La
violencia contra las mujeres y las niñas
Por María Jesús
Miranda López
Profesora Titular de Sociología.
Universidad Complutense
de Madrid
1. ¿QUE VIOLENCIA?
Erradicar la violencia
es, pura y llanamente, una exigencia ética, una cuestión
a la que sólo es posible enfrentarse con una pregunta: ¿cuales
son sus condiciones de posibilidad?¿Qué es preciso hacer
paraa que sea eliminada? Cualquier otro enfoque no es sino seguir dando
vueltas a la pelota amarilla de la hipocresía.
Desde este punto de
vista, la primera afirmación necesaria es que no existe una distinción
sustancial entre la violencia, en general, y la violencia contra las mujeres
y las niñas. No se va a erradicar la segunda si persiste la Primera.
Y ello por una razón evidente: en cualquier situación presidida
por la razón del más fuerte, los más débiles
son las primeras víctimas, y las más numerosas. Según
un informe de Cruz Roja Internacional, cuanto más modernos, desde
el punto de vista técnico, son los medios que se utilizan en un
conflicto bélico, mayor es el número de víctimas civiles
que produce. Y, en consecuencia, mayor el número de mujeres y niñas...
Por ello, quisiera distinguir,
al menos, entre cinco tipos de violencia contra las mujeres:
-- La violencia simbólica.
-- La violencia física
intergrupal: la guerra, el terrorismo, la violencia mafiosa.
-- La violencia económica.
-- La violencia institucional.
--La violencia física
interindividual.
Sé que probablemente mis lectores estarán desconcertados a estas alturas. Cuando uno empieza a leer algo que se titula La violencia contra las mujeres y las niñas quiere encontrar enseguida estadísticas de incestos y desgarros vaginales. Y esto no es sino el reflejo de un grave prejuicio, el mismo que está en la base de ese tipo de violencia, y es el de que las mujeres no son, antes que mujeres, seres humanos iguales a todos los demás y, por tanto, a quienes los problemas globales de la especie les afectan en la misma medida.
2. LA VIOLENCIA SIMBÓLICA
En un artículo de hace un par de años, el sociólogo francés Pierre BOURDIEU escribía: «la dominación masculina, que hace de la mujer un objeto simbólico, cuyo ser es un ser-percibido, tiene el efecto de colocar a las mujeres es un estado permanete de inseguridad corporal o, mejor dicho, de alienación simbólica. Dotadas de un ser que es una apariencia, están tácitamente conminadas a manifestar una especie de disponibilidad (sexuada y, eventualmente, sexual) con respecto a los hombres (1). Efectivamente, es esa suave violencia simbólica la que ha inducido a los lectores, al leer las palabras mujeres y niñas, a creer que íbamos a hablar, inmediatamente, de sexo. Este es, efectivamente, el convenio tácito sobre el que se funda la violencia sexual, genital o afectiva contra las mujeres; las mujeres, alienadas de sí mismas, son sobre todo cuerpo, soporte físico de agresiones. Pero, si queremos evitar también esta forma de violencia, habremos de esclarecer primero todas aquellas otras que la preceden y que deben gozar, en una escala de valores desde mi punto de vista más equilibrada, de una mayor atención.
3. LA VIOLENCIA FÍSICA INTERGRUPAL
La forma más grave
de violencia que afecta a las mujeres, pues afecta a todo los seres humanos,
es la violencia intergrupal, mucho más terrible, por sus efectos,
que la violencia ínter subjetiva. Por muchos maridos que atenten
contra sus esposas en países tan asolados por la violencia como
los Estados Unidos, nada de lo que allí ha sucedido en los últimos
años puede compararse con la horrible tragedia que la guerra de
Bosnia ha supuesto para las mujeres y las niñas. Y los varones y
los niños, naturalmente.
Los movimientos antinucleares
de los años 80 estuvieron muy imbricados con el movimiento feminista
europeo, británico en particular. Es curioso constatar lo lejanas
que se nos aparecen hoy las imágenes de aquellas mujeres formando
cadenas en torno a las bases mi-tares. Como si hubiera pasado un siglo.
