Nuestra Historia. Exilio.
El País Domingo 22 septiembre 2002
NUEVOS DATOS SOBRE EL DOBLE MISTERIO DE LA PERSONALIDAD Y ASESINATO DEL ESPÍA VASCO
Las últimas verdades sobre el agente Galíndez
JOSÉ LUIS BARBERÍA
Un retrato a lápiz de Jesús Galíndez.
Han pasado ya 46 años, pero Galíndez se resiste a desaparecer en los sumideros de la historia. Ahora, que ya casi no quedan protagonistas directos de aquellos hechos, surgen nuevamente publicaciones, novelas, biografías, películas de ficción y documentales que, como el que se estrena estos días en San Sebastián, interpelan más certeramente sobre el doble misterio de su ambigua personalidad y de su impune asesinato. ¿De dónde surge este renovado interés por el asunto? ¿Qué clase de atracción despierta ese nacionalista vasco nacido en Madrid, hombre de confianza del lehendakari José Antonio Aguirre y cualificado informador de los servicios secretos norteamericanos? ¿Hasta dónde llegó la amplia red vasca de espionaje desplegada contra el nazismo, primero, y el comunismo, después, que el PNV puso en manos de Estados Unidos?
Todo apunta a que el 'mártir antifranquista' del nacionalismo vasco fue sacrificado en el altar mayor de la guerra fría cuando el peligro comunista sustituyó como fantasma al derrotado nazismo y el Gobierno norteamericano pactó con el régimen de Franco en un elocuente ejercicio de la máxima: 'El enemigo de mi enemigo es mi amigo'. Pese al manto de silencio y olvido que cubre aquellos años, sólo los más visceralmente anticomunistas de los dirigentes nacionalistas vascos dejaron de interpretar el comportamiento norteamericano como la traición de la potencia en la que habían depositado todas sus esperanzas y muchos de sus mejores hombres. El caso Galíndez representa en el PNV la historia de un monumental fracaso; la tragedia culminante de una etapa turbia, poco honorable también, que suscitó algún remordimiento y no pocos problemas dentro del restringido círculo de dirigentes instalados en el secreto. Jesús Galíndez desapareció sin dejar rastro, la víspera, precisamente, de que la bandera franquista ondeara por primera vez en la sede de las Naciones Unidas, algo a lo que él y su partido se habían opuesto denodadamente.
Silencios
Puede decirse que, a lo largo de estas décadas, el misterio Galíndez ha sobrevivido al paso del tiempo alimentado con el secreto mismo impuesto por las autoridades estadounidenses, con el silencio esquivo del PNV, con la eliminación de los archivos gubernamentales en la República Dominicana y, quizá, también con la vocación ahistórica de la democracia española. Demasiado secreto en torno a un hombre que trató de sostenerse en el vendaval internacional desatado tras la guerra civil española y que encontró una muerte horrenda a manos de los sicarios de Leónidas Trujillo, el dictador de la República Dominicana. Todavía hoy, al amparo de la doctrina de la 'seguridad nacional' estrenada precisamente con este caso, el Departamento de Justicia norteamericano continúa guardando en secreto más de 10.000 folios, pese a que buena parte del material ha sido desclasificado, siempre con cuentagotas y reservas, como si el contenido amenazara todavía la reputación de los supervivientes y el buen nombre de la Administración, como si los ecos de aquel gran escándalo no hubieran desaparecido enteramente. Los informes puestos a la luz, y de manera bien efímera, por cierto, en Internet, ocultan las identidades de muchos de los agentes implicados en el caso y prácticamente de la totalidad de los componentes de la red vasca de espionaje que sirvió a EE UU desde las capitales latinoamericanas y europeas.
El agente Rojas
Contra las versiones difundidas durante años desde el nacionalismo, los documentos desclasificados dan cumplida constancia de que Jesús Galíndez, delegado en Nueva York del Gobierno vasco en el exilio, trabajó efectivamente como informador, al menos del FBI durante 12 años, con el sobrenombre de agente Rojas y el código en clave ND507. Fue un informador valioso, puesto que sus jefes le aumentaron progresivamente su nómina, que pasó de 50 a 125 dólares, más 30 para gastos. Según el historiador alemán, afincado en Euskadi, Ludger Mees, autor de El péndulo patriótico, Galíndez hizo transferencias bancarias por un monto de un millón de dólares durante los seis años previos a su muerte. Es un dato que figura también en El ojo del presidente, escrito por el agente Tony Ulasewiez, quien investigó la desaparición de Galíndez desde las oficinas centrales de la BOSSI neoyorquina (Oficina de Investigaciones y Servicios Especiales). Hijo de un oftalmólogo alavés instalado en Madrid y de una madrileña de ascendencia vasca que falleció cuando era un niño, Jesús de Galíndez Suárez cultivó desde su infancia una idealizada pasión por el País Vasco, alimentada con los recuerdos idílicos de las vacaciones en la casa paterna de la Llanada alavesa. Estudió Derecho Político en la Universidad Complutense y militó en las juventudes universitarias del PNV. Al estallar la guerra se convirtió en el ayudante del entonces ministro de Justicia, el nacionalista vasco Manuel de Irujo, y desde su puesto facilitó el intercambio de personalidades detenidas en uno y otro bando. Cuando Irujo salió del Gobierno, Galíndez fue nombrado, con 21 años, secretario auditor del Tribunal Superior del Ejército del Este. Al igual que cientos de miles de republicanos, huyó a Francia tras la derrota, y de allí, en 1939, se trasladó a la República Dominicana, cuyo presidente, Leónidas Trujillo, practicaba la política de puertas abiertas hacia los exiliados españoles, obsesionado, por lo visto, con la idea de 'blanquear la raza'. Galíndez se convirtió en profesor de la Escuela Diplomática dominicana, en funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores y, sobre todo, en uno de los profesores de Ramfis Trujillo, el hijo del presidente que a sus cuatro años tenía ya el grado de coronel.
Su privilegiada relación con el dictador se rompió en 1946, cuando ejercía de secretario de la Comisión de Salarios Mínimos y fomentó un acuerdo con los huelguistas del azúcar, uno de cuyos líderes fue asesinado. Católico y humanista, el exiliado vasco no soportó por más tiempo la verdadera naturaleza del régimen trujillista y huyó a Estados Unidos por miedo también a las represalias.
El código DR-10
La documentación del FBI da cuenta de que Galíndez trabajó ya para la inteligencia militar de Estados Unidos y el FBI antes de trasladarse a Nueva York, mientras pertenecía a la Administración dominicana. 'Había creado su red de informadores dentro del ejército dominicano; de la empresa Granada, filial de la United Fruits C., y de otras compañías, y, preferentemente, daba cuenta, bajo el código DR-10, de las actividades de grupos e individuos falangistas y comunistas', confirma Ulasewiez. Al llegar a Nueva York, Galíndez se integró en el equipo de Antón Irala, delegado del Gobierno Vasco en EE UU que gozaba de bastante predicamento en el Departamento de Estado. Enseguida pasó a formar parte de la nómina oficial de informantes que dirigía el responsable del FBI, Hoover, y desde entonces hasta su desaparición suministró al FBI cientos de informes sobre las actividades pro comunistas en la comunidad hispanohablante de Nueva York. 'Galíndez informaba regularmente sobre las actividades del Partido Nacionalista de Puerto Rico, el Comité para la Unidad de Latinoamérica y la Brigada de Veteranos de Abraham Lincoln, todos ellos bajo sospecha de ser organizaciones comunistas', sostiene Ulasewiez. Según el detective de la policía neoyorquina, en uno de esos informes, Galíndez avisó a su jefe del FBI sobre las intenciones de Fidel Castro de derrotar militarmente a Batista, 'un asunto que, pese a todo, pilló a la CIA desprevenida'.
En el documental que se estrena estos días en el Festival de Cine de San Sebastián, realizado por Ana Díez y producido por Ángel Amigo, alguno de sus compañeros de exilio le recuerdan ahora tomando notas de los asistentes y contenidos de las reuniones. Ninguno, sin embargo, llegó a sospechar que pudiera ser un informador del FBI o de la CIA. 'El ambiente era un basurero político', dice Mario Salegui, 'porque en esos años cincuenta no bastaba con que uno no fuera comunista, había que ser anticomunista'.
