Karl MARX: El capítulo XXV del Libro Primero de El Capital:
La teoría moderna de la colonización. (1)
La economía política confunde
fundamentalmente dos clases harto distintas de propiedad privada:
la que se basa en el trabajo personal del productor y la
que se funda sobre la explotación del trabajo ajeno. Olvida
que la segunda no sólo es la antítesis directa de
la primera sino que, además, florece siempre su tumba.
En el occidente de Europa, cuna de la economía
política, el proceso de la acumulación originaria
se halla ya, sobre poco más o menos, terminado. En estos
países, el régimen capitalista ha sometido directamente
a su imperio toda la producción nacional, o, por lo menos,
allí donde las cosas no están todavía lo
bastante maduras, controla indirectamente las capas sociales con
él coexistentes, capas caducas y pertenecientes a un régimen
de producción anticuado. El economista aplica a este mundo
moldeado del capital las ideas jurídicas y de propiedad
correspondientes al mundo precapitalista con tanta mayor unción
y con un celo tanto más angustioso, cuanto más patente
es la disonancia entre su ideología y la realidad.
En las colonias, la cosa cambia. Aquí,
el régimen capitalista tropieza por todas sus partes con
el obstáculo del productor que, hallándose
en posesión de sus condiciones de trabajo, prefiere enriquecerse
él mismo con su trabajo a enriquecer al capitalista. En
las colonias, se revela prácticamente, en su lucha,
el antagonismo de estos dos sistemas económicos diametralmente
opuestos. Cuando el capitalista se siente respaldado por el
poder de la metrópoli, procura quitar de en medio por la
fuerza el régimen de producción y apropiación
basado en el propio trabajo. El mismo interés que en
la metrópoli mueve al sicofante del capital, al economista,
a presentar teóricamente el régimen capitalista
de producción como lo contrario de lo que en realidad
es, le lleva aquí, en las colonias, "to make a clean
breast of it", proclamando abiertamente el antagonismo
de ambos sistemas de producción. Para ello, se detiene
a demostrar cómo el desarrollo de la fuerza social productiva
del trabajo, la cooperación, la división del trabajo,
la aplicación de la maquinaria en gran escala, etc., son
irrealizables sin la previa expropiación de los obreros
y la consiguiente transformación de sus medios de producción
en capital. Llevado del interés por la llamada riqueza
nacional, se echa a buscar los medios más eficaces
para producir la pobreza popular. Aquí, su coraza
apologética va cayendo trozo a trozo, como yesca podrida.
El gran mérito de E.G. Wakefield no
está en haber descubierto nada nuevo sobre las colonias (2),
sino en haber descubierto en las colonias la verdad sobre el régimen
capitalista de la metrópoli. Así como el sistema
proteccionista tendía, en sus orígenes, (3) a la
fabricación de capitalistas en la metrópoli,
la teoría de la colonización de Wakefield, que Inglaterra
se esforzó durante algún tiempo en aplicar legislativamente,
aspira a la fabricación de obreros asalariados en las
colonias. A esto es a lo que él llama "systematic
colonization" (colonización sistemática).
En primer lugar, Wakefield descubre en las
colonias que no basta que una persona posea dinero, medios de
vida, máquinas y otros medios de producción, para
que se le pueda considerar como capitalista, si le falta el complemento:
el obrero asalariado, el otro hombre obligado a venderse voluntariamente...
y descubre que el capital no es una cosa sino una relación
social entre personas a las que sirven de vehículo
las cosas. (4) Mr. Peel -clama ante nosotros Wakefield- transportó
de Inglaterra al Swan River, en Nueva Holanda, medios de vida
y producción por valor de 50,000 libras esterlinas. Fue
lo suficientemente previsor para transportar además 3,000
individuos de la clase trabajadora, hombres, mujeres y niños.
Pero, apenas llegó la expedición al lugar de destino,
"Peel se quedó sin un criado para hacerle la cama
y subirle agua del río". (5) ¡Pobre Mr. Peel!
Lo había previsto todo, menos la exportación al
Swan River de las condiciones de producción imperantes
en Inglaterra.
Para la mejor comprensión de los demás
descubrimientos de Wakefield, haremos dos aclaraciones previas.
