Lo que suele ocultarse
debajo de lo que se dice
Con motivo de las últimas fiestas
navideñas y ante el presunto peligro que supone el desafío independentista
catalán desintegrador de España, el reciente
discurso de Felipe VI destacó tanto por su estridente llamamiento a la unidad
de España y a la defensa de la Constitución, como por su significativo silencio ante las terribles consecuencias que
se puedan posiblemente derivar, del agravamiento en los actuales conflictos
bélicos internacionales:
“Creo
sinceramente que hoy vivimos tiempos en los que es más necesario que nunca
reconocernos en todo lo que nos une”, dijo.
“Es necesario poner en valor lo que hemos
construido juntos a lo largo de los años con muchos y grandes sacrificios,
también con generosidad y enorme entrega. Es necesario ensalzar todo lo que
somos, lo que nos hace ser y sentirnos españoles”, prosiguió.
“En mi discurso de proclamación manifesté que en la España constitucional caben todos los sentimientos y sensibilidades, caben las distintas formas de sentirse español; de ser y de sentirse parte de una misma comunidad política y social, de una misma realidad histórica, actual y de futuro, como la que representa nuestra nación”.
Y haciendo gala de un cinismo
insuperable insistió en que:
“la ruptura de la Ley, la imposición de una idea o de un proyecto de
unos sobre la voluntad de los demás españoles, solo nos ha conducido en nuestra
historia a la decadencia, al empobrecimiento y al aislamiento”.
Como si esa tan supuesta como
inexistente Ley de la unidad en igualdad
entre los españoles, que subrepticiamente consagra la cada vez más
insultante desigualdad económico-social bajo el férreo predominio político de
unas irrisorias minorías
sobre las mayorías absolutas,
no siguiera hoy prevaleciendo desde que se implantara la monarquía
parlamentaria.
Por
esto mismo el Rey quiso apelar en su mensaje a la:
“serenidad, tranquilidad y confianza en la unidad y continuidad de España; un mensaje de seguridad en la primacía de la Ley y la defensa de nuestra Constitución”.
Pero de
las penurias de las mayorías asalariadas y populares que malviven en los
suburbios del país, padeciendo hambre y pobreza extrema, desempleo y desahucios
que inducen al suicidio en medio de la paulatina degradación de los servicios
públicos, a consecuencia de los recortes, etc., etc., de todo esto su majestad nada
dijo. Como si sólo existiera en un planeta desconocido, lo cual le dio pie para
limitarse a reconocer la necesidad de “mejorar” la situación económica:
“Por
otro lado, la mejora de la economía es una prioridad para todos. Creo que todas
las instituciones tenemos un deber con los ciudadanos, las familias y
especialmente los más jóvenes, para que puedan recuperar lo que nunca se debe
perder: la tranquilidad y la estabilidad con las que afrontar el futuro y la
ilusión por un proyecto de vida hacia el mañana. Todos deseamos un crecimiento
económico sostenido. Un crecimiento que permita seguir creando empleo —y empleo
digno—, que fortalezca los servicios públicos esenciales, como la sanidad y la
educación, y que permita reducir las desigualdades, acentuadas por la dureza de
la crisis económica”.
Por conveniencia personal —que comparte con el resto
de la clase opulenta dominante— Felipe VI alentó a perseguir la ilusión de
recuperar el crecimiento económico sostenido, omitiendo aludir a las causas objetivas que tienden
históricamente y cada vez con más fuerza, a la degradación del actual sistema capitalista
de vida. Un sistema que desde sus orígenes se fundamentó en la propiedad privada sobre los
medios de producción y de cambio, para los fines de acumular capital explotando
trabajo ajeno a instancias de la creciente
productividad, contenida en los sucesivos adelantos científico-técnicos
incorporados a los medios de producción. Una productividad que consiste en
producir más por unidad de tiempo empleado, lo cual acorta una de las dos partes de la jornada de labor, durante
la cual los asalariados reproducen cada día el equivalente a su salario —contenido en los distintos productos
que contribuyen a fabricar—, de modo tal que así, alargan el resto de la jornada en que trabajan gratis para
sus respectivos patronos creando un plus de valor:
<<El que para
alimentar y mantener en pie la fuerza de trabajo (colectiva) durante veinticuatro horas haga falta media jornada de trabajo (en aquellos tiempos de seis horas en
dos turnos de 12), no quiere decir, ni mucho menos, que el obrero no pueda trabajar durante una jornada entera>>.
(K. Marx: “El Capital” Libro
I Cap. I Aptdo. 2: El proceso de valorización. El subrayado y lo entre
paréntesis nuestros: GPM.).