El espionaje a sus propios compatriotas españoles, combatientes derrotados como él en la lucha antifranquista, proyecta sobre Galíndez una imagen que, según Gregorio Morán (Los españoles que dejaron de serlo) y otros autores, no se corresponde exactamente con su personalidad política. 'Hay en Galíndez un lógico y coherente anticomunismo, consecuente con su mundo ideológico demócrata cristiano, pero él distingue entre un anticomunismo positivo y otro negativo'. Es cierto, desde luego, que, frente al racismo que destilan otros artículos publicados en esos años en la revista Alderdi (Partido), Galíndez proclama que 'ser vasco no supone superioridad alguna sobre los demás pueblos', llama la atención sobre la necesidad de tener una política social y afirma que 'los anticomunistas parece que sólo saben luchar contra el comunismo olvidando que hay cosas concretas por defender'. Y en la misma publicación escribió en marzo de 1954: 'Yo combatí con las armas en la mano al fascismo y me opongo con igual energía al comunismo, porque defiendo la libertad y soy alérgico a lo que suponga dictadura. Por eso mismo cada día me preocupan más ciertos giros ideológicos que está tomando la guerra fría, especialmente en Hispanoamérica'.
¿Como se explica entonces, en el plano de la moral personal, la actuación de Galíndez? Se sabe, por los informes del FBI desclasificados, que rehuyó mientras pudo la tarea de espiar a sus compatriotas comunistas. 'Este informador prefería hacer informes sobre actividades distintas a las de los comunistas. A cambio de esta preferencia, se acordó que no escondiera tampoco ninguna información relativa a las actividades comunistas. Está considerado como un informador importante del Partido Comunista', se indica en el mismo informe, en el que se le define como 'un individuo extremadamente inteligente' que 'evita que su tendencia personal a subestimar a determinados individuos y grupos influya en sus informes de los hechos'. Se sabe igualmente que los planteamientos de Galíndez chocaban con las posiciones de Antón Irala y de José Michelena, responsables de la red de espionaje del PNV, y que, probablemente, coincidían bastante más con las de Juan Ajuriaguerra, líder del partido en Euskadi y España, donde el PNV disponía de su red de información. Ajuriaguerra receló siempre de esa colaboración ciega con los americanos. Tenía sus motivos, y no sólo porque la Sexta Flota fondeaba en los puertos españoles y porque Eisenhower se montaba en el Mercedes-Benz que Hitler le regaló a Franco.
Doble espionaje
Según el escritor y periodista Gregorio Morán, el propio Ajuriaguerra contó a sus colaboradores más próximos que los militantes comunistas en una gran factoría bilbaína habían sido detenidos porque los norteamericanos habían pasado a la policía española los datos de un informe hecho por los nacionalistas. 'El PNV estaba siendo utilizado no para la liberación de Euskadi, sino para la política exterior de Estados Unidos'. El historiador Ludger Mees opina también que si Ajuriaguerra abandonó temporalmente el PNV en 1953 -un hecho silenciado y todavía poco conocido- fue precisamente por la 'falta de control' real sobre las actuaciones de los servicios vascos en Latinoamérica. 'O acabamos con esto o me voy', le emplazó al lehendakari Aguirre. 'Durante la Guerra Mundial, el nacionalismo y el conjunto de las fuerzas antifranquistas pensaron que la derrota nazi traería consigo la caída del franquismo', explica el historiador. 'Fue un momento de euforia en el que el PNV creyó que los americanos podían contribuir decisivamente a conseguir la independencia de Euskadi. El propio presidente José Antonio Aguirre puso en marcha la colaboración con el Departamento de Estado norteamericano', indica. 'La red nacionalista en Europa y Latinoamérica era muy activa y tuvo muchos éxitos en la lucha contra los alemanes, mucho más que contra el comunismo, desde luego, porque aunque se desconocen los informes que suministraba la red vasca hay evidencias de que los servicios secretos se quejaron de la escasa eficacia de la red vasca en Latinoamérica. De hecho', añade, 'en agosto del 46 los norteamericanos les redujeron el dinero a la mitad, y al ver que EE UU perdía interés en ellos, Antón Irala y el consejero del Gobierno vasco en el exilio José María Lasarte propusieron sustituir a los agentes nacionalistas por otros de la misma red vasca, pero con mayor penetración en los ambientes comunistas. Llegaron, incluso, a ofrecerse a trabajar gratis para los americanos'. Ludger Mees sostiene que existe base documental suficiente como para afirmar que la red vasca de espionaje exterior estuvo activa, al menos en Argentina, hasta 1973.
A su juicio, el dinero, muy importante al principio para mantener la organización en el exilio, fue perdiendo importancia en la medida en que la contribución de los colectivos vascos empezaba a cubrir las necesidades básicas. Mucho tiempo después, sin embargo, Juan Ajuriaguerra todavía organizaba algunas trifulcas internas a cuenta de la falta de transparencia de los dineros del partido. En su libro, Ulasewiez indica que, aunque Galíndez residía a unos pasos de la elegante Quinta Avenida, en realidad vivía de una manera casi ascética, y que sus ingresos anuales no superaban los 3.600 dólares, datos que no respaldan la imagen de bon vivant que tenía en algunos círculos.
Pero el detective Ulasewiez escribe también que los informes financieros que Galíndez entregaba anualmente al Departamento de Justicia de Washington acreditaban que entre 1950 y el año de su muerte, 1956, había recibido y distribuido más de un millón de dólares. 'Nadie había sospechado nada puesto que en su ficha como agente del Gobierno vasco en el exilio figuraba entre sus actividades el recibo y la distribución de contribuciones económicas a la causa vasca' (...) 'No obstante, después de su desaparición, el interés de la CIA por Galíndez empezó a suscitar sospechas de que éste era en realidad un pagador de agentes de la CIA camuflados dentro de la resistencia vasca, que operaban en secreto en Europa, Suramérica y Centroamérica. Seguí la pista de la distribución de parte del dinero que Galíndez recogía, y descubrí que mantenía dos cuentas bancarias en Ginebra (Suiza). El banco tenía instrucciones de transferir el dinero a varias cuentas'.
Eso explica, quizá, que un agente de la CIA penetrara en el piso de Galíndez, antes de que se hubiera informado de su desaparición, y vaciara el maletín marrón que llevaba casi siempre consigo. Eso puede explicar también el meticuloso registro y la incautación de archivos practicados posteriormente en la delegación del Gobierno vasco en Nueva York.
Pese a sus intensas actividades académicas -era profesor de la Universidad de Columbia-, políticas y sociales, Galíndez no abandonó nunca sus ataques al régimen de Trujillo. En los meses previos a su asesinato, era casi de dominio público que Galíndez preparaba una tesis demoledora de 700 páginas sobre el carácter criminal del régimen trujillista, tesis publicada tres meses después del asesinato. Buen conocedor de la idiosincrasia de Leónidas Trujillo, el escritor dominicano Bernardo Vega cree que en el ánimo de venganza del dictador debieron de pesar más los artículos en los que Galíndez exponía que Ramfis Trujillo era un hijo adulterino. Es posible. En todo caso, Trujillo trató de hacerse con el libro ofreciendo 100.000 dólares y agentes del FBI aconsejaron a Galíndez que desistiera. El mensaje fue todavía más explícito: 'Si sigues adelante, no podremos protegerte, tendremos que prescindir de tus servicios'. La nueva política norteamericana pasaba por la colaboración y el sostenimiento de las dictaduras anticomunistas y el dictador dominicano gozaba de la protección de los servicios secretos norteamericanos en sus viajes por el extranjero.
