EL ORIGEN DE LA VIDA
Alexander I. Oparin
Prólogo.
Capítulo I.
La lucha del materialismo contra el idealismo
y la religión en tomo al
problema del origen de la vida.
Capítulo II.
Origen primitivo de
las substancias orgánicas
mas simples: los hidrocarburos
y sus derivados.
Capítulo III.
Origen de las proteínas primitivas.
Capítulo IV.
Origen de las primitivas formaciones
coloidales.
Capítulo V.
Organización del protoplasma vivo.
Capitulo VI.
Origen de los organismos primitivos.
Conclusión.
Biografía.
Notas.
PRÓLOGO
A finales del siglo XIX se
hizo pública una teoría que cambiaría completamente la visión que los hombres
tenían de sí mismos. Esa nueva concepción de la naturaleza era tan diferente,
que muchos la catalogaron como poco seria e incluso llegaron a tildarla de
peligrosa. El Origen de las especies, del naturalista inglés Charles
Darwin, fue el primer paso de una serie de textos de carácter científico en
torno al tema de la evolución, complementado en 1879 por el Origen del
hombre, que se dedicó expresamente a observar el nexo existente entre el
ser humano actual y los primates. Si bien se han publicado varios trabajos que
profundizan o hacen claridad sobre las obras de Darwin, un trabajo equivalente
en el tema de la iniciación de la vida sólo está presente en la obra de Oparin,
que se encarga de explicar los pasos anteriores que ilustran la fase primigenia
de la cadena evolutiva.
Hasta hace poco, los esfuerzos por responder
a la pregunta sobre cómo se originó la vida fueron consideradas especulaciones
irresponsables que no correspondían a científicos serios. La situación ha
cambiado por completo. De manera general, hoy se acepta que las primeras formas
de vida en la Tierra no fueron el resultado de un evento súbito, sino más bien
de uno, cuya repetición era parte integral del desarrollo general de la
materia. Esa situación hace que el tema del origen de la vida sea objeto de una
investigación científica a profundidad.
Antes de dedicarnos puntualmente a la
presente obra, es conveniente revisar un poco los presupuestos que subyacen
tras la producción científica del autor. Oparin se interesó desde muy niño por
las plantas, posiblemente por haber nacido en un área rural cercana al río
Volga; esa inclinación se vio estimulada por la lectura de la teoría de la
evolución de Darwin, que para ese entonces ya era comentada en los centros de
estudios a lo largo y ancho de Rusia. En sus tiempos de estudiante de la
cátedra de fisiología vegetal, Oparin no podía aprobar que los primeros
organismos hubieran podido elaborar procesos de fotosíntesis; consideraba
difícil que un organismo se constituyera sólo a partir
de dióxido de carbono, nitrógeno y agua. Tal afirmación estaba en contravía de
la teoría de la evolución de Darwin, en la que Oparin se había nutrido desde
muy temprano.
Como resultado de sus estudios, Oparin
publicó en 1923 El origen de la vida, un texto que se encarga de
presentar con lenguaje muy sencillo cómo la evolución de la materia orgánica se
inició aun antes de la formación de la Tierra. Después de que el planeta
terminó su conformación, y después de que su litosfera, atmósfera e hidrosfera
se desarrollaron, la materia, que era muy elemental, se hizo más compleja. Entonces evolucionaron las primeras formas de vida, y
tanto su estructura como su metabolismo evolucionaron paulatinamente.
El
trabajo, publicado por primera vez en Moscú hacia 1923, no fue conocido de
manera más amplia sino hasta cuando John D. Bernal lo incluyó en su The
origin of life en 1967. Desde
entonces la incidencia de Oparin ha sido muy diversa: estableció el puente
entre lo vivo y lo inerte, redondeó la teoría propuesta por Darwin con respecto
a la evolución, puso al mundo científico a pensar sobre las relaciones entre
los organismos y el medio que los rodea y abrió la posibilidad de estudiar los
fenómenos biológicos en el cosmos.
Oparin se
hizo importante por su explicación del origen de la vida como el paso de las
proteínas simples a los agregados orgánicos por afinidad funcional. Aunque algunas de las afirmaciones de Oparin
han sido revaluadas, lo que sí es importante destacar es que su producción es
campo fértil para el surgimiento de toda clase de preguntas en las disciplinas
científicas, haciendo que los dogmas no sean ya los que manejen el curso del
conocimiento. Hoy,
al bordear los ochenta años de la aparición de su primer libro, Oparin sigue
siendo punto de discusión de legos y expertos.
La lucha del materialismo contra el idealismo y la religión en
torno al apasionante y discutido problema del origen de la vida
¿Qué es la vida? ¿Cuál es
su origen? ¿Cómo han
surgido los seres vivos que nos rodean? La respuesta a estas preguntas entraña
uno de los problemas más grandes y difíciles de explicar que tienen planteado
las ciencias naturales. De ahí que, consciente o inconscientemente, todos los
hombres, no importa cuál sea el nivel de su desarrollo, se plantean estas
mismas preguntas y, mal o bien, de una u otra forma, les dan una respuesta. He
aquí, pues, que sin responder a estas preguntas no puede haber ninguna
concepción del mundo, ni aun la más primitiva.
El
problema que plantea el conocimiento del origen de la vida, viene desde tiempos
inmemoriales preocupando al pensamiento humano. No existe sistema filosófico ni
pensador de merecido renombre que no hayan dado a este problema la mayor
atención. En las diferentes épocas y distintos niveles del desarrollo cultural,
al problema del origen de la vida se le aplicaban soluciones diversas, pero
siempre se ha originado en torno a él una encarnizada lucha ideológica entre
los dos campos filosóficos irreconciliables: materialismo e idealismo.
De ahí
que, al observar la naturaleza que nos rodea, tratamos de dividirla en mundo de
los seres vivos y mundo inanimado, o lo que es lo mismo, inorgánico. Sabido es
que el mundo de los seres vivos está representado por una enorme variedad de
especies animales y vegetales. Pero, no obstante y a pesar de esa variedad,
todos los seres vivos, a partir del hombre hasta el más insignificante
microbio, tiene algo de común algo que los hace afines pero que, a la vez,
distingue hasta a la bacteria más elemental de los objetos del mundo
inorgánico. Ese algo es lo que llamamos vida, en el
sentido más simple y elemental de esta palabra. Pero, ¿qué es la vida? ¿Es de naturaleza material, como todo el resto del
mundo, o su esencia se halla en un principio espiritual sin acceso al
conocimiento con base en la experiencia?
Si la vida
es de naturaleza material, estudiando las leyes que la rigen podemos y debemos
hacer lo posible por modificar o transformar conscientemente y en el sentido
anhelado a los seres vivos. Ahora bien, si todo lo que sabemos vivo ha sido
creado por un principio espiritual, cuya esencia no nos es dable conocer,
deberemos limitarnos a contemplar pasivamente la naturaleza viva, incapaces
ante fenómenos que se estiman no accesibles a nuestros conocimientos, a los
cuales se atribuye un origen sobrenatural.
Sabido es
que los idealistas siempre han considerado y continúan considerando la vida
como revelación de un principio espiritual supremo, inmaterial, al que
denominan Alma, espíritu universal, fuerza vital, razón divina, etc.
Racionalmente considerada desde este punto de vista, la materia en sí es algo
exánime, inerte; es decir, inanimado. Por tanto, no sirve más que de materia
para la formación de los seres vivos, pero éstos no pueden nacer ni existir más
que cuando el alma introduce vida en ese material y le da a la estructura,
forma y armonía.
Este
concepto idealista de la vida constituye el fundamento básico de cuantas
religiones hay en el mundo. A pesar de su gran diversidad, todas ellas
concuerdan en afirmar que un ser supremo (Dios) dio un alma viva a la carne
inanimada y perecedera, y que esa partícula eterna del ser divino es
precisamente lo vivo, lo que mueve y mantiene a los seres vivos. Cuando el alma
se desprende, entonces no queda más que la envoltura material vacía, un cadáver
que se pudre y descompone. La vida, pues, es una manifestación del ser divino,
y por eso el hombre no puede llegar a conocer la esencia de la vida, ni, mucho
menos, aprender a regularla. Tal es la conclusión fundamental de todas las
religiones respecto de la naturaleza de la vida, y no se concibe ni se sabe de
una doctrina religiosa que no llegue a esa conclusión.
Sin
embargo, el problema de la esencia de la vida siempre ha sido abordado de
manera totalmente diferente por el materialismo, según el cual la vida, como
todo lo demás en el mundo, es de naturaleza material y no necesita el reconocimiento
de ningún principio espiritual supramaterial para ser perfectamente explicado.
La vida no
es más que la estructuración de una forma especial de existencia de la materia,
que lo mismo se origina que se destruye, siempre de acuerdo con determinadas
leyes. La práctica, la experiencia objetiva y la observación de la naturaleza
viva señalan el camino seguro que nos lleva al conocimiento de la vida.
Toda la
historia de la ciencia de la vida –la biología- nos muestra de diversas maneras
lo fecundo que es el camino materialista en la investigación analítica de la
naturaleza viva, sobre la base del estudio objetivo, de la experiencia y de la
práctica social histórica; de qué forma tan completa nos abre ese camino
correspondiente a la esencia de la vida y cómo nos permite dominar la
naturaleza viva, modificarla conscientemente en el sentido anhelado y
transformarla en beneficio de los hombres que construyen el comunismo.
La historia de la biología nos
brinda una cadena ininterrumpida de éxitos de la ciencia, que demuestran a
plenitud la base cognoscitiva de la vida, y una sucesión ininterrumpida de
fracasos del idealismo. Sin embargo, durante mucho tiempo
ha habido un problema al que no había sido posible darle una solución
materialista, constituyendo, por esa razón, un buen asidero para las
lucubraciones idealistas de todo género. Ese problema era el origen de la vida.
A diario nos damos cuenta de
cómo los seres vivos nacen de otros seres semejantes. El
ser humano proviene de otro ser humano; la ternera, nace de una vaca; el
polluelo sale del huevo puesto por una gallina; los peces proceden de las
huevas puestas por otros peces semejantes; las plantas brotan de semillas que
han madurado en plantas análogas. Empero, no siempre ha debido ser así. Nuestro plantea, la Tierra, tiene un origen, y, por tanto, tiene
que haberse formado en cierto período. ¿Cómo aparecieron en ella los
primeros ancestros de todos los animales y de todas las plantas?
De acuerdo con las ideas
religiosas, no cabe duda de que todos los seres vivos habrían sido creados
originariamente por Dios. Esta acción creadora del ser
divino habría hecho aparecer en la Tierra, de golpe y en forma acabada,
los primeros ascendientes de todos los animales y de todas las plantas que
existen actualmente en nuestro plantea. Un hecho creador especial habría
originado el nacimiento del primer hombre, del que descenderían seguidamente
todos los seres humanos de la Tierra.
Así, según la Biblia, el libro sagrado de los judíos
y de los cristianos, Dios habría fabricado el mundo en seis días, con la
particularidad de que al tercer día dio forma a las plantas, al quinto creó los
peces y las aves, y al sexto las fieras y, finalmente, los seres humanos, en
primer lugar al hombre y después a la mujer. El primer hombre, o sea Adán,
habría sido creado por Dios, de un material inanimado, es decir, de barro;
después lo habría dotado de un alma, convirtiéndolo así en un ser vivo.
Pero el estudio de la historia de la religión
demuestra palmariamente que estos cuentos ingenuos acerca del origen repentino
de los animales y de las plantas, que, de suerte, aparecen hechos y derechos,
cual seres organizados, se apoyan en la ignorancia y en una suposición
simplista de la observación somera y superficial de la naturaleza que nos rodea.
