Ha habido muchas preguntas referentes al bombardeo
de Kosovo por la OTAN (lo que significa ante todo los EE.UU). Mucho se
ha escrito sobre el asunto (incluyendo los comentarios de ZNet). Quisiera
hacer algunas observaciones generales, atendiendo a los hechos que nadie
pone seriamente en cuestión.
Hay dos asuntos fundamentales:
(1) ¿Cuáles son las “normas del
orden mundial” aceptadas y aplicables?
(2) ¿Cómo se aplican éstas
u otras consideraciones en el caso de Kosovo?
(1) ¿Cuáles son las “normas del
orden mundial” aceptadas y aplicables?
Hay un régimen de derecho internacional
y de orden internacional, que obliga a todos los Estados, basado
en la carta de la O.N.U, las consiguientes resoluciones y las
decisiones del Tribunal Internacional. En resumen, la amenaza o el uso
de la fuerza está vetada a menos que sea autorizada explícitamente
por el Consejo de Seguridad, después de que éste haya
determinado que los medios pacíficos han fallado; o en defensa propia
contra "un ataque armado" (un concepto estricto), hasta que actúe
el Consejo de Seguridad.
Hay, por supuesto, más que decir. Así,
hay por lo menos una tensión, si no una abierta contradicción,
entre las normas del orden mundial estipuladas en la Carta de la O.N.U.
y los derechos articulados en la Declaración Univer-sal de los Derechos
Humanos (DH), un segundo pilar del orden mundial establecido por iniciativa
de los EE.UU. tras la Segunda Guerra Mundial. La carta prohíbe la
violación por la fuerza de la soberanía de los Estados; la
DH garan-tiza los derechos de los individuos frente a Estados opresivos.
La cuestión de la "intervención humanitaria" surge de esta
tensión. Los EEUU/OTAN reclaman en Kosovo un derecho a "la intervención
humanitaria", apoyado por la opinión editorial y los informes
de noticias (en este último caso, incluso en la elección
deliberada de los términos).
Un ejemplo es el reportaje del NY Times (27
de marzo), titulado “Expertos legales apoyan el uso de la fuerza en Kosovo”.
Se cita a Allen Gerson, antiguo consejero de la misión de los E.E.U.U.
en la O.N.U, y a otros dos expertos legales. Uno de ellos, Ted Galen Carpenter,
“ridiculizó el argumento de la administración”, y rechazó
el alegado derecho a la intervención. El tercero es Jack Goldsmith,
especialista en derecho internacional del Colegio de Abogados de Chicago,
quien reconoce que los críticos del bombardeo de la OTAN " tienen
un argumento legal bastante bueno”, pero “mucha gente piensa que [una excepción
para la intervención humanitaria] existe como cuestión de
costumbre y de práctica”. Estas son todas las pruebas que se ofrecen
para justificar la conclusión indicada en el título.
La observación de Goldsmith es razonable,
por lo menos si convenimos en que los hechos son relevantes para la determinación
de “la costumbre y la práctica”. Podemos también sostener
una perogrullada: el derecho a la intervención humanitaria, si existe,
debe presuponer la "buena fe" de esa intervención, y esa presunción
debe basarse, no en la retórica, sino en la experiencia, en particular
la de la adhesión a los principios del derecho internacional , las
decisiones del Tribunal Internacional, etc. Es evidentemente una
perogrullada, por lo menos al comparar con otros casos. Considérense,
por ejemplo, las ofertas iraníes de intervenir en Bosnia para evitar
masacres, en un momento en que Occidente no lo hacía. Fueron desestimadas
como ridículas (de hecho, ni se les hizo caso); si había
alguna razón más allá de la subordinación al
poder, era la de que no podía asumirse la “buena fe” iraní.
Una persona racional podría entonces plantear preguntas obvias:
¿es el dossier iraní de intervención y terror
peor que el de los EE.UU.? Y otras preguntas, por ejemplo: ¿Cómo
debemos evaluar la "buena fe" del único país que vetó
una resolución del Consejo Seguridad que invita todos los estados
a obedecer el derecho interna-cional? ¿Qué decir sobre su
experiencia histórica? A menos que tales preguntas tengan relevancia
en el contexto del discurso, cualquier persona honesta lo desaprobará
como mera reverencia a la doctrina. Un ejercicio útil es determinar
cuánto de lo publicado, en los medios de comunicación o de
otra forma, responde a cuestiones tan elementales como éstas.
(2) ¿Cómo se aplican éstas
u otras consideraciones en el caso de Kosovo?
Ha habido una catástrofe humanitaria
en Kosovo en el último año, atribuible de forma predominante
a las fuerzas militares yugoslavas. Las víctimas principales han
sido kosovares étnicamente albaneses, un 90% de la población
de este territorio yugoslavo. La estimación corriente es de 2.000
muertos y centenares de miles de refugiados.
En tales casos, las
fuerzas extranjeras tienen tres opciones:
(I) ampliar la catástrofe
(II) no hacer nada
(III) intentar atenuar la catástrofe
Esas opciones pueden
ilustrarse con otros casos contemporáneos. Observemos algunos,
aproximadamente de la misma escala, y preguntémonos cómo
cuadra Kosovo en el modelo.