La última vez
Galíndez fue visto por última vez a las 22.30 horas de la noche del 12 de marzo de 1956 en la estación de metro de Columbus Circle. Acababa de dar clase en la Universidad y se dirigía a su casa. Testimonios confidenciales recogidos posteriormente permiten establecer que fue sacado de su apartamento por personas de su confianza -los investigadores apuntan a ex agentes de los servicios secretos-, drogado y trasladado en avioneta a la República Dominicana, y de allí en un avión militar hasta el rancho particular de Trujillo, la Hacienda Fundación, donde se habría encontrado con el dictador antes de pasar a manos de sus torturadores. Los sicarios de Trujillo le sacaron, presuntamente, los ojos, le cortaron la lengua, le arrancaron las uñas y le machacaron los huesos lentamente con un mazo. Luego quemaron el cadáver y lo echaron a los tiburones. Tenía 41 años de edad.El principio del fin de Trujillo
El asesinato de Galíndez marcó el principio del fin de Trujillo. El joven piloto Gerald Lester Murphy, que había sido contratado por el ex agente del FBI y de la CIA, J. J. Frank para sacar del país a 'una persona muy enferma que antes de morir quería visitar a su madre en la República Dominicana', descubrió posteriormente en las fotografías de una revista que el supuesto enfermo era, en realidad, el desaparecido Jesús Galíndez. Los esbirros del dictador se embarcaron entonces en una cadena de asesinatos que empezó con el propio Murphy. La desaparición de este ciudadano norteamericano puso tras la pista de Trujillo a un senador amigo de la familia del piloto, y esa presión llevó al dictador a multiplicar sus crímenes, hasta nueve, en su afán por borrar la pista. El círculo se cerró fatalmente contra él, con la aquiescencia de los servicios norteamericanos, el 30 de mayo de 1961, acribillado a balazos por el hermano de una de sus víctimas. A estas alturas parece ya evidente que si Jesús Galíndez fue entregado a los esbirros trujillistas el 12 de marzo de 1956 en el centro de Manhatan no fue sólo para satisfacer la conocida vesania criminal de su jefe, sino también para eliminar a un testigo incómodo, un obstáculo en el espectacular giro estratégico que llevó a Estados Unidos a quebrar su actitud frente al régimen de Franco. En el documental Galíndez, el abogado norteamericano Stuart A. McKeever, viejo investigador del caso, apuntala la teoría de que su desaparición fue una operación urdida por gentes vinculadas a los servicios secretos norteamericanos. Los policías que investigaron el caso y los fiscales que intervinieron en la vista contra los agentes norteamericanos implicados comparten ese juicio.
En la misma cinta documental, el principal acusado norteamericano del caso, el ex agente del FBI y de la CIA, J. J. Frank aparece en la tribuna que Franco y Trujillo ocuparon cuando el dictador dominicano llegó a Madrid. Son imágenes, tomadas del NO-DO (noticiero cinematográfíco de la época franquista), que a la luz de las evidencias posteriores adquieren gran significación.
Queda la duda de si la eliminación del testigo incómodo que fue Galíndez fue una operación a dos o tres bandas porque también el régimen franquista podía estar interesado en la desaparición del delegado del Gobierno vasco en la ONU y en el Departamento de Estado, que trataba de evitar por todos los medios que Estados Unidos normalizara sus relaciones con Madrid. Aunque en los archivos españoles no hay, por lo visto, indicio alguno que avale un interés en el caso, el documental Galíndez deja abierta la hipótesis de que éste fuera el precio pagado por la política exterior de EE UU a sus pactos militares con Franco.
De lo que sí existe certeza es de que Galíndez no encontró nunca el reposo soñado en la colina de Larreobe del valle de Amurrio. 'Ruego a quien se haga cargo de mi cuerpo y bienes', dejó escrito, 'que mis restos sean llevados un día a Amurrio, en la finca de mi padre, en la parte donde se divisan las montañas de mi patria'.
Han pasado ya 46 años, pero Galíndez se resiste a desaparecer en los sumideros de la historia. Ahora, que ya casi no quedan protagonistas directos de aquellos hechos, surgen nuevamente publicaciones, novelas, biografías, películas de ficción y documentales que, como el que se estrena estos días en San Sebastián, interpelan más certeramente sobre el doble misterio de su ambigua personalidad y de su impune asesinato. ¿De dónde surge este renovado interés por el asunto? ¿Qué clase de atracción despierta ese nacionalista vasco nacido en Madrid, hombre de confianza del lehendakari José Antonio Aguirre y cualificado informador de los servicios secretos norteamericanos? ¿Hasta dónde llegó la amplia red vasca de espionaje desplegada contra el nazismo, primero, y el comunismo, después, que el PNV puso en manos de Estados Unidos?
Todo apunta a que el 'mártir antifranquista' del nacionalismo vasco fue sacrificado en el altar mayor de la guerra fría cuando el peligro comunista sustituyó como fantasma al derrotado nazismo y el Gobierno norteamericano pactó con el régimen de Franco en un elocuente ejercicio de la máxima: 'El enemigo de mi enemigo es mi amigo'. Pese al manto de silencio y olvido que cubre aquellos años, sólo los más visceralmente anticomunistas de los dirigentes nacionalistas vascos dejaron de interpretar el comportamiento norteamericano como la traición de la potencia en la que habían depositado todas sus esperanzas y muchos de sus mejores hombres. El caso Galíndez representa en el PNV la historia de un monumental fracaso; la tragedia culminante de una etapa turbia, poco honorable también, que suscitó algún remordimiento y no pocos problemas dentro del restringido círculo de dirigentes instalados en el secreto. Jesús Galíndez desapareció sin dejar rastro, la víspera, precisamente, de que la bandera franquista ondeara por primera vez en la sede de las Naciones Unidas, algo a lo que él y su partido se habían opuesto denodadamente.
Silencios
Puede decirse que, a lo largo de estas décadas, el misterio Galíndez ha sobrevivido al paso del tiempo alimentado con el secreto mismo impuesto por las autoridades estadounidenses, con el silencio esquivo del PNV, con la eliminación de los archivos gubernamentales en la República Dominicana y, quizá, también con la vocación ahistórica de la democracia española. Demasiado secreto en torno a un hombre que trató de sostenerse en el vendaval internacional desatado tras la guerra civil española y que encontró una muerte horrenda a manos de los sicarios de Leónidas Trujillo, el dictador de la República Dominicana. Todavía hoy, al amparo de la doctrina de la 'seguridad nacional' estrenada precisamente con este caso, el Departamento de Justicia norteamericano continúa guardando en secreto más de 10.000 folios, pese a que buena parte del material ha sido desclasificado, siempre con cuentagotas y reservas, como si el contenido amenazara todavía la reputación de los supervivientes y el buen nombre de la Administración, como si los ecos de aquel gran escándalo no hubieran desaparecido enteramente. Los informes puestos a la luz, y de manera bien efímera, por cierto, en Internet, ocultan las identidades de muchos de los agentes implicados en el caso y prácticamente de la totalidad de los componentes de la red vasca de espionaje que sirvió a EE UU desde las capitales latinoamericanas y europeas.
El agente Rojas
Contra las versiones difundidas durante años desde el nacionalismo, los documentos desclasificados dan cumplida constancia de que Jesús Galíndez, delegado en Nueva York del Gobierno vasco en el exilio, trabajó efectivamente como informador, al menos del FBI durante 12 años, con el sobrenombre de agente Rojas y el código en clave ND507. Fue un informador valioso, puesto que sus jefes le aumentaron progresivamente su nómina, que pasó de 50 a 125 dólares, más 30 para gastos. Según el historiador alemán, afincado en Euskadi, Ludger Mees, autor de El péndulo patriótico, Galíndez hizo transferencias bancarias por un monto de un millón de dólares durante los seis años previos a su muerte. Es un dato que figura también en El ojo del presidente, escrito por el agente Tony Ulasewiez, quien investigó la desaparición de Galíndez desde las oficinas centrales de la BOSSI neoyorquina (Oficina de Investigaciones y Servicios Especiales). Hijo de un oftalmólogo alavés instalado en Madrid y de una madrileña de ascendencia vasca que falleció cuando era un niño, Jesús de Galíndez Suárez cultivó desde su infancia una idealizada pasión por el País Vasco, alimentada con los recuerdos idílicos de las vacaciones en la casa paterna de la Llanada alavesa. Estudió Derecho Político en la Universidad Complutense y militó en las juventudes universitarias del PNV. Al estallar la guerra se convirtió en el ayudante del entonces ministro de Justicia, el nacionalista vasco Manuel de Irujo, y desde su puesto facilitó el intercambio de personalidades detenidas en uno y otro bando. Cuando Irujo salió del Gobierno, Galíndez fue nombrado, con 21 años, secretario auditor del Tribunal Superior del Ejército del Este. Al igual que cientos de miles de republicanos, huyó a Francia tras la derrota, y de allí, en 1939, se trasladó a la República Dominicana, cuyo presidente, Leónidas Trujillo, practicaba la política de puertas abiertas hacia los exiliados españoles, obsesionado, por lo visto, con la idea de 'blanquear la raza'. Galíndez se convirtió en profesor de la Escuela Diplomática dominicana, en funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores y, sobre todo, en uno de los profesores de Ramfis Trujillo, el hijo del presidente que a sus cuatro años tenía ya el grado de coronel.
