libia o Irak, se comerían unos con otros, cual
lobos hambrientos. Ellos, que nunca han tenido planeando sobre sus cabezas
un misil con carga radioactiva como los que tan alegremente ordenan
lanzar por cientos sobre poblaciones indefensas, y que en el colmo de la
hilaridad osan compararlos –y vaya si ponen el grito en el cielo invocando
a la democracia, la paz y todas esas palabras que han convertido en letrina-
cuando unos rudimentarios “ponches” se estrellan en sus propiedades
provocando más más humo que destrozo.
Seguro que Kosovo – y
todos los pueblos- debe ser independiente, si eso es lo que realmente quiere
la mayoría de su población y sus fuerzas revolucionarias,
pero seguramente no lo va a ser por obra y gracia de la ocupación
norteamericano-occidental del territorio yugoeslavo. Cambiar
a Milosevic por Clinton y el títere Solana no puede entrar dentro
de ningún esquema que se precie de progresista. La única
respuesta frente a esta “salvación a la occidental” es la
unidad y resistencia de los pueblos para luchar contra la guerra que promueven
los verdaderos enemigos de la humanidad, los que se han erigido en dueños
del mundo y engordan sus ganancias vendiendo armas para destruírnos
mejor. El gran desafío es precisamente no callarnos, no aceptar
sus discursos mentirosos. Rebelarnos frente a sus patrañas. Despojarnos
del miedo que tratan de inyectarnos con su violencia fascista. Movilizarnos.
Si no lo hacemos –a cada hora-, si pensamos ilusoriamente que no tenemos
nada que ver con lo que les está ocurriendo a los yugoeslavos, a
los kosovares, a los cubanos, a los iraquíes, a los colombianos
o a los indígenas de Chiapas, cuando nos ocurra a nosotros va a
ser indefectiblemente tarde. Nos aplicarán su medicina, y claro
que viviremos en una democracia: uniformada, regimentada, y por supuesto,
corrompida, porque de eso también pueden dictar cátedra los
actuales jerarcas de Occidente.
Carlos Aznárez
(periodista)