(A) COLOMBIA.- En Colombia, según
estimaciones del Departamento de Estado, el nivel anual de las
matanzas políticas realizadas por el gobierno y sus asociados paramilitares,
está aproximadamente al nivel de Kosovo; y el flujo de refugiados,
provocado ante todo por sus atrocidades, está muy por encima del
millón. Colombia ha sido el principal recipiendario de armas y
entrenamiento desde EE. UU. del hemisferio occidental desde que la violencia
creció en los '90s- y esa ayuda está ahora aumentando, bajo
una “guerra de la droga” denunciada como pretexto por casi
todos los observadores serios. La Administración Clinton fue
particularmente entusiasta en su alabanza al presidente Gaviria, cuya administración
era responsable de "niveles espantosos de violencia", según las
organi-zaciones de derechos humanos, sobrepasando incluso a sus precursores.
Los detalles son fácilmente accesibles.
En este caso la reacción de Estados
Unidos es (I): aumentar las atrocidades.
(B) TURQUÍA.- Por muy conservadoras
que sean las estimaciones, la represión turca contra los kurdos
el los años 90, cae dentro de la categoría de Kosovo. Se
acentuó a comienzos de los 90. Un indicador es el desplazamiento
de alrededor de un millón de kurdos desde el campo hasta la capital
no oficial del Kurdistán, Diyarbakir, entre 1990 y 1994, a medida
que el ejército turco devastaba las zonas rurales. 1994 marcó
dos récords: fue “el año de mayor represión en las
provincias kurdas” de Turquía, según contaba Jonathan Randall
desde el lugar de los aconteci-mientos, y fue el año en que Turquía
se convirtió en “el mayor importador de equipamiento militar estadounidense
y por tanto en el mayor comprador mundial de armas”. Cuando los grupos
de derechos humanos denunciaron el uso de aviones estadounidenses para
bombardear las aldeas, el gobierno de Clinton encontró vías
para evadir las leyes que imponían la suspensión de los envíos
de armas, como venía haciendo en Indonesia y otros países.
Colombia y Turquía explican sus
atrocidades (con apoyo de EEUU), sobre la base de que están defendiendo
sus países del ataque de guerrillas terroristas, lo mismo que el
gobierno de Yugoslavia.
De nuevo el ejemplo ilustra la opción
(I): ampliar las atrocidades.
(C) LAOS.- Cada año miles de personas,
en su mayoría niños y campesinos pobres, mueren en la Llanura
de los Estruendos, al norte de Laos, que fue escenario de los más
duros bombardeos sobre blancos civiles en la historia, y probablemente,
los más crueles: los asaltos furiosos de Washington contra una sociedad
de campesinos pobres tenían poco que ver con las habituales guerras
en esa región. El peor período fue a partir de 1968, cuando
Washing-ton se vio obligado a entablar negociaciones (bajo presión
popular y económica), terminando con los bombardeos continuos sobre
Vietnam del Norte. Kissinger y Nixon decidieron entonces cambiar
los planes y bombardear Laos y Camboya.
Las muertes vienen de “bombitas”, pequeñas
armas antipersonales, mucho peores que cualquier mina terrestre: están
destinadas específicamente a matar y mutilar, pues no producen efectos
sobre vehículos, edificios, etc. La llanura se vio saturada con
cientos de miles de estos artefactos criminales, cuya probabilidad de no
explotar inme-diatamente es del 20 al 30 %, según la empresa fabricante
Honeywell . Esas cifras indican, o un control de calidad notablemente pobre,
o una deliberada política de asesinar civiles por acción
retardada. Esta fue sólo una parte de la tecnología desplegada,
que incluía avanzados misiles para penetrar en las cuevas donde
las familias buscaban refugio. Actualmente, los accidentes anuales por
las “bombitas” se estiman desde unos centenares, hasta “una tasa anual
de 20.000 accidentes”, más de la mitad mortales, según
el reportero Barry Wain del Wall Street Journal en su edición de
Asia. Un cálculo conservador es pues que las cifras de este año
son por lo menos aproximadamente comparables a las de Kosovo, aunque las
muertes están abrumadoramente más concentradas en los niños;
más de la mitad, de acuerdo con los análisis ofrecidos por
el Comité Central Menonita, que ha estado trabajando allí
desde 1977 para aliviar las continuas atrocidades.
Se han hecho esfuerzos para hacer conocer y
remediar esa catástrofe humanitaria. El Grupo británico de
Asesoría sobre Minas (GAM), está tratando de despejar la
zona de objetos letales, pero “los Estados Unidos están visible-mente
ausentes del puñado de organizaciones occidentales que han seguido
a GAM” -informa la prensa británica- aunque han aceptado finalmente
entrenar a algunos civiles laosianos. La prensa británica también
informa con cierto enojo sobre la denuncia de los especialistas del GAM,
según la cual estados Unidos rechaza proporcionarles “procedimientos
libres de riesgo”, que harían “mucho más rápido y
seguro” su trabajo. Éstos se mantienen como secreto de estado, al
igual que todo el asunto en los Estados Unidos. La prensa de Bangkok informa
de una situación muy similar en Kampuchea, especialmente en la región
oriental, donde el bombardeo estadounidense fue más intenso desde
1969.