Esa fue la razón fundamental de que por
espacio de muchos siglos se creyese que la Tierra era
plana y se mantenía inmóvil, que el Sol giraba alrededor de ella apareciendo
por el oriente y ocultándose tras el mar o las montañas, por el occidente. Esa misma observación superficial y simplista hacía
creer muchas veces a los hombres que diferentes seres vivos, como por ejemplo,
los insectos, los gusanos y también los peces, las aves y los ratones, no sólo
podían nacer de otros animales semejantes, sino que también brotar
directamente, generarse y nacer de un modo espontáneo a partir del lodo, del
estiércol, de la tierra y de otros materiales inanimados, inertes. Siempre que
el hombre tropezaba con la generación masiva y repentina de seres vivos,
consideraba el caso como una prueba irrefutable de la generación espontánea de
la vida.
Y aún
ahora, existen ciertas gentes incultas que están convencidas de que los gusanos
se generan en el estiércol y en la carne podrida, y que diversos parásitos
caseros nacen espontáneamente como consecuencia de los desperdicios, las
basuras y toda clase de suciedades e inmundicias. Su observación superficial no
advierte que los desperdicios y las basuras sólo son el lugar, el nido donde
los parásitos colocan sus huevos, que más tarde dan origen al nacimiento de
nuevas generaciones de seres vivos.
En efecto,
muy antiguas teorías de la India, Babilonia y Egipto, nos advierten de esa
generación espontánea de gusanos, moscas y escarabajos que surgen del estiércol
y de la basura; de piojos que se generan en el sudor humano; de ranas,
serpientes, ratones y cocodrilos engendrados por el lodo del río Nilo, de
luciérnagas que se consumen. Todas estas fantasías relativas a la generación
espontánea correspondían en dichas teorías con las leyendas, mitos vulgares y
tradiciones religiosas. Todas las apariciones repentinas de seres vivos, como
caídos del cielo, eran interpretadas exclusivamente como manifestaciones
parciales de la voluntad creadora de los dioses o de los demonios.
En la antigua Grecia, muchos filósofos
materialistas refutaban ya esa definición religiosa del origen de los seres
vivos.
Sin
embargo, el transcurso de la historia facilitó que en los siglos siguientes se
desenvolviera y llegase a preponderar una especulación teórica enemiga del
materialismo: la concepción idealista de Platón, filósofo de la antigua Grecia.
De acuerdo con las ideas de Platón, tanto la
materia vegetal como la animal, por sí solas, carecen de vida, y sólo pueden
vivificarse cuando el alma inmortal, la “psique”, penetra en ellas.
Esta idea de Platón representó
un gran papel contradictorio y, por tanto, negativo en el desenvolvimiento
posterior del problema que estamos examinando.
Diríase que, hasta cierto punto, la teoría de
Platón se reflejó también en la doctrina de otro filósofo de la antigua Grecia,
Aristóteles, más tarde convertida en fundamento básico de la cultura medieval y
que predominó en el pensamiento de los pueblos por espacio de casi dos mil
años.
En sus obras, Aristóteles no se circunscribió a detallar numerosos casos de seres vivos
que, según su creencia, aparecían espontáneamente, sino que, además, dotó a
este fenómeno de una cierta base teórica. Aristóteles consideraba que los seres vivos, al igual que todos los
demás objetos concretos, se formaban mediante la conjugación de determinado
principio pasivo: la materia, con un principio activo: la forma. Esta
última sería para los seres vivos la “entelequia del
cuerpo”, es decir, el alma. Ella era
la que daba forma al cuerpo y la que lo movía. En consecuencia, resulta que la
materia carece de vida, pero es abarcada por ésta, adquiere forma armónicamente
y se organiza con ayuda de la fuerza anímica, que infiltra vida a la materia y
la mantiene viva.
Las ideas aristotélicas
tuvieron gran influencia sobre la historia posterior del problema del origen de
la vida. Todas las escuelas filosóficas ulteriores, lo mismo las griegas que
las romanas, participaron plenamente de la idea de Aristóteles respecto de la
generación espontánea de los seres vivos. A
la vez, con el transcurso del tiempo, la base teórica de la generación
espontánea y repentina fue tomando un carácter cada vez más idealista y hasta
místico.
Este
último carácter lo adquirió, muy particularmente, a principios de nuestra era,
especialmente entre los neoplatónicos. Plotino, jefe de esta escuela
filosófica, muy divulgada en aquella época, afirmaba que los seres vivos habían
surgido en el pasado y surgían todavía cuando la materia era animada por el
espíritu vivificador. Se supone, pues, que fue Plotino el primero que formuló
la idea de la “fuerza vital”, la cual pervive aún hoy en las doctrinas
reaccionarias de los vitalistas contemporáneos.
Para describir en detalle el origen de la
vida, el cristianismo de la antigüedad se basaba en la Biblia, la cual a su vez
había copiado de las leyendas religiosas de Egipto y Babilonia. Los intérpretes
de la teología de fines del siglo IV y principios del V, o sea, los llamados
padres de la Iglesia, mezclaron estas leyendas con las doctrinas de los neoplatónicos,
fincando sobre esta base su propia elaboración mística del origen de la vida,
totalmente mantenida hasta hoy por todas las doctrinas cristianas.
Basilio de Cesarea, obispo de
mediados del siglo IV de nuestra era, en sus prédicas respecto de que el mundo
había sido formado en seis días, decía que, por voluntad divina, la Tierra
había concebido de su propio seno las distintas hierbas, raíces y árboles, así
como también las langostas, los insectos, las ranas y las serpientes, los
ratones, las aves y las anguilas. “Esta voluntad divina –dice Basilio– continúa manifestándose hoy día con
fuerza indeclinable”.
El “beato”
Agustín, que fuera contemporáneo de Basilio y una de las autoridades más
conspicuas e influyentes de la Iglesia católica, intentó justificar en sus
obras, desde el punto de vista de la concepción cristiana del mundo, el
surgimiento de la generación espontánea de los seres vivos.
Agustín
aseveraba que la generación espontánea de los seres vivos era una manifestación
de la voluntad divina, un acto mediante el cual el “espíritu vivificador”, las
“invisibles simientes” infiltraban vida propia a la materia inanimada. Así fue
como Agustín fundamentó la plena concordancia de la teoría de la generación
espontánea con los principios dogmáticos de la Iglesia cristiana.
La Edad
Media agregó muy poco a esta teoría anticientífica. En el medioevo, las ideas
filosóficas, no importa su carácter, sólo podían sostenerse si iban envueltas
en una capa teológica, si se cobijaban con el manto de tal o cual doctrina de
la Iglesia. Los problemas de las ciencias naturales fueron postergados a
segundo plano.
Para
opinar acerca de la naturaleza circundante, no se practicaba la observación ni
la experiencia, sino que se recurría a la Biblia y a las escrituras teológicas.
Únicamente noticias muy escasas acerca de problemas de las
matemáticas, de la astronomía y de la medicina arribaban a Europa procedentes
de Oriente.
Del mismo modo, y a través de
traducciones frecuentemente muy tergiversadas, llegaron a los pueblos europeos
las obras de Aristóteles. Al principio su doctrina se estimó peligrosa, pero luego, cuando la Iglesia se dio
cuenta de que podía utilizarla con gran provecho para muchos de sus fines,
entronizó a Aristóteles elevándolo a la categoría de “precursor de Cristo en
los problemas de las ciencias naturales”. Y según la acertada expresión de Lenin, “la escolástica y el
clericalismo no tomaron de Aristóteles lo vivo, sino lo muerto”(1). Por lo que respecta en particular
al problema del origen de la vida, se había expandido muy ampliamente la teoría
de la generación espontánea de los organismos, cuya esencia consistía, a juicio
de los teólogos cristianos, en la vivificación de la materia inanimada por el
“eterno espíritu divino”.
En calidad
de ejemplo, podríamos citar a Tomás de Aquino, por ser uno de los teólogos más
afamados de la Edad Media, cuyas doctrinas continúan siendo hoy día, para la
Iglesia católica, la única filosofía verdadera. En sus obras, Tomás de Aquino
manifiesta que los seres vivos aparecen al ser animada la materia inerte. Así
se originan de modo muy particular, al pudrirse el lodo marino y la tierra
abonada con estiércol, las ranas, las serpientes y los peces. Incluso los
gusanos que en el infierno martirizan a los pecadores, surgen allí según Tomás
de Aquino, como consecuencia natural de la putrefacción de los pecados. Tomás de Aquino fue siempre un gran defensor y un constante
propagandista de la demonología militante. Para
él, el diablo existe en la realidad y es, además, jefe de todo un tropel de
demonios. Por esos aseguraba que la aparición de parásitos malignos para el
hombre, no sólo puede surgir obedeciendo a la voluntad divina, sino también por
las argucias del diablo y de las fuerzas del mal a él sometidas. La expresión práctica de estas concepciones proviene
de los numerosos procesos incoados en la Edad Media contra las “brujas”, a las
que se acusaba de lanzar contra los campos ratones y otros animales dañinos que
destruían las cosechas.
La Iglesia
cristiana occidental adoptó de la doctrina reaccionaria de Tomás de Aquino,
hasta convertirla en severo dogma, la teoría de la generación espontánea y
repentina de los organismos, según la cual los seres vivos se originarían de la
materia inerte, al ser animada ésta por un principio espiritual.
Este era
también el punto de vista sostenido por el que fue obispo de Rostov y vivió en tiempos de Pedro I; también
sostenían en sus obras el principio de la generación espontánea de manera por
demás bastante curiosa para nuestras ideas actuales. Según él, durante el
diluvio universal, Noé no había acogido en su arca ratones, sapos, escorpiones,
cucarachas ni mosquitos, es decir, ninguno de esos animales que “nacen del
cieno y de la podredumbre... y que se engendran en el rocío”. Todos estos seres
murieron con el diluvio y “después del diluvio renacen engendrados de esas
mismas sustancias”.
La
religión cristiana al igual que todas las demás religiones del mundo, continúa
sosteniendo hoy día que los seres vivos han surgido y surgen de pronto y
enteramente constituidos por generación espontánea, a consecuencia de un hecho
creador del ser divino y sin ninguna relación con el desarrollo o evolución de
la materia.
Sin
embargo, al ahondar en el estudio de la naturaleza viva, los hombres de ciencia
han llegado a demostrar que esa generación espontánea y repentina de seres
vivos no surge en ninguna parte del mundo que nos rodea. Esto quedó establecido y demostrado a
mediados del siglo XVII para los organismos con un cierto grado de desarrollo,
especialmente para los gusanos, los insectos, los reptiles y los animales
anfibios. Investigaciones posteriores patentizaron este aserto, también por lo
que respecta a seres vivos de formación más simple; de suerte que incluso los
microorganismos más sencillos, que aun no siendo perceptibles a simple vista,
nos rodean por todas partes, poblando la tierra, el agua y el aire.
Vemos,
pues, que el “hecho” de la generación espontánea de seres vivos, que teólogos
de diferentes religiones querían explicar como un hecho en que el espíritu
vivificador infiltraba vida a la materia inerte y que implicaba la base de
todas las teorías religiosa del origen de la vida, vino a ser un “hecho”
inexistente, ilusorio, basado en observaciones falsas y en la ignorancia de sus
interpretadores.
En el silo XIX se
aplicó otro golpe demoledor a las ideas religiosas, respecto del origen de la
vida. C. Darwin y, posteriormente, otros muchos hombres de ciencia, entre los
cuales están los investigadores rusos K. Timiriázev, los hermanos A. Y V.
Kovalevski, I. Mécnikiv y otros, demostraron que, a diferencia de lo que
afirman las Sagradas Escrituras, nuestro planeta no había estado poblado
siempre por los animales y las plantas que nos rodean en la actualidad. Por el contrario, las plantas y los animales
superiores, comprendido el hombre, no surgieron de pronto, al mismo tiempo que
la Tierra, sino en épocas posteriores de nuestro plantea y a consecuencia del
desarrollo progresivo de otros seres vivos más simples. Estos, a su vez,
tuvieron su origen en otros organismos todavía más simples y que vivieron en
épocas anteriores. Y así, sucesivamente, hasta llegar a los seres vivos más
sencillos.