Siguiendo el ejemplo presentado por
Marx, pues, la ganancia capitalista se incrementa a expensas del salario. Tal
es el resultado de la creciente productividad del trabajo, inducida por la competencia entre distintos capitales
asociados. O sea, que la propiedad privada induce a la competencia
intercapitalista y ésta, a su vez, determina el aumento progresivo de la productividad del trabajo. Una
progresión que permite sucesivamente ir convirtiendo partes alícuotas de salario
en plusvalor capitalizado, es decir ganancia capitalista. Y donde producir más
por unidad de tiempo empleado, dicho en otras palabras significa, que cada
operario pueda poner en movimiento más
eficaces medios de producción al mismo tiempo.
Pero si como es cierto que todo este
proceso se verifica empíricamente, aun cuando no sea directamente percibido por
los cinco sentidos, también es verdad que con cada progreso de la productividad, el número de obreros
empleados aumenta en términos absolutos, aunque disminuye cada vez más respecto del volumen de medios de
producción en funciones, movido por un cada vez menor número de operarios, que
es precisamente éste el requisito
indispensable de la productividad. Un fenómeno que desde la segunda
mitad del Siglo XX agudizó sus consecuencias económico-sociales, cuando la
competencia intercapitalista se materializó en las máquinas-herramientas
de control numérico (CNC),
seguido por la robotización. Por lo tanto, según progresa la eficacia productiva
del trabajo, el plusvalor aumenta pero cada
vez menos, dado que la jornada de labor, como es natural, no puede
superar las 24 horas de cada día. Al mismo tiempo que los gastos para producir
ese plusvalor —medidos en términos del mayor
número relativo de medios de producción empleados para tal fin— no
dejan de aumentar. Y si bajo
tales condiciones la tendencia al aumento del plusvalor disminuye —al mismo tiempo que el gasto para producirlo no
deja de aumentar—, de todo esto resulta que el proceso de producción industrial
basado en la productividad del
trabajo, llega a un punto en que colapsa por insuficiente rentabilidad.
Éste es el momento póstumo al que el
sistema capitalista ya había llegado en 1929. Abandonado por el régimen de
explotación y acumulación de capital industrial basado en la productividad del
trabajo, se vio forzado a sobrevivir apelando al recurso retrógrado y violento de atacar las condiciones de vida y de
trabajo de los asalariados. Tal como así lo dejara escrito Henryk Grossmann ese mismo año:
<<La pauperización (del proletariado) es el punto
conclusivo necesario del desarrollo al cual tiende inevitablemente
la acumulación capitalista, de cuyo curso no puede ser apartada por ninguna
reacción sindical por poderosa que ésta sea. Aquí se encuentra fijado el límite objetivo de la acción sindical. A
partir de un cierto punto de la acumulación, el plusvalor disponible no
resulta suficiente para proseguir acumulando con salarios fijos. O el nivel de los salarios es deprimido por debajo del nivel
anteriormente existente, o la acumulación se estanca (por rentabilidad
insuficiente), es decir, sobreviene el
derrumbe del mecanismo capitalista. De esta manera, el desarrollo (científico-técnico)
conduce a desplegar y agudizar las
contradicciones internas entre el capital y el trabajo a un punto tal, que la
solución sólo puede ser encontrada a través de la lucha entre estos dos momentos (el tiempo de la producción que
le corresponde al salario y el que le corresponde al plusvalor). (…)
Precisamente por eso es que toda la
investigación del proceso de reproducción (del sistema) desemboca
según Marx en la lucha de clases. En
una carta que remitió a Engels el 30 de abril de 1868, en la que sintetiza el
curso seguido por su pensamiento en los Tomos II y III de “El Capital”, afirma que: “Finalmente, como aquellos tres [réditos:
salario, renta del suelo y ganancia industrial] constituyen las fuentes de
ingresos de las tres clases, o sean los terratenientes, los capitalistas y los
obreros asalariados, tenemos como final la lucha de clases, resolviéndose
allí el movimiento y la disolución de toda esta basura”>>. (“La ley de la acumulación y del derrumbe
del sistema capitalista”. Ed. Siglo XXI/1979 Pp. 386-388).
Pero antes de agotar este curso final del proceso de explotación, que
tiende a resolverse necesariamente a instancias de la lucha entre las dos clases universales antagónicas,
la burguesía internacional ha venido interfiriendo en él para reemplazarlo, apelando
una y otra vez al recurso de la guerra
entre fracciones de su misma clase social, para los fines de la deliberada destrucción masiva de riqueza
ya creada, lo cual permite retrotraer
la explotación del trabajo a condiciones económico-sociales pretéritas, evitando así que su
sistema llegue al colapso definitivo a través de la lucha de clases. De aquí el
anónimo aforismo que reza:
<<Lo mejor de la guerra (interburguesa)
es la paz que le sigue>> (Lo
entre paréntesis nuestro).