En este caso la reacción de Estados
Unidos es (II): no hacer nada. Y la reacción de los medios de comunicación
y comentaristas es permanecer callados, siguiendo las normas bajo las que
la guerra contra Laos fue declarada “secreta”, lo que significa bien conocida
pero ocultada, como sucedió con la cuestión de Camboya desde
marzo de 1969. El nivel de autocensura fue tan extraordinario como el actual.
La relevancia de ese espantoso ejemplo debería ser obvia, sin más
comentarios.
Omitiré otros ejemplos de (I) y (II),
aunque abundan, y también atrocidades actuales mucho mas serias,
como la inmensa carnicería de civiles iraquíes, por medio
de una forma particularmente cruel de guerra biológica: “una
alternativa muy dura”, comentó Madelein Albright en TV en 1996,
cuando le preguntaron por su reacción frente a la muerte de medio
millón de niños iraquíes en cinco años, “pero
pensamos que el precio vale la pena”. Se calcula que actualmente siguen
muriendo 5.000 niños al mes y el precio sigue “valiendo la pena”.
Estos y otros ejemplos deberían mantenerse igualmente presentes
cuando leemos la retórica reverencial con que se elogia la “dimensión
moral” del gobierno de Clinton, que está por fin funcionando adecuadamente,
como ilustra el ejemplo de Kosovo.
¿Qué demuestra precisamente
ese ejemplo? La amenaza del bombardeo de la OTAN, como era previsible,
ha conducido a una escalada aguda de las atrocidades del Ejército
serbio y los paramilitares, y a la salida de los observadores internacionales,
que por supuesto tuvo el mismo efecto. El Comandante general Wesley Clark
declaró que era “enteramente predecible” que el terror serbio y
la violencia se intensificarían tras los bombardeos de la OTAN,
exactamente como pasó. El terror llegó por primera vez a
la capital, Pristina, y hay informes creíbles de destrucción
a gran escala de aldeas, asesinatos, generación de un enorme flujo
de refugiados, quizás un esfuerzo por expulsar a buena parte de
la población albanesa --todas ellas consecuencias “enteramente
predecibles” de la amenaza y luego del uso de la fuerza, tal y como el
general Clark correctamente observaba.
Kosovo es por consiguiente otra ilustración
de (I): incrementar la violencia, exactamente con el mismo resultado.
Encontrar ejemplos de (III) es demasiado
fácil, al menos si no atenemos a la retórica oficial. El
principal estudio académico reciente de la “intervención
humanitaria”, de Sean Murphy, recuerda el record posterior al pacto Kellogg-
Briand de 1928, que prohibió la guerra, y después de la proclamación
de la Carta de la O.N.U., que fortaleció y articuló esas
medidas. En la primera fase, escribe, los más prominentes ejemplos
de “intervención humanitaria” fueron el ataque japonés
a Manchuria, la invasión de Etiopía por Mussolini y la ocupación
por Hitler de parte de Checoeslovaquia. Todos fueron acompañados
por una retórica humanitaria de muy altos vuelos, llena de justifica-ciones
fácticas. Japón iba a establecer un “paraíso terrenal”
al defender a los manchúes de los “bandidos chinos”, con el
apoyo de un líder nacionalista chino, figura mucho más creíble
que cualquiera de las que Estados Unidos fue capaz de encontrar durante
su ofensiva en Vietnam del Sur. Mussolini estaba liberando a miles de esclavos
y llevando adelante la “misión civilizadora” de Occidente.
Hitler anunció la intención de Alemania de terminar con las
tensiones étnicas y de “salvaguardar la identidad nacional de los
pueblos alemán y checo” en una operación “llena de fervorosos
deseos de servir a los pueblos residentes en la zona” y de acuerdo con
su voluntad; el Presidente eslovaco solicitó a Hitler que declarara
a Eslovaquia protectorado alemán.
Otro ejercicio intelectual provechoso es comparar
estas justificaciones obscenas con las ofrecidas para otras intervenciones,
incluidas las “humanitarias”, en el período posterior a la proclamación
de la Carta de la ONU.
En ese período, el ejemplo quizá
más obligado es la invasión vietnamita de Kampuchea en diciembre
de 1978, quie puso término a las atrocidades de Pol Pot, entonces
en su punto álgido. Vietnam alegó el derecho a la autodefensa
frente a un ataque armado, uno de los pocos ejemplos post-Carta en que
el argumento era plausible: el régimen de los Khmeres Rojos (Kampuchea
Democrática KD) estaba llevando a cabo ataques sanguinarios contra
Vietnam en las áreas fronterizas. La reacción estadounidense
es ilustrativa. La prensa condenó a los “prusianos” de Asia por
sus desaforadas violaciones de la ley internacional. Fueron severamente
castigados por el crimen de haber terminado con las matanzas de Pol Pot,
primero con una invasión china (con apoyo de EEUU) y luego con la
imposición por Estados Unidos de severas sanciones. Estados Unidos
reconoció al expulsado KD como gobierno oficial de Kampuchea, alegando
su “continuidad” con el régimen de Pol Pot, según explicó
el Departamento de Estado. No muy sutilmente, los EE. UU. siguieron
apoyando a los khmeres rojos en sus ataques continuados en Kampuchea.
