Breve historia de la
propiedad privada capitalista
<<En
un Estado, es decir, en una sociedad en la que hay leyes, la libertad sólo
puede consistir en poder hacer lo que se debe querer y en no
estar obligado a hacer lo que no se debe querer>>. (Montesquieu: “El espíritu de las
leyes”. Cap. III Pp. 15. El subrayado nuestro).
<<La
corrupción no es algo de un partido ni de una organización concreta, sino que
va unida a la condición humana>>. (Mariano Rajoy Brey: 16/09/2016 en Bratislava. Lo entre paréntesis nuestro).
Lo que Montesquieu ha querido significar en
este pasaje de su obra que acabamos de citar, es que en toda sociedad racional y sin excepción para
nadie, no es lícito que el querer
de cada cual se ponga por encima de su deber
ser según la ley.
Pero ha omitido la verdad del conocido refrán que dice: “hecha la ley, hecha la trampa”. ¿Está esa trampa en la
condición humana, tal como sostiene el católico y consuetudinario mentiroso liberal
burgués, Mariano Rajoy, según consta en el mitológico primer capítulo de las
Sagradas Escrituras, a tenor del pecado original supuestamente cometido por
Adán y Eva en el Paraíso Terrenal? La prueba que desmiente semejante
superchería, está en la histórica y ejemplar sociedad
iroquesa constituida
en el Siglo XII:
<< ¡Admirable constitución esta de la gens, con toda su ingenua sencillez! Sin
soldados, gendarmes ni policía, sin nobleza, sin reyes, virreyes, prefectos o
jueces, sin cárceles ni procesos, todo marcha con regularidad. Todas las
querellas y todos los conflictos los zanja la colectividad a quien conciernen,
la gens o la tribu, o las diversas gens entre sí; sólo como último recurso,
rara vez empleado, aparece la venganza de sangre, de la cual no es más que una
forma civilizada de nuestra pena de muerte, con todas las ventajas y todos los
inconvenientes de la civilización (…) Tal era el aspecto de los hombres y de la
sociedad humana antes de que se produjese la escisión en clases
sociales>> (F. Engels: “El origen de la familia, la propiedad
privada y el Estado” Cap. III. Ed. Progreso Moscú/1986 Pp. 281. Versión digitalizada Pp. 47).
El caso es, en realidad, que esa trampa del querer a costa de otros,
se montó cuando el derecho a la
propiedad privada individual generó la competencia económica, dando pábulo a las clases sociales y
la consecuente desigualdad social en el reparto de la riqueza. Y a propósito
del tiempo y las trampas, cabe destacar que desde hace más de tres siglos se
nos ha venido inculcando la idea de que el interés
privado —que induce a la desigualdad
económica entre individuos y familias en la sociedad civil—, está de hecho en relación de armónica identidad con los intereses generales de todos los
individuos como ciudadanos iguales
ante la ley. Pero Montesquieu, considerado sin discusión como el
padre del constitucionalismo moderno, al decir que el derecho privado se encuentra en intrínseca dependencia
y subordinación, respecto del derecho
público estatal, ha venido a significar que esa supeditación legal de
lo privado a lo público no es natural
o espontánea y por tanto consentida, sino políticamente forzada. Ergo, reconoció la tendencia de los propietarios privados, a
contradecir y hasta violar una
y otra vez, la ley del derecho público a la igualdad de oportunidades de los individuos, lo cual niega o vulnera esa
supuesta supeditación voluntaria de los intereses particulares a los generales.
Y por esto mismo Hegel apostilló, que el Estado es una necesidad externa de intervención en la sociedad civil, es
decir, algo ajeno a la naturaleza egoísta de la propiedad privada, que
supuestamente irrumpe en ella y la
condiciona con arreglo a los intereses generales. O sea, que al exigir
qué y cómo debe ser la
sociedad civil, la ley estatal
reconoce la intrínseca propensión de los propietarios privados a no respetarla.
Tal es el fundamento del derecho público coercitivo
basado en el interés general, como condición
de que el querer de cada cual,
es decir, su interés privado particular,
sea siempre según su deber
determinado por la Ley que el Estado dicta y presuntamente impone como representación
del interés general. Y de tal
determinación Montesquieu concluyó que, todo comportamiento particular al margen de la Ley —que
supuestamente vela por el interés general—, es corrupto y disoluto, un mal
ejemplo que tiende a propagarse disolviendo la sociedad y su Estado, en el sálvese
quien pueda de cada individuo o grupo de individuos propietarios, ya sea por sí
solos o asociados:
<<…cuando
en un gobierno popular caen las leyes en el olvido, como esto sólo puede
provenir de la corrupción de la república, está ya perdido el Estado (en tanto que representante de los
intereses generales)>>. (Montesquieu: Op. Cit. Pp. 38. (Lo entre paréntesis nuestro).
