PRINCIPIO DE INJERENCIA ANTE LA VIOLENCIA CONTRA LA MUJER
Por Andrés Montero Gómez
Presidente de la Sociedad Española
de Psicología de la Violencia
Publicado en la revista OeNeGe - Marzo
2001
El fenómeno de la violencia contra mujer ejercida por esposos, compañeros
sentimentales o
afectivos o, más extensivamente, por desconocidos en forma de una
variedad de conductas
de agresión que abarcan desde el maltrato psicológico, pasando
por diversos modos de
acoso, agresiones físicas y sexuales, hasta llegar a mutilaciones
o asesinatos, muestra
progresivamente el perfil de una realidad que hasta épocas muy recientes
tenía en el
silencio un muro de alianza que escondía la tragedia de un número
incalculable de mujeres.
Y aunque actualmente las cifras que intentan hacer aflorar una dimensión
más precisa del
alcance de la violencia contra la mujer, sobre todo de la producida en
el marco íntimo de
relaciones afectivas, se benefician de un progresivo aumento de la sensibilización
y la
concienciación sociales con respecto a épocas anteriores,
en gran medida fruto del trabajo
de asociaciones de mujeres en multitud de ámbitos, lo cierto es
que aún queda mucha
realidad oculta por conocer.
El silencio social que rodea a la violencia que padecen 2'5 millones de
mujeres en contextos
de pareja en España -según datos de la macroencuesta del
Instituto de la Mujer del año
2000- está muy ligado a la naturaleza íntima y privada que
atribuimos a la relaciones de
pareja, en consonancia con las propias ideas y teorías que hemos
interiorizado a lo largo de
nuestros procesos de socialización. En el marco cultural predominante
en muchos de los
países donde la violencia íntima contra la mujer supone un
elemento de contraste y
contradicción en el pretendido progreso de sus sociedades, la cualidad
privada conferida a
cuanto acontece en el interior de los círculos familiares ha favorecido
tradicionalmente una
política social de no injerencia en los asuntos domésticos
ajenos. Es curioso cómo es posible
trazar aquí un significativo paralelismo entre las fronteras establecidas
en torno a los
hogares tradicionales y aquéllas representativas de las naciones
modernas, símbolos
ambas de un derecho de soberanía que garantizaba a los Estados,
igual que a las familias,
un quasi-ilimitado poder de decidir y hacer en el interior de sus confines.
En lo referido a los
Estados, las relaciones ciudadanas en el interior de sus dominios han venido
ajustándose a
las legislaciones nacionales, diseñadas por ellos mismos, y en lo
relativo a los hogares
tradicionales las relaciones entre sus miembros se han definido sobre los
ejes marcados por
el tipo de disciplina interna y, menos, por la moral imperante. Por tanto,
el referente para
evaluar el comportamiento de unos y otras se ha situado, tradicionalmente,
en parámetros
endógenos: los trapos sucios se lavan en casa
.
Sin embargo, tanto en hogares como en naciones-Estado las tendencias en
la evaluación se
han desplazado progresivamente desde el interior al exterior, cursando
con la implantación
de la noción de derechos humanos fundamentales a modo de concepto
básico de convivencia
y con la extensión de la co-dependencia asociada a la globalización.
Ahora los Estados
están sometidos a la fiscalización de los demás, a
la observación internacional de su propia
casa, y la no-injerencia en asuntos nacionales está limitada [salvo
algunos ejemplos de
análisis complejo -i.e. China, Turquía, etc] al respeto a
unos mínimos de convivencia y a las
reglas de juego internacional. El principio de injerencia aparece vinculado
-aunque a veces
tarde y, cuando se comprometen intereses geoestratégicos parciales
de grandes potencias,
nunca- al estallido de escenarios de violencia dirigidos desde aparatos
estatales contra su
propia población -i.e. Kosovo-, cuando las necesidades de resolución
exceden las
capacidades de los países implicados, o cuando se dan otros condicionantes.
Es ese
principio de injerencia el que habría que trasladar al ámbito
doméstico para responder a
escenarios de vulneración de los derechos fundamentales de alguno
de sus miembros, para
actuar ante violaciones sistemáticas de la libertad individual o
del derecho a la salud o a la
vida.
La violencia contra la mujer en el seno íntimo de la pareja requiere
la intervención social en
ese espacio privado para defender los derechos alienados de uno de los
integrantes de ese
núcleo de relación personal, que ha traspasado traumáticamente
los límites de la
convivencia. La manera en que los poderes públicos han estructurado
sus vías de
intervención en la vida ciudadana abarcan desde la ley hasta las
medidas de asistencia o de
compensación. Pero hace tiempo que los instrumentos públicos
no se consideran suficientes
para ofrecer una respuesta efectiva a muchos problemas y fenómenos
sociales, espacio que
han ocupado las asociaciones civiles y las ONG. En el ámbito de
la violencia contra la mujer
es notable la implicación de la corriente asociacionista y no-gubernamental.
En cambio, está
por desarrollarse el compromiso ciudadano individual, que debería
actuar como puntal de
ese principio de injerencia.
En efecto, en la puesta en marcha de pautas de fiscalización de
conductas vejatorias o de
violencia claramente atentatorias contra los derechos humanos de la mujer
se aprecia
descompensado el componente, por otra parte básico, de la participación
individual. Desde
los segundos niveles de la familia nuclear (familia extensa), hasta el
propio vecindario
donde se conoce el sufrimiento de una mujer agredida por su pareja, la
denuncia y la
injerencia individual ante lo que ocurre introduciría, de manera
directa, el factor de
aislamiento, rechazo social primario y presión sobre el agresor
que pretende lograrse por
medio de otras iniciativas públicas arraigadas en el papel tutelar
de las autoridades sobre el
ciudadano -p.ej. la publicación de listas de agresores condenados-.
En el afrontamiento de
la violencia íntima, la primera línea de defensa debería
ser el ciudadano que la observa.
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