El ejemplo nos dice bastante más acerca
de “la costumbre y la práctica” que sostiene “las emergentes normas
legales de intervención humanitaria”.
A pesar de los esfuerzos desesperados
de los ideólogos para probar que los círculos son cuadrados,
no caben dudas serias de que los bombardeos de la OTAN socavarán
lo que queda de la frágil estructura del derecho internacional.
Los EEUU lo han dejado claro en las discusiones previas a la decisión
de la OTAN. Aparte de Gran Bretaña (en este momento tan independiente
como lo fuera Ucrania en los años pre-Gorvachov), los países
de la OTAN se manifestaron escépticos frente a la política
de Estados Unidos y se sintieron especialmente incomodados por el “ruido
de sables” de la secretaria de Estado Albright (Kevin Kullen, Boston Globe,
feb 22). Actualmente, cuanto más de cerca se observa la conflictiva
región, mayor es la oposición a la insistencia de
Washington en el uso de la fuerza, incluso dentro de la OTAN (Grecia e
Italia). Francia ha pedido una resolución del Consejo de Seguridad
de la O.N.U,. que autorice el despliegue de fuerzas de interposición.
Los Estados Unidos han rechazado de plano esa posibilidad, insistiendo
en “su posición de que la OTAN debería ser capaz de actuar
independientemente de las Naciones Unidas”, según explicaron funcionarios
del Departamento de Estado; también rechazaron que en la declaración
de la OTAN apareciera la “palabra neurálgica” «autorizar»,
reticentes a conceder ninguna autoridad a la Carta de la ONU y a la ley
internacional, y permitieron únicamente la palabra «respaldar»
(Jane Perlez-NYT feb.11). De forma similar, el bombardeo de Irak fue una
descarada expresión de desprecio por la O.N.U., incluso sobre la
fijación concreta del momento, y así fue entendido. Y lo
mismo es cierto, por supuesto, para la destrucción de la mitad
de la producción farmacéutica en un pequeño país
africano hace pocos meses, un acontecimiento que tampoco indica que la
“dimensión moral” esté ajustándose a la virtud, por
no decir un récord que habría que destacar si los hechos
se consideraran relevantes para determinar “la costumbre y la práctica”.
Se podría argumentar, con bastante plausibilidad,
que una demolición más radical de las normas del orden mundial
es irrelevante, ya que desde finales de los años 30 habrían
perdido su significado. El menosprecio de las potencias líderes
del mundo hacia el marco del orden mundial ha llegado a ser tan extremo
que no queda nada que discutir. Una revisión del registro de
documentos internos demuestra que esa actitud se remonta a los primeros
días, incluso al primer memorandum del Consejo de Seguridad recién
formado en 1947. Durante el gobierno de Kennedy comenzó a aparecer
públicamente. La principal innovación de la era Reagan -
Clinton está en que el desafío al derecho internacional y
a la Carta de la O.N.U. se ha hecho completo, y además ha sido respaldado
con atractivas explicaciones, que deberían figurar en las primeras
páginas y en lugar destacado de los currículos universitarios,
si la verdad y la honestidad se consideraran valores significativos. Las
altas autoridades han explicado con claridad brutal que el Tribunal Internacional,
la O.N.U y otras instituciones se han convertido en irrelevantes, porque
ya no siguen las órdenes de los EEUU como hacían en los primeros
tiempos de postguerra.
Uno podría entonces apoyar la
posición oficial, lo que constituiría una postura honesta,
si al menos se viera acompañada por el rechazo a valerse del juego
cínico de la autojustificación y el manejo de los menospreciados
principios del derecho internacional como arma altamente selectiva contra
diferentes enemigos.
Mientras que el reaganismo sentó las
nuevas bases, con Clinton el desafío al orden mundial ha llegado
a ser tan extremo como para llamar la atención de los analistas
políticos más avizores. En el último número
de la revista líder del sistema, Foreing Affairs, Samuel Huntington
advierte que Washington está siguiendo un derrotero peligroso. A
los ojos de muchos en el mundo --probablemente de la mayoría del
mundo, sugiere-- los Estados Unidos “se están convirtiendo en un
superpoder feroz” que pueden llegar a considerar como “la gran amenaza
externa para sus sociedades”. Una “teoría de las relaciones internacionales”
realista, argumenta, predice que pueden surgir coaliciones para hacer frente
a ese superpoder bellaco. Por razones pragmáticas, por tanto, la
postura debería reconsiderarse. Los estadounidenses que desean una
imagen diferente de su sociedad podrían exigir una reconsideración
por razones diferentes al pragmatismo.
¿Cómo queda entonces la cuestión
de qué hacer en Kosovo? Sin respuesta. Los Estados Unidos han escogido
un curso de acción que, como reconoce explícitamente, incrementa
las atrocidades y la violencia –“predeciblemente”; un curso de acción
que además asesta otro golpe al régimen de orden internacional
que al menos ofrece a los débiles una protección limitada
contra Estados depredadores. En cuanto al largo plazo, las consecuencias
son impredecibles. Una observación plausible es que “cada bomba
que cae en Serbia y cada asesinato étnico en Kosovo sugiere
que para los serbios y albaneses será difícil vivir unos
junto a otros, en alguna forma de paz” (Financial Times, 27 de Marzo).