La desaparición de la Unión Soviética, el fin de la
«guerra fría», no han hecho, sin embargo, desaparecer
el peligro nuclear. Y tampoco lo han desplazado, porque no es posible.
Da igual en el lugar del mundo en el que estallen las bombas; los efectos,
en un plazo mayor o menor, se dejaron sentir en todo el planeta.
4. LA VIOLENCIA ECONÓMICA
Un viejo profesor de historia
política, Barrington Moore (2), me dio hace ya muchos años
una lección inolvidable. Entre los siglos XVI al XVII, viene a decir,
se produjeron dos formas de transición de la monarquía absoluta
a la democracia liberal, que se han considerado paradigmáticas.
La inglesa suele proponerse como modelo de una transición pacífica;
la francesa, como violenta y sangrienta. Pero la diferencia decía
él, no estriba en la cantidad de gente que murió en cada
uno de esos procesos, sino en la calidad. En Inglaterra, a lo largo de
poco más de un siglo, murieron de hambre y miseria cientos de miles
de pobres, expulsados del medio rural por el proceso de enclosure, de apropiación
capitalista de la tierra, y el hacinamiento en pésimas condiciones
de vida en las nuevas ciudades mineras e industriales.
En Francia, a lo largo de
unos pocos años, murieron violentamente algunos miles de aristócratas
y de sublevados reaccionarios de la Vendée. Ante la Historia, los
segundos tienen una cualidad superior, un caché, un brillo, que
eleva el proceso francés a la categoría de sangriento, mientras
el inglés se mantiene en los limites de la normalidad.
Esta es la lección:
poniendo las cosas en su sitio, no dejándose atrapar por el morbo
y la alienación simbólica, hay que reconocer que la peor
forma de violencia que sufren ahora mismo las mujeres es la violencia económica.
Y ello por dos razones; la primera, porque supone en sí una importante
causa de muerte y de sufrimiento. Baste repasar la diferencia entre la
esperanza media de vida de las mujeres de los países desarrollados--con
Japón y España a la cabeza, por cierto--- y las de los países
del Tercer Mundo. Un escalafón de 40 años, atravesado por
esa terrible incertidumbre que rodea aún allí cada embarazo,
cada parto, cada puerperio, la infancia de cada hijo que no se sabe si
sobrevivirá.
La segunda, y no menos importante, es que la pobreza les impide escapar
de otras formas de violencia, les hace vulnerables, les sujeta a ellas.
Al desgarro familiar y la sumisión forzada de la emigración
económica; al peligro de convertirse en mano de obra barata, y con
frecuencia despreciada, en las empresas de tráfico ilegal de droga;
a la violencia extrema de la prostitución, del turismo sexual, de
la migración ilegal y forzada como simple materia prima de los negocios
pornográficos.
Degrada la violencia simbólica,
la privación de una imagen más allá del cuerpo»
de la autoestima de saberse un ser humano. Pero taro-bien degrada la incapacidad
de subvenir a las propias necesidades. Unidos ambos factores, no cabe duda
de que la miseria es la peor enemiga de las mujeres del mundo.
Por ello, no es de extrañar
que la Convención sobre la eliminación de todas las formas
de discriminación
contra las mujeres se subtitule:
Manifiesto hacia una cultura de la igualdad entre mujeres y hombres mediante
la educación (3). La educación, como fuente de conocimientos
que permite el desarrollo profesional y personal, y como instrumento de
cambio de actitudes, está sin duda en la base de la eliminación
de la violencia.
5. LA VIOLENCIA INSTITUCIONAL
Y, sin embargo, no sólo.
La violencia contra las mujeres no está solamente en las costumbres
ancestrales, también está en las regulaciones legales, políticas
y religiosas de muchos países. En este caso, resulta sencillo hacer
mención de la violencia institucional a la que están sometidas
las mujeres en los países islamistas: pero esta afirmación
requiere un análisis más cuidadoso, que se escapa a las pretensiones
de estas breves páginas (4).
Hay en cambio un ejemplo
de nuestra propia sociedad que no me resisto a mencionar. España
es el país de la Comunidad Europea con un porcentaje más
alto de mujeres en su población reclusa. En
los medios de comunicación,
este hecho suele atribuirse a la progresiva integración de las mujeres
en la vida activa» incluido el espacio las actividades ilegales.