En semejantes condiciones carentes de un poder público eficaz que salvaguarde los intereses generales, sobreviven miserablemente
hoy a duras penas dos mil millones de personas en más de sesenta países, cuyos gobiernos son incapaces de garantizar
las mínimas normas de seguridad y supervivencia a la mayoría de sus habitantes. Son los llamados Estados fallidos, síntoma
indiscutible de la decadencia sistémica terminal del capitalismo, en un proceso
que ha discurrido entre el llamado Siglo de las
Luces y el soterrado mundo de las sombras, donde hoy se
urden las tramas corruptas del sistema que alumbran la verdadera realidad
actual....:
<<….bajo el reino arbitrario y brutal de milicias, de
grupos criminales y de señores de la guerra. Si esas nociones son vagas y
discutidas, si los expertos se pelean sobre los calificativos y si algunos
gobiernos se escandalizan al ser rebajados de tal manera, la realidad de un
archipiélago de Estados vulnerables o fracasados es obvia para todos. Según las
fuentes y las definiciones, entre 20 y 60 países se moverían en ese "entre
dos luces" de la humanidad>> Gabriel Mario Santos Villareal: “Estados fallidos. Definiciones
conceptuales”. México/2009. Pp. 3
¿Hay alguna
duda de que todo este proceso histórico ha sido presidido por la todavía
vigente consagración de la propiedad
privada capitalista, en combinación sistémica delincuencial con la “democracia representativa”? Para
responder a este interrogante, es necesario entrar en materia desde los tiempos
de la tardía Edad media feudal,
en que los reyes católicos promulgaron la llamada “ley de Toro” que, corriendo el año 1505 implantó
el Mayorazgo como derecho individual hereditario, privilegiando al primogénito respecto de los demás descendientes
en cada familia.
Durante la
transición del feudalismo al capitalismo, en 1747 Montesquieu hizo valer el deber ser del nuevo espíritu
jurídico en el Estado moderno burgués,
sentenciando que:
<<Las leyes deben quitar a los
nobles el derecho de primogenitura a fin de que, mediante el reparto continuo
de las herencias, las fortunas (de los herederos) tornen a ser iguales>>.
(Montesquieu: Op. cit. Pp. 86)
En 1843 Marx publicó su “Crítica a la filosofía hegeliana del derecho estatal”, donde
contribuyó a reforzar este razonamiento de Montesquieu, en salvaguarda del
poder conferido al Estado burgués republicano moderno, frente al denostado privilegio
feudal atribuido al primogénito en las familias de la nobleza. Consideró que su
derogación fue un progreso en la historia de la humanidad. Pero inmediatamente
señaló, que al emancipar a la sociedad civil erradicando el privilegio feudal
del mayorazgo, la flamante república burguesa elevó la propiedad privada a la más alta jerarquía del poder social y político real. No
puso ningún límite a ese derecho, hasta el extremo de consagrar la explotación
del trabajo asalariado y su inevitable consecuencia: la creciente desigualdad económica entre las
dos clases sociales universales:
<< ¿Qué poder (y privilegio) tiene y ejerce el Estado político (feudal)
sobre la propiedad privada en el (derecho
al) mayorazgo? El de aislarlo de
la familia y la sociedad, el de llevarlo a (ejercer irrestrictamente) su abstracta (e incondicional) autonomía (personal: la del primogénito). ¿Cuál es, por tanto, el poder del Estado
político (capitalista) sobre la
propiedad privada (al abolir el
mayorazgo)? El propio poder de la
propiedad privada, su ser (egoísta)
hecho existencia (libre de toda restricción). ¿Qué le queda al Estado político (burgués) frente a este (nuevo) ser?