Su privilegiada relación con el dictador se rompió en 1946, cuando ejercía de secretario de la Comisión de Salarios Mínimos y fomentó un acuerdo con los huelguistas del azúcar, uno de cuyos líderes fue asesinado. Católico y humanista, el exiliado vasco no soportó por más tiempo la verdadera naturaleza del régimen trujillista y huyó a Estados Unidos por miedo también a las represalias.
El código DR-10
La documentación del FBI da cuenta de que Galíndez trabajó ya para la inteligencia militar de Estados Unidos y el FBI antes de trasladarse a Nueva York, mientras pertenecía a la Administración dominicana. 'Había creado su red de informadores dentro del ejército dominicano; de la empresa Granada, filial de la United Fruits C., y de otras compañías, y, preferentemente, daba cuenta, bajo el código DR-10, de las actividades de grupos e individuos falangistas y comunistas', confirma Ulasewiez. Al llegar a Nueva York, Galíndez se integró en el equipo de Antón Irala, delegado del Gobierno Vasco en EE UU que gozaba de bastante predicamento en el Departamento de Estado. Enseguida pasó a formar parte de la nómina oficial de informantes que dirigía el responsable del FBI, Hoover, y desde entonces hasta su desaparición suministró al FBI cientos de informes sobre las actividades pro comunistas en la comunidad hispanohablante de Nueva York. 'Galíndez informaba regularmente sobre las actividades del Partido Nacionalista de Puerto Rico, el Comité para la Unidad de Latinoamérica y la Brigada de Veteranos de Abraham Lincoln, todos ellos bajo sospecha de ser organizaciones comunistas', sostiene Ulasewiez. Según el detective de la policía neoyorquina, en uno de esos informes, Galíndez avisó a su jefe del FBI sobre las intenciones de Fidel Castro de derrotar militarmente a Batista, 'un asunto que, pese a todo, pilló a la CIA desprevenida'.
En el documental que se estrena estos días en el Festival de Cine de San Sebastián, realizado por Ana Díez y producido por Ángel Amigo, alguno de sus compañeros de exilio le recuerdan ahora tomando notas de los asistentes y contenidos de las reuniones. Ninguno, sin embargo, llegó a sospechar que pudiera ser un informador del FBI o de la CIA. 'El ambiente era un basurero político', dice Mario Salegui, 'porque en esos años cincuenta no bastaba con que uno no fuera comunista, había que ser anticomunista'.
El espionaje a sus propios compatriotas españoles, combatientes derrotados como él en la lucha antifranquista, proyecta sobre Galíndez una imagen que, según Gregorio Morán (Los españoles que dejaron de serlo) y otros autores, no se corresponde exactamente con su personalidad política. 'Hay en Galíndez un lógico y coherente anticomunismo, consecuente con su mundo ideológico demócrata cristiano, pero él distingue entre un anticomunismo positivo y otro negativo'. Es cierto, desde luego, que, frente al racismo que destilan otros artículos publicados en esos años en la revista Alderdi (Partido), Galíndez proclama que 'ser vasco no supone superioridad alguna sobre los demás pueblos', llama la atención sobre la necesidad de tener una política social y afirma que 'los anticomunistas parece que sólo saben luchar contra el comunismo olvidando que hay cosas concretas por defender'. Y en la misma publicación escribió en marzo de 1954: 'Yo combatí con las armas en la mano al fascismo y me opongo con igual energía al comunismo, porque defiendo la libertad y soy alérgico a lo que suponga dictadura. Por eso mismo cada día me preocupan más ciertos giros ideológicos que está tomando la guerra fría, especialmente en Hispanoamérica'.
¿Como se explica entonces, en el plano de la moral personal, la actuación de Galíndez? Se sabe, por los informes del FBI desclasificados, que rehuyó mientras pudo la tarea de espiar a sus compatriotas comunistas. 'Este informador prefería hacer informes sobre actividades distintas a las de los comunistas. A cambio de esta preferencia, se acordó que no escondiera tampoco ninguna información relativa a las actividades comunistas. Está considerado como un informador importante del Partido Comunista', se indica en el mismo informe, en el que se le define como 'un individuo extremadamente inteligente' que 'evita que su tendencia personal a subestimar a determinados individuos y grupos influya en sus informes de los hechos'. Se sabe igualmente que los planteamientos de Galíndez chocaban con las posiciones de Antón Irala y de José Michelena, responsables de la red de espionaje del PNV, y que, probablemente, coincidían bastante más con las de Juan Ajuriaguerra, líder del partido en Euskadi y España, donde el PNV disponía de su red de información. Ajuriaguerra receló siempre de esa colaboración ciega con los americanos. Tenía sus motivos, y no sólo porque la Sexta Flota fondeaba en los puertos españoles y porque Eisenhower se montaba en el Mercedes-Benz que Hitler le regaló a Franco.
Doble espionaje
Según el escritor y periodista Gregorio Morán, el propio Ajuriaguerra contó a sus colaboradores más próximos que los militantes comunistas en una gran factoría bilbaína habían sido detenidos porque los norteamericanos habían pasado a la policía española los datos de un informe hecho por los nacionalistas. 'El PNV estaba siendo utilizado no para la liberación de Euskadi, sino para la política exterior de Estados Unidos'. El historiador Ludger Mees opina también que si Ajuriaguerra abandonó temporalmente el PNV en 1953 -un hecho silenciado y todavía poco conocido- fue precisamente por la 'falta de control' real sobre las actuaciones de los servicios vascos en Latinoamérica. 'O acabamos con esto o me voy', le emplazó al lehendakari Aguirre. 'Durante la Guerra Mundial, el nacionalismo y el conjunto de las fuerzas antifranquistas pensaron que la derrota nazi traería consigo la caída del franquismo', explica el historiador. 'Fue un momento de euforia en el que el PNV creyó que los americanos podían contribuir decisivamente a conseguir la independencia de Euskadi. El propio presidente José Antonio Aguirre puso en marcha la colaboración con el Departamento de Estado norteamericano', indica. 'La red nacionalista en Europa y Latinoamérica era muy activa y tuvo muchos éxitos en la lucha contra los alemanes, mucho más que contra el comunismo, desde luego, porque aunque se desconocen los informes que suministraba la red vasca hay evidencias de que los servicios secretos se quejaron de la escasa eficacia de la red vasca en Latinoamérica. De hecho', añade, 'en agosto del 46 los norteamericanos les redujeron el dinero a la mitad, y al ver que EE UU perdía interés en ellos, Antón Irala y el consejero del Gobierno vasco en el exilio José María Lasarte propusieron sustituir a los agentes nacionalistas por otros de la misma red vasca, pero con mayor penetración en los ambientes comunistas. Llegaron, incluso, a ofrecerse a trabajar gratis para los americanos'. Ludger Mees sostiene que existe base documental suficiente como para afirmar que la red vasca de espionaje exterior estuvo activa, al menos en Argentina, hasta 1973.
A su juicio, el dinero, muy importante al principio para mantener la organización en el exilio, fue perdiendo importancia en la medida en que la contribución de los colectivos vascos empezaba a cubrir las necesidades básicas. Mucho tiempo después, sin embargo, Juan Ajuriaguerra todavía organizaba algunas trifulcas internas a cuenta de la falta de transparencia de los dineros del partido. En su libro, Ulasewiez indica que, aunque Galíndez residía a unos pasos de la elegante Quinta Avenida, en realidad vivía de una manera casi ascética, y que sus ingresos anuales no superaban los 3.600 dólares, datos que no respaldan la imagen de bon vivant que tenía en algunos círculos.