Sin embargo, si dirigimos la vista atrás, podremos comprobar que,
en 1960, el porcentaje de participación de las mujeres en la población
interna en centros penitenciarios era exactamente igual al de 1994. Pero
entonces la elevada tasa de delincuencia femenina no se debía a
su participación en la vida pública, sino a las extraordinarias
presiones que sufrían dentro del hogar, que se resolvían
con alguna frecuencia mediante el recurso a la violencia. Así, en
1960 el número de mujeres en prisión por delitos contra las
personas, excluido el aborto, era superior al actual.
Además, en
1960 había en las prisiones españolas casi un centenar de
mujeres condenados por aborto, debido precisamente a una legislación
que interfería más que la actual en el ámbito de lo
privado.
Cuando la actividad
estatal cambia de signo en la regulación de la esfera intima, es
decir, cuando se reduce la violencia institucional contra las mujeres,
y se les permite una mayor libertad de acción, reconociendo su derecho
al divorcio y, aunque de manera limitada, al aborto, disminuye el número
de ellas que se ve forzada a recurrir a la violencia para escapar de situaciones
extremas de abuso, humillación o desamparo (5). Otro ejemplo interesante
es la, afortunadamente ya superada, regulación penal de los delitos
honoris causa. La defensa de una honorabilidad que no era sino el reflejo
de un trasnochado patriarcalismo atenuaba la culpa de quien cometía
delito de infanticidio para ocultar la deshonra, propia o de la hija. Un
ejemplo claro de cómo la cultura patriarcal puede justificar un
acto de violencia extrema, matar a un recién nacido (6).
Debo hacer aquí un
comentario que parece preciso. Las sociedades democráticas actuales
se basan en el principio del monopolio legítimo de la violencia
por parte del Estado; el ejercicio del poder que dimana de este monopolio
esta, lógicamente, sometido a Ley, pero es necesario, mientras no
ideemos un sistema mejor. Debe haber algún grado de violencia institucional
pues de lo contrario primaría la ley del más fuerte, y ello
no es precisamente favorable para las mujeres, pero con dos límites
fundamentales. El primero es el principio de la · intervención
mínima; el Derecho Penal es, efectivamente, la ultima ratio a la
que debe acudir el Estado moderno para resolver los conflictos. El segundo
es el principio de equidad: son imprescindibles todas las cautelas que
se introduzcan para que el ejercicio del poder del Estado no refuerce de
alguna manera la tradicional discriminación de mujer, en esta etapa
de transición.
6. LA VIOLENCIA INTERINDIVIDUAL
Llegados a este punto, resulta
hasta comprensible que, en un mundo regido por formas generalizadas de
violencia, las personas recurran a veces a ella pala solucionar conflictos
interindividuales. Comprensible, afortunadamente: entendiendo por qué
se produce la violencia pueden establecerse las condiciones para que deje
de producirse. Excusable, ya no; con demasiada frecuencia se ha excusado
la violencia hacia mujeres y niños/as.
Lo que revelan las estadísticas
de violencia ejercida sobre las mujeres es precisamente que, cada vez en
mayor medida, el sistema de control social no excusa éste tipo de
comportamiento. En 1982 se
inició en España
una campaña para la denuncia de los malos tratos domésticos,
que hasta entonces permanecían en el secreto de las familias. El
lema de la campaña, dirigida a las mujeres fue: NO LLORES, HABLA.
A partir de entonces, las Comisarías de Policía y las unidades
especiales de mujeres policía creadas al efecto, registran una media
anual de 15.000 denuncias (7). Aún así, muchas mujeres no
consideran el maltrato doméstico como delito, por lo que su incidencia
no aparece en las Encuestas de Victimización. También es
cierto que las propias encuestas orientan las respuestas de los entrevistados
hacia la violencia callejera, excluyendo así de entrada que reflejen
otros ti- · pos de delito (8).