Estudiando
los organismos fósiles de los animales y de las plantas que poblaron la Tierra
hace muchos millones de años, podemos llegar a convencernos, en forma tangible,
de que en aquellas lejanas épocas la población viviente de la Tierra era
diferente a la actual, y de que cuanto más avanzamos en la inmensa profundidad
de los siglos comprobamos que esa población es cada vez más simple y menos
variada.
Descendiendo
gradualmente, de peldaño en peldaño, y estudiando la vida en formas cada vez
más antiguas, llegamos a concluir cómo fueron los seres vivos más simples, muy
semejantes a los microorganismos de nuestros días y que en pasados tiempos eran
los únicos que poblaban la Tierra. Pero,
a la vez, también surge inevitablemente la cuestión del punto de origen de las
manifestaciones más simples y más primitivas de la naturaleza viva, las cuales
constituyen el punto de arranque de todos los seres vivos que pueblan la
Tierra.
Las
ciencias naturales, al mismo tiempo que rechazan la posibilidad de que lo vivo
se engendrase al margen de las condiciones concretas del desarrollo del mundo
material, debían explicar el paso de la materia inanimada a la vida, es decir,
explicar, por tanto, la transmutación de la materia y el origen de la vida.
En los
notables trabajos de F. Engels –Anti-Dühring y Dialéctica de la naturaleza-,
en sus geniales generalizaciones de los avances de las ciencias naturales, se
presenta el único planteamiento correcto y científico acerca del problema del
origen de la vida. Engels indicó también la ruta que habían de llevar en lo
sucesivo las investigaciones en este terreno, camino por el que transita y
avanza con todo éxito la biología soviética.
Engels
refutó por anticientífico el criterio de que lo vivo puede originarse al margen
de las condiciones en que se desarrolla la naturaleza e hizo patente el lazo de
unidad existente entre la naturaleza viva y la naturaleza inanimada. Basándose
en fehacientes pruebas científicas, Engels consideraba la vida como una
consecuencia del desarrollo, como una transmutación cualitativa de la materia,
condicionada en el período anterior a la aparición de la vida por una cadena de
cambios graduales sucedidos en la naturaleza y condicionados por el desarrollo
histórico.
La
meritoria importancia de la teoría darwinista consistió en haber aportado una
explicación científica, una explicación materialista al surgimiento de los
animales y plantas trascendentes mediante el conocimiento progresivo del mundo
vivo y en haberse servido del método histórico para resolver los problemas
biológicos. Sin embargo, en el problema mismo
del origen de la vida, muchos naturalistas continúan sosteniendo, aun después
de Darwin, el anticuado método metafísico de atacar este problema. El mendelismo-morganismo, muy usual en los medios científicos de
América y de Europa occidental, mantiene la tesis de que los poseedores de la
herencia, al igual que de todas las demás particularidades sustanciales de la
vida, son los genes, partículas de una sustancia especial acumulada en los
cromosomas del núcleo celular. Estas partículas habrían aparecido
repentinamente en la Tierra, en alguna época, conservando práctica e
invariablemente su estructura definitiva de la vida, a lo largo de todo el
desenvolvimiento de ésta. Vemos, por consiguiente, que desde el punto de vista
mantenido por los mendelistas-morganistas, el problema del origen de la vida se constriñe a saber cómo pudo surgir repentinamente esta
partícula de sustancial especial, poseedora de todas las propiedades de la
vida.
La mayoría de los autores extranjeros que se
preocupan de esta cuestión (por ejemplo, Devillers en Francia y Alexander en
Norteamérica), lo hacen de un modo por demás simplista. Según ellos, la
molécula del gene aparece en forma puramente casual,
gracias a una “operante” y feliz conjunción de átomos de carbono, hidrógeno,
oxígeno, nitrógeno y fósforo, los cuales se conjugan “solos”, para constituir
una molécula excepcionalmente compleja de esta sustancia especial, que contiene
desde el primer momento todas las propiedades de la vida.
Ahora bien, esa “circunstancia feliz” es tan
excepcional e insólita que únicamente podría haber sucedido una vez en toda la
existencia de la Tierra. A partir de ese instante, sólo se produce una
incesante multiplicación del gene, de esa sustancia especial que ha aparecido
una sola vez y que es eterna e inmutable.
Está
claro, pues, que esa “explicación” no explica en esencia absolutamente nada. Lo
que diferencia a todos los seres vivos sin excepción alguna, es que su
organización interna está extraordinariamente adaptada; y podríamos decir que
perfectamente adaptada a las necesidades de determinadas funciones vitales: la
alimentación, la respiración, el crecimiento y la reproducción en las
condiciones de existencia dadas. ¿Cómo ha podido suceder mediante un hecho
puramente casual, esa adaptación interna, tan determinativa para todas las
formas vivas, incluso para las más elementales?
Los que
sostienen ese punto de vista, rechazan en forma anticientífica el orden regular
del proceso que infiltra origen a la vida, pues consideran que esta
realización, el más importante acontecimiento de la vida de nuestro planeta, es
puramente casual y, por tanto, no pueden darnos ninguna respuesta a la pregunta
formulada, cayendo inevitablemente en las creencias más idealistas y místicas
que aseveran la existencia de una voluntad creadora primaria de origen divino y
de un programa determinado para la creación de la vida.
Así, en el
libro de Schroedinger ¿Qué es la vida desde el punto de vista físico?,
publicado no hace mucho; en el libro del biólogo norteamericano Alexander: La
vida, su naturaleza y su origen, y en otros autores extranjeros, se afirma
muy clara y terminantemente que la vida sólo pudo surgir a consecuencia de la
voluntad creadora de Dios. En cuanto al mendelismo-morganismo, éste se
esfuerza por desarmar en el plano ideológico a los biólogos que luchan contra el
idealismo, esforzándose por demostrar que el problema del origen de la vida –el
más importante de los problemas ideológicos- no puede ser resuelto manteniendo
una posición materialista.
Sin
embargo, esa aserción es absolutamente falsa, y puede rebatirse fácilmente
abordando el asunto que nos ocupa y sosteniendo el punto de vista de lo que
constituye la única filosofía acertada y científica, es decir, el materialismo
dialéctico.
El materialismo dialéctico
enseña que la vida es de naturaleza material. Mas,
sin embargo, la vida no es, en realidad, una propiedad
inseparable de toda la materia en general. Por el contrario, la vida sólo es
inherente a los seres vivos, pues sabido es que carecen de ella todos los
objetos y materiales del mundo inorgánico, La vida es una manifestación
especial del movimiento de la materia, pero esta manifestación o forma especial
no ha existido eternamente ni está desunida de la materia inorgánica por un
abismo insalvable, sino que, por el contrario, surgió de esa misma materia en
el curso del desarrollo del mundo, como una nueva cualidad.
El materialismo dialéctico nos enseña que la
materia nunca está en reposo, sino que se halla en constante movimiento, se
desarrolla, y en su expansión se eleva a planos cada vez más altos, tomando
formas de movimiento cada vez más complejas y más perfectas.
Al elevarse de un plano inferior a otro
superior, la materia va adquiriendo nuevas cualidades que antes no tenía, lo
cual quiere decir que la vida es, por tanto, una nueva cualidad, que aflora
como una etapa determinada, como determinado escalón del desarrollo histórico
de la materia. Por lo expuesto se descubre claramente que el camino principal
que nos lleva con seguridad y acierto a la solución del problema del origen de
la vida es, sin duda alguna, el estudio del desarrollo histórico de la materia,
es decir, de ese desarrollo que en otros tiempos condujo a la aparición de una
nueva cualidad: a la aparición de la vida.
Ahora bien, el surgimiento de
la vida no tuvo efecto de golpe, como trataban de demostrar los sostenedores de
la generación espontánea y repentina. Por lo contrario, hasta los
seres vivos más simples poseen una estructura tan compleja que de ninguna
manera pudieron haber surgido de golpe; pero sí pudieron y debieron formarse
mediante mutaciones continuadas y sumamente prolongadas de las sustancias que
los integran. Estas mutaciones, estos cambios, se produjeron hace mucho tiempo,
cuando la Tierra aún se estaba formando y en los períodos primarios de su
existencia. De aquí, precisamente, que para resolver
acertadamente el problema del origen de la vida haya que dedicarse
ahincadamente al estudio de esas transformaciones, a la historia de la
formación y del desarrollo de nuestro planeta.
En las obras de V. Lenin
encontramos una idea muy profunda respecto del origen evolutivo de la vida. “Las
Ciencias Naturales –decía Lenin- afirman positivamente que la
Tierra existió en un estado tal que ni el hombre ni ningún otro ser viviente
habitaban ni podían habitarla. La materia orgánica es un
fenómeno posterior, fruto de un desarrollo muy prolongado”(2).
Así se ha producido, en líneas generales, el
desarrollo de la naturaleza”(3).
Es únicamente en la segunda
década del siglo XX cuando la aplicación del principio evolutivo al estudio del
problema que nos ocupa empieza a alcanzar gran desarrollo en las ciencias
naturales. Acerca de esto podemos señalar, de manera muy
particular, la opinión de nuestro célebre compatriota K. Timiriázev, pues en su
artículo de los Anales científicos de 1912, refiriéndose al asunto del origen de
la vida, dice: “... Nos vemos obligados a admitir que la materia viva ha
seguido el mismo camino que los demás procesos materiales, es decir, el camino
de la evolución”. “La hipótesis de la evolución, que ahora se expande no sólo a
la biología sino también a las demás ciencias de la naturaleza –a la
astronomía, la geología, la química y la física-, nos convence de que esta
evolución también se produjo probablemente al realizarse el paso del mundo
inorgánico al orgánico”.
Entre los trabajos publicados en la Unión
Soviética, es digno de destacarse especialmente el libro del académico V.
Komarov: Origen de las plantas. Komarov analiza y refuta la teoría de la
eternidad de la vida y la suposición de que los seres vivos vinieron a la
Tierra procedentes de los espacios interplanetarios, y añade: “La única teoría
científica es la teoría bioquímica del origen de la vida, el profundo
convencimiento de que su aparición no fue sino una de las etapas sucesivas de
la evolución general de la materia, de esa complicación cada vez mayor de la
serie de compuestos carbonados del nitrógeno”.
Actualmente, el principio básico del
desarrollo evolutivo de la materia es admitido por muchos naturalistas, no sólo
en la Unión Soviética sino también en otros países.
Pero la mayoría de los investigadores de los
países capitalistas solamente admiten este principio como aplicable al período
de la evolución de la materia que antecede a la aparición de los seres vivos.
Pero cuando se refiere a esta etapa, la más importante de la historia del
desarrollo de la materia, estos investigadores resbalan inevitablemente hacia
las viejas posiciones mecanicistas, se acogen o invocan la “feliz casualidad” o
buscan la explicación en incognoscibles o inescrutables fuerzas físicas.
En el problema del origen de la vida, las
modernas ciencias naturales tienen trazada la tarea de presentar un cuadro
acertado de la evolución sucesiva de la materia que ha culminado en la
aparición de los primitivos seres vivos, de estudiar, con base en los datos
proporcionados por la ciencia, las diferentes etapas del desarrollo histórico
de la materia y descubrir las leyes naturales que han ido apareciendo
sucesivamente en el proceso de la evolución y que han producido el devenir de
la vida.
CAPÍTULO II
Origen primitivo de las
sustancias orgánicas más simples: los hidrocarburos y sus derivados
En lo fundamental, todos los animales, las
plantas y los microbios están constituidos por las denominadas sustancias
orgánicas. La vida sin ellas es inexplicable. Por
tanto, la primera etapa del origen de la vida tuvo que ser la formación de esas
sustancias, el surgimiento del material básico que después habría de servir
para la formación de todos los seres vivos.
Lo primero que diferencia a las sustancias orgánicas
de todas las demás sustancias de la naturaleza inorgánica, es que en su
contenido se encuentra el carbono como elemento fundamental. Esto puede
verificarse fácilmente calentando hasta una alta temperatura diversos
materiales de origen animal o vegetal. Todos ellos pueden arder cuando se les
calienta donde hay presencia de aire y se carbonizan cuando al calentarlos se
impide la penetración del aire, mientras que los materiales de la naturaleza
inorgánica –las piedras, el cristal, los metales, etc.-, jamás llegan a
carbonizarse, por más que los calentemos.