La ilusión de que es él quien determina, cuando en realidad es
determinado (porque la propiedad privada rige tanto en la sociedad civil
como en el Estado). Ciertamente (al
quitarle el derecho a la primogenitura) el
Estado (capitalista) doblega la voluntad
de la familia y de la sociedad, pero solo para dar existencia a la voluntad
de una propiedad privada sin familia ni sociedad (la propiedad privada pura, individual). Y (lo hace) para reconocer
esta existencia como la suprema del Estado político, como la suprema existencia
ética (personal,
elitista, despótica y totalitaria)>>. (K. Marx: Op. cit. Pp. 136. Lo entre paréntesis nuestro).
Pero con esto no está todo dicho, porque
falta demostrarlo. Y para esto es necesario discernir acerca de cuál es el verdadero sujeto soberano de la voluntad en esta emergencia histórica que
consagra el derecho burgués a ejercer irrestrictamente la propiedad privada. O
sea, que hace falta señalar dónde reside el principio activo de ese derecho. Pues, bien, ya hemos visto
que, bajo el mayorazgo, el requisito para ejercer la voluntad del derecho a la
herencia, le venía dado al heredero como individuo desde fuera de sí mismo.
¿Residía en la voluntad del testador? ¡Residía en la propiedad privada sobre
los bienes que legaba, registrados a nombre del primogénito! Éste fue el
principio activo del mayorazgo. O sea, que el verdadero sujeto del derecho a la herencia y la verdadera voluntad de
ejercitarlo, en realidad no emanaba
del sujeto beneficiado, sino de la propiedad
privada sobre los bienes que le eran legados. Y tal como así ha sido y
sigue siendo al interior de la sociedad dividida en clases, la “libertad”
supuestamente basada en la voluntad de los individuos con arreglo a la ley,
resulta ser falsa superficialidad, un embeleco. Porque no es la supuesta “libre”
voluntad reglada del sujeto propietario sino su propiedad, lo que le permite ejercerla, lo que realmente determina el comportamiento de
las almas propietarias en los individuos. Nadie puede disponer libremente de lo
que no sea propiedad suya. Ergo: la libertad
del propietario no está en él
—en su persona—, sino en la propiedad
que desde fuera de sí mismo se le atribuye y por eso la detenta. De este modo:
<<La propiedad privada se ha convertido en el (verdadero) sujeto (impulsor y determinante) de la voluntad (humana, que solo pueden
ejercer los individuos-propietarios. Por
lo tanto), la voluntad (deja de ser
subjetiva en tanto que) ya no es más que
el predicado de la propiedad
privada (la que se le atribuye desde fuera de sí mismo al sujeto
propietario). La propiedad privada ya no
es (tampoco) un objeto preciso
(que necesite) de la libre disposición (personal del heredero
beneficiado), es el predicado preciso de la propiedad privada (o sea,
lo que se predica, atribuye o infiere de ella en términos de voluntad)>>. (K. Marx: Op. cit. Pp. 137. (Lo entre paréntesis nuestro).
Tal es la
forma del mundo al revés, donde
la libre voluntad de los individuos es la que sólo pueden ejercen algunos, ya
sea merced a la propiedad sobre determinados objetos en la sociedad civil, ya sea mediante los atributos de mando
jerárquico en las instituciones
estatales. La propiedad privada es, pues, el verdadero sujeto que hace a la voluntad supuestamente
“libre” de los propietarios, de tal modo enajenados
bajo el capitalismo. Tal como aparece legislado ese atributo en el derecho
burgués moderno, tanto en el privado
que impera en la sociedad civil, como en el público que hace al distinto alcance de la voluntad individual
sobre cosas y terceras personas subalternas, según la escala jerárquica de
mando en las instituciones estatales. Un mundo en el que, merced a la práctica
del intercambio mercantil ya durante la etapa postrera del feudalismo, la
“voluntad” de los sujetos deviene como voluntad y libertad de su propiedad privada en la
sociedad civil, la que cada uno detenta porque le viene dada desde fuera de sí mismo y así puede
disponer a cambio de un equivalente. Es éste, pues, el mundo de la enajenación humana general
respecto de las cosas. Una cosificación
del comportamiento social general, o sea, el de cada individuo en su
relación social con los demás. Donde cada uno es en la vida no por sí mismo,
sino por lo que le permiten ser las cosas de su propiedad.