Pero el detective Ulasewiez escribe también que los informes financieros que Galíndez entregaba anualmente al Departamento de Justicia de Washington acreditaban que entre 1950 y el año de su muerte, 1956, había recibido y distribuido más de un millón de dólares. 'Nadie había sospechado nada puesto que en su ficha como agente del Gobierno vasco en el exilio figuraba entre sus actividades el recibo y la distribución de contribuciones económicas a la causa vasca' (...) 'No obstante, después de su desaparición, el interés de la CIA por Galíndez empezó a suscitar sospechas de que éste era en realidad un pagador de agentes de la CIA camuflados dentro de la resistencia vasca, que operaban en secreto en Europa, Suramérica y Centroamérica. Seguí la pista de la distribución de parte del dinero que Galíndez recogía, y descubrí que mantenía dos cuentas bancarias en Ginebra (Suiza). El banco tenía instrucciones de transferir el dinero a varias cuentas'.
Eso explica, quizá, que un agente de la CIA penetrara en el piso de Galíndez, antes de que se hubiera informado de su desaparición, y vaciara el maletín marrón que llevaba casi siempre consigo. Eso puede explicar también el meticuloso registro y la incautación de archivos practicados posteriormente en la delegación del Gobierno vasco en Nueva York.
Pese a sus intensas actividades académicas -era profesor de la Universidad de Columbia-, políticas y sociales, Galíndez no abandonó nunca sus ataques al régimen de Trujillo. En los meses previos a su asesinato, era casi de dominio público que Galíndez preparaba una tesis demoledora de 700 páginas sobre el carácter criminal del régimen trujillista, tesis publicada tres meses después del asesinato. Buen conocedor de la idiosincrasia de Leónidas Trujillo, el escritor dominicano Bernardo Vega cree que en el ánimo de venganza del dictador debieron de pesar más los artículos en los que Galíndez exponía que Ramfis Trujillo era un hijo adulterino. Es posible. En todo caso, Trujillo trató de hacerse con el libro ofreciendo 100.000 dólares y agentes del FBI aconsejaron a Galíndez que desistiera. El mensaje fue todavía más explícito: 'Si sigues adelante, no podremos protegerte, tendremos que prescindir de tus servicios'. La nueva política norteamericana pasaba por la colaboración y el sostenimiento de las dictaduras anticomunistas y el dictador dominicano gozaba de la protección de los servicios secretos norteamericanos en sus viajes por el extranjero.
La última vez
Galíndez fue visto por última vez a las 22.30 horas de la noche del 12 de marzo de 1956 en la estación de metro de Columbus Circle. Acababa de dar clase en la Universidad y se dirigía a su casa. Testimonios confidenciales recogidos posteriormente permiten establecer que fue sacado de su apartamento por personas de su confianza -los investigadores apuntan a ex agentes de los servicios secretos-, drogado y trasladado en avioneta a la República Dominicana, y de allí en un avión militar hasta el rancho particular de Trujillo, la Hacienda Fundación, donde se habría encontrado con el dictador antes de pasar a manos de sus torturadores. Los sicarios de Trujillo le sacaron, presuntamente, los ojos, le cortaron la lengua, le arrancaron las uñas y le machacaron los huesos lentamente con un mazo. Luego quemaron el cadáver y lo echaron a los tiburones. Tenía 41 años de edad.El principio del fin de Trujillo
El asesinato de Galíndez marcó el principio del fin de Trujillo. El joven piloto Gerald Lester Murphy, que había sido contratado por el ex agente del FBI y de la CIA, J. J. Frank para sacar del país a 'una persona muy enferma que antes de morir quería visitar a su madre en la República Dominicana', descubrió posteriormente en las fotografías de una revista que el supuesto enfermo era, en realidad, el desaparecido Jesús Galíndez. Los esbirros del dictador se embarcaron entonces en una cadena de asesinatos que empezó con el propio Murphy. La desaparición de este ciudadano norteamericano puso tras la pista de Trujillo a un senador amigo de la familia del piloto, y esa presión llevó al dictador a multiplicar sus crímenes, hasta nueve, en su afán por borrar la pista. El círculo se cerró fatalmente contra él, con la aquiescencia de los servicios norteamericanos, el 30 de mayo de 1961, acribillado a balazos por el hermano de una de sus víctimas. A estas alturas parece ya evidente que si Jesús Galíndez fue entregado a los esbirros trujillistas el 12 de marzo de 1956 en el centro de Manhatan no fue sólo para satisfacer la conocida vesania criminal de su jefe, sino también para eliminar a un testigo incómodo, un obstáculo en el espectacular giro estratégico que llevó a Estados Unidos a quebrar su actitud frente al régimen de Franco. En el documental Galíndez, el abogado norteamericano Stuart A. McKeever, viejo investigador del caso, apuntala la teoría de que su desaparición fue una operación urdida por gentes vinculadas a los servicios secretos norteamericanos. Los policías que investigaron el caso y los fiscales que intervinieron en la vista contra los agentes norteamericanos implicados comparten ese juicio.
En la misma cinta documental, el principal acusado norteamericano del caso, el ex agente del FBI y de la CIA, J. J. Frank aparece en la tribuna que Franco y Trujillo ocuparon cuando el dictador dominicano llegó a Madrid. Son imágenes, tomadas del NO-DO (noticiero cinematográfíco de la época franquista), que a la luz de las evidencias posteriores adquieren gran significación.
Queda la duda de si la eliminación del testigo incómodo que fue Galíndez fue una operación a dos o tres bandas porque también el régimen franquista podía estar interesado en la desaparición del delegado del Gobierno vasco en la ONU y en el Departamento de Estado, que trataba de evitar por todos los medios que Estados Unidos normalizara sus relaciones con Madrid. Aunque en los archivos españoles no hay, por lo visto, indicio alguno que avale un interés en el caso, el documental Galíndez deja abierta la hipótesis de que éste fuera el precio pagado por la política exterior de EE UU a sus pactos militares con Franco.
De lo que sí existe certeza es de que Galíndez no encontró nunca el reposo soñado en la colina de Larreobe del valle de Amurrio. 'Ruego a quien se haga cargo de mi cuerpo y bienes', dejó escrito, 'que mis restos sean llevados un día a Amurrio, en la finca de mi padre, en la parte donde se divisan las montañas de mi patria'.
Han pasado ya 46 años, pero Galíndez se resiste a desaparecer en los sumideros de la historia. Ahora, que ya casi no quedan protagonistas directos de aquellos hechos, surgen nuevamente publicaciones, novelas, biografías, películas de ficción y documentales que, como el que se estrena estos días en San Sebastián, interpelan más certeramente sobre el doble misterio de su ambigua personalidad y de su impune asesinato. ¿De dónde surge este renovado interés por el asunto? ¿Qué clase de atracción despierta ese nacionalista vasco nacido en Madrid, hombre de confianza del lehendakari José Antonio Aguirre y cualificado informador de los servicios secretos norteamericanos? ¿Hasta dónde llegó la amplia red vasca de espionaje desplegada contra el nazismo, primero, y el comunismo, después, que el PNV puso en manos de Estados Unidos?
Todo apunta a que el 'mártir antifranquista' del nacionalismo vasco fue sacrificado en el altar mayor de la guerra fría cuando el peligro comunista sustituyó como fantasma al derrotado nazismo y el Gobierno norteamericano pactó con el régimen de Franco en un elocuente ejercicio de la máxima: 'El enemigo de mi enemigo es mi amigo'. Pese al manto de silencio y olvido que cubre aquellos años, sólo los más visceralmente anticomunistas de los dirigentes nacionalistas vascos dejaron de interpretar el comportamiento norteamericano como la traición de la potencia en la que habían depositado todas sus esperanzas y muchos de sus mejores hombres. El caso Galíndez representa en el PNV la historia de un monumental fracaso; la tragedia culminante de una etapa turbia, poco honorable también, que suscitó algún remordimiento y no pocos problemas dentro del restringido círculo de dirigentes instalados en el secreto. Jesús Galíndez desapareció sin dejar rastro, la víspera, precisamente, de que la bandera franquista ondeara por primera vez en la sede de las Naciones Unidas, algo a lo que él y su partido se habían opuesto denodadamente.