En las
sustancias orgánicas, el carbono se halla combinado con diversos elementos: con
el hidrógeno y el oxígeno (estos dos elementos forman el agua), con el
nitrógeno (éste está presente en el aire en grandes cantidades), con el azufre,
el fósforo, etc. Las
diferentes sustancias orgánicas no son sino diversas combinaciones de esos
elementos, pero en todas ellas se encuentra siempre el carbono como elemento
básico. Las sustancias orgánicas más elementales y simples son los
hidrocarburos o composiciones de carbono e hidrógeno. El petróleo natural y
otros varios productos obtenidos de él, como la gasolina, el keroseno, etc.,
son mezclas de diferentes hidrocarburos. Partiendo de todas estas sustancias,
los químicos consiguen obtener fácilmente, por síntesis, numerosos combinados
orgánicos, a veces muy complicados y en muchas ocasiones idénticos a los que
podemos tomar directamente los seres vivos, como son los azúcares, las grasas,
los aceites esenciales, etc. ¿Cómo han llegado a formarse primeramente en
nuestro planeta las sustancias orgánicas? Cuando acometí por vez primera el
estudio del problema del origen de la vida –de ello hace exactamente 30 años-,
el origen primario de las sustancias orgánicas me pareció un problema asaz
enigmático y hasta inaprensible al entendimiento y al estudio. Esta opinión era
producto de la observación directa de la naturaleza, pues observaba que la
inmensa mayoría de las sustancias orgánicas inherentes al mundo de los seres
vivos se producen actualmente en la
Tierra por efecto de la función activa y vital de los organismos. Las
plantas verdes atraen y absorben del aire el carbono inorgánico en calidad de
anhídrido carbónico, y sirviéndose de la energía de la luz forman, a partir de
él, las sustancias orgánicas que necesitan. Los animales, los hongos, así como
las bacterias y todos los demás organismos que no poseen color verde, se
proveen de las sustancias orgánicas necesarias nutriéndose de animales o vegetales
vivos o descomponiéndolos una vez muertos. Así vemos cómo todo el mundo actual
de los seres vivos se sostiene gracias a los dos hechos análogos de
fotosíntesis y quimiosíntesis que acabamos de explicar. Más aún, incluso las
sustancias orgánicas que se hallan en las entrañas de la envoltura terrestre,
como son la turba, los yacimientos de hulla y de petróleo, etc., todas han
surgido, en lo fundamental, por efecto de la actividad de numerosos organismos
que en tiempos lejanos vivieron en nuestro planeta y que más tarde quedaron
sepultados en la macicez de la corteza terrestre.
Por todo
esto, muchos hombres de ciencia de fines del siglo pasado y de principios de
éste, aseguraban que las sustancias orgánicas no pueden producirse en la
Tierra, en contextos naturales, más que mediante un proceso biogenético, es
decir, sólo con la intervención de los organismos. Esta opinión, que prevalecía en la ciencia hace 30 años,
obstaculizó considerablemente la solución del problema del origen de la vida. Parecía que había formado un círculo vicioso del que
era imposible evadirse. Para abordar el origen de la vida era
necesario entender cómo se constituían las sustancias orgánicas; pero se daba
el caso de que éstas únicamente podían ser sintetizadas por organismos vivos.
Ahora bien, a esta síntesis
sólo es dable llegar si nuestras observaciones no traspasan los límites de
nuestro planeta. Si rebasamos esos límites veremos que en
diversos cuerpos celestes de nuestro mundo estelar se están creando sustancias
orgánicas abiogenéticamente, o sea, en un estado ambiental que excluye toda
posibilidad de que allí haya seres orgánicos.
El
espectroscopio nos permite estudiar la fórmula o composición química de las
atmósferas estelares, y a veces casi con la misma exactitud que si tuviéramos
muestras de ellas en nuestro laboratorio. El carbono se manifiesta ya en la
atmósfera de las estrellas tipo O, que son las más calientes, y se diferencian
de los demás astros por su extraordinario brillo. Incluso en su superficie
dichas estrellas contienen una temperatura que fluctúa entre los 20.000 y los
28.000 grados. Se comprende, pues, que en esas situaciones no puede prevalecer
todavía ninguna combinación química. La materia está aquí en forma
relativamente simple, como átomos libres disgregados, sueltos como pequeñísimas
partículas que forman la atmósfera incandescente de estas estrellas.
La
atmósfera de las estrellas tipo B, que destellan una luz brillante
blanco-azulada y cuya corteza tiene una temperatura de 15.000 a 20.000 grados,
también incluye vapores incandescentes de carbono. Pero este elemento tampoco
alcanza a formar aquí cuerpos químicos compuestos, sino que existe en forma
atómica, es decir, como minúsculas partículas sueltas de materia que se mueven
muy rápidamente.
Únicamente
la visión espectral de las estrellas blancas tipo A, en cuya superficie impera
una temperatura de 12.000º, nos deja ver por vez primera unas franjas tenues,
que indican la existencia de hidrocarburos –las primera combinaciones químicas–
en la atmósfera de esas estrellas. Aquí, por vez primera, los átomos de dos
elementos (el carbono y el hidrógeno) se han combinado y el resultado ha sido
un cuerpo más complejo, una molécula química.
En las
visiones espectrales de las estrellas más frías, las franjas inherentes a los
hidrocarburos se manifiestan más limpias
a medida que baja la temperatura y adquieren su máxima claridad en las
estrellas rojas, en cuya superficie la temperatura es de 4.000º. Nuestro Sol abarca una situación intermedia en ese sistema
estelar. Pertenece a las estrellas amarillas de tipo
G. Se ha concluido que la temperatura de la atmósfera solar es de 5.800 a 6.400º. Pero en las capas superiores desciende a
5.000º, y en las más profundas al alcance aún de nuestras investigaciones suele
elevarse los 7.000º.
Los
análisis espectroscópicos han probado que parte del carbono permanece aquí
combinado con el hidrógeno (CH-metino). Al mismo tiempo, en la atmósfera solar
se puede encontrar una combinación del carbono con el nitrógeno (CN-cianógeno).
Además, en la atmósfera solar se ha encontrado por primera vez el llamado
dicarbono (C2), que es una mezcla o combinación de dos átomos de carbono entre
sí.
Vemos,
pues, que en el curso de la evolución del Sol, el carbono, elemento que nos
interesa en este momento, ya ha pasado de una forma de existencia a otra.
En la atmósfera de las estrellas más
calientes, el carbono se manifiesta en forma de átomos
libres y disgregados. En el Sol, ya lo vemos, en parte, haciendo combinaciones
químicas, formando moléculas de hidrocarburos, de cianógeno y de dicarbono.
Para solucionar el problema que estamos
examinando, promete un gran interés el estudio de la atmósfera de los grandes
planetas de nuestros sistema solar. Las investigaciones han
descubierto que la atmósfera de Júpiter está formada en gran parte por amoníaco
y metano. Esto da motivos para suponer que
también existen otros hidrocarburos. Ahora bien, debido a la baja
temperatura que hay en la superficie de Júpiter (135º bajo cero), la masa
básica de estos hidrocarburos permanece en estado líquido o sólido. Las mismas
combinaciones se manifiestan en la atmósfera de todos los grandes planetas.
Es de excepcional importancia
el estudio de los meteoritos, esas “piedras celestes” que de tanto en tanto
descienden sobre la Tierra procedentes de los espacios interplanetarios. Estos son los únicos cuerpos extraterrestres que se
pueden someter directamente al análisis químico y a un estudio mineralógico.
Tanto por la índole de los elementos que los componen como por la razón en que
se basa su estructura, los meteoritos son iguales a los materiales que hay en
las partes más profundas de la corteza de la Tierra y en el núcleo central de
nuestro planeta. Se entiende fácilmente la gran importancia que tiene el
estudio de la textura material de los meteoritos para aclarar el problema de
las primitivas composiciones que se originaron al formarse la Tierra.
Por lo general, se suele situar a los
meteoritos en dos grupos principales: meteoritos de hierro (metálicos) y
meteoritos de piedra. Los
primeros están formados esencialmente por hierro (90%), níquel (8%) y cobalto
(0.5%). Los meteoritos de piedra contienen una
cantidad bastante menor de hierro (un 25%
aproximadamente). En ellos se encuentra en gran cantidad óxido de diversos
minerales: magnesio, aluminio, calcio, sodio, manganeso y otros.
En todos los meteoritos se
halla carbono en diferentes proporciones. Se le encuentra sobre todo en forma
natural, como carbón, grafito o diamante en bruto. Pero las formas más usuales
para los meteoritos son las composiciones de carbono con diferentes metales,
los llamados carburos. Es precisamente en los meteoritos donde se ha encontrado
por primera vez la cogenita, mineral muy abundante en ellos y que es un carburo
compuesto de hierro, níquel y cobalto.
Entre las demás composiciones del carbono que
se hallan en los meteoritos, deben señalarse los
hidrocarburos. En 1857 se logró extraer de un meteorito de roca hallado en
Hungría, cerca de Kabí, cierta porción de una sustancia orgánica similar a la
cera fósil u ozoquerita. El ensayo de esta sustancia demostró
que era un hidrocarburo de gran peso molecular. Cuerpos parecidos, con
moléculas formadas por muchos átomos de carbono e hidrógeno y a veces de
oxígeno y azufre, fueron encontrados en otros muchos meteoritos de diferentes
clases.
En las épocas en que se
descubrió por vez primera la existencia de hidrocarburos en los meteoritos,
imperaba todavía la falsa idea de que las sustancias orgánicas (y,
consecuentemente, también los hidrocarburos) únicamente podían formarse en
condiciones naturales con la intervención de organismos vivos. De ahí que
muchos hombres de ciencia adoptaron entonces la hipótesis de que los
hidrocarburos de los meteoritos no se conformaron, originariamente, sino que
eran productos de la desintegración de organismos que vivieron en otros tiempos
en esos cuerpos celestes.
Sin
embargo, investigaciones muy meticulosas realizadas posteriormente, destruyeron
esas hipótesis, y hoy sabemos que los hidrocarburos de los meteoritos, al igual
que los de las atmósferas estelares, aparecieron por vía inorgánica, es decir,
sin ninguna conexión con la vida.
La resultante de esto, sin ningún lugar a
dudas, es que las sustancias orgánicas también pueden producirse al margen de
los organismos, antes de que se produzca esa forma compleja del movimiento de
la materia. Y, en efecto, conocemos sustancias orgánicas que se
han ido formando en numerosos cuerpos celestes en unas condiciones que no cabe
ni hablar de la existencia de cualquier género de vida. Ahora bien, si esto es
así para la mayoría de los cuerpos celestes más disímiles, ¿por qué nuestra
Tierra ha de ser en este asunto una excepción? ¿No sería más
concordante y acertado suponer que el proceso biológico de la formación de
sustancias orgánicas es sólo diferente al de la época actual de nuestro
planeta?; ¿que ese proceso se inició solamente después de haberse
originado la vida sobre la vía de haberse producido un cambio de sustancias muy
perfecto, pero que también en la Tierra se sintetizaron las sustancias
orgánicas por vía abiogénica, mediante la cual se formaron los hidrocarburos y
sus derivados mucho antes de que se formaran los distintos organismos?
Basándose en los datos obtenidos por el
estudio del peso específico de la Tierra, la fuerza de la gravedad y la
expansión de las ondas producidas por los terremotos, todos los geoquímicos y
geofísicos admiten como demostrado que en el centro de la Tierra existe un
núcleo metálico de 3.470 kilómetros de radio, cuyo
peso específico es aproximadamente 10. Este núcleo está revestido por diversas capas
denominadas geosferas. Directamente adosada al núcleo se halla una geosfera
intermedia llamada capa mineral, de 1.700 kilómetros
de espesor. Sobre ella está situada la capa rocosa, la litosfera, de 1.200 kilómetros. Y en la superficie de la Tierra, hallamos la hidrosfera, o capa
acuosa constituida por los mares y los océanos; y, por último, la capa gaseosa
o atmósfera. Todas
estas geosferas recubren al núcleo central de la Tierra formando una capa tan gruesa
que no es posible llegar directamente a él.
