04. La
gran impostura histórica del capitalismo
¿En qué se
ha quedado, pues, la “democracia” una vez más desde la Revolución francesa? En
el simple hecho colectivo de votar periódicamente, que por eso en los últimos
años se le ha dado en llamar “la fiesta de la democracia”. ¿Y después de la
fiesta que? Pues, que comienza esa otra fiesta, pero sólo para los políticos
electos, porque según reza en todos los preámbulos constitucionales “el pueblo
no delibera ni gobierna sino a través de sus representantes”. ¿Representantes
de qué? Del capital. ¿Al servicio de quienes? De los capitalistas y de ellos
mismos, sus sacerdotes, los políticos institucionalizados; incluyendo en ésta
categoría social a jueces, fiscales y demás altos cargos de los tres poderes
constituidos, tanto civiles como militares. Un lema públicamente inconfesable que,
oculto en el subconsciente de todos ellos reza: “Yo no viene a la política más que para forrarme”.
¿Desde dónde?
Desde esos tres poderes en apariencia “separados” pero en realidad transversalmente vinculados íntimamente
con el capital, actuando como un cuarto poder que desde la sociedad civil incursiona cuando le place y prevalece
sobre cada uno de los otros tres,
induciendo a que los “representantes del pueblo” conviertan la cosa pública en cosa privada negociable, ya
sea a título personal o eventualmente de grupo muy reducido, que así fungen
según la ley mafiosa no escrita de la omertá. Y para tal fin está
la íntima discrecionalidad que
permiten los despachos oficiales
en las dependencias del Estado, muy bien amueblados y alfombrados. Precisamente
para que esos “representantes” de la voluntad popular puedan “negociar” cómodamente
y en secreto contubernio con
los propietarios del capital, el intercambio de favores; todos jugosamente
redituables, naturalmente a expensas de la mayoría de ciudadanos de a pié
tributarios al fisco.
Pero la
fiesta de los representantes se acaba, cuando la crisis estalla y la
consecuente recesión se lleva todo ese tinglado corrupto por delante, como una
vez más la historia lo está confirmando. Sin embargo, la crisis política
derivada de la recesión económica, lastra solo a unos cuantos “culpables” que se suman a la lista de los
chivos expiatorios, dejando intangible al corruptor,
es decir, al sistema que corrompe.
De lo contrario la cosa no tendría gracia. Y para eso está la “justicia” hecha —y
como no— a la medida exacta y precisa que penaliza exclusivamente conductas
individuales. Todo gracias a los filósofos de la Ilustración, esos primigenios
y providenciales sacerdotes por excelencia del capitalismo en su fase todavía
incipiente, que se pensaron muy mucho y bien la engañapichanga de la
“Democracia”, tomando las debidas precauciones.
De aquí
resulta un específico
ejercicio del poder político real,
totalmente impersonal, que no
emana de los capitalistas ni del
pueblo ni de sus “representantes”, sino de esa cosa llamada capital bajo la forma de dinero, con el que sus simples
portadores-propietarios convierten a las instituciones estatales en una verdadera
feria, donde los burgueses de todo pelaje acuden a comprar la voluntad política de tales “representantes”. De
este modo, el concepto de pueblo
—en apariencia entendido como poder
soberano constituido en “sus” respectivos Estados nacionales—, trastoca su significado y todo
el ordenamiento constitucional resulta ser un embeleco. Porque a
instancias de los capitalistas se diluye hasta desaparecer fagocitado desde
la sociedad civil por el capital, ese fetiche, esa cosa que bajo la forma de dinero en manos privadas, pasa
a ejercer “de facto” el verdadero ejercicio del poder, tanto en la sociedad
civil como en el Estado. He aquí el verdadero significado fetichista que se oculta en la locución
pronunciada por Obama: “Hay que calmar a los mercados”.
¿Por qué
decimos “a instancias de los capitalistas”? Ellos mandan en todo el sentido de la palabra, dentro de sus
respectivas empresas decidiendo en qué negocio invierten “su” capital, cómo
fabrican sus productos, en qué cantidad y dónde los venden. Naturalmente con ganancias crecientes. Pero aquí
se acaba su libre determinación. Porque desde el momento en que van al mercado
y los ponen a la venta, no son ellos quienes deciden o mandan qué sucederá con su
capital mercantil, sino ese otro
ente objetivo e impersonal, esa cosa llamada mercado. Es allí, no en otro
sitio sino precisamente allí, donde la “mano invisible” e
intangible de la oferta y la demanda, pasa dictatorialmente
a decidir sobre lo que ocurre, tanto en la sociedad civil como en sus
correspondientes Estados nacionales. Y consecuentemente también decide lo que allí
les sucede a los individuos, según su distinta
condición social.
Así es
cómo se ha venido demostrando que, a la salida de cada depresión económica, la
distribución de la riqueza entre capitalistas y asalariados sea cada vez más y más desigual. ¿De
qué “libertad, igualdad
y fraternidad” se nos ha venido hablando desde la Revolución Francesa? ¡¡Todo
ha sido y sigue siendo, un gran timo envuelto en una farsa monumental!!