Algunas de las posibles consecuencias a largo plazo son extremadamente
terribles, como algunos han señalado.
Un razonamiento habitual es que teníamos
que hacer algo; no podíamos permanecer con los brazos cruzados,
mientras proseguían las atrocidades. Pero no es verdad. Una elección
posible era seguir el principio de Hipócrates: “Lo primero, no joder”.
Si no se puede hallar una forma de no violar ese principio elemental, lo
mejor es no hacer nada. Pero siempre hay formas a considerar. La diplomacia
y las negociaciones nunca están de más.
Es probable que en los próximos años
se invoque con mayor frecuencia –justificada o injustificadamente-- el
derecho a una “intervención humanitaria”, ahora que los pretextos
de la Guerra Fría han perdido su eficacia. En esta época,
puede que valga la pena prestar atención a las opiniones de comentaristas
respetados, por no hablar del Tribunal Internacional, que se pronunció
explícitamente en esta materia en una decisión rechazada
por los Estados Unidos, sobre la que no siquiera se ha informado.
En las disciplinas universitarias de Asuntos
Internacionales y Derecho Internacional sería difícil encontrar
voces más respetadas que las de Hedley Bull o Louis Henkin. Bull
advirtió hace 15 años que “los Estados o grupos de Estados
que se presentan a sí mismos como jueces del bien común internacional,
sin prestar atención a la opinión de los demás, son
de hecho una amenaza al para el orden internacional, y para una intervención
efectiva en ese terreno”. Henkin, en una obra de referencia sobre el orden
mundial, escribía que “las presiones que erosionan la prohibición
del uso de la fuerza son deplorables, y los argumentos que pretenden legitimar
ese uso bajo determinadas circunstancias son falaces y peligrosos [...]
Las violaciones de los derechos humanos son desgraciadamente muy corrientes,
y si estuviera permitido remediarlas mediante el uso de la fuerza, no quedaría
ninguna ley que impidiera que casi cualquier Estado la empleara contra
casi cualquier otro. Creo que los Derechos Humanos deben defenderse, y
las injusticias remediarse, mediante medios pacíficos, y no abriendo
la puerta a la agresión y destruyendo el principal avance en derecho
internacional, que es la proscripción de la guerra y la prohibición
de la fuerza.”
Los principios reconocidos del derecho internacional
y el orden mundial, las obligaciones consagradas en solemnes tratados,
las decisiones del Tribunal Internacional, los pronunciamientos prudentes
de respetados comentaristas, etc., no resuelven automáticamente
cada problema particular. Cada asunto debe estudiarse en concreto. Para
los que no adoptan las formas de comportamiento de Saddam Hussein, hay
mucho que probar antes de amenazar con el uso de la fuerza violando los
principios del orden internacional. Es posible que esa prueba pueda ser
aportada, pero hay que hacerlo, y no limitarse a proclamarla con retórica
apasionada. Las consecuencias de tales violaciones tienen que medirse cuidadosamente–en
particular, lo que se considere “predecible”–. Y quienes se pretenden mínimamente
serios, también deben evaluar las razones para una acción,
y no simplemente adular a los líderes y su “dimensión moral”.
The Current Bombings: Behind
the Rhetoric
By Noam Chomsky
There have been many inquiries concerning NATO
(meaning primarily US) bombing in connection with Kosovo. A great deal
has been written about the topic, including Znet commentaries. I'd like
to make a few general observations, keeping to facts that are not seriously
contested. There are two fundamental issues: (1) What are the accepted
and applicable "rules of world order"? (2) How do these or other considerations
apply in the case of Kosovo?
(1) What are the accepted and applicable "rules
of world order"?
There is a regime of international law and
international order, binding on all states, based on the UN Charter and
subsequent resolutions and World Court decisions. In brief, the threat
or use of force is banned unless explicitly authorized by the Security
Council after it has determined that peaceful means have failed, or in
self-defense against "armed attack" (a narrow concept) until the Security
Council acts.
There is, of course, more to say. Thus there
is at least a tension, if not an outright contradiction, between the rules
of world order laid down in the UN Charter and the rights articulated in
the Universal Declaration of Human Rights (UD), a second pillar of the
world order established under US initiative after World War II. The Charter
bans force violating state sovereignty; the UD guarantees the rights of
individuals against oppressive states. The issue of "humanitarian intervention"
arises from this tension. It is the right of "humanitarian intervention"
that is claimed by the US/NATO in Kosovo, and that is generally supported
by editorial opinion and news reports (in the latter case, reflexively,
even by the very choice of terminology).
The question is addressed in a news report
in the NY Times (March 27), headlined "Legal Scholars Support Case for
Using Force" in Kosovo (March 27). One example is offered: Allen Gerson,
former counsel to the US mission to the UN. Two other legal scholars are
cited. One, Ted Galen Carpenter, "scoffed at the Administration argument"
and dismissed the alleged right of intervention. The third is Jack Goldsmith,
a specialist on international law at Chicago Law school. He says that critics
of the NATO bombing "have a pretty good legal argument," but "many people
think [an exception for humanitarian intervention] does exist as a matter
of custom and practice." That summarizes the evidence offered to justify
the favored conclusion stated in the headline.