Sin
embargo, actualmente se ha logrado especificar
con bastante exactitud la composición química del núcleo, y se ha
comprobado que coincide plenamente con la composición de los meteoritos de
hierro.
La
proporción mayor corresponde al hierro, con el que se encuentran mezclados
otros metales, como el níquel, el cobalto, el cromo, etc. El
carbono se encuentra principalmente a manera de carburo de hierro.
Una muestra de esos minerales de las
profundidades de nuestro planeta la encontramos en las masas de hierro natural
que aparecen en las rocas de basalto de las islas de la Groenlandia Occidental.
Sobre todo en los basaltos de la isla de Disco, muy cerca del poblado de
Ovifaq, se han encontrado grandes cantidades de hierro natural que asoman a la
superficie.
Por su composición química, el “hierro de
Ovifaq” se asemeja tanto a los meteoritos metálicos,
que por espacio de cierto tiempo se le tuvo como de origen meteorítico, pero
actualmente se ha probado su procedencia terrestre. En él se encuentra una
cantidad bastante importante de carbono como parte integrante de la cogenita.
Las investigaciones geológicas efectuadas en
estos últimos tiempos han conseguido establecer que esos descubrimientos de
cogenita en la superficie de la Tierra no representan nada excepcional, pues se
le puede hallar en otros muchos lugares. Eso prueba que la cogenita se formó en grandes cantidades, sobre todo en tiempos
remotos de la vida de nuestro planeta.
Ahora bien, al ser arrojados por las
erupciones o al brotar sobre la superficie de la Tierra en estado líquido, los carburos
de hierro y de otros metales debieron comenzar su reacción con el agua o el
vapor de ésta, tan abundante en la atmósfera primaria de la Tierra. Como ha demostrado el eminente químico ruso D. Mendeléiev, el
producto de esa reacción es la formación de hidrocarburos. Mendeléiev se
preocupó incluso por encontrar en este proceso una explicación al origen del
petróleo.
Esta teoría fue rechazada por los geólogos,
que demostraron que la base fundamental del petróleo la constituye un producto
de la descomposición orgánica, pero la propia reacción que produce la formación
de hidrocarburos al combinarse los carburos con el agua, la puede realizar,
naturalmente, cualquier químico. En la actualidad, mediante investigaciones
geológicas directas, se ha logrado demostrar que, también ahora, en los lugares
donde surgen las cogenitas, cierta cantidad de sustancias orgánicas se produce
por vía inorgánica en la superficie de la Tierra, en condiciones naturales, por
reacción producida entre los carburos y el agua. En consecuencia, incluso en
nuestros días, junto al proceso ampliamente extendido de formación de
sustancias orgánicas por fotosíntesis, es decir, por vía biológica, también se
verifican en la Tierra
ciertos procesos de formación abiogénica de hidrocarburos por las reacciones
entre los carburos y el agua. No cabe duda de que tal
surgimiento de sustancias orgánicas al margen de la vida, tuvo efecto en el
pasado, cuando la reacción entre los carburos y el agua tenía lugar en
cantidades mucho mayores que en la actualidad. Por tanto, esta reacción
pudo ser, únicamente ella, una fuente que dio principio a la formación primaria
en masa de sustancias orgánicas, en una época en que todavía no existía la vida
en nuestros planetas, antes de que se manifestaran en él los seres vivientes
más sencillos.
Las importantes investigaciones de los
astrónomos y cosmólogos soviéticos (V. Ambartsumián, G. Shain, V. Fesénkov, O.
Shmidt y otros) que nos están descubriendo el proceso de la formación de las
estrellas y de los sistemas planetarios, irradian nueva luz acerca del problema
de la formación primitiva de las sustancias orgánicas en la Tierra.
Investigaciones realizadas con instrumentos muy
potentes, fabricados e instalados en el observatorio de Ala Ata, permitieron
estudiar pormenorizadamente la estructura y la evolución de la materia
interestelar, de la que antes se sabía muy poco. En nuestro universo estelar,
en la Vía Láctea, no toda la materia se encuentra
reunida en las estrellas y en los planetas. La ciencia moderna nos ha probado que el espacio interestelar no está
vacío, sino que en él hay una sustancia que permanece en estado gaseoso y
pulverulento. En muchos casos, esta materia gáseo-pulverulenta
interestelar se agrupa en formaciones relativamente
densas, que forman nubes gigantescas. Esas nubes pueden verse a simple vista
como manchas oscuras que se presentan sobre el fondo
claro de la Vía Láctea. Ya en la antigüedad habían llamado la atención esas
manchas, a las cuales se les dio entonces el nombre de “sacos de carbón”. En
estos sitio de la Vía
Láctea, las nubes de materia gáseo-pulverulenta fría no nos permiten ver la luz
de las estrellas situadas detrás.
Al estudiar la combinación de la materia
gáseo-pulverulenta interestelar, se encontró que en ciertos sitios tiene un
ordenamiento fibrilar. El
académico V. Fesénkov descubrió que en estos filamentos o fibras
de materia gáseo-pulverulenta es donde nacen las estrellas, que más tarde pasan
por un determinado desarrollo.
Al principio las estrellas
jóvenes tienen un tamaño gigantesco. Durante el proceso de su
desarrollo se hacen más densas y se manifiestan rodeadas de una nube
gáseo-pulverulenta, que no es otra cosa que el resto de materia que las
originó.
Pero lo que a nosotros nos interesa por ahora
no es la formación de las estrellas, sino la de los planetas, y en
especial, la del nuestro, la Tierra. Aquí cobra singular interés para nosotros la hipótesis
formulada no hace mucho por el académico O. Shmidt.
Según esta
hipótesis, la Tierra y los demás planetas de nuestro sistema solar no se
formaron de masas gaseosas separadas del
Sol (como se creía hasta ahora), sino a causa de que el Sol, en su movimiento en torno al centro de
nuestra Galaxia, se habría encontrado con una enorme nube de materia
pulverulenta fría, llevándosela a su órbita. En esta materia se habrían formado
paulatinamente varios núcleos o aglomeraciones, alrededor de los cuales se
habrían ido condensando las partículas gáseo-pulverulentas hasta constituir
planetas.
Claro está
que aquí aparece un poco confusa la cuestión de cómo pudo el Sol atraer a su
órbita la materia pulverulenta al atravesar la nube gáseo-pulverulenta. No obstante, ahora, a la luz de los trabajos
realizados acerca de la formación de las estrellas, ya podemos preguntarnos:
¿es necesaria la hipótesis del arrastre o atracción? ¿No pudo suceder muy bien
que el material que sirvió para que se formaran los planetas de nuestro sistema
solar fuera justamente esa materia gáseo-pulverulenta que rodea a las estrellas
jóvenes que se hallan en formación, y que la edad de la Tierra fuese muy
cercana a la del Sol? ¿Quizá éste, lo
mismo que las otras estrellas, estuviera circundado al nacer por una gigantesca
nube gáseo-pulverulenta, de donde provino el material que habría de dar origen
a la Tierra y a los demás planetas de
nuestro sistema solar?
Estas teorías de gran sentido lógico y
profundamente asentadas en datos obtenidos por la observación, nos proporcionan
valiosísimos elementos de juicio para aclarar el problema del origen primario
de los elementos orgánicos existentes al formarse nuestro planeta.
El estudio de la composición química de la
materia gáseo-pulverulenta, llevado a cabo en estos últimos tiempos, denota la
presencia en ella de hidrógeno, metano (y, tal vez, de hidrocarburos más
complejos), amoníaco y agua, esta última en forma de
pequeñísimos cristales de hielo. De esta manera, en el origen mismo de nuestro
planeta coincidieron en su composición a partir de la materia
gáseo-pulverulenta, los hidrocarburos más sencillos; el agua y el amoníaco; es
decir, todo lo precisamente necesario para formar las
sustancias orgánicas primitivas. Por tanto, cualquiera que haya sido el proceso
que dio origen a la Tierra, al irse formando, forzosamente debieron aflorar en
su superficie las sustancias orgánicas.
Según han constatado las
investigaciones de muchos químicos, y especialmente los trabajos del académico
A. Favorski y de su escuela, los hidrocarburos tienen la particularidad de
hidratarse con suma facilidad, es decir, de incorporar a su molécula una
molécula de agua. No hay lugar a dudas de que los hidrocarburos
que se formaron primitivamente en la superficie de la
Tierra también se combinaron, en su masa fundamental, con el agua. Mediante
esto, en la atmósfera primitiva de la Tierra se
originaron nuevas sustancias por medio de la oxidación de los hidrocarburos por
el oxígeno del agua. No cabe duda que de esta manera
surgieron diversos alcoholes, aldehídos, cetonas, ácidos y otras sustancias
orgánicas muy simples, en cuyas moléculas encontramos mezclados esos tres
elementos: el carbono, el hidrógeno y el oxígeno. Este último se integra como elemento constituyente de
la molécula de agua. Con frecuencia, a estos tres elementos se agrega otro: el
nitrógeno, que como amoníaco llegó a ser un elemento constitutivo de la Tierra
en formación.
De ahí que
como resultado de las reacciones de los hidrocarburos y sus derivados
oxigenados más simples con el amoníaco, surgieron cuerpos cuyas moléculas
contenían diferentes combinaciones de átomos de carbono, hidrógeno, oxígeno y
nitrógeno. De esta manera se formaron las numerosas sales amoniacales, las
amidas, las aminas, etc.
Por esta
razón, en el mismo momento en que se formó en la superficie terrestre la
hidrosfera, en las aguas del océano primitivo debieron formarse las diversas
sustancias que se derivaron del carbono y a las que con todo fundamento podemos
nombrar como sustancias orgánicas primitivas, aun cuando su aparición es muy
anterior a la de los primeros seres vivientes.
No cabe
duda que eran cuerpos más bien simples, de moléculas más o menos diminutas,
pero, a pesar de todo, lograban una forma cualitativamente nueva en relación
con la existencia de la materia.
De suerte
que las características de estos sencillos cuerpos orgánicos primitivos y su
destino posterior en el proceso de la evolución quedaron determinados por
nuevas leyes provenientes de su formación elemental y de la distribución de los
átomos en sus moléculas.
De este
modo, la idea, expuesta por mí hace 30 años, relativa a que las sustancias
orgánicas se habían formado en nuestro planeta antes de la aparición de los
organismos, se confirma ahora totalmente gracias a las nuevas teorías cosmogónicas
de los astrónomos soviéticos. Cuando se formó la Tierra, en su superficie –en
su atmósfera húmeda y en las aguas del océano primitivo- también se formaron
los hidrocarburos y sus derivados oxigenados y nitrogenados. Y
si antes esta etapa del paso de la materia hacia el origen de la vida estaba
rodeada de gran misterio, en nuestros días el origen primitivo de las
sustancias orgánicas más simples no presenta ninguna duda para la gran mayoría
de los naturalistas.
Con esto completamos la primera
etapa, quizá la más larga de la evolución de la materia, etapa que señala el
traslado de los átomos dispersos de las ardientes atmósferas estelares a las
sustancias orgánicas más simples, disueltas en la primitiva capa acuosa de la
Tierra.
La siguiente etapa de suma y trascendental
importancia en el sendero hacia la aparición de la vida, es la formación de las
sustancias proteínicas.
