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Los republicanos del triángulo azul
EL PAIS SEMANAL - 23-01-2005



Enric Marco era soldado republicano. Tras perder la Guerra Civil huyó a Francia y acabó en el campo de concentración alemán de Mauthausen. Lo que allí vivió nunca lo ha olvidado.


Diez mil españoles de los muchos que perdieron la Guerra Civil huían por Francia de las cárceles de Franco y fueron a caer en alguno de los campos de concentración que los nazis desplegaron por los territorios ocupados. Uno de ellos, Enric Marco, presidente de la asociación Amical de Mauthausen, lo vivió. 

JORDI SOLER

Los soldados
republicanos oyeron, con especial asombro, uno de los consejos prácticos que un soldado húngaro les daba con la idea de ayudarles a sobrellevar su estancia en el campo de concentración: “Si se lanzan a la alambrada, procuren tocar un alambre positivo y otro negativo, porque así la muerte será instantánea; de otra forma, vuestra muerte será más lenta". Este consejo oscuro del soldado húngaro, que recogió Montserrat Roig en su escalofriante libro Els catalans als camps nazis, ilustra la mala vida de aquellos campos donde el suicidio por electrocución era un verdadero lujo, una vía limpia y rápida para escapar de aquel infierno.

La tragedia de los soldados republicanos que alrededor de 1940, tras perder la Guerra Civil, mientras huían por Francia de las cárceles de Franco, caían en los campos de concentración de Hitler, parece una broma, o un raro avatar, que en realidad no lo fue, pues le sucedió a cerca de 10.000 exiliados, de los cuales 6.000 murieron ahí de agotamiento, o de frío, o de alguna epidemia, o exterminados en las cámaras de gas o en su versión móvil conocida como camión fantasma: una furgoneta en cuyo interior un montón de soldados desvalidos eran gaseados con Cyklon B mientras recorrían una carretera.

Hubo republicanos españoles en casi todos los campos de concentración nazis. Caían ahí por motivos diversos, sin motivo claro; todos condenados, al parecer, por una conversación que Ramón Serrano Súñer, ministro de Exteriores español, tuvo con el barón Von Ribbentrop, su homólogo en el Gobierno de Hitler, donde el primero le comunicó al segundo que consideraba que los republicanos en el exilio habían dejado de ser españoles, se habían quedado sin patria. Así, aquella legión de soldados y civiles, después de haber perdido la guerra, mientras intentaba reconstruirse en Francia, fue sorprendida por la II Guerra Mundial y por la ocupación del ejército alemán, cuyas autoridades, siguiendo el hilo de la conversación de los ministros, dispusieron su persecución y captura, y los fueron internando, por apátridas, en sus campos, con un triángulo azul cosido a la camisa que tenía una S de spanier (español) en el centro. Aun cuando no existen pruebas de aquella conversación entre los dos ministros, abundan los testimonios de republicanos que aseguran que fue ésa la causa de su deportación a los campos nazis, y, por otra parte, resulta difícil explicar de otra manera el triángulo azul que llevaban.

El campo de concentración, o lager, además de ser prisión y con frecuencia campo de exterminio y área de limpieza étnica, fue el motor que activó la economía alemana, aprovechando la mano de obra masiva y gratuita de los prisioneros, que eran explotados, como se sabe, durante jornadas interminables, en trabajos extenuantes y casi siempre infames. En los lagers, también se sabe, cada prisionero iba identificado con su triángulo en el pecho: amarillo para los judíos, azul para los apátridas, morado para los objetores de conciencia, verde para los criminales, rosa para los homosexuales. Y a esta desmesura de clasificar en arco iris hay que sumar la poética desbordada de la nomenclatura; por ejemplo, los prisioneros cuya presencia, o ausencia, en el lager debía mantenerse en la bruma eran clasificados como nacht und nebel (noche y niebla) y los que estaban destinados a desaparecer sin dejar rastro eran meerschaum (espuma de mar).

La tragedia de aquellos 10.000 republicanos
ha quedado desplazada de la historia por los seis millones de judíos que murieron exterminados. Este diferencial en el número de víctimas ilustra perfectamente las prioridades de la remodelación biológica que perseguían los nazis, y que el escritor italiano Enzo Traverso encuadra de esta forma: “Entre el verano de 1941 y fines de 1944, en apenas tres años y medio, el nazismo borraba a una comunidad inscripta en la historia de Europa desde hacía más de 2.000 años; llegó prácticamente a erradicarla por completo en ciertas regiones, tal el caso de Polonia, donde su existencia constituía un elemento social, económico y cultural de importancia capital para la vida del país en conjunto".

