Miércoles 01 de septiembre de 2004. Núm. 9943  

Los datos duros
 

Cuando hace 26 años un grupo de mujeres enlutadas y un puñado de hombres que las acompañaban se pusieron en ayuno en la catedral metropolitana de la ciudad de México, la ciudadanía estaba aún naciendo a la participación masiva, a la solidaridad, al caminar juntos por la exigencia de solución a problemas de años que, para nuestra desgracia como nación, terminan por contabilizarse hoy en décadas.

José REVELES

Los datos duros

Día internacional del detenido desaparecido En México, asignatura pendiente de 6 sexenios

 

Cuando hace 26 años un grupo de mujeres enlutadas y un puñado de hombres que las acompañaban se pusieron en ayuno en la catedral metropolitana de la ciudad de México, la ciudadanía estaba aún naciendo a la participación masiva, a la solidaridad, al caminar juntos por la exigencia de solución a problemas de años que, para nuestra desgracia como nación, terminan por contabilizarse hoy en décadas.

El país, en su conjunto, avanzó en términos de conciencia y de construcción de la democracia en estos cinco lustros; conquistó la apertura al pluralismo en los medios de comunicación y en el escrutinio a la labor de los gobernantes; afianzó el derecho a expresar su justa indignación por las injusticias y ganó terreno en la vigilancia para que no escapen los represores por las múltiples vías que les da la impunidad oficial.

Sin embargo, esas madres, hermanos, hijos (ahora nietos inclusive) no han sentido la mano de la justicia. Su reclamo de hace 26 años sigue vivo, continúa siendo exactamente el mismo en los últimos seis sexenios: la presentación con vida de más de 550 desaparecidos.

Para ellas y ellos, integrantes del Comité Eureka (inicialmente Comité pro Defensa de Presos, Perseguidos, Exiliados y Desaparecidos Políticos), no han terminado los desvelos porque siguen esperando la aparición de los suyos –“vivos los llevaron; vivos los queremos”, era y es la consigna- y también que se castigue a los responsables de la detención-desaparición forzada de aquellos luchadores sociales que en los años setenta y ochenta buscaban por todos los medios –incluida la lucha armada- cambiar la desigual situación del país.

Si aquellos idealistas se equivocaron -según algunos que observan a distancia las acciones extremas de hace tres décadas-, toda la fuerza del Estado se volcó sobre ellos y sobre otros miles que protestaban pacíficamente. Se emplearon no las armas del derecho, sino la ilegalidad como norma, la violencia oficial como método para sofocar toda disidencia, se montó un aparato represivo desde el gobierno, pero totalmente al margen de la ley. Los agentes policiacos, los soldados y los paramilitares que en la época recibieron la encomienda de reprimir todo asomo de protesta tuvieron permiso para secuestrar, torturar, matar y desaparecer a reales y supuestos opositores al sistema.

Debería enrojecérsenos el rostro de vergüenza el solo hecho de que haya un Día Internacional del Detenido Desaparecido. Tan recurrente es esta práctica de lesa humanidad que trunca para las víctimas y sus familiares toda posibilidad de vida normal y convivencia, que hay un día dedicado a rememorar este crimen incalificable.

Para muchos es fácil decir –como solía pontificar el tristemente célebre gobernador de Guerrero Rubén Figueroa Figueroa- que los desaparecidos están todos muertos. Pero las madres y demás familiares de Eureka han demostrado, con tenacidad ejemplar, que es posible recuperar con vida a mexicanos que estuvieron recluidos por meses y aún por años en las mazmorras clandestinas de las fuerzas represivas. Hay 149 ciudadanos que sufrieron reclusión ilegal, sin pasar por un agente del Ministerio Público ni por un juez ni por una cárcel formal, quienes a pesar de todo aparecieron con vida merced a la terquedad del Comité Eureka.

Aquella huelga de hambre en Catedral, en vísperas del segundo informe de gobierno de José López Portillo, tuvo la virtud de arrancar la amnistía para cientos de presos políticos que, así sea a cuentagotas, terminaron por abandonar las cárceles; se dio la posibilidad del retorno al país de muchos perseguidos que habían preferido exiliarse antes que arriesgarse a perder la vida o la libertad en México. Y decenas de perseguidos pudieron volver a sacar la cabeza públicamente sin el estigma oficial de ser buscados por el gobierno.

Ahora que existe una Fiscalía que investiga crímenes del pasado se supondría que sabrámos la verdad histórica sobre el paradero de más de 500 víctimas de detención y desaparición forzada, pero aún en los contados casos en que se ha comenzado a actuar penalmente, los responsables de aquellas detenciones han logrado escamotear la justicia mediante argucias de sus abogados.

La ola de impunidad que envuelve al país –escribió esta semana el Comité Cerezo que defiende a presos políticos- nos ha demostrado que en este país no se permite juzgar por genocidio a los responsables de las matanzas de 1968 y 1971 y la posterior “guerra sucia” contra opositores.

Aunque se investiga –sin castigo aún- a los represores del pasado, se protege a torturadores y asesinos del presente, dicen los hermanos Alejandro, Héctor y Antonio Cerezo Contreras desde prisión.

Y es que andan sueltos los victimarios de las abogadas Digna Ochoa y Griselda Tirado, del abogado Carlos Sánchez, de la lideresa Estela Ambrosio, del estudiante universitario Noel Pável González; no se sabe el paradero del indígena loxicha Marcelino Santiago Pacheco, líder de la Organización de Pueblos Indígenas Zapotecos.

Para que todo mundo recuerde a más de 500 desaparecidos, “para que la justicia se siente entre nosotros”, diría el presidente de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal Emilio Alvarez Icaza citando a Rosario Castellanos, el sábado se inauguró un Memorial, placas fijas sobre las paredes del auditorio Digna Ochoa de la propia Comisión, con los nombres de quienes sufrieron desaparición forzada y el año en que se cometió el secuestro.

Rosario Ibarra dijo que las madres de los desaparecidos no quieren que Miguel Nazar Haro, Luis de la Barreda Moreno, Luis Echeverría Alvarez o Mario Moya Palencia sufran tortura, vejaciones o tratos degradantes como los que ellos aplicaron en su momento a los luchadores sociales. Pero, aún sin afán de venganza, tiene qué brillar la justicia en todo su esplendor y estos represores pagar con cárcel por las barbaridades que cometieron amparados en la impunidad de un poder omnímodo.

A los desaparecidos y sus familiares se les sigue regateando y condicionando el amparo de la justicia –apuntó Alvarez Icaza-, poniendo reservas, declaraciones interpretativas y otras trabas legalistas para impedir la aplicación de los instrumentos internacionales que condenan delitos de lesa humanidad.

Peor que eso, digo yo: se les pretende adormecer con la promesa de que habrá castigo para los culpables cuando aquí la justicia sigue estando sólo del lado de los represores.