CAPÍTULO III
Origen de las proteínas
primitivas
En los inicios del siglo XIX imperaba la idea
errónea de que las complejas sustancias orgánicas que integran los animales y
las plantas –los azúcares, las proteínas, las grasas, etc.- sólo podían
obtenerse de los seres vivos, y que era de todo punto imposible junta esas
sustancias en un laboratorio, quizá porque se pensaba que sólo podían
originarse en los organismos vivos con la ayuda de una fuerza especial, a la
que se denominaba “fuerza vital”. Pero los innumerables trabajos efectuados en
los siglos XIX y XX por los investigadores dedicados a la química orgánica
acabaron con ese prejuicio. De suerte que hoy día, utilizando los hidrocarburos
y sus derivados más simples como material básico podemos obtener por vía
química sustancias tan propias de los organismos, como son los diversos
azúcares y grasas, innumerables pigmentos vegetales, como la alizarina y el
índigo, sustancias que dan a las flores y a los frutos su color, o aquellas
otras de las cuales se deriva su sabor y aroma, las diferentes terpenos, las
sustancias curtientes, los alcaloides, el caucho, etc. Actualmente ya se ha logrado
sintetizar incluso cuerpos tan complejos y de tan alta actividad biológica como
las vitaminas, los antibióticos y algunas hormonas. Debido a eso sabemos que la
“fuerza vital” ha sido totalmente desalojada del campo científico, quedando
totalmente aclarado que todas las sustancias que pasan a formar parte de los
animales y de los vegetales pueden, en principio, ser obtenidas también al
margen de los organismos vivos, independientemente de la vida.
Cierto
también que en la Tierra no se observa la formación de sustancias orgánicas en
condiciones naturales más que en los organismos vivos, pero esto sólo está
ocurriendo en el actual período de la evolución de la materia en la Tierra.
Como queda dicho en el capítulo anterior, las sustancias orgánicas más simples
–los hidrocarburos y sus derivados más inmediatos- se forman en los cuerpos
celestes que nos rodean sin ninguna relación con la vida; es decir, en
condiciones tales, que se excluye por completo la idea de vida en ellos.
También en nuestro planeta esas sustancias se formaron al principio a
consecuencia de las reacciones que se produjeron entre las sustancias
inorgánicas, mucho antes de la aparición de vida.
Los
hidrocarburos y sus derivados más simples contienen inmensas posibilidades
químicas. Ellos son, justamente, los que forman parte de la materia prima
utilizada por los químicos modernos para obtener en sus laboratorios las
variadas sustancias orgánicas que se hallan en los organismos vivos y a las que
ya nos referimos más arriba.
Cabe hacer
notar el hecho de que los químicos usan para sus trabajos de síntesis
reacciones diferentes a las que observamos en los seres vivos. Para obligar a
las sustancias orgánicas a reaccionar entre ellas con rapidez y en la forma
necesaria, los químicos emplean frecuentemente la acción de ácidos y álcalis
fuertes, altas temperaturas, grandes presiones y otros muchos análogos. Los
químicos disponen de múltiples procedimientos que les permiten realizar las
reacciones más disímiles.
En los
organismos vivos, en condiciones naturales, la síntesis de las diversas
sustancias orgánicas se hace de un modo totalmente diferente. Aquí no existen
sustancias de fuerte acción ni altas temperaturas como las del arsenal de los
químicos. La reacción del medio es casi siempre neutral, y a pesar de eso en
los organismos vivos se da un gran número de cuerpos químicos de naturaleza muy
distinta y a veces muy complejos.
Esta misma diversidad de sustancias
producidas por los organismos animales y vegetales era
lo que hacía pensar a los investigadores de otros
tiempos que en la célula viva se producían numerosísimas reacciones de los
tipos más variados. Pero un
estudio más profundo nos demuestra que realmente no ocurre así. A pesar de la
enorme cantidad de sustancias que integran los organismos vivos, no cabe duda
que la totalidad de ellas se formaron por medio de reacciones relativamente
simples y muy parecidas. Las transformaciones químicas que sufrieron las
sustancias orgánicas en la célula viva tienen por base fundamental tres tipos de
reacciones. El primero: la condensación o alargamiento de la cadena de átomos
de carbono y el proceso inverso, la ruptura de los enlaces entre dos átomos de
carbono. El segundo: la polimerización o combinación de dos moléculas orgánicas
por medio de un puente de oxígeno o nitrógeno, y por otra parte, el proceso
inverso o hidrólisis. Finalmente, la oxidación y, ligada a ella, la reducción
(reacciones de óxido-reducción). Además, en la célula viva son bastante
frecuentes las reacciones, mediante las cuales el ácido fosfórico, el nitrógeno
amínico, el metilo y otros grupos químicos se trasladan de una molécula a otra.
Todos los
procesos químicos que se llevan a cabo en el organismo vivo, todas las
mutaciones de las sustancias, que conducen a la formación de cuerpos muy
distintos, pueden, en último caso, reducirse a estas reacciones simples o a
todas ellas juntas. El estudio del quimismo de la respiración, de la
fermentación, de la asimilación, de la síntesis y de la desintegración de las
diversas sustancias indica que todos estos fenómenos se apoyan en largas
cadenas de transformaciones químicas, cuyos diferentes eslabones están
representados por las reacciones que acabamos de enumerar. Todo
depende, únicamente, del orden en que se vayan
sucediendo las reacciones de distinto tipo. Si la primera reacción es, por
ejemplo, de condensación, y a ella le sigue un proceso de oxidación y, luego,
otra condensación, entonces resulta un cuerpo químico, o sea, un producto de la
transformación; por el contrario, si a la condensación se aúna una
polimerización y a ésta una oxidación o una reducción, no cabe duda que se
obtendrá otra sustancia.
Sucede,
entonces, que la complejidad y la diversidad de las sustancias que se forman en
los organismos vivos dependen exclusivamente de la complejidad y diversidad con
que se combinan las reacciones simples de los tipos que hemos expuesto más
arriba. Ahora bien, si observamos acuciosamente estas reacciones, notaremos que
muchas de ellas poseen un rasgo característico común, una particularidad común,
lo cual se produce con la participación inmediata de los elementos del agua. Estos
elementos se combinan con los átomos de carbono de la
molécula de la sustancia orgánica, o bien se desprenden, separándose de ella. Esta reacción entre los elementos del agua y los
cuerpos orgánicos constituye la base fundamental de todo el proceso vital.
Gracias a ella tienen lugar las numerosas transformaciones de las sustancias
orgánicas que se forman actualmente en condiciones naturales, dentro de los
organismos. Aquí, estas reacciones se efectúan con gran rapidez y en un orden
de sucesión muy estricto; todo ello gracias a ciertas condiciones especiales, a
las que nos referiremos un poco más adelante. Pues bien, aparte de estas
condiciones, fuera de los organismos vivos también encontramos esta reacción
entre el agua y las sustancias orgánicas, aunque su desarrollo sea mucho más
lento.
Los
químicos habían logrado ya, hace tiempo, numerosas síntesis obtenidas por esta
reacción al guardar simplemente por más o menos tiempo soluciones acuosas de
distintas sustancias orgánicas. En estos casos, las sencillas y diminutas
moléculas de los hidrocarburos y de sus derivados, formadas por un pequeño
número de átomos, se combinan entre ellas mediante los más variados procedimientos,
formando así moléculas de mayor tamaño y de estructura más compleja. En 1861,
nuestro eminente compatriota A. Bútlerov demostró ya que si se diluye formalina
(cuya molécula está formada por un átomo de carbono, un átomo de oxígeno y dos
átomos de hidrógeno) en agua calcárea y se guarda esta solución en un lugar
templado, pasado cierto tiempo se comprueba que la solución adquiere sabor
dulce. Después también se demostró que en esas condiciones seis moléculas de
formalina se combinan entre ellas para formar una molécula de azúcar de mayor
tamaño y de estructura más compleja.
El
académico A. Baj, padre de la bioquímica soviética, retuvo durante mucho tiempo
una mezcla de soluciones acuosas de formalina y de cianuro potásico,
verificando posteriormente que de esta mezcla se podía aislar una sustancia
nitrogenada de gran peso molecular y que daba algunas reacciones distintivas de
las proteínas.
Se podrían
enumerar centenares de ejemplos análogos, pero lo dicho ya es suficiente para
tener idea de esa capacidad tan notable de las sustancias orgánicas más
sencillas para transformarse en cuerpos más complejos y de elevado peso
molecular cuando se guardan simplemente sus soluciones acuosas.
Las
condiciones existentes en las aguas del océano primitivo en el tiempo que nos
ocupa no eran muy diferentes de las condiciones que reproducimos en nuestros
laboratorios. Por eso pensamos que en cualquier parte de aquel océano, en
cualquier laguna o charco en proceso de desecación, debieron surgir las mismas
sustancias orgánicas complejas que se produjeron en el matraz de Bútlerov, en
la vasija de Baj y en otros experimentos análogos.
De más
está decir que en esa solución de sustancias orgánicas tan simples, como eran
las aguas del océano primitivo, las reacciones no se realizaban en determinada
escala, no seguían ningún orden. Por el contrario, poseían un carácter
desordenado y caótico. Las sustancias orgánicas podían sufrir al mismo tiempo
diferentes transformaciones químicas, seguir distintos caminos químicos, originando
innumerables y variados productos. Pero desde el primer instante se pone en
evidencia determinada tendencia general a la síntesis de sustancias cada vez
más complejas y de peso molecular más y más elevado. Así se explica que en las
aguas tibias del océano primitivo de la Tierra se formaran sustancias orgánicas
de elevado peso molecular, parecidas a las que ahora encontramos en los
animales y vegetales.
Si
estudiamos la formación de las diversas sustancias orgánicas complejas en la
capa acuosa de la Tierra, debemos preocuparnos especialmente de la formación de
las sustancias proteínicas en esas condiciones. Las proteínas desempeñan una
función de extraordinaria importancia, un papel realmente decisivo, en la
formación de la “sustancia viva”. El protoplasma, sustrato material de la
constitución del cuerpo de los animales, de las plantas y de los microbios,
siempre contiene una importante cantidad de proteínas. Engels había señalado ya
que “siempre que nos encontramos con la vida, la vemos ligada a algún cuerpo
albuminoideo (proteínico), y siempre que nos encontramos con algún cuerpo
albuminoideo que no esté en descomposición, hallamos sin excepción fenómenos de
vida”.
Estas
palabras de Engels tuvieron una total confirmación en los trabajos realizados
por los investigadores modernos. Y es que se ha demostrado que las proteínas no
son, como antes se creía, simples elementos pasivos de la estructura del
protoplasma, sino que, por el contrario, participan directa y activamente en el
recambio de sustancias y en otros fenómenos de la vida. Por tanto, el origen de
las proteínas significa un importantísimo eslabón del proceso evolutivo seguido
por la materia, de ese proceso que ha dado origen a los seres vivos.
En los
finales del siglo pasado y comienzos de éste, cuando la química de las
proteínas aún estaba por desarrollarse, algunos hombres de ciencia creían que
las proteínas entrañaban un principio misterioso especial, unas agrupaciones
atómicas específicas y que eran las generadoras de la vida. Visto desde ese ángulo,
el origen primitivo de las proteínas parecía enigmático y hasta se creía poco
probable que tal origen hubiese tenido lugar. Pero si ahora examinamos este
problema desde el punto de vista de las ideas actuales referente a la
naturaleza química de la molécula proteínica, todo él adquiere un aspecto
absolutamente opuesto.
Sintetizando
esquemáticamente los últimos adelantos obtenidos por la química de las
proteínas, debemos señalar ante todo la circunstancia de que en nuestros días
conocemos muy bien las distintas partes –los “ladrillos”, pudiéramos decir- que
forman la molécula de cualquier proteína. Porque esos “ladrillos” son
precisamente los aminoácidos, sustancias bien conocidas por los químicos
actualmente.
En la
molécula proteínica, los aminoácidos están ligados entre sí mediante enlaces
químicos especiales, formando así una larga cadena. El número de moléculas de
aminoácidos que integran esta cadena cambia, según las distintas proteínas, de
algunos centenares a varios miles. Es por eso que dicha cadena suele ser muy
larga. Tanto que, en la mayoría de los casos, la cadena aparece enrollada,
formando un enredado ovillo, cuya estructura sigue, no obstante eso, un
determinado orden. Este ovillo es lo que, en realidad, constituye la molécula
proteínica.
