“INTERVENCIONES HUMANITARIAS”
Por Fernando Laría
La mayoría de quienes
justifican la guerra de la OTAN contra Yugoslavia se apoyan en la existencia
de un novedoso derecho de “intervención humanitaria”. En palabras
de Mario Vargas Llosas, “la soberanía (de los Estados) tiene
unos límites, y si un gobierno atropella los derechos humanos
más elementales, y comete crímenes contra la humanidad, con
asesinatos colectivos y políticas de purificación étnica
como hace Milosevic, los países democráticos –que por fortuna
son hoy también los más poderosos y prósperos – tienen
la obligación de actuar para poner un freno a esos crímenes”.
A continuación apoyan la guerra, sin negar lo obvio, es decir su
carácter sanguinario y brutal, pero aceptándolo como mal
menor, justificado para alcanzar el proclamado “fin humanitario”. Hay quienes
también, insuflados de un moralismo bíblico, defienden la
guerra como castigo ante el hombre que encarna el Mal, y así la
asimilan de modo inconsciente a un juicio penal. Pero esa analogía
no es posible. Quien desata la guerra hace de juez, parte y verdugo, y
lo más escandaloso, ante la imposibilidad material de personalizar
el castigo, hace recaer la condena sobre seres inocentes.
No negamos la conveniencia
y oportunidad de algunos modos de intervención dirigidos a la protección
de los derechos humanos de minorías étnicas o religiosas
(medidas políticas y diplomáticas, embargo de armas, presencia
de observadores, etc.) Pero el derecho de “intervención humanitaria”,
si no se lo quiere convertir en mero pretexto para intervenciones que persiguen
otros fines, requiere previamente el establecimiento de un marco legal
institucional que prohiba las actuaciones unilaterales. En el Proyecto
de Informe del Parlamento Europeo de 1994, sobre “Derecho a la Intervención
Humanitaria”, se indicaba como condiciones de la intervención “que
el Estado que intervenga deberá tener un relativo desinterés
en la cuestión, de modo que no entren en juego otros motivos de
carácter político y económico”, y que “la intervención
no deberá constituir una amenaza para la paz y la seguridad internacionesles,
de manera que se ocasione una mayor pérdida de vidas humanas y un
mayor sufrimiento que el que se desea evitar”. Sin embargo obsérvese
que esos textos angélicos pueden dar lugar a variadas interpretaciones.
Actualmente la única norma internacional, pendiente de desarrollo,
es el Capítulo VII de la Carta de las Naciones Unidas, que
confiere ciertas facultades al Consejo de Seguridad para adoptar este tipo
de medidas. Fuera de esas resoluciones, debemos reivindicar la vigencia
de la Resolución 2131 de 1965 de la Asamblea de las Naciones Unidas,
que establece el principio de no intervención en los asuntos internos
de otros países. No podemos conferir a Estados Unidos y su grupo
de aliados el derecho a decidir, bajo el pretexto humanitario, que tiranos
deben ser perseguidos y cuales protegidos.
En tal sentido, el Nuevo
Concepto Estratégico de la OTAN, por el cual se autoconcede facultades
para intervenir en “misiones de paz” o “gestión de crisis” en todo
el hemisferio Norte, constituye la más burda vulneración
del derecho internacional vigente. Se basa en una pretensión
ilusoria, porque el resto de grandes potencias (Rusia, China,India) probablemente
no aceptarán una estructura institucional estable que no sea fruto
del acuerdo y consenso de todas las partes afectadas. No existe otro camino
para llegar a un marco democrático internacional que no sea por
analogía con el que ha tenido lugar en el interior de los estados
democráticos modernos. La paz del imperio, impuesta por la sujeción
del resto de las naciones al poder de la superpotencia es una utopía
irresponsable, fruto de la arrogancia del triunfo efímero en la
guerra fría.
No queremos dejar de aludir
aquí a quienes, oponiéndose a los bombardeos de la OTAN,
reivindican en el fondo el “derecho a la intervención humanitaria”
o con pretendida finalidad democrática. Así es que al mismo
tiempo que reclaman el fin de los bombardeos, afirman también que
“hay que poner freno inmediato a los horribles crímenes de
Milosevic, -un “Netanyahu” para los albano-kosovares y un “Pinochet” para
los serbios”- (anuncio de “El País” del 29 de abril). Con independencia
de la natural desconfianza que nos produce el uso de los cliché
al estilo Hooliwood, pensamos que con estos anuncios se desconcierta al
personal. Si realmente hay que “poner un freno inmediato” a los “horribles
crímenes”, casi se está dando la razón a la intervención
de la OTAN. Si lo que se quiere decir es que hay que “intervenir por tierra”,
que es el mensaje subliminal que con independencia de la intención
de sus autores se deja caer, el problema es que aunque defendiéndolo
bajo el paraguas de la ONU, peca de falta de realismo. Estamos legitimando
la presencia de una “fuerza internacional”, que es el objetivo de la OTAN.
En el artículo que firman Jaime Pastor y Carlos Taibo en “El
Mundo” del 19 de mayo, llamativamente no aparece la menor mención
a los claros objetivos geoestratégicos que han presidido la intervención
de la OTAN. Coinciden sin embargo en experimentar idéntica indignación
moral ante “las atrocidades cometidas en Kosovo”.
Si legitimamos la guerra
y contribuimos a la campaña propagandística de demonización
por la descontextualización histórica y geográfica
de los conflictos, creo que no trabajamos eficazmente en evitar la tragedia
humanitaria radicalizada por la propia intervención militar. Para
no perdernos en un laberinto, no debemos abandonar el conjunto de principios
jurídicos elaborados trabajosamente por las diplomacias de los países
débiles que han querido poner un freno a las grandes potencias imperiales.
De allí la necesidad de reivindicar el “principio de no intervención
en los asuntos internos de otros países”. Los únicos que
tienen legitimidad para decidir si Milosevic es “un Pinochet” son los propios
ciudadanos serbios. Los “ilustrados” analistas de las democracias avanzadas
deben ser muy prudentes a la hora de sustituir a los pueblos en la calificación
de sus propias democracias. Como afirma Richard Gott, una de las peores
consecuencias de esta guerra es que “cien años de esfuerzo en el
establecimiento de un sistema internacional capaz de imponer límites
a las ambiciones imperialistas de las grandes potencias se han ido bruscamente
al garete”. --
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