A estas alturas del milenio
quedan pocos republicanos sobrevivientes de los lagers. Uno de ellos es Enric Marco, presidente de una asociación de nombre largo y explícito: Amical de Mauthausen y Otros Campos y de Todas las Víctimas del Nazismo de España. La Amical, situada en una callejuela laberíntica del casco antiguo de Barcelona, se dedica a investigar, preservar y difundir la memoria y experiencia de esos 10.000 que padecieron la inconcebible malaventura de haber sido víctimas primero de Franco y después de Hitler.

Enric Marco tenía 15 años cuando estalló la Guerra Civil. Venía de una familia de anarcosindicalistas, y desde pequeño se acostumbró a vivir a salto de mata en la clandestinidad. Comenzó la guerra como miliciano, después se convirtió en oficial del ejército de la República, y al final, cuando la guerra se había perdido, decidió quedarse en España viviendo en “una clandestinidad activa"; pero eran los tiempos en que “media España delataba a la otra" y tuvo que irse a Francia, y ahí fue detenido “por las milicias de Petain". “Y me entregaron a los alemanes", dice Marco con gravedad al magnetófono que puse encima del escritorio de su oficina, que está en un piso bajo, y que, no sé si por costumbre, por mímesis o por pura paradoja, tiene el aspecto de un cuartel de clandestinos activos. Lo del piso bajo, según explica, es para que puedan ir de vez en cuando los sobrevivientes que, por su avanzada edad, tienen dificultades para desplazarse; cosa que nada tiene que ver con él, que representa muchos menos años de los ochenta y tantos que tiene y que anda en pie de guerra con su bufanda de aviador en esa oficina a la que yo he llegado por callejuelas laberínticas, luego de brincar los cuerpos de dos vagabundos que dormían la mona encima de unos cartones. “Pasé por la fortaleza de Metz y luego me enviaron al norte de Alemania, y ahí, dentro del campo de concentración, me detuvo la Gestapo y me acusó de conspiración, de atentar contra el Reich y de alta traición".

Entonces, Marco fue conducido
al kommando de Bordesholm, y ahí le aplicaron su primer interrogatorio: “Entras con una cierta gallardía porque eres muy joven y tienes un grado militar, y piensas en que ellos respetarán eso y que una batalla se pierde y otra se gana, y que puedes resistirlo mirando a los ojos. Pero media hora más tarde no eres más que un pobre chaval al que le han pegado una soberana paliza entre tres personas; estás entre tus propios vómitos, te has cagado y te has meado encima porque te han reventado los esfínteres, y entonces te das cuenta de que el valor no existe, y el heroísmo, tampoco".

Después le reenviaron al lager de Flossenbürg y le tuvieron aislado durante meses en “una celda chica a más no poder, con una litera y una cubeta para cagar y mear, y una pequeña pila de piedra adosada a la pared, sin grifo, con un jarro, en donde apenas me cabían las manos para lavarme la cabeza, y ahí mismo poniéndome de puntitas me lavaba el culo, naturalmente sin jabón, porque pasarían años en que el jabón no lo vería jamás".

Cuando los deportados entraban por primera vez al campo les despojaban de su ropa y de sus pertenencias y les afeitaban cabeza, axilas y, con especial lujo de fuerza, los genitales. “Este proceso de degradación buscaba hacerte sentir como un animal; se trataba de cortar todo vínculo con el exterior, de dejarte solo y desasistido (…). Las mujeres estaban sujetas a ese mismo proceso; no mujeres jóvenes cuyos cuerpos podían ser todavía atractivos, sino mujeres viejas con 50, 60 años, que eran la mofa y la burla de los SS y de los kapos; mujeres viejas que no sabían qué cubrirse, si sus pechos caídos o aquel pubis ensangrentado que acababan de rasurarles. ¿Qué pasa con aquellas mujeres degradadas hasta este extremo?", se pregunta Marco, y sigue con un monólogo que se dispara en varias direcciones y donde yo difícilmente puedo intervenir porque va tan rápido y contando cosas tan graves que no me deja espacio para hacerle preguntas o para pedirle que abunde sobre tal o cual idea. “Te ataban al potro, te bajaban los pantalones para dejarte las nalgas al descubierto y te sacudían 25 golpes con el mango de una pala, y tenía que irlos contando de uno en uno en alemán, ¡y ay de ti que te descuentes! Y ahí, una vez que te arrancaban el pellejo y la carne, te dabas cuenta de que el culo tiene hueso (…). Y sabías que un mal gesto, un paso en falso o simplemente el desconocimiento de la lengua te podía costar la vida (…). Ni éramos españoles, ni merecíamos ningún respeto; éramos una mala purria que podían tirar al mar si les daba la gana porque España nunca nos iba a reclamar. Y que no nos enviaran a España, porque ahí ya los campos de concentración estaban llenos".