Por
consiguiente, tiene vital importancia el hecho de que cada sustancia proteínica
esté constituida por aminoácidos muy diferentes. De suerte que podemos afirmar
que la molécula proteínica está integrada por “ladrillos” de distintas clases.
En la actualidad se conocen cerca de treinta aminoácidos distintos que forman
parte de la constitución de las proteínas naturales. Se sabe también que
algunas proteínas llevan en su molécula todos los aminoácidos conocidos; otras,
por el contrario, son menos favorecidas en aminoácidos. Las propiedades
químicas y físicas de cualquiera de las proteínas conocidas dependen
cardinalmente de los aminoácidos que la componen.
No
obstante, debemos tener presente que las moléculas de aminoácidos que
constituyen la cadena proteínica no están unidas entre sí en cualquier forma,
al azar, sino en estricto orden, propio y exclusivo de esa proteína. Por tanto,
las propiedades físicas y químicas de cualquier proteína; su capacidad de
reaccionar químicamente con otras sustancias; su solubilidad en el agua, etc.,
no sólo dependen de la cantidad y de la variedad de los aminoácidos que
componen su molécula, sino también del orden en que estos aminoácidos están
ligados uno tras otro en la cadena proteínica.
Dicha
estructura hace posible la existencia de una variedad infinita de proteínas. La
albúmina del huevo que todos conocemos, no es sino una proteína y, además –por
añadidura-, relativamente sencilla. En
cambio son mucho más complejas las proteínas de nuestra sangre, de nuestros
músculos y del cerebro. En todo ser vivo, en cada uno de sus órganos
hay centenares, miles de proteínas distintas, y cada especie animal o vegetal
tiene sus proteínas propias, exclusivas de esa especie. Como
ejemplo natural, hay que señalar que las proteínas de la sangre humana son algo
diferentes a las de la sangre de un caballo, de una vaca o de un conejo.
De ahí que por esa extraordinaria variedad de
proteínas se presenta la dificultad de lograrlas por
vía artificial en nuestros laboratorios. Sin embargo,
hoy día ya podemos obtener fácilmente cualquier aminoácido a partir de los
hidrocarburos y el amoníaco. Y,
naturalmente, tampoco ofrece para nosotros grandes dificultades la unión de
estos aminoácidos para formar largas cadenas, parecidas a las que forman la base
de las moléculas proteínicas, consiguiendo así sustancias realmente parecidas a
las proteínas (sustancias proteinoides). Empero, esto no basta para reproducir
artificialmente cualquiera de las proteínas que ya conocemos como, por ejemplo,
la albúmina de nuestra sangre o la de la semilla del guisante. Para
eso es necesario unir en cada cadena centenares de miles de aminoácidos
diferentes, y además, en un orden muy especial, justamente en el orden en que
se encuentran en esa proteína concreta.
Mas si tomamos una cadena compuesta solamente
por cincuenta eslabones, con la particularidad de que estos eslabones son de
veinte clases distintas, al combinarlos en diversas formas podemos lograr una
gran variedad de cadenas. El número de esas cadenas, diferenciadas por la
distinta disposición de sus eslabones, puede expresarse por la unidad seguida
de cuarenta y ocho ceros, o sea, por una cifra que se
puede obtener si multiplicamos un millón por un millón, el resultado otra vez
por un millón, y así hasta siete veces. Y si tomásemos esa cantidad de
moléculas de proteínas y formásemos con ellas un cordón de un dedo de grueso,
podríamos estirarlo alrededor de todo nuestro sistema estelar, de un extremo a
otro de la Vía Láctea.
Pues bien, la cadena de aminoácidos de una molécula
proteínica de tamaño mediano, no está formada por cincuenta sino por varios
centenares de eslabones, y no contiene veinte tipos de aminoácidos, sino treinta. De ahí que el número de combinaciones aumente aquí
en muchos cuatrillones de veces.
Para obtener artificialmente una proteína
natural, hay que escoger de entre esas múltiples combinaciones la que nos dé
justamente una disposición de los aminoácidos en la cadena proteínica que
coincida exactamente con la de la proteína natural que queremos lograr. Es
natural, pues, que si vamos uniendo de cualquier modo los aminoácidos para
constituir la cadena proteínica, jamás llegaremos a lograr nuestro propósito.
Esto es lo mismo que si revolviendo y agitando un montón de tipos de imprenta
en el que hubiese veinticinco letras distintas, esperásemos que en un momento
determinado pudieran agruparse para formar una poesía conocida.
Solamente podremos reproducir
esa poesía si sabemos bien la disposición de las letras y de las palabras que
la componen. De la misma manera, sólo conociendo la distribución exacta de los
aminoácidos en la cadena proteínica en cuestión podremos estar seguros de la
posibilidad de reproducirla artificialmente en nuestro laboratorio. Desgraciadamente,
hasta este momento sólo se ha podido determinar el orden de colocación de los
aminoácidos en algunas de las sustancias proteínicas más simples. Es por eso que aún no se han podido obtener
artificialmente las complejas proteínas naturales.
Pero esto será solamente cosa de tiempo
porque, en principio, nadie duda ya de la posibilidad de lograr proteínas por
vía artificial.
Pero lo
que en este caso nos importa, no es admitir en principio la posibilidad de
sintetizar las proteínas o las sustancias proteinoides. Para nosotros, lo
interesante es tener idea muy clara y concreta de cómo han surgido por vía
natural esas sustancias orgánicas; las más complejas de todas, en las
condiciones en que en cierto tiempo surgieron en la superficie de nuestro
planeta. Hasta hace poco no se podía dar a esta pregunta una respuesta con base
experimental; pero en la primavera de 1953, en un experimento realizado con
este fin, de una mezcla de metano, amoníaco, vapor de agua e hidrógeno, se
obtuvieron varios aminoácidos en unas condiciones que reproducían en forma muy
parecida a las que existieron en la atmósfera de la Tierra en sus comienzos.
Muchas más
dificultades presenta la unión de estos aminoácidos para formar moléculas de
sustancias proteinoides; dificultades debidas a que, en condiciones naturales,
ante la síntesis de esas sustancias, se levanta una gran barrera energética. Así
es que, para obtener la unión de las moléculas de aminoácidos y formar
polipéptidos, se precisa un enorme gasto de energía (unas 3.000
calorías).
En las síntesis que se obtienen en los
laboratorios, esta dificultad puede evitarse mediante procedimientos
especiales; pero con la simple conservación de soluciones acuosas de
aminoácidos, esa reacción no se produce, a diferencia de lo que sucede en el
caso citado de la formalina y el azúcar.
A pesar de estos tropiezos, en los últimos
años se han obtenido en este sentido resultados
halagadores. Sobre
todo, se ha podido demostrar que cuando se seleccionan acertadamente los
aminoácidos, la energía necesaria para realizar la síntesis se puede reducir en
forma considerable; de suerte que hay ocasiones en que es posible recuperarla
mediante determinadas reacciones concomitantes. Para nosotros son de sumo interés los experimentos realizados recientemente en
Leningrado por el profesor S. Brésler. Teniendo presente que el consumo de
energía suficiente para lograr la formación de polipéptidos a partir de una
solución acuosa de aminoácidos, puede ser compensado por el gasto de la energía
liberada mediante la acción de la presión exterior, Brésler efectuó la síntesis
bajo presiones de varios miles de atmósferas. Así pues,
trabajando en estas condiciones con aminoácidos y otros productos de la
desintegración proteínica, pudo sintetizar cuerpos proteinoides de muy
considerable peso molecular, en los que diferentes aminoácidos aparecían unidos
entre sí, formando polipéptidos. Estos experimentos nos demuestran la
gran posibilidad de sintetizar proteínas o sustancias proteinoides mediante el
concurso de las altas presiones que pueden producirse fácilmente en condiciones
naturales en la Tierra, como sucede en las grandes profundidades de los
océanos.
Por tanto, la química moderna
de las proteínas nos está revelando que en una época remota de la Tierra, en su
capa acuosa, pudieron y debieron formarse sustancias proteinoides. Desde
luego, estas “proteínas primitivas” no podían ser exactamente iguales a ninguna
de las proteínas que existen ahora, pero sí se parecían a las proteínas que
conocemos. En sus moléculas, los aminoácidos estaban unidos
por los mismos enlaces que en las proteínas actuales. Lo distinto
aparecía solamente en que la disposición de los aminoácidos en las cadenas
proteínicas era diferente, es decir, menos ordenada.
Mas esas
“proteínas primitivas” ya tenían, tal como las actuales, unas moléculas enormes
e innumerables posibilidades químicas. Y fueron justamente esas posibilidades
las que determinaron el papel de excepcional importancia efectuado por las
proteínas en el proceso ulterior de la materia orgánica.
Naturalmente
que el átomo de carbono de la atmósfera estelar no era todavía una sustancia
orgánica, pero su extraordinaria facilidad para combinarse con el hidrógeno, el
oxígeno y el nitrógeno llevaba implícita la posibilidad, en determinadas
condiciones de existencia, de poder formar sustancias orgánicas. Exactamente lo
mismo ocurrió con las proteínas primitivas, pues en sus grandes propiedades
encerraban posibilidades que habrían de conducir forzosamente, en determinadas
condiciones del desarrollo de la materia, a la formación de seres vivos. Así es
como en las fases del desarrollo de nuestro planeta, en las aguas de su océano
primitivo, debieron constituirse numerosos cuerpos proteinoides y otras
sustancias orgánicas complejas, seguramente parecidas a las que en la
actualidad integran los seres vivos. Pues bien, como es natural, se trataba
solamente de materiales de construcción. No eran, valga la frase, sino
ladrillos y cemento, materiales con los que se podía construir el edificio,
pero éste, como tal, no existía todavía. Las sustancias orgánicas se
encontraban únicamente, y en forma simple, disueltas en las aguas del océano,
con sus moléculas dispersas en ellas sin orden ni concierto. Naturalmente, faltaba aún la estructura, es decir, la
organización que distingue a todos los seres vivos.
CAPÍTULO IV
Origen de las primitivas
formaciones coloidales
Como ya
hemos visto, en el capítulo anterior, en el proceso evolutivo de la Tierra
debieron formarse en las aguas del océano primario sustancias orgánicas muy
complejas y diversas, parecidas a las que integran los actuales organismos
vivos. Pero entre estos últimos y la simple solución acuosa de sustancias
orgánicas hay, desde luego, una gran diferencia.
El
fundamento de todo organismo vegetal o animal, es decir, la base de los cuerpos
de los distintos hongos, bacterias, amibas y otros organismos sumamente
simples, es el protoplasma, el substrato material en el que se desarrollan los
fenómenos vitales. En su aspecto exterior, el protoplasma sólo es una masa
viscosa semilíquida de color grisáceo, en cuya composición –aparte del agua- se
encuentran, principalmente, proteínas y otras varias sustancias orgánicas y
sales inorgánicas. Mas no es sólo una simple mezcla de estas sustancias. Pues
el protoplasma tiene una organización muy compleja. Esta organización se
muestra, en primer lugar, a través de una determinada estructura, en cierta
distribución espacial recíproca de las partículas que constituyen las
sustancias del protoplasma y, en segundo lugar, en una determinada armonía, con
cierto orden y con determinada regularidad de los procesos físicos y químicos
que se efectúan en él.
Por tanto,
la materia viva está representada en nuestros días por organismos, por sistemas
individuales que tienen cierta forma y una sutil estructura interior u organización.