La esencia de la voluntad humana
desde los tiempos del incipiente capitalismo, se muestra en el hecho de que
todo propietario es como persona
en la sociedad, no por sus propias facultades o virtudes personales, sino por las
cosas de su propiedad que puede disponer, ejercitando ese derecho sobre ellas
llamado patrimonio. Sin
propiedad privada, pues, no puede haber voluntad
jurídicamente valida. Y dado que en la sociedad capitalista —a
diferencia de sus antecesoras esclavista o feudal—, la propiedad privada solo
puede recaer sobre cosas, he
aquí la cosificación de la voluntad
humana en este sistema de vida, donde como reza el refrán: “tanto
tienes, tanto vales”. Ergo, tanto
puedes. El poder en general es, sin duda, por tanto, un subproducto de
la propiedad privada sobre cosas, medidas en términos de valor económico. Dicho
más claramente, la voluntad humana bajo el capitalismo ha sido secuestrada por
la propiedad privada:
<<Mi voluntad ya no posee, se
halla poseída (por la propiedad
que detento). Tal es precisamente el
cosquilleo romántico de la gloria del mayorazgo: la propiedad privada, o
sea la arbitrariedad privada en su figura más abstracta (ajena al individuo
que la posee), la voluntad más
mezquina, inmoral, bruta, aparece como la suprema enajenación de la
arbitrariedad, como la lucha más dura y sacrificada con la debilidad humana;
y como debilidad humana se presenta aquí la humanización de la propiedad
privada (que determina la deshumanización del propietario). El mayorazgo es la propiedad
privada convertida por sí misma en religión, abismada en sí misma, extasiada
ante su autonomía y su gloria>>. (K. Marx: Op cit. Pp. 138. Lo entre paréntesis nuestro).
Ha quedado claro que bajo el esclavismo y el feudalismo, la voluntad “libre”
de cierta minoría de individuos, permaneció sujeta casi exclusivamente a la propiedad territorial como el principal medio de producción
existente hasta entonces. Sin la propiedad sobre la tierra el esclavismo y el
feudalismo no hubieran sido posibles. Del mismo modo ha quedado igualmente
claro bajo el capitalismo, que
la distinta jerarquía en el ejercicio de la voluntad humana presuntamente “libre” en
general —tanto en la sociedad civil como en el Estado— estuvo y sigue férreamente sujeta al ejercicio
de la propiedad privada sobre cosas materiales, que hacen a las jerarquías
sociales de mando sobre terceras personas. Y esas cosas de carácter fundamental
son los medios de producción y de
cambio en la sociedad civil, que a su vez hacen a la escala jerárquica en
los ámbitos estatales. Una autoridad ejercida por determinados individuos, que
los ciudadanos delegan con su voto en los comicios periódicos. Así fue cómo la
historia ha dado fe de la certeza,
en cuanto a que el concepto de propiedad
privada permitió a una minoría de esclavistas y señores feudales en la sociedad antigua, tanto como a los
capitalistas en la sociedad moderna,
ejercer su voluntad política supuestamente “libre” (en realidad enajenada),
para despojar a las mayorías por mediación alternativa del engaño y la
violencia. Tanto más cuanto mayor alcanzó a ser sucesivamente su censo de riqueza en propiedad,
al interior de la sociedad civil y/o el rango jerárquico de poder disponer privadamente sobre las cosas y
el personal en las instituciones políticas del Estado:
<<La
Constitución política (en la Revolución francesa) culmina
por tanto en la constitución de la propiedad privada. La suprema convicción
política es la convicción de la propiedad privada (individual)>>. (K. Marx: Op. cit. Pp. 134)
Fue
precisamente John Locke quien
introdujo el concepto de individuo
propietario, cuya propiedad privada aparece como un derecho natural, base sobre la cual todavía se sostiene el
constitucionalismo político liberal del Estado burgués. Una constitución que
consagra el derecho “humano” de cada individuo a su propiedad privada, si es
posible rebasando el límite de la que ostentan los demás individuos, como signo
distintivo de su poder personal superior, tanto en la sociedad civil como en el Estado. Incluyendo
naturalmente al poder judicial, que así pasa subrepticiamente a depender del
Poder ejecutivo y éste, a su vez, del poder
económico concentrado en determinadas minorías acaudaladas. Tal como
sucediera en 2013, por ejemplo en España, con la reforma del Consejo General del Poder Judicial durante el mandato del Partido Popular, cuya mayoría absoluta de representantes políticos en
el Congreso de los diputados, le permitió poner a ese órgano judicial bajo el
dominio del poder ejecutivo, ejerciendo en última instancia ese poder delegado,
al dictado de los grandes capitales
en medio de la última recesión económica, que parece haber llegado para
quedarse. Un dominio cuyos diputados hicieron valer en su condición de
propietarios privados mayoritarios de los escaños en el Congreso, para poder así
haber impuesto esa reforma. He aquí la
verdad del capitalismo descubierta por Marx, según la cual la democracia representativa es, en
última instancia, la dictadura de la
propiedad privada sobre el capital en manos de una minoría opulenta.