Sabemos ya que los medios de producción y vida,
cuando pertenecen en propiedad al productor inmediato, no constituyen
capital. Sólo se convierten en capital cuando concurren
las condiciones necesarias para que funcionen como medios de
explotación y avasallamiento del trabajador. Pero en
el cerebro del economista, esta alma capitalista que hoy albergan
se halla tan íntimamente confundida con su sustancia material,
que los clasifica siempre como capital, aunque sean precisamente
todo lo contrario. Así le pasa a Wakefield. Otra aclaración:
a la diseminación de los medios de producción como
propiedad individual de muchos obreros, independientes los unos
de los otros y que trabajan por su cuenta, la llama división
igualitaria del capital. Al economista le sucede como al jurista
feudal, que seguía pegando etiquetas jurídicas propias
del feudalismo a relaciones que eran ya puramente monetarias.
"Si el capital -dice Wakefield- se distribuyese
por partes iguales entre todos los individuos de la sociedad,
nadie tendría interés en acumular más
capital del que pudiese emplear por sí mismo. Así
acontece, hasta cierto punto, en las nuevas colonias de América,
donde la pasión de la propiedad de la tierra impide
que exista una clase de obreros asalariados (6). Por eso, mientras
el obrero pueda acumular para sí, como puede hacerlo mientras
conserva la propiedad de sus medios de producción, la acumulación
capitalista y el régimen capitalista de producción
serán imposibles. Falta la clase de los obreros
asalariados, indispensable para ello. ¿Cómo se
consiguió en la vieja Europa expropiar al obrero de
sus condiciones de trabajo, creando por tanto el trabajo asalariado
y el capital? Por medio de un contrato social originalísimo.
"La humanidad... adoptó un método muy sencillo
para fomentar la acumulación del capital",
que, naturalmente, se le venía antojando desde los tiempos
de Adán, como el fin único y decisivo de la existencia
del hombre, "se dividió en dos grupos: el de los
que se apropiaron el capital y el de los que se apropiaron el
trabajo... Esta división fue el fruto de un acuerdo y una
combinación espontáneos". (7) Dicho en otros
términos: la masa de la humanidad se expropió
a sí misma en aras de "la acumulación del
capital". Podría creerse que el instinto de este
fanatismo de sacrificio y renunciación debió desbordarse
sobre todo en las colonias, único sitio en que concurren
hombres y circunstancias capaces de transportar un contrato social
de este tipo del reino de las nubes al terreno de la realidad.
¿Para qué, entonces, nos preguntaremos, la "colonización
sistemática" que se preconiza, en vez de confiarse
a la colonización espontánea y natural? Pero,
pero... "En los estados norteamericanos del Norte, es dudoso
que pertenezca a la categoría de obreros asalariados ni
una décima parte de la población... En Inglaterra...
la gran masa del pueblo está formada por obreros asalariados." (8)
Y el instinto que lleva a la humanidad trabajadora a expropiarse
a sí misma en aras del capital es algo tan quimérico,
que la única base natural y espontánea de
la riqueza colonial es, según el propio Wakefield, la esclavitud.
La colonización sistemática que él
propone no es más que un pis aller, por tener que
tratar con hombres libres en vez de entendérselas con esclavos.
"Los primeros colonizadores españoles de Santo Domingo
no disponían de obreros llevados de España. Sin
obreros (es decir, sin esclavitud), el capital habría
perecido o habría quedado reducido, por lo menos, a las
pequeñas proporciones en que cada cual puede emplearlo
por sí mismo. Y esto fue, en efecto, lo que ocurrió
en la última colonia fundada por los ingleses, donde se
perdió por falta de obreros asalariados un gran capital
de simientes, ganado e instrumentos y donde hoy ningún
colono posee apenas más capital que el que él mismo
pueda invertir.
Como veíamos, al expropiar de la
tierra a la masa del pueblo se sientan las bases para el régimen
capitalista de producción. la característica
esencial de una colonia libre consiste, por el contrario,
en que en ella la inmensa mayoría de la tierra es todavía
propiedad privada y medio individual de producción una
parte de ella, sin cerrar el paso a los que vengan detrás.
(10) He aquí el secreto del esplendor de las colonias y,
al mismo tiempo, del cáncer que las devora: la resistencia
que ponen a la aclimatación del capital. "Allí
donde la tierra es muy barata y todos los hombres son libres,
donde todo el mundo puede, si lo desea, obtener un pedazo de tierra
para sí, el trabajo no sólo es muy caro, por lo
que a la participación del obrero en su producto se refiere,
sino que la dificultad está en obtener trabajo combinado
a ningún precio." (11)
Como en las colonias no se ha impuesto todavía
o sólo se ha abierto paso de un modo esporádico
o con un margen de acción reducido el divorcio entre el
trabajador y sus condiciones de trabajo, con su raíz, la
tierra, no existe tampoco el divorcio entre la agricultura
y la industria, no se ha destruido todavía la industria
dom&ea
cute;stico-rural, y, siendo así, ¿dónde
va a encontrar el capital su mercado interior? "Ninguna
parte de la población es exclusivamente agrícola,
exceptuados los esclavos y sus propietarios, que combinan el capital
y el trabajo en grandes obras. Los americanos libres, que cultivan
la tierra por sí mismos, emprenden al mismo tiempo muchas
otras ocupaciones. Una parte de los muebles y herramientas que
emplean son, generalmente, de fabricación propia. Muchas
veces, construyen ellos mismos sus casas y llevan al mercado,
por alejado que esté, los productos de su propia industria.