Esta invisibilidad social
del maltrato, que aún persiste, se debe, en opinión de Perla
HAIMOVICH, a que «mientras subsiste una relación basada en
la desigualdad y en la subordinación, la mujer ofrece condiciones
óptimas para convertirse en objeto de agresión». Y,
más allá, atribuye una función social pacificadora,
en el medio externo, a la violencia intradoméstica: «la vigencia
de leyes de tolerancia en el mundo privado y familiar permite y facilita,
desde el orden social, la derivación de la agresividad provocada
por la frustración en el mundo público hacia lo privado·
Esta desviación constituye no sólo un factor de control social
sino, específicamente, de canalización de descontentos en
un ámbito que no perturba el orden y funcionamiento del sistema
social· La agresividad descargada en el ámbito doméstico,
en este sentido, contribuye y beneficia al funcionamiento del sistema y
al orden social» (9).
En el caso de las agresiones
sexuales también ha sido, y sigue siendo necesario, un proceso de
concienciación del público para promover la denuncia de tales
hechos y la aplicación de la ley a los infractores. No parece necesario,
tras las reformas de la legislación penal de 1989 y 1996, modificar
los tipos punibles ni agravar las penas; la violencia engendra violencia.
Pero sí extremar el cuidado y el rigor en la persecución
de este tipo de delitos, que han sensibilizado a la opinión pública.
En este campo es necesario, pues, un esfuerzo suplementario de rigor y
equidad por parte de los agentes de control social.
En España parece
que tal esfuerzo se está realizando. De hecho, el número
de personas ingresadas en prisión por delitos contra la libertad
sexual ha aumentado en un 170% entre 1990 y 1994 (10), lo que indica sin
duda una mayor eficacia policial y menor tolerancia judicial con este tipo
de delincuentes.
Sin embargo, aún
persiste una cierta desconsideración hacia las víctimas.
En un Informe sobre indemnizaciones por responsabilidades civiles de Penados
recogidos en testimonios de Sentencia, elaborado por el Gabinete Técnico
de la Secretaría de Estado de Asuntos Penitenciarios en 1993, se
recoge que el Tribunal estimó responsabilidad civil subsidiaria,
y reconoció el derecho de la víctima a percibir una indemnización,
en el 59% de los casos de abusos deshonestos, en el 60% de los casos de
agresión sexual, en el 74% de los casos de corrupción de
menores y estupro y en el 86% de los casos de lesiones, independientemente
del carácter de las mismas. Como muestran estos datos, aún
persiste una mayor valoración de la integridad física que
de la integridad sexual, y una cierta desvalorización de ésta,
pero es mucho lo que se ha avanzado en el ámbito de la aplicación
del Derecho Penal.
CONCLUSIÓN
Quizá por ello no
sea el ámbito penal el más necesitado de reformas en este
momento. Decía al principio de este artículo que erradicar
la violencia contra las mujeres es una exigencia ética. Pero, ¿de
qué ética? Creo, sinceramente, que se trata en primer lugar
de reivindicar la ética de la libertad personal, de la libertad
de conciencia, de la capacidad de autocontrol y autoestima. Individuos
fuertes, libres e iguales tienden a resolver sus conflictos mediante el
diálogo y el consenso, no mediante la violencia. En segundo lugar,
la ética del cuidado, que ha conferido sentido a la vida de tantas
mujeres y, aún hoy, a la de tantas personas de buena voluntad. La
compasión, la atención a las necesidades de los demás,
no son necesariamente muestra de debilidad, de incapacidad de oponerse
a la violencia. Como señala Robert WURTHNOW (1 1), cuidar a los
otros es frecuentemente ayudarnos a nosotros mismos. La ayuda al prójimo
es una metáfora de nuestra identidad individual. Aquel que es capaz
de dar se percibe a sí mismo como un individuo enérgico y
equilibrado, capaz de soportar la desgracia de los otros. La ética
del voluntariado parece la propia de la sociedad moderna, con raíces
en la tradición utilitarista (BENTHAM) y el optimismo antropológico
(Rousseau) y con un gramo de cinismo e individualismo derivados de la contemplación
de un mundo excesivamente difícil de cambiar. Una ética que
nos aleja de la moral militante del compromiso, pero que quizá sea
adecuada para una época en la que tantas armas, tantas luchas, tantas
agresiones, tantos dogmas y tantas certezas es preciso desterrar.