¿Dónde si no en el poder económico
manifiesto de la propiedad privada del capital en la sociedad civil, está el
sustento del poder político en el Estado? ¿Cabe dudar, pues, de que bajo la sociedad de clases la “libertad”
individual haya sido y siga siendo un atributo
político esencial y exclusivo de la propiedad privada? ¿Cabe dudar a
estas alturas de la historia moderna,
de que el Estado “democrático” haya sido y siga siendo, sistemáticamente sometido a la voluntad política dictatorial de la propiedad privada,
detentada desde la sombra por la minoría de capitalistas más acaudalados que
hoy deciden el futuro inmediato de la humanidad agrupados en el llamado ”Club de Bilderberg”?
Desde fines de marzo de 1871, el perro sangriento que devoró a la
Comuna de París estuvo encarnado en Louis
Adolphe Thiers y demás
secuaces suyos: Jules Favre, Ernesto Picard, Agustín Pouyer-Quertier y Jules Simon. Todos ellos en virtud de la
propiedad sobre sus respectivos mandatos políticos, decidieron
discrecionalmente repartirse en concepto de comisión, buena parte los dos mil
millones de francos que costó a los ciudadanos franceses, el hecho de que estos
sujetos gestionaran ante Alemania un préstamo al Estado francés por esa
cantidad, bajo la condición de que tal coima no se hiciera efectiva, hasta
después de conseguirse el aplastamiento de la “Comuna” y la “pacificación de
París” por las tropas prusianas. ¿Cuántos crímenes y actos de corrupción desde
el ejercicio del poder en virtud de la propiedad sobre cargos políticos —como
éstos—, se han podido venir cometiendo hasta hoy en el Mundo impunemente, en nombre de la
bendita palabra: naturaleza
cuyo significado bajo el capitalismo tanto se parece a esta otra: facilidad?
¿Puede
alguien dudar, pues, de que la corrupción política haya tenido su origen y
resultado en el maridaje
entre la democracia representativa
—que hace a la propiedad privada periódica
discrecional de ciertos individuos sobre los altos cargos que detentan en las instituciones del Estado burgués—
por una parte, y la propiedad privada
capitalista sobre los medios
de producción y de cambio que hacen al poder político personal de otros tantos sujetos en la sociedad civil por otra? ¿Puede alguien dudar de que este maridaje siga
siendo posible, a instancias de la prerrogativa
exclusiva de los más altos representantes
políticos electos,
actuando en secreto contubernio
con los propietarios del capital global en cada país? ¿Puede alguien dudar de
que todo esto haya consistido y consista, en que ambas partes conviertan la cosa pública en propiedad
privada individual? ¿Cabe dudar de que los tan cacareados ideales de
“libertad, igualdad y fraternidad” hayan sido y sigan siendo un maldito timo?
¿Cabe dudar, en definitiva, que bajo semejante estado de cosas los ciudadanos de a pie hayamos venido
siendo —y así seguimos—, políticamente contando como un cero a la izquierda en esta historia?
¿Por qué
tenaz e insensata estupidez seguir negándonos, entonces, a que como mayorías sociales seamos
nosotros quienes, de una vez por todas, decidamos
realmente poner las cosas en
su sitio implantando la verdadera y genuina democracia? Pero ponerlas
una vez más por encima de nosotros mismos, eso no. Porque así los bribones nos
seguirían aplastando con el peso muerto de la historia “democrático-representativa”
sobre nuestras cabezas. Hay que poner las cosas en el sitio justo, según el
conocimiento de lo que es necesario hacer para tal fin, que nos concientiza, eleva
y proyecta a la condición de sujetos auténticamente libres. Porque la genuina libertad democrática no
ha sido nunca más que esto: actuar como
mayorías absolutas con el previo conocimiento de la verdad sobre la realidad
para transformarla, con arreglo al ser
humano genérico, sin distinción de clases sociales.
Y aquí vuelve
con toda su fuerza esclarecedora el genio inmortal de Shakespeare: “Ser o no ser. Esta es la cuestión”.
Pero ser en un mundo donde resplandezca la verdad, dejando atrás la ficción del
engaño y el sometimiento político a la dictadura económica de la sinrazón
capitalista. Y para eso es necesario, ante todo, comprender en su plenitud
esencial la realidad que exige ser transformada, apoderándose de ella
para ponerla en armonía con la LIBERTAD
y la igualdad UNIVERSAL descosificadas.
Las
escandalosas fechorías cometidas
por numerosos miembros de formaciones políticas como el Partido Popular a cargo
del gobierno en la España más reciente, haciendo negocios con empresarios a expensas
del erario público, son las mismas que desde la segunda mitad de los años
veinte auspició Stalin el siglo pasado con sus secuaces en la ex URSS tras la
muerte de Lenin. Todas ellas han sido y son de la misma naturaleza social perversa.
Y todas sin excepción han sido inducidas por la propiedad privada. Ya sea de modo encubierto a instancias
del llamado “enchufismo” de los políticos
profesionales en disputa por ocupar las instituciones estatales en cada país, ya sea del modo más
abierto y manifiesto por los empresarios,
dueños directos de los medios de
producción y de cambio en la sociedad
civil. La propiedad privada hace a la competencia intercapitalista, y
está última genera necesariamente 1) la creciente desigualdad social entre las
dos clases sociales universales y 2) las disputas comerciales entre
capitalistas y políticos agrupados en distintos países, que suelen desembocar
en guerras de rapiña por apropiarse del “territorio enemigo”, incluyendo los
medios de producción y de cambio allí localizados.
Bajo condiciones económicas de acumulación de capital
explotando trabajo asalariado en la sociedad
civil, la clase propietaria de los medios de producción y de cambio convierte a los distintos Estados nacionales en mercados,
donde las distintas empresas compiten
entre sí para poner el poder político
de las instituciones estatales al servicio de sus respectivos intereses económicos particulares.
Para tal fin, los capitalistas compran
la voluntad de los políticos profesionales que gobiernan esos Estados. Les
corrompen. Un modus operandi que no sería posible sin la democracia representativa que les posibilita lograr ese
propósito de un modo indirecto:
por mediación del sufragio universal que delega
la voluntad política de los electores,
en determinados sujetos electos
organizados en distintos partidos políticos, quienes prometen representarles en
las instituciones estatales. Es esta una tramposa y delincuencial conjugación
de la praxis política entre candidatos
a ser representantes, y electores
que les votan para que supuestamente
les representen. Tramposa y delincuencial, porque tras cada acto electoral los
candidatos electos dejan en papel mojado sus promesas, para lucrarse atendiendo
a los intereses de los empresarios capitalistas. Burlan así la voluntad popular
y el interés general. Un negocio que se acuerda y ejecuta en la discrecional intimidad
que permiten los muy bien alfombrados y amueblados despachos de las distintas
dependencias estatales, donde los políticos y los empresarios convierten secretamente la cosa
pública en cosa privada.
Tal es la ceremonia y el embeleco sobre el
cual se ha podido venir sosteniendo, durante dos siglos, el sistema de vida
basado en la explotación de trabajo ajeno y el reparto cada vez más desigual de
la riqueza. Incluso en épocas de crisis[1]. Hablar de un máximo histórico de desigualdad
social relativa entre ricos y
pobres, no significa que ese proceso haya llegado a su límite, sino que la
desigualdad ya no se nutre tanto de la plusvalía
relativa (que aumenta por efecto de la productividad a expensas del
salario sin perjuicio de su
poder adquisitivo)[2],
sino más bien de la plusvalía
absoluta que solo aumenta por el mayor esfuerzo en el trabajo y la
penuria creciente de los más pobres:
el aumento de su miseria en perjuicio de su vida[3].
Un fenómeno ligado a la ignorancia,
que a su vez induce a la pasividad y
la sumisión: dos preciadas “virtudes ciudadanas” cuyo cultivo en la
conciencia de los explotados la gran burguesía encarga a los más hábiles administradores políticos,
formados en esos estratos intermedios de la sociedad, es decir, la pequeña burguesía intelectual.