Lo que sugieren estas últimas palabras, sin lugar a dudas, es que el capitalismo hunde las raíces de su subsistencia
como sistema de vida, NO en
la promoción del progreso material constructivo,
sostenido y pacífico, sino bien al contrario, en el recurso periódico a la
destrucción sistemática de riqueza ya creada, a la miseria humana integral y a la muerte masiva, tal como se verifica durante las crisis y las
guerras, fenómenos que la
burguesía no genera porque sus causas son objetivas
o sistémicas. Pero se aprovecha de ellos.
El socialismo está, pues, estratégicamente
hablando en las antípodas de semejante lógica irracional. Porque sólo saca su
fuerza vital del desarrollo económico
creciente ininterrumpido, donde toda destrucción de riqueza y vidas
humanas le impele a retroceder económica y socialmente hacia etapas históricas pretéritas.
Esta distinción entre capitalismo y socialismo se ha podido demostrar,
categóricamente, por el hecho de que, ante los catastróficos efectos de la
primera guerra mundial y la subsecuente guerra civil provocada por la reacción
burguesa, la revolución rusa en tránsito al socialismo debió retroceder haciendo
concesiones al capitalismo. A este hecho interruptor de la revolución rusa
—conocido allí por la Nueva Política Económica (NEP)—, se refirió Lenin en
marzo de 1923, diez meses antes de su muerte:
<<Las potencias capitalistas de Europa occidental, en parte
deliberadamente y en parte espontáneamente, hicieron cuanto estaba a su alcance
para arrojarnos hacia atrás, para aprovechar los elementos (destructores) de la guerra civil de Rusia (entre 1917 y 1923), y arruinar al país en todo lo posible. Era precisamente esta
forma de salir de la guerra imperialista la que parecía tener más ventajas: si
no logramos derribar el sistema revolucionario en Rusia, por lo menos
dificultaremos su avance hacia el socialismo; más o menos así razonaban esas
potencias, y desde su punto de vista no podían hacerlo de otro modo. Como
resultado solucionaron —a medias— su problema. No lograron derrocar el nuevo
sistema creado por la revolución, pero tampoco le permitieron dar en
seguida un paso adelante que justificara las previsiones de los socialistas,
que permitiera a éstos desarrollar con enorme rapidez las fuerzas productivas,
desarrollar todas las posibilidades que, en su conjunto, habrían producido el
socialismo, demostrar a todos y a cada uno en forma evidente y palpable que el
socialismo encierra gigantescas fuerzas, y que la humanidad ha entrado en una
nueva etapa de desarrollo, cuyas perspectivas son extraordinariamente
brillantes>>. (V. I. Lenin: “Mejor
poco, pero mejor” 02 de marzo de 1923. Obras Completas. Ed. Akal/1978. Tomo
XXXVI Pp. 534. Lo entre paréntesis y el subrayado nuestros. GPM). Versión digitalizada.
Pues bien, la gran burguesía
internacional está sometida hoy a las mismas condiciones impuestas por
la crisis de 1929, y a las que sólo pudo superar causando la mayor destrucción material
y muerte masiva jamás acaecidas en toda la historia de la humanidad, durante la
Segunda Guerra Mundial. Y el
caso es que hoy día, el potencial destructivo y mortífero incorporado por el desarrollo
científico-técnico a los medios bélicos, es inmensamente superior al de
aquellos tiempos, amenazando a los países posibles contendientes con una nueva
guerra que, según la “doctrina de la destrucción mutua asegurada” puede provocar,
incluso, la desaparición del propio Planeta. Sin embargo y a despecho de tal
amenaza, ahí están el incendiario bloque capitalista beligerante de la OTAN y
su oponente liderado por Rusia y China, jugando ambos con fuego en Siria y
Ucrania.
Dicho
esto, que Felipe VI en su calidad de jefe del Estado español, haya olvidado u
omitido en su discurso referirse al peligro de una tercera guerra mundial, que sin
duda palpita en el ámbito altamente conflictivo de las actuales relaciones
internacionales, es la evidencia más tangible de que tanto él en su presunta condición
de estadista, como sus asesores políticos, están de algún modo involucrados en
esta nueva deriva proclive al juego de la destrucción bélica y el genocidio en el mundo.