Su trabajo en el campo era desarmar “piezas mecánicas de la mañana a la noche". Flossenbürg era un lager donde se fabricaba armamento y desde donde se mandaban cuadrillas de prisioneros a trabajar a un yacimiento de granito que quedaba cerca. Había “perros que te mordían por todos lados, todas las piernas", y entre los barracones “pasaban los enfermos de disentería envueltos en una manta y dejando tras de sí un reguero de mierda y sangre". “En las últimas navidades que pasamos en el campo, en 1944, solicitamos permiso para poner un árbol de Navidad, y el 24 de diciembre nos colgaron cuatro polacos sobre el árbol iluminado".

Lo único que no podían permitirse
, dice Marco, era bajar la guardia, “incluso por egoísmo, porque su debilidad era la mía, su abandono era el mío si se daba, y de ninguna manera podía permitir que nadie se destruyera a sí mismo o que cayera en la insensibilidad o en la impotencia, no podía permitirlo". En su novela Sin destino, Imre Kertész narra con mucha puntería el abandono de un prisionero en el campo de concentración: “No me molestaban ni el frío ni la humedad, ni el viento ni la lluvia: simplemente no me llegaban, ni siquiera los sentía. Desapareció hasta el hambre (…). En el trabajo no cuidaba ya ni las apariencias. Si tenían algún inconveniente, lo más que podían hacer era pegarme, y con eso tampoco me hacían mayor daño, sólo me hacían ganar tiempo, puesto que con el primer golpe me acostaba en el suelo y ya no sentía los otros porque me quedaba dormido".

Flossenbürg fue liberado
por el ejército estadounidense el 23 de abril de 1945. De 18.000 prisioneros quedaban 2.000 sobrevivientes, entre éstos Enric Marco y algunos de sus colegas republicanos que ese día se enfrentaron a otra situación inconcebible: su condición de apátridas les dejaba automáticamente sin país adonde regresar. “Teníamos la enorme frustación de que aun cuando habíamos sido los primeros defensores de la libertad y la democracia en Europa, éramos los únicos que no podíamos salir de los campos". Y sigue Marco con su monólogo veloz: “Nosotros no caímos por azar en los campos de concentración, ni tampoco fuimos al exilio por azar; fuimos como producto y como consecuencia de una lucha anterior, y éste era el impulso y la fuerza que teníamos (…). Si la República Española hubiera ganado, Hitler no se hubiera atrevido, cuando menos en aquel momento, a ir a la guerra; frente a una España republicana recién salida de la experiencia de una guerra y con ímpetu revolucionario, y con la capacidad de resistencia del pueblo español, Hitler se atrevió cuando tuvo a Franco".

Enric Marco regresó a España en 1946 y vivió en la clandestinidad hasta que murió el dictador, y su triángulo azul de apátrida y de spanier sigue mandando influjos, como un astro, sobre las cosas que mira. “A veces, cuando salgo en las noches de aquí", dice señalando hacia la puerta y haciendo los ojos pequeños, como si estuviera viendo a los dos vagabundos que duermen en la calle y sobre los que yo brinqué al llegar, “veo gente que se parece a nosotros cuando estábamos en el campo; los alemanes nos llamaban cerdo español, porque olíamos como cerdos (…), y ahora nosotros los tratamos como si fueran animales, como a nosotros nos trataron". Y vuelve a señalar la puerta y a hacer pequeños los ojos. “Con frecuencia surgen conatos de racismo contra estas gentes que van sucias y a las que se les llama moracos, y negros de mierda, y sudacas indecentes; estas gentes a las que algunos, que se han olvidado de cómo llegaron sus abuelos aquí, se acercan y les escupen, y les dicen de todo, a veces les dan de patadas, y de cuando en cuando nos cargamos a uno. No tenemos todavía la experiencia de los nazis, pero si nos dejaran quizá la adquiriríamos". Y dicho esto se despide, dice que tiene cosas que hacer y sale de su oficina y luego a la calle, y mientras brinco de vuelta a los vagabundos que siguen durmiendo la mona, le veo alejarse por las callejuelas a paso veloz y con su bufanda de aviador al viento.