Silencios
Puede decirse que, a lo largo de estas décadas, el misterio Galíndez ha sobrevivido al paso del tiempo alimentado con el secreto mismo impuesto por las autoridades estadounidenses, con el silencio esquivo del PNV, con la eliminación de los archivos gubernamentales en la República Dominicana y, quizá, también con la vocación ahistórica de la democracia española. Demasiado secreto en torno a un hombre que trató de sostenerse en el vendaval internacional desatado tras la guerra civil española y que encontró una muerte horrenda a manos de los sicarios de Leónidas Trujillo, el dictador de la República Dominicana. Todavía hoy, al amparo de la doctrina de la 'seguridad nacional' estrenada precisamente con este caso, el Departamento de Justicia norteamericano continúa guardando en secreto más de 10.000 folios, pese a que buena parte del material ha sido desclasificado, siempre con cuentagotas y reservas, como si el contenido amenazara todavía la reputación de los supervivientes y el buen nombre de la Administración, como si los ecos de aquel gran escándalo no hubieran desaparecido enteramente. Los informes puestos a la luz, y de manera bien efímera, por cierto, en Internet, ocultan las identidades de muchos de los agentes implicados en el caso y prácticamente de la totalidad de los componentes de la red vasca de espionaje que sirvió a EE UU desde las capitales latinoamericanas y europeas.
El agente Rojas
Contra las versiones difundidas durante años desde el nacionalismo, los documentos desclasificados dan cumplida constancia de que Jesús Galíndez, delegado en Nueva York del Gobierno vasco en el exilio, trabajó efectivamente como informador, al menos del FBI durante 12 años, con el sobrenombre de agente Rojas y el código en clave ND507. Fue un informador valioso, puesto que sus jefes le aumentaron progresivamente su nómina, que pasó de 50 a 125 dólares, más 30 para gastos. Según el historiador alemán, afincado en Euskadi, Ludger Mees, autor de El péndulo patriótico, Galíndez hizo transferencias bancarias por un monto de un millón de dólares durante los seis años previos a su muerte. Es un dato que figura también en El ojo del presidente, escrito por el agente Tony Ulasewiez, quien investigó la desaparición de Galíndez desde las oficinas centrales de la BOSSI neoyorquina (Oficina de Investigaciones y Servicios Especiales). Hijo de un oftalmólogo alavés instalado en Madrid y de una madrileña de ascendencia vasca que falleció cuando era un niño, Jesús de Galíndez Suárez cultivó desde su infancia una idealizada pasión por el País Vasco, alimentada con los recuerdos idílicos de las vacaciones en la casa paterna de la Llanada alavesa. Estudió Derecho Político en la Universidad Complutense y militó en las juventudes universitarias del PNV. Al estallar la guerra se convirtió en el ayudante del entonces ministro de Justicia, el nacionalista vasco Manuel de Irujo, y desde su puesto facilitó el intercambio de personalidades detenidas en uno y otro bando. Cuando Irujo salió del Gobierno, Galíndez fue nombrado, con 21 años, secretario auditor del Tribunal Superior del Ejército del Este. Al igual que cientos de miles de republicanos, huyó a Francia tras la derrota, y de allí, en 1939, se trasladó a la República Dominicana, cuyo presidente, Leónidas Trujillo, practicaba la política de puertas abiertas hacia los exiliados españoles, obsesionado, por lo visto, con la idea de 'blanquear la raza'. Galíndez se convirtió en profesor de la Escuela Diplomática dominicana, en funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores y, sobre todo, en uno de los profesores de Ramfis Trujillo, el hijo del presidente que a sus cuatro años tenía ya el grado de coronel.
Su privilegiada relación con el dictador se rompió en 1946, cuando ejercía de secretario de la Comisión de Salarios Mínimos y fomentó un acuerdo con los huelguistas del azúcar, uno de cuyos líderes fue asesinado. Católico y humanista, el exiliado vasco no soportó por más tiempo la verdadera naturaleza del régimen trujillista y huyó a Estados Unidos por miedo también a las represalias.
El código DR-10
La documentación del FBI da cuenta de que Galíndez trabajó ya para la inteligencia militar de Estados Unidos y el FBI antes de trasladarse a Nueva York, mientras pertenecía a la Administración dominicana. 'Había creado su red de informadores dentro del ejército dominicano; de la empresa Granada, filial de la United Fruits C., y de otras compañías, y, preferentemente, daba cuenta, bajo el código DR-10, de las actividades de grupos e individuos falangistas y comunistas', confirma Ulasewiez. Al llegar a Nueva York, Galíndez se integró en el equipo de Antón Irala, delegado del Gobierno Vasco en EE UU que gozaba de bastante predicamento en el Departamento de Estado. Enseguida pasó a formar parte de la nómina oficial de informantes que dirigía el responsable del FBI, Hoover, y desde entonces hasta su desaparición suministró al FBI cientos de informes sobre las actividades pro comunistas en la comunidad hispanohablante de Nueva York. 'Galíndez informaba regularmente sobre las actividades del Partido Nacionalista de Puerto Rico, el Comité para la Unidad de Latinoamérica y la Brigada de Veteranos de Abraham Lincoln, todos ellos bajo sospecha de ser organizaciones comunistas', sostiene Ulasewiez. Según el detective de la policía neoyorquina, en uno de esos informes, Galíndez avisó a su jefe del FBI sobre las intenciones de Fidel Castro de derrotar militarmente a Batista, 'un asunto que, pese a todo, pilló a la CIA desprevenida'.
En el documental que se estrena estos días en el Festival de Cine de San Sebastián, realizado por Ana Díez y producido por Ángel Amigo, alguno de sus compañeros de exilio le recuerdan ahora tomando notas de los asistentes y contenidos de las reuniones. Ninguno, sin embargo, llegó a sospechar que pudiera ser un informador del FBI o de la CIA. 'El ambiente era un basurero político', dice Mario Salegui, 'porque en esos años cincuenta no bastaba con que uno no fuera comunista, había que ser anticomunista'.
El espionaje a sus propios compatriotas españoles, combatientes derrotados como él en la lucha antifranquista, proyecta sobre Galíndez una imagen que, según Gregorio Morán (Los españoles que dejaron de serlo) y otros autores, no se corresponde exactamente con su personalidad política. 'Hay en Galíndez un lógico y coherente anticomunismo, consecuente con su mundo ideológico demócrata cristiano, pero él distingue entre un anticomunismo positivo y otro negativo'. Es cierto, desde luego, que, frente al racismo que destilan otros artículos publicados en esos años en la revista Alderdi (Partido), Galíndez proclama que 'ser vasco no supone superioridad alguna sobre los demás pueblos', llama la atención sobre la necesidad de tener una política social y afirma que 'los anticomunistas parece que sólo saben luchar contra el comunismo olvidando que hay cosas concretas por defender'. Y en la misma publicación escribió en marzo de 1954: 'Yo combatí con las armas en la mano al fascismo y me opongo con igual energía al comunismo, porque defiendo la libertad y soy alérgico a lo que suponga dictadura. Por eso mismo cada día me preocupan más ciertos giros ideológicos que está tomando la guerra fría, especialmente en Hispanoamérica'.
¿Como se explica entonces, en el plano de la moral personal, la actuación de Galíndez? Se sabe, por los informes del FBI desclasificados, que rehuyó mientras pudo la tarea de espiar a sus compatriotas comunistas. 'Este informador prefería hacer informes sobre actividades distintas a las de los comunistas. A cambio de esta preferencia, se acordó que no escondiera tampoco ninguna información relativa a las actividades comunistas. Está considerado como un informador importante del Partido Comunista', se indica en el mismo informe, en el que se le define como 'un individuo extremadamente inteligente' que 'evita que su tendencia personal a subestimar a determinados individuos y grupos influya en sus informes de los hechos'. Se sabe igualmente que los planteamientos de Galíndez chocaban con las posiciones de Antón Irala y de José Michelena, responsables de la red de espionaje del PNV, y que, probablemente, coincidían bastante más con las de Juan Ajuriaguerra, líder del partido en Euskadi y España, donde el PNV disponía de su red de información. Ajuriaguerra receló siempre de esa colaboración ciega con los americanos. Tenía sus motivos, y no sólo porque la Sexta Flota fondeaba en los puertos españoles y porque Eisenhower se montaba en el Mercedes-Benz que Hitler le regaló a Franco.