Goldsmith's observation is reasonable, at least
if we agree that facts are relevant to the determination of "custom and
practice." We may also bear in mind a truism: the right of humanitarian
intervention, if it exists, is premised on the "good faith" of those intervening,
and that assumption is based not on their rhetoric but on their record,
in particular their record of adherence to the principles of international
law, World Court decisions, and so on. That is indeed a truism, at least
with regard to others. Consider, for example, Iranian offers to intervene
in Bosnia to prevent massacres at a time when the West would not do so.
These were dismissed with ridicule (in fact, ignored); if there was a reason
beyond subordination to power, it was because Iranian "good faith" could
not be assumed. A rational person then asks obvious questions: is the Iranian
record of intervention and terror worse than that of the US? And other
questions, for example: How should we assess the "good faith" of the only
country to have vetoed a Security Council resolution calling on all states
to obey international law? What about its historical record? Unless such
questions are prominent on the agenda of discourse, an honest person will
dismiss it as mere allegiance to doctrine. A useful exercise is to determine
how much of the literature -- media or other -- survives such elementary
conditions as these.
(2) How do these or other considerations apply
in the case of Kosovo?
There has been a humanitarian catastrophe in
Kosovo in the past year, overwhelmingly attributable to Yugoslav military
forces. The main victims have been ethnic Albanian Kosovars, some 90% of
the population of this Yugoslav territory. The standard estimate is 2000
deaths and hundreds of thousands of refugees.
In such cases, outsiders have three choices:
(I) try to escalate the catastrophe
(II) do nothing
(III) try to mitigate the catastrophe
The choices are illustrated by other contemporary
cases. Let's keep to a few of approximately the same scale, and ask where
Kosovo fits into the pattern.
(A) Colombia. In Colombia, according to State
Department estimates, the annual level of political killing by the government
and its paramilitary associates is about at the level of Kosovo, and refugee
flight primarily from their atrocities is well over a million. Colombia
has been the leading Western hemisphere recipient of US arms and training
as violence increased through the '90s, and that assistance is now increasing,
under a "drug war" pretext dismissed by almost all serious observers. The
Clinton administration was particularly enthusiastic in its praise for
President Gaviria, whose tenure in office was responsible for "appalling
levels of violence," according to human rights organizations, even surpassing
his predecessors. Details are readily available.
In this case, the US reaction is (I): escalate
the atrocities.
(B) Turkey. By very conservative estimate,
Turkish repression of Kurds in the '90s falls in the category of Kosovo.
It peaked in the early '90s; one index is the flight of over a million
Kurds from the countryside to the unofficial Kurdish capital Diyarbakir
from 1990 to 1994, as the Turkish army was devastating the countryside.
1994 marked two records: it was "the year of the worst repression in the
Kurdish provinces" of Turkey, Jonathan Randal reported from the scene,
and the year when Turkey became "the biggest single importer of American
military hardware and thus the world's largest arms purchaser." When human
rights groups exposed Turkey's use of US jets to bomb villages, the Clinton
Administration found ways to evade laws requiring suspension of arms deliveries,
much as it was doing in Indonesia and elsewhere.
Colombia and Turkey explain their (US-supported)
atrocities on grounds that they are defending their countries from the
threat of terrorist guerrillas. As does the government of Yugoslavia.
Again, the example illustrates (I): try to
escalate the atrocities.
(C) Laos. Every year thousands of people, mostly
children and poor farmers, are killed in the Plain of Jars in Northern
Laos, the scene of the heaviest bombing of civilian targets in history
it appears, and arguably the most cruel: Washing-ton's furious assault
on a poor peasant society had little to do with its wars in the region.
The worst period was from 1968, when Washington was compelled to undertake
negotiations (under popular and business pressure), ending the regular
bombardment of North Vietnam. Kissinger-Nixon then decided to shift to
bombardment of Laos and Cambodia.
The deaths are from "bombies," tiny anti-personnel
weapons, far worse than land-mines: they are designed specifically to kill
and maim, and have no effect on trucks, buildings, etc. The Plain was saturated
with hundreds of millions of these criminal devices, which have a failure-to-explode
rate of 20%-30% according to the manufacturer, Honeywell. The numbers suggest
either remarkably poor quality control or a rational policy of murdering
civilians by delayed action. These were only a fraction of the technology
deployed, including advanced missiles to penetrate caves where families
sought shelter. Current annual casualties from "bombies" are estimated
from hundreds a year to "an annual nationwide casualty rate of 20,000,"
more than half of them deaths, according to the veteran Asia reporter Barry
Wain of the Wall Street Journal -- in its Asia edition. A conservative
estimate, then, is that the crisis this year is approximately comparable
to Kosovo, though deaths are far more highly concentrated among children
-- over half, according to analyses reported by the Mennonite Central Committee,
which has been working there since 1977 to alleviate the continuing atrocities.