Son hilanderos y tejedores, fabrican jabón y bujías,
se confeccionan el calzado y la ropa para su uso. En América,
la agricultura es, con frecuencia, la ocupación accesoria
del herrero, del molinero o del tendero." (12) Con gentes
tan extravagantes, ¿cómo va a manifestarse el espíritu
de "renunciación" a favor del capitalista?
Lo maravilloso de la producción capitalista
es que no sólo reproduce constantemente al obrero
asalariado como tal obrero asalariado, sino que además
crea una superpoblación relativa de obreros asalariados
proporcionada siempre a la acumulación de capital.
De este modo, se mantiene dentro de sus justos cauces la ley
de la oferta y la demanda de trabajo, las oscilaciones de
salarios se ajustan a los límites que convienen a la explotación
capitalista; y, finalmente, se asegura la indispensable subordinación
social del obrero al capitalista, una relación de
supeditación absoluta, que el economista, dentro de
casa, en la metrópoli, puede convertir, mintiendo a boca
llena, en una libre relación contractual entre comprador
y vendedor, entre dos poseedores igualmente independientes
de mercancías: el poseedor de la mercancía capital
y de la mercancía trabajo. En las colonias, esta hermosa
mentira se cae por su base. Aquí, la población absoluta
crece con mucha más rapidez que en la metrópoli,
pues vienen al mundo muchos trabajadores en edad adulta, y a pesar
de ello, el mercado de trabajo se halla siempre vacío.
La ley de la oferta y la demanda de trabajo se viene a tierra.
De una parte, el viejo mundo lanza constantemente a estos territorios
capitales ávidos de explotación y apetentes de espíritu
de renunciamiento; de otra parte, la reproducción normal
de los obreros asalariados, como tales obreros asalariados,
tropieza con los más burdos obstáculos, algunos
de ellos invencibles. ¡Y no digamos la producción
de obreros asalariados sobrantes a tono con la acumulación
del capital! El obrero asalariado de hoy se convierte mañana
en campesino o artesano independiente, que trabaja por cuenta
propia. Desaparece del mercado de trabajo..., pero no precisamente
para entrar al asilo. Esta transformación constante
de obreros salariados en productores independientes, que en
vez de trabajar para el capital trabajan para sí mismos
y procuran enriquecerse ellos en vez de enriquecer al señor
capitalista, repercute, a su vez, de una manera completamente
perjudicial en la situación del mercado de trabajo.
No es sólo que el grado de explotación del obrero
asalariado sea indecorosamente bajo; es que, además, éste
pierde, al desaparecer el lazo de subordinación, el sentido
de sumisión al generosos capitalista. De ahí provienen
todos los males que nuestro buen E.G. Wakefield pinta con tanta
honradez y con tintas tan elocuentes y conmovedoras.
La oferta de trabajo asalariado, gime este
autor, no es constante, ni regular, ni eficiente. "Es continuamente
no sólo pequeña, sino insegura" (13). "Aunque
el producto que ha de repartirse entre el trabajador y el capitalista
es grande, el trabajador se queda con una parte tan considerable,
que se convierte en seguida en capitalista... En cambio, son
muy pocos los que, aunque vivan más de lo normal, pueden
acumular grandes masas de riqueza. (14) Los trabajadores no permiten,
sencillamente, que el capitalista renuncie a pagarles la parte
mayor de su trabajo. Y aunque sea muy astuto e importe de Europa,
a la par con su capital, sus obreros asalariados, esto no le sirve
de nada. En seguida dejan de ser obreros asalariados, para convertirse
ávidamente en labradores independientes e incluso en competidores
de sus antiguos dueños en el mismo mercado de trabajo." (15)
¡Qué espanto! ¡Resulta que el honrado capitalista
importa de Europa, con dinero de su bolsillo, a sus propios competidores!