Doble espionaje
Según el escritor y periodista Gregorio Morán, el propio Ajuriaguerra contó a sus colaboradores más próximos que los militantes comunistas en una gran factoría bilbaína habían sido detenidos porque los norteamericanos habían pasado a la policía española los datos de un informe hecho por los nacionalistas. 'El PNV estaba siendo utilizado no para la liberación de Euskadi, sino para la política exterior de Estados Unidos'. El historiador Ludger Mees opina también que si Ajuriaguerra abandonó temporalmente el PNV en 1953 -un hecho silenciado y todavía poco conocido- fue precisamente por la 'falta de control' real sobre las actuaciones de los servicios vascos en Latinoamérica. 'O acabamos con esto o me voy', le emplazó al lehendakari Aguirre. 'Durante la Guerra Mundial, el nacionalismo y el conjunto de las fuerzas antifranquistas pensaron que la derrota nazi traería consigo la caída del franquismo', explica el historiador. 'Fue un momento de euforia en el que el PNV creyó que los americanos podían contribuir decisivamente a conseguir la independencia de Euskadi. El propio presidente José Antonio Aguirre puso en marcha la colaboración con el Departamento de Estado norteamericano', indica. 'La red nacionalista en Europa y Latinoamérica era muy activa y tuvo muchos éxitos en la lucha contra los alemanes, mucho más que contra el comunismo, desde luego, porque aunque se desconocen los informes que suministraba la red vasca hay evidencias de que los servicios secretos se quejaron de la escasa eficacia de la red vasca en Latinoamérica. De hecho', añade, 'en agosto del 46 los norteamericanos les redujeron el dinero a la mitad, y al ver que EE UU perdía interés en ellos, Antón Irala y el consejero del Gobierno vasco en el exilio José María Lasarte propusieron sustituir a los agentes nacionalistas por otros de la misma red vasca, pero con mayor penetración en los ambientes comunistas. Llegaron, incluso, a ofrecerse a trabajar gratis para los americanos'. Ludger Mees sostiene que existe base documental suficiente como para afirmar que la red vasca de espionaje exterior estuvo activa, al menos en Argentina, hasta 1973.
A su juicio, el dinero, muy importante al principio para mantener la organización en el exilio, fue perdiendo importancia en la medida en que la contribución de los colectivos vascos empezaba a cubrir las necesidades básicas. Mucho tiempo después, sin embargo, Juan Ajuriaguerra todavía organizaba algunas trifulcas internas a cuenta de la falta de transparencia de los dineros del partido. En su libro, Ulasewiez indica que, aunque Galíndez residía a unos pasos de la elegante Quinta Avenida, en realidad vivía de una manera casi ascética, y que sus ingresos anuales no superaban los 3.600 dólares, datos que no respaldan la imagen de bon vivant que tenía en algunos círculos.
Pero el detective Ulasewiez escribe también que los informes financieros que Galíndez entregaba anualmente al Departamento de Justicia de Washington acreditaban que entre 1950 y el año de su muerte, 1956, había recibido y distribuido más de un millón de dólares. 'Nadie había sospechado nada puesto que en su ficha como agente del Gobierno vasco en el exilio figuraba entre sus actividades el recibo y la distribución de contribuciones económicas a la causa vasca' (...) 'No obstante, después de su desaparición, el interés de la CIA por Galíndez empezó a suscitar sospechas de que éste era en realidad un pagador de agentes de la CIA camuflados dentro de la resistencia vasca, que operaban en secreto en Europa, Suramérica y Centroamérica. Seguí la pista de la distribución de parte del dinero que Galíndez recogía, y descubrí que mantenía dos cuentas bancarias en Ginebra (Suiza). El banco tenía instrucciones de transferir el dinero a varias cuentas'.
Eso explica, quizá, que un agente de la CIA penetrara en el piso de Galíndez, antes de que se hubiera informado de su desaparición, y vaciara el maletín marrón que llevaba casi siempre consigo. Eso puede explicar también el meticuloso registro y la incautación de archivos practicados posteriormente en la delegación del Gobierno vasco en Nueva York.
Pese a sus intensas actividades académicas -era profesor de la Universidad de Columbia-, políticas y sociales, Galíndez no abandonó nunca sus ataques al régimen de Trujillo. En los meses previos a su asesinato, era casi de dominio público que Galíndez preparaba una tesis demoledora de 700 páginas sobre el carácter criminal del régimen trujillista, tesis publicada tres meses después del asesinato. Buen conocedor de la idiosincrasia de Leónidas Trujillo, el escritor dominicano Bernardo Vega cree que en el ánimo de venganza del dictador debieron de pesar más los artículos en los que Galíndez exponía que Ramfis Trujillo era un hijo adulterino. Es posible. En todo caso, Trujillo trató de hacerse con el libro ofreciendo 100.000 dólares y agentes del FBI aconsejaron a Galíndez que desistiera. El mensaje fue todavía más explícito: 'Si sigues adelante, no podremos protegerte, tendremos que prescindir de tus servicios'. La nueva política norteamericana pasaba por la colaboración y el sostenimiento de las dictaduras anticomunistas y el dictador dominicano gozaba de la protección de los servicios secretos norteamericanos en sus viajes por el extranjero.
La última vez
Galíndez fue visto por última vez a las 22.30 horas de la noche del 12 de marzo de 1956 en la estación de metro de Columbus Circle. Acababa de dar clase en la Universidad y se dirigía a su casa. Testimonios confidenciales recogidos posteriormente permiten establecer que fue sacado de su apartamento por personas de su confianza -los investigadores apuntan a ex agentes de los servicios secretos-, drogado y trasladado en avioneta a la República Dominicana, y de allí en un avión militar hasta el rancho particular de Trujillo, la Hacienda Fundación, donde se habría encontrado con el dictador antes de pasar a manos de sus torturadores. Los sicarios de Trujillo le sacaron, presuntamente, los ojos, le cortaron la lengua, le arrancaron las uñas y le machacaron los huesos lentamente con un mazo. Luego quemaron el cadáver y lo echaron a los tiburones. Tenía 41 años de edad.El principio del fin de Trujillo
El asesinato de Galíndez marcó el principio del fin de Trujillo. El joven piloto Gerald Lester Murphy, que había sido contratado por el ex agente del FBI y de la CIA, J. J. Frank para sacar del país a 'una persona muy enferma que antes de morir quería visitar a su madre en la República Dominicana', descubrió posteriormente en las fotografías de una revista que el supuesto enfermo era, en realidad, el desaparecido Jesús Galíndez. Los esbirros del dictador se embarcaron entonces en una cadena de asesinatos que empezó con el propio Murphy. La desaparición de este ciudadano norteamericano puso tras la pista de Trujillo a un senador amigo de la familia del piloto, y esa presión llevó al dictador a multiplicar sus crímenes, hasta nueve, en su afán por borrar la pista. El círculo se cerró fatalmente contra él, con la aquiescencia de los servicios norteamericanos, el 30 de mayo de 1961, acribillado a balazos por el hermano de una de sus víctimas. A estas alturas parece ya evidente que si Jesús Galíndez fue entregado a los esbirros trujillistas el 12 de marzo de 1956 en el centro de Manhatan no fue sólo para satisfacer la conocida vesania criminal de su jefe, sino también para eliminar a un testigo incómodo, un obstáculo en el espectacular giro estratégico que llevó a Estados Unidos a quebrar su actitud frente al régimen de Franco. En el documental Galíndez, el abogado norteamericano Stuart A. McKeever, viejo investigador del caso, apuntala la teoría de que su desaparición fue una operación urdida por gentes vinculadas a los servicios secretos norteamericanos. Los policías que investigaron el caso y los fiscales que intervinieron en la vista contra los agentes norteamericanos implicados comparten ese juicio.