There have been efforts to publicize and deal
with the humanitarian catastrophe. A British-based Mine Advisory Group
(MAG) is trying to remove the lethal objects, but the US is "conspicuously
missing from the handful of Western organisations that have followed MAG,"
the British press reports, though it has finally agreed to train some Laotian
civilians. The British press also reports, with some anger, the allegation
of MAG specialists that the US refuses to provide them with "render harmless
procedures" that would make their work "a lot quicker and a lot safer."
These remain a state secret, as does the whole affair in the United States.
The Bangkok press reports a very similar situation in Cambodia, particularly
the Eastern region where US bombardment from early 1969 was most intense.
In this case, the US reaction is (II): do nothing.
And the reaction of the media and commentators is to keep silent, following
the norms under which the war against Laos was designated a "secret war"
-- meaning well-known, but suppressed, as also in the case of Cambodia
from March 1969. The level of self-censorship was extraordinary then, as
is the current phase. The relevance of this shocking example should be
obvious without further comment.
I will skip other examples of (I) and (II),
which abound, and also much more serious contemporary atrocities, such
as the huge slaughter of Iraqi civilians by means of a particularly vicious
form of biological warfare -- "a very hard choice," Madeleine Albright
commented on national TV in 1996 when asked for her reaction to the killing
of half a million Iraqi children in 5 years, but "we think the price is
worth it." Current estimates remain about 5000 children killed a month,
and the price is still "worth it." These and other examples might also
be kept in mind when we read awed rhetoric about how the "moral compass"
of the Clinton Administration is at last functioning properly, as the Kosovo
example illustrates.
Just what does the example illustrate? The
threat of NATO bombing, predictably, led to a sharp escalation of atrocities
by the Serbian Army and paramilitaries, and to the departure of international
observers, which of course had the same effect. Commanding General Wesley
Clark declared that it was "entirely predictable" that Serbian terror and
violence would intensify after the NATO bombing, exactly as happened. The
terror for the first time reached the capital city of Pristina, and there
are credible reports of large-scale destruction of villages, assassinations,
generation of an enormous refugee flow, perhaps an effort to expel a good
part of the Albanian population -- all an "entirely predictable" consequence
of the threat and then the use of force, as General Clark rightly observes.
Kosovo is therefore another illustration of
(I): try to escalate the violence, with exactly that expectation.
To find examples illustrating (III) is all
too easy, at least if we keep to official rhetoric. The major recent academic
study of "humanitarian intervention," by Sean Murphy, reviews the record
after the Kellogg-Briand pact of 1928 which outlawed war, and then since
the UN Charter, which strengthened and articulated these provisions. In
the first phase, he writes, the most prominent examples of "humanitarian
intervention" were Japan's attack on Manchuria, Mussolini's invasion of
Ethiopia, and Hitler's occupation of parts of Czechoslovakia. All were
accompanied by highly uplifting humanitarian rhetoric, and factual justifications
as well. Japan was going to establish an "earthly paradise" as it defended
Manchurians from "Chinese bandits," with the support of a leading Chinese
nationalist, a far more credible figure than anyone the US was able to
conjure up during its attack on South Vietnam. Mussolini was liberating
thousands of slaves as he carried forth the Western "civilizing mission."
Hitler announced Germany's intention to end ethnic tensions and violence,
and "safeguard the national individuality of the German and Czech peoples,"
in an operation "filled with earnest desire to serve the true interests
of the peoples dwelling in the area," in accordance with their will; the
Slovakian President asked Hitler to declare Slovakia a protectorate.
Another useful intellectual exercise is to
compare those obscene justifications with those offered for interventions,
including "humanitarian interventions," in the post-UN Charter period.
In that period, perhaps the most compelling
example of (III) is the Vietnamese invasion of Cambodia in December 1978,
terminating Pol Pot's atrocities, which were then peaking. Vietnam pleaded
the right of self-defense against armed attack, one of the few post-Charter
examples when the plea is plausible: the Khmer Rouge regime (Democratic
Kampuchea, DK) was carrying out murderous attacks against Vietnam in border
areas. The US reaction is instructive. The press condemned the "Prussians"
of Asia for their outrageous violation of international law. They were
harshly punished for the crime of having terminated Pol Pot's slaughters,
first by a (US-backed) Chinese invasion, then by US imposition of extremely
harsh sanctions. The US recognized the expelled DK as the official government
of Cambodia, because of its "continuity" with the Pol Pot regime, the State
Department explained. Not too subtly, the US supported the Khmer Rouge
in its continuing attacks in Cambodia.
The example tells us more about the "custom
and practice" that underlies "the emerging legal norms of humanitarian
intervention."
Despite the desperate efforts of ideologues
to prove that circles are square, there is no serious doubt that the NATO
bombings further undermine what remains of the fragile structure of international
law. The US made that entirely clear in the discussions leading to the
NATO decision. Apart from the UK (by now, about as much of an independent
actor as the Ukraine was in the pre-Gorbachev years), NATO countries were
skeptical of US policy, and were particularly annoyed by Secretary of State
Albright's "saber-rattling" (Kevin Cullen, Boston Globe, Feb. 22). Today,
the more closely one approaches the conflicted region, the greater the
opposition to Washington's insistence on force, even within NATO (Greece
and Italy). France had called for a UN Security Council resolution to authorize
deployment of NATO peacekeepers. The US flatly refused, insisting on "its
stand that NATO should be able to act independently of the United Nations,"
State Department officials explained. The US refused to permit the "neuralgic
word `authorize'" to appear in the final NATO statement, unwilling to concede
any authority to the UN Charter and international law; only the word "endorse"
was permitted (Jane Perlez, NYT, Feb. 11). Similarly the bombing of Iraq
was a brazen expression of contempt for the UN, even the specific timing,
and was so understood. And of course the same is true of the destruction
of half the pharmaceutical production of a small African country a few
months earlier, an event that also does not indi-cate that the "moral compass"
is straying from righteousness -- not to speak of a record that would be
prominently reviewed right now if facts were considered relevant to determining
"custom and practice."