Nada parecido pudo existir, como es lógico, en las aguas de ese océano
primitivo, cuya historia hemos examinado en el capítulo anterior. El estudio de
distintas soluciones, entre ellas las de sustancias orgánicas, demuestra que en
ellas las diversas partículas están repartidas de una manera más o menos
regular por todo el volumen de disolvente, encontrándose en constante y
desordenado movimiento. Por tanto, la sustancia que nos ocupa se encuentra aquí
indisolublemente fundida con el medio que la rodea y, además, no posee una
estructura precisa, con base en la disposición regular de unas partículas con
respecto de otras. Sin embargo, nosotros no podemos concebir un organismo que
no posea una estructura y esté totalmente disuelto en el medio ambiente. De ahí
que en el camino que conduce de las sustancias orgánicas a los seres vivos
surgieran seguramente unas formas individuales, unos sistemas especialmente
delimitados en relación con el medio ambiente y con una especial disposición
interior de las partículas de la materia.
Las
sustancias orgánicas de bajo peso molecular, como por ejemplo, los alcoholes o
los azúcares, al ser disueltas en el agua se desmenuzan en alto grado y se
distribuyen en idéntica forma, por toda la solución, de moléculas sueltas que quedan
más o menos independientes unas de otras. Por eso sus propiedades dependerán
principalmente de la estructura de las propias moléculas y de la disposición
que adopten en ellas los átomos de carbono, hidrógeno, oxígeno, etc.
Pero
conforme va creciendo el tamaño de las moléculas, a estas leyes sencillas de la
química orgánica van agregándose otras nuevas, más complejas, cuyo estudio es
objeto de la química de las coloides. Las soluciones más o menos diluidas de
sustancias de leve peso molecular, son sistemas perfectamente estables en los
que el grado de fraccionamiento de la sustancia y la uniformidad de su
distribución en el espacio no cambian por sí solos. En cambio, las partículas
de los cuerpos de elevado peso molecular dan soluciones coloidales, que se
reconocen por su relativa inestabilidad. Bajo la influencia de diversos
factores, estas partículas tienden a combinarse entre ellas y a formar
verdaderos enjambres, a los que se les denomina agregados o complejos. Sin
embargo, sucede a menudo que este proceso de unión de partículas tiene tanta
intensidad que la sustancia coloidal se separa de la solución dejando
sedimento. Este proceso es lo que llamamos coagulación.
Otras
veces no alcanza a formar el sedimento, pero siempre se altera hondamente la distribución
uniforme de las sustancias en la solución. Las sustancias orgánicas
disueltas se concentran en determinados puntos, se forman unos coágulos en los
que las distintas moléculas o partículas se hallan ligadas entre sí en
determinada forma, por lo que surgen nuevas y complejas relaciones determinadas
no sólo por la disposición de los átomos en las moléculas, sino también por la
disposición que toman unas moléculas en relación con otras.
Tomemos dos soluciones de sustancias
orgánicas de alto peso molecular, por ejemplo: una solución acuosa de jalea y
otra similar de goma arábiga. Ambas son transparentes y homogéneas; en ellas la
sustancia orgánica se encuentra totalmente fundida con el medio ambiente. Las partículas de las sustancias orgánicas que hemos tomado están
uniformemente distribuidas en el disolvente. Mezclemos ahora las dos soluciones y observemos
inmediatamente que la mezcla se enturbia. Y si la examinamos al microscopio
podremos ver que en las soluciones, antes homogéneas, han aparecido unas gotas,
separadas del medio ambiente por una veta divisoria.
Lo mismo
sucederá si mezclamos soluciones de otras sustancias de elevado peso molecular,
sobre todo si mezclamos diferentes proteínas. En estos casos se forma algo así
como un amontonamiento de moléculas en determinados lugares de la mezcla. Por
eso a las gotas que aquí se forman se les dio el nombre de coacervados (del
latín acervus, montón). Estas agrupaciones tan interesantes han sido
estudiadas en forma detallada y se continúan estudiando en los laboratorios de
Bungenberg, de Jong y de Kruit, en el laboratorio de bioquímica de las plantas
de la Universidad de Moscú y en varios otros. Al someter a un análisis químico
los coacervados y el líquido que los rodea, se puede ver que toda la sustancia
coloidal (por ejemplo, toda la gelatina y toda la goma arábiga del caso que
acabamos de citar), se ha concentrado en los coacervados y que en el medio
circundante casi no quedan moléculas de esta sustancia. A su alrededor
solamente hay agua casi pura, pero dentro de los coacervados, las sustancias
aludidas se encuentran tan concentradas, que más
parece tratarse de una solución de agua de gelatina y goma arábiga y no al
revés. A ello se debe la propiedad, tan característica de los coacervados, de
que sus gotas, a pesar de ser líquidas y estar impregnadas de agua, jamás se
mezclan con la solución acuosa que las circunda.
Esta misma cualidad posee el
protoplasma de los organismos vivos. Si partimos una célula vegetal
y extraemos en agua su protoplasma, observamos que, a pesar de su consistencia
líquida, no se mezcla con el agua circundante, sino que flota en ella formando bolitas muy
delimitadas y aparte de la solución. Este parecido entre los coacervados artificiales y el protoplasma no es
simplemente algo externo. La conclusión de los trabajos realizados en estos
últimos años es que el protoplasma se encuentra, efectivamente, en estado
coacervático. Aclarando que: la estructura del protoplasma es, por supuesto,
mucho más complicada que la de los coacervados artificiales, porque, entre
otros motivos, en el protoplasma no se encuentran presentes dos sustancias
coloidales, como en el ejemplo anteriormente citado, sino muchas más. A pesar
de esto, varias propiedades físicas y químicas del protoplasma, como son su
capacidad de formar vacuolas, su ambición, permeabilidad, etc., solamente se
pueden comprender estudiando los coacervados.
Una
cualidad muy importante de los coacervados es que, a pesar de su consistencia
líquida, tienen cierta estructura. Las moléculas y las partículas coloidales
que los estructuran no se encuentran distribuidas en ellos al azar, sino
colocadas entre sí en determinada forma espacial.
En algunos
coacervados se logra ver al microscopio algunas estructuras, pero éstas son muy
inestables y sólo duran lo que las fuerzas que han determinado esa disposición
de las partículas. Pequeñas variantes pueden producirse hasta que el coacervado
se desintegre en moléculas sueltas, disolviéndose en el medio circundante.
Otras veces ocurre al contrario, el coacervado se hace más compacto, su
viscosidad interna crece y puede llegar a tomar un aspecto gelatinoso, la
estructura se complica y se torna más duradera. Estos cambios sufridos por los
coacervados pueden ser producidos por cambios operados en las condiciones
exteriores o bajo el influjo de alteraciones químicas internas.
Tenemos,
entonces, que los coacervados presentan determinada forma rudimentaria de
organización de la materia, aunque esta organización es todavía muy primitiva y
totalmente inestable. A pesar de esto, dicha organización ya permite precisar
numerosas propiedades de los coacervados. En éstos destaca sobre todo su
capacidad de absorber diferentes sustancias que se hallan en la solución. Se
puede demostrar en forma muy fácil esta propiedad si agregamos distintos
colorantes al líquido que rodea a los coacervados, porque veremos al momento
cómo la sustancia colorante pasa rápidamente de la solución a la gota del
coacervado.
Muchas
veces ese fenómeno se complica con una serie de transformaciones químicas que
se producen dentro del coacervado. Las partículas absorbidas por el coacervado
reaccionan químicamente con las mismas sustancias del propio coacervado. Y a
causa de esto las gotas del coacervado a veces aumentan de volumen y crecen a expensas
de las sustancias absorbidas por él del líquido circundante.
En esas
ocasiones no solamente se produce un aumento de volumen y de peso de la gota,
sino que también cambia considerablemente su composición química. Por tanto,
notamos que en los coacervados se pueden producir determinados procesos
químicos.
Es de
vital importancia el hecho de que el carácter y la rapidez de esos procesos
dependan en gran medida de la estructura físico-química de dicho coacervado,
para que puedan ser de distinta naturaleza en los diversos coacervados.
Luego de haber visto las propiedades de los
coacervados, retrocedamos ahora a los cuerpos proteinoides de elevado peso
molecular que se formaron en la primitiva capa acuosa
de la Tierra. Pues bien, como ya dijimos, las moléculas de
estos cuerpos, a semejanza de las moléculas de las proteínas actuales, poseían
en su superficie varias cadenas laterales dotadas de diferente función química,
debido a lo cual, a medida que iban creciendo y haciéndose más complejas las
“proteínas primitivas”, debieron aparecer ineludiblemente nuevas relaciones
entre las diversas moléculas. En efecto, ninguna molécula podía existir
aislada de las demás, debido a lo cual fue forzoso que se
estructuraran verdaderos enjambres o montones de moléculas, complicadas
agrupaciones de partículas que poseían una naturaleza heterogénea, ya que
estaban integradas por moléculas proteicas de distinto tamaño y diferentes
propiedades. De aquí apareció, sin duda, como una necesidad
imperiosa la concentración de la sustancia orgánica en determinados puntos del
espacio. Antes o después, en este o en el otro extremo del océano
primitivo, de la solución acuosa de diferentes sustancias proteínicas, debieron
separarse, sin duda, gotas de coacervados. Mas ya vimos anteriormente que las
condiciones para la formación de los coacervados son
sencillas. Basta con mezclar simplemente las soluciones de dos o varias
sustancias orgánicas de alto peso molecular. Por tanto, es posible asegurar que
tan pronto como en la primitiva hidrosfera terrestre se
formaron diversos cuerpos proteinoides de peso molecular más o menos elevado,
inmediatamente debieron surgir también los coacervados.
Para la formación de los coacervados ni
siquiera pudo ser un obstáculo la concentración, un tanto débil, de las
sustancias orgánicas en el océano primitivo.
Las aguas de los mares y
océanos actualmente contienen ínfimas cantidades de sustancias orgánicas,
originadas por la desintegración de los organismos muertos.
Estas sustancias son, en su gran mayoría, absorbidas
por los microorganismos que viven en el agua, para los cuales constituyen el
alimento básico. Pero hay casos, no muy frecuentes, en las
profundidades de los abismos del mar, en que las sustancias orgánicas pueden
librarse de ser atacadas por los microbios y seguir intactas durante un plazo
relativamente corto. Los datos
obtenidos mediante el estudio de los fondos abismales fangosos, señalan que en
esas condiciones las sustancias orgánicas disueltas crean sedimentos
gelatinosos. Cuando el agua sólo contiene vestigios de sustancias orgánicas de
elevado peso molecular y los coacervados complejos se separan, este mismo
fenómeno puede observarse con frecuencia en condiciones creadas
artificialmente, en el cual la acción de los microorganismos queda excluida.
De este
modo la mezcla de diversos coloides y, en primer lugar, la mezcla de cuerpos
proteinoides primitivos en las aguas de la
Tierra, debió originar la formación de coacervados, etapa importantísima
en la evolución de la sustancia orgánica primitiva y en el proceso que originó
la vida. Hasta ese instante, la sustancia orgánica
había estado totalmente adherida al medio circundante, distribuida de una
manera uniforme en toda la masa del disolvente. Al formarse los coacervados,
las moléculas de la sustancia orgánica se unieron en
determinados puntos del espacio y se aislaron del medio circundante por una
separación más o menos clara.
Cada
coacervado tomó cierta individualidad, en contraposición, por así decirlo, al
mundo exterior circundante. Solamente esa separación de los coacervados
pudo crear la unidad dialéctica entre el organismo y el medio, factor
fundamental en el proceso de origen y desarrollo de la vida en la Tierra. Igualmente, con el surgimiento de los coacervados la materia
orgánica tomó determinada estructura. Pero antes, en las soluciones, no
había más que un conglomerado de partículas que se movían desordenadamente;
mientras que en los coacervados, estas partículas están colocadas, unas con
respecto a otras en un orden preciso. En consecuencia, aquí ya aparecen rudimentos de determinada
organización, aunque realmente, muy elementales. El resultado de esto fue que a
las simples relaciones organoquímicas se agregaran las nuevas leyes de la
química coloidal. Estas leyes también rigen para
el protoplasma vivo de los organismos actuales. De ahí que podamos situar
cierta analogía entre las propiedades fisicoquímicas del protoplasma y nuestros
coacervados.