En la misma cinta documental, el principal acusado norteamericano del caso, el ex agente del FBI y de la CIA, J. J. Frank aparece en la tribuna que Franco y Trujillo ocuparon cuando el dictador dominicano llegó a Madrid. Son imágenes, tomadas del NO-DO (noticiero cinematográfíco de la época franquista), que a la luz de las evidencias posteriores adquieren gran significación.
Queda la duda de si la eliminación del testigo incómodo que fue Galíndez fue una operación a dos o tres bandas porque también el régimen franquista podía estar interesado en la desaparición del delegado del Gobierno vasco en la ONU y en el Departamento de Estado, que trataba de evitar por todos los medios que Estados Unidos normalizara sus relaciones con Madrid. Aunque en los archivos españoles no hay, por lo visto, indicio alguno que avale un interés en el caso, el documental Galíndez deja abierta la hipótesis de que éste fuera el precio pagado por la política exterior de EE UU a sus pactos militares con Franco.
De lo que sí existe certeza es de que Galíndez no encontró nunca el reposo soñado en la colina de Larreobe del valle de Amurrio. 'Ruego a quien se haga cargo de mi cuerpo y bienes', dejó escrito, 'que mis restos sean llevados un día a Amurrio, en la finca de mi padre, en la parte donde se divisan las montañas de mi patria'.
GERARDO HERRERO DIRIGE LA VERSIÓN CINEMATOGRÁFICA DE LA NOVELA 'GALÍNDEZ' El héroe impuro
M. VÁZQUEZ MONTALBÁN
He calificado a veces a Rafael Leónidas Trujillo, el dictador de la República Dominicana, como uno de nuestros demonios promocionales, meritorio demonio si tenemos en cuenta que teníamos a Franco tan cerca. Si Franco era la caricatura de Mussolini, Trujillo, como más tarde Pinochet, era la del mismo Franco y se inscribió en el olimpo de los dictadores pintorescos a la espera de que yo le dedicara Galíndez en 1990 y Mario Vargas Llosa La casa del chivo en el año 2000. La literatura ha contribuido a fijar la tipología de dictadores latinoamericanos, y ahí están el Tirano Banderas de Valle-Inclán, el Nostramus de Conrad, El señor presidente de Miguel Ángel Asturias o Yo, el Supremo de Roa Bastos, como un cuarteto suficientemente expresivo de la obsesión que escritores importantes han sentido por los tiranos situados entre el surrealismo y la hiperrealidad.
Trujillo convierte su tiranía sobre la República Dominicana en un espectáculo tragicómico, en el que la comicidad la aporta él mismo nombrando mariscal a su hijo de siete años, y la tragedia también, cuando asesina a sus antagonistas políticos a palos o alarga su mano hasta el extranjero para ordenar que sea tiroteado y atropellado en México su ex asesor Almunia, un gallego del PSOE, también exiliado tras la guerra civil. O secuestra en Nueva York, nada menos que en la Quinta Avenida, junto al Village, al profesor vasco Galíndez, lo traslada a la República Dominicana, lo tortura y lo arroja a los tiburones. Estos hechos ocurrieron en el Nueva York de Gene Kelly y Frank Sinatra en el invierno de 1956, apenas los dio, mistificados, la diplomacia y la prensa franquista, y yo los recibí a través de toda clase de clandestinidades a lo largo del curso 1956-1957.
Treinta años después empecé a escribir la novela. ¿Quién era Galíndez? Un profesor vascomadrileño, vasquista convencido, colaborador de Irujo en el Ministerio de Justicia durante la guerra civil y dedicado sobre todo a salvar monjas vascas de los excesos anticlericales. Exiliado en Francia, en República Dominicana, donde llegaría a ser preceptor de uno de los príncipes Trujillo y asesor del sindicalismo dominicano, más tarde en Nueva York se convierte en una pieza clave del PNV en América Latina y en la conexión del Partido Nacionalista Vasco con los servicios secretos norteamericanos: la OSS, el FBI, la CIA. Desde las alturas del PNV, Aguirre e Irala dirigen la colaboración entre servicios secretos, a veces pasando información sobre la izquierda española o puertorriqueña, a la espera de que EE UU cumpla lo prometido: cargarse la dictadura franquista. Profesor de la Columbia University, Galíndez trabaja en la ONU para impedir la legalización de la España de Franco, al lado de un exiliado notable que también ha pasado por Santo Domingo, el capitán Durán, protagonista de Soldados de Porcelana, de Vázquez Rial, personaje tan valorado por Alberti y por Jaime Gil de Biedma. La noche en que Galíndez tiene que admitir la traición de los Estados Unidos de Eisenhower y los hermanos Dulles, y el ingreso del franquismo en la ONU, escribe una de sus mejores páginas, lo que tiene su mérito porque no era demasiado buen escritor. Dejémoslo en correcto o suficiente.
Desde su experiencia dominicana ha escrito un libro denuncia contra Trujillo, va a publicarlo y recibe toda clase de presiones para no hacerlo. Incluso propuestas económicas de ensueño. Galíndez es más fiel a Euskadi que a la República Española o a sus republicanos exiliados, pero sobre todo es fiel a la imagen que tiene de sí mismo y finalmente publica un libro que le costará la vida. ¿Qué factores de prepotencia inducen a Trujillo a realizar el secuestro y la desaparición de un profesor y político relativamente conocido? En la génesis de Trujillo en República Dominicana o de un Somoza en Nicaragua o de un Pérez Jiménez en Venezuela o de Castillo Armas y Ríos Montt en Guatemala está la inseguridad de las clases dominantes y el respaldo de Estados Unidos a regímenes de fuerza muy primitivos que impidieran los desórdenes y favorecieran su dominación económica en los más fríos tiempos de la guerra fría. Los militares concuerdan con oligarquías a su vez teledirigidas por los intereses de las grandes compañías extranjeras. Sobre este sustrato intervencionista germina la gran coartada de la lucha contra la subversión en tres contextos sucesivos, antes, durante y después de la guerra fría, a cargo de militares formados para este fin a los que se les garantiza la impunidad, sea cual sea el procedimiento que empleen para destruir al enemigo; incluso se les enseña en Panamá a torturar y exterminar científicamente. Trujillo tenía su lobby en el mismo Washington, controlaba a sectores de la Administración, de la policía, de los medios de comunicación norteamericanos, y contaba con el todopoderoso senador McCarran como uno de sus validos. Éstos eran sus poderes.
Pero mata demasiado. Para borrar las huellas del asesinato de Galíndez, liquida al piloto norteamericano que lo había trasladado a República Dominicana y más tarde al oficial del ejército dominicano que había dirigido las sesiones de interrogatorio y tortura. Lo primero le costó un cambio de actitud por parte de la Administración norteamericana una vez desaparecidos los Eisenhowers y demás ralea, y lo segundo le costó la vida, porque un hermano del oficial dominicano liquidado participó en el golpe que consiguió derrocarlo y asesinarlo. A partir de esta historia en torno a un héroe impuro como Galíndez escribí una novela de amor y terror, en parte con ayudas documentales que me proporcionó en Santo Domingo el formidable editor José Israel Cuello, más tarde también asesor de Vázquez Rial y de Vargas Llosa. Nada más publicarse mi novela, cuyo verdadero protagonista es una profesora norteamericana, Muriel, radicalmente liberal e indagadora de la tragedia Galíndez, tuvo pretendientes cinematográficos deslumbrantes, como ya me había ocurrido con Los mares del sur, que estuvo a punto de ser dirigida por Losey con guión de Cabrera Infante. Ahora, Gerardo Herrero se ha atrevido a poner en imágenes una de las novelas contemporáneas más premiadas, fuera y dentro de España, y por tanto más difíciles de traducir a imágenes asumibles por parte de la memoria receptora. El guión resume años de trabajo en los que aparecen guionistas ilustres, y retengo a Azcona porque me encanta almorzar con él para hablar de literatura. Los actores fijarán los sistemas de señales literarios que me atreví a proponer, y agradezco a Herreros que, entre tanto cierto selectivo, comprendiera que Muriel sólo pudiera ser Saffon Borrows, la señorita Julia de Strindberg, versión Mike Figgis, que estos días hemos podido ver en los más sutiles canales de Canal Plus.