It could be argued, rather plausibly, that
further demolition of the rules of world order is irrelevant, just as it
had lost its meaning by the late 1930s. The contempt of the world's leading
power for the framework of world order has become so extreme that there
is nothing left to discuss. A review of the internal documentary record
demonstrates that the stance traces back to the earliest days, even to
the first memorandum of the newly-formed National Security Council in 1947.
During the Kennedy years, the stance began to gain overt expression. The
main innovation of the Reagan-Clinton years is that defiance of international
law and the Charter has become entirely open. It has also been backed with
interesting explanations, which would be on the front pages, and prominent
in the school and university curriculum, if truth and honesty were considered
significant values. The highest authorities explained with brutal clarity
that the World Court, the UN, and other agencies had become irrelevant
because they no longer follow US orders, as they did in the early postwar
years.
One might then adopt the official position.
That would be an honest stand, at least if it were accompanied by refusal
to play the cynical game of self-righteous posturing and wielding of the
despised principles of international law as a highly selective weapon against
shifting enemies.
While the Reaganites broke new ground, under
Clinton the defiance of world order has become so extreme as to be of concern
even to hawkish policy analysts. In the current issue of the leading establishment
journal, Foreign Affairs, Samuel Huntington warns that Washington is treading
a dangerous course. In the eyes of much of the world -- probably most of
the world, he suggests -- the US is "becoming the rogue superpower," considered
"the single greatest external threat to their societies." Realist "international
relations theory," he argues, predicts that coalitions may arise to counterbalance
the rogue superpower. On pragmatic grounds, then, the stance should be
reconsidered. Americans who prefer a different image of their society might
call for a reconsideration on other than pragmatic grounds.
Where does that leave the question of what
to do in Kosovo? It leaves it unanswered. The US has chosen a course of
action which, as it explicitly recognizes, escalates atrocities and violence
-- "predictably"; a course of action that also strikes yet another blow
against the regime of international order, which does offer the weak at
least some limited protection from predatory states. As for the longer
term, consequences are unpredictable. One plausible observation is that
"every bomb that falls on Serbia and every ethnic killing in Kosovo suggests
that it will scarcely be possible for Serbs and Albanians to live beside
each other in some sort of peace" (Financial Times, March 27). Some of
the longer-term possible outcomes are extremely ugly, as has not gone without
notice.
A standard argument is that we had to do something:
we could not simply stand by as atrocities continue. That is never true.
One choice, always, is to follow the Hippocratic principle: "First, do
no harm." If you can think of no way to adhere to that elementary principle,
then do nothing. There are always ways that can be considered. Diplomacy
and negotiations are never at an end. The right of "humanitarian intervention"
is likely to be more frequently invoked in coming years -- maybe with justification,
maybe not -- now that Cold War pretexts have lost their efficacy. In such
an era, it may be worthwhile to pay attention to the views of highly respected
commentators -- not to speak of the World Court, which explicitly ruled
on this matter in a decision rejected by the United States, its essentials
not even reported.
In the scholarly disciplines of international
affairs and international law it would be hard to find more respected voices
than Hedley Bull or Louis Henkin. Bull warned 15 years ago that "Particular
states or groups of states that set themselves up as the authoritative
judges of the world common good, in disregard of the views of others, are
in fact a menace to international order, and thus to effective action in
this field." Henkin, in a standard work on world order, writes that the
"pressures eroding the prohibition on the use of force are deplorable,
and the arguments to legitimize the use of force in those circumstances
are unpersuasive and dangerous... Violations of human rights are indeed
all too common, and if it were permissible to remedy them by external use
of force, there would be no law to forbid the use of force by almost any
state against almost any other. Human rights, I believe, will have to be
vindicated, and other injustices remedied, by other, peaceful means, not
by opening the door to aggression and destroying the principle advance
in international law, the outlawing of war and the prohibition of force."
Recognized principles of international law
and world order, solemn treaty obligations, decisions by the World Court,
considered pronouncements by the most respected commentators -- these do
not automatically solve particular problems. Each issue has to be considered
on its merits. For those who do not adopt the standards of Saddam Hussein,
there is a heavy burden of proof to meet in undertaking the threat or use
of force in violation of the principles of international order. Perhaps
the burden can be met, but that has to be shown, not merely proclaimed
with passionate rhetoric. The consequences of such violations have to be
assessed carefully -- in particular, what we understand to be "predictable."
And for those who are minimally serious, the reasons for the actions also
have to be assessed -- again, not simply by adulation of our leaders and
their "moral compass."