¿Quién puede resistir a esto? Nada tiene, pues, de
extraño que Wakefield se queje de la falta de disciplina
y de sentido de sumisión de los obreros de las colonias.
En las colonias, donde rigen salarios elevados, dice Mirevale,
discípulo de Wakefield, existe un ansia apasionada de trabajo
barato y sumiso, de una clase a la que el capitalista puede
dictarle las condiciones, en vez de someterse a las que ella imponga...
En los países viejos y civilizados, el obrero, aunque
libre, se halla sometido por ley natural al capitalista; en las
colonias no hay más remedio que crear esta sumisión
aplicando remedios artificiales. (16)
¿Y cuál es, según Wakefield,
la consecuencia de este mal reinante en las colonias? Un "sistema
bárbaro de dispersión" de los productores
y de la riqueza nacional. (17) El desperdigamiento de los medios
de producción entre innumerables propietarios que trabajan
por cuenta propia destruye, con la centralización del
capital, toda posibilidad de trabajo combinado. Todas las
empresas a larga vista, que se desarrollan en el transcurso de
varios años y exigen inversión de capital fijo,
tropiezan con obstáculos para su ejecución. En Europa,
el capital no vacila ni un solo instante, pues cuenta con el accesorio
viviente de la clase obrera, que aquí existe siempre en
abundancia, siempre al alcance de la mano. Pero, ¡en los
países coloniales! Wakefield relata una anécdota
altamente dolorosa. Tuvo ocasión de hablar con algunos
capitalistas de Canadá y del Estado de Nueva York, donde
además el flujo de la inmigración se paraliza con
frecuencia, dejando un sedimento de obreros "sobrantes".
"Teníamos -suspira uno de los personajes del melodrama-
dispuesto el capital para una serie de operaciones cuya ejecución
exige un período considerable de tiempo; pero, ¿íbamos
a lanzarnos a estas operaciones con obreros de quienes sabíamos
que nos dejarían plantados a la primera oportunidad? Si
hubiéramos tenido la certeza de poder asegurar el
trabajo de estos inmigrantes, nos habríamos apresurado
a contratarlos con mucho gusto, y a un precio elevado. Más
todavía, aun estando seguros de que habríamos de
perderlos, los habríamos contratado, de tener la seguridad
de poder contar con nuevos obreros a medida que los necesitásemos." (18)
Después de contrastar pomposamente la
agricultura capitalista inglesa y las ventajas de su trabajo "combinado
con el desperdigado régimen agrícola de América",
al autor se le olvida el reverso de la medalla. Pinta el bienestar,
la independencia, el espíritu emprendedor y la relativa
cultura de la masa del pueblo americano, nos dice que "el
obrero agrícola inglés es un mísero desarrapado
(a miserable wretch), un mendigo... ¿En qué país,
fuera de Norteamérica y algunas nuevas colonias, los jornales
de los obreros libres que trabajan en el campo rebasan en proporciones
dignas de mención el nivel de los medios estrictamente
indispensables de vida del obrero?... Es indiscutible que en Inglaterra
se alimenta mucho mejor a los caballos de labor, como propiedad
estimada que son, que al bracero del campo". (19) Pero, never
mind!, no en vano la riqueza nacional se identifica,
por naturaleza, con la pobreza popular.
Ahora bien; ¿cómo curar el cáncer
anticapitalista que corroe las colonias? Si se fuera a convertir
de golpe en propiedad privada toda la tierra que hoy es propiedad
del pueblo, se destruiría, indudablemente, la raíz
del mal, pero se destruirán también... las colonias.
La gracia está en matar dos pájaros de un tiro.
¿Cómo? No hay más que asignar a la tierra virgen,
por decreto del gobierno, un precio independiente de la ley
de la oferta y la demanda, un precio artificial, que
obligue a los inmigrantes a trabajar a jornal durante mayor espacio
de tiempo, si quieren reunir el dinero necesario para comprar
tierra (20) y convertirse en labradores independientes. El fondo
que se formaría con la venta de los terrenos a un precio
relativamente inasequible para los obreros; es decir, el
fondo de dinero que se arrancaría a su salario,
violando la sacrosanta ley de la oferta y la demanda, podría
ser invertido por el gobierno, al mismo tiempo, a medida que se
incrementase en exportar a las colonias a los desarrapados de
Europa, con lo cual los señores capitalistas tendrían
siempre abarrotado su mercado de jornaleros. Conseguido
esto, tout sera por le mieux dans le meilleur des mondes possibles.