De modo que:
<<Mientras la clase oprimida —en
nuestro caso el proletariado— no está madura para liberarse ella misma (porque desconoce
la verdad sobre la realidad en que vive),
su mayoría reconoce el orden social de hoy como el único posible, y
políticamente forma la cola de la clase capitalista, su extrema izquierda (a
instancias de partidos reformistas estatizados, como es hoy el caso en España
de “Izquierda Unida”, “Podemos” y demás “mareas” adosadas)>>. (F. Engels: “El origen de la
familia, la propiedad privada y el Estado” Cap. IX Barbarie
y Civilización Pp. 105. Versión digitalizada Pp. 100. Lo entre
paréntesis nuestro.).
La propiedad
privada sobre los medios de producción y de cambio, ha demostrado ser el resultado
del instinto animal más primario
en que se ha convertido buena parte del género humano, tras haber dejado su
impronta en la destrucción y el holocausto de las dos guerras mundiales. Un proceso que actualmente se
prolonga en conflictos bélicos que sacuden a países como es el caso de Gaza,
Palestina, Siria, Irak, Sudán del sur, Afganistán, Yemen, Chad, Libia, Burundi,
República centroafricana, Somalia y Nigeria, con un total de 65 millones de
refugiados en otros tantos países. La mayoría de ellos por causas que radican en la disputa económica del
gran capital multinacional, por la propiedad y el control de recursos
naturales.
Ergo, en la
presente emergencia histórica la consigna es, porque así debe ser: propiedad
privada sí, pero sólo sobre los
medios de consumo que momentáneamente cada cual con su capacidad en el
trabajo sepa ganarse. No precisamente como “Los hombres de la viga” construyendo el “Rockefeller Center” durante la gran depresión económica de los
años treinta el siglo pasado, tal como lo muestra la siguiente fotografía. Desafiando
a la ley física de la gravedad en octubre de 1932 a 270 metros de altura, casi
todos ellos inmigrantes irlandeses preparándose para el almuerzo donde trabajaban
por unos pocos dólares al día. Ignorantes de la forma en que más abajo y muy
cómodamente instalados en sus despachos, unos pocos individuos propietarios asociados
capitalizaban la ganancia menguante, obtenida con el producto del riesgoso
esfuerzo humano ajeno.
Por aquí sin
embelecos retóricos engañabobos, ha discurrido la intención de este trabajo
divulgativo nada original, fundamento indiscutible de seis necesidades sociales y políticas, de cada vez más urgente
realización a escala internacional:
1) Expropiación de todas las
grandes y medianas empresas industriales, comerciales y de servicios, sin
compensación alguna.
2) Cierre y desaparición
de la Bolsa de Valores y los paraísos fiscales.
3) Control obrero
colectivo permanente y democrático de la producción y de la
contabilidad en todas las empresas, privadas y
públicas, garantizando la transparencia informativa en los medios de
difusión para el pleno y universal conocimiento de la verdad,
en todo momento y en todos los ámbitos de la vida social.
4) El que no trabaja en
condiciones de hacerlo, no come.
5) De cada cual según
su trabajo y a cada cual según su capacidad.
6) Régimen político de
gobierno basado en la democracia directa, donde los más decisivos
asuntos de Estado se aprueben por mayoría en Asambleas, simultánea y libremente
convocadas por distrito, y los altos cargos de los tres poderes, elegidos según
el método de la representación proporcional, sean revocables en cualquier
momento de la misma forma.
Teniendo en
cuenta que desatender la urgencia de lo que es cada vez más necesario hacer,
supone agudizar y prolongar todas las fatales y dolorosas consecuencias de esa
renuncia.
GPM.
[1] Engañosa porque antes de los comicios la voluntad mayoritaria de los electores no suele coincidir con la verdadera intención política de los distintos candidatos. Fraudulenta porque después de eso que ellos llaman “la fiesta de la democracia”, los electos acaban haciendo todo lo contrario que prometieron.
[2] El plusvalor relativo aumenta a expensas del salario con cada
progreso de la fuerza productiva del trabajo, a instancias del desarrollo científico-técnico
incorporado a los medios de producción (maquinaria y herramientas). Una
explotación que al aumentar la eficacia productiva del trabajo, disminuye el
valor y el precio de cada unidad de producto, dejando intacto el poder
adquisitivo de los salarios y el nivel de vida de los asalariados y su familia.
[3] El plusvalor absoluto aumenta intensificando los ritmos del trabajo humano por unidad de tiempo empleado, y/o mediante el aumento especulativo de los precios que conforman la canasta familiar de los asalariados, lo cual en conjunto atenta contra la integridad físico-psíquica del trabajador y el nivel económico de vida en su familia.