He aquí el gran secreto de la "colonización
sistemática". "Con este plan -exclama Wakefield,
dándose aires de triunfo-, la oferta de trabajo será
forzosamente regular y constante; en primer lugar, como ningún
obrero podría comprar tierra antes de haber reunido con
su trabajo el dinero necesario, todos los obreros inmigrantes,
trabajando combinadamente a jornal producirían a sus
patronos capital para dar empleo a más trabajo; en
segundo lugar, todo el que colgase los hábitos de obrero
para convertirse en propietario aseguraría, por el hecho
mismo de comprar tierra, un fondo para transportar trabajo fresco
a las colonias." (21) Naturalmente, el precio que
se señale a la tierra por imperio del Estado habrá
de ser un precio "suficiente" (sufficiente
price), es decir, lo suficientemente alto para "que el
obrero se vea en la imposibilidad de convertirse en agricultor
independiente antes de que vengan otros a cubrir su vacante en
el mercado de trabajo." (22) Esto que el autor llama "precio
suficiente" no es más que un eufemismo para expresar
lo que en realidad es: el rescate que el obrero abona al
capitalista porque éste le permita retirarse del mercado
de trabajo a cultivar su tierra. Primero, tiene que producir al
señor capitalista "capital" para que éste
pueda explotar a más obreros, y después poner
un "suplente" en el mercado de trabajo, suplente
que el gobierno, a costa suya, se encarga de expedir a su antiguo
señor patrono por la vía marítima.
Es altamente significativo que el gobierno
inglés haya puesto en práctica durante largos años
este método de "acumulación originaria",
recetado expresamente por Mr. Wakefield para uso de países
coloniales. El fiasco fue, naturalmente, tan vergonzoso como el
de la ley bancaria de Mr. Peel. Sólo se consiguió
desviar la corriente de emigración de las colonias inglesas
a los Estados Unidos. Los progresos hechos por la producción
capitalista en Europa, unidos a la creciente presión
del gobierno, han venido a hacer inútil, entretanto,
la receta de Wakefield. De una parte, la inmensa y continua avalancha
humana que se ve empujada todos los años hacia América,
deja en el este de los Estados Unidos sedimentos intermitentes,
pues la ola de emigración de Europa lanza a masas humanas
sobre aquel mercado de trabajo, con celeridad mayor que aquella
con que la ola de emigración hacia el occidente puede absorberlas.
De otra parte, la guerra civil ha dejado en Norteamérica
la herencia de una gigantesca deuda nacional, con su consiguiente
agobio de impuestos, la creación de la más vil de
las aristocracias financieras, el regalo de una parte inmensa
de los terrenos públicos a sociedades de especuladores
para la explotación de ferrocarriles, minas, etc.; en un
palabra, la más veloz centralización del capital.
La gran república americana ha dejado, pues, de ser la
tierra de promisión de los emigrantes obreros. La producción
capitalista avanza aquí a velas desplegadas, aunque la
baja de salarios y la sumisión del obrero al patrono no
hayan llegado todavía, ni con mucho, al nivel normal de
Europa. Aquel despilfarro descarado de las tierras coloniales
regaladas por el gobierno inglés a aristócratas
y capitalistas y que Wakefield denunciaba en voz tan alta, ha
creado, sobre todo en Australia, (23) unido a la corriente humana
de inmigración atraída por los Gold-Diggings ya
la competencia que la importación de mercancías
inglesas hace hasta al más modesto artesano, una "superpoblación
obrera relativa" en cantidad suficiente; por eso, apenas
hay correo que no traiga a Europa el triste mensaje del abarrotamiento
del mercado de trabajo australiano -"glut of the Australian
labour market"-, y por eso también hay en Australia
sitios en que la prostitución florece con tanta exuberancia
como en el Haymarket de Londres.
Pero, aquí, no nos proponíamos tratar de la situación de las colonias. Lo único que nos interesaba era el secreto descubierto en el nuevo mundo por la economía política del viejo y proclamando sin recato: el régimen capitalista de producción y acumulación, y, por tanto, la propiedad privada capitalista, exigen la destrucción de la propiedad privada nacida del propio trabajo, es decir, la expropiación del trabajador.
Este Capítulo XXV del Tomo I de Das Kapital de Karl Marx (1867), está tomado de la edición en español, editada por Fondo de Cultura Económica, México D.F., 1992 (2ª edición en español, 23ª reimpresión, 1ª edición en 1946). Traducido por Wenceslao Roces y editado digitalmente para RED VASCA ROJA por Julagaray, Donostia, Gipuzkua, Euskal Herria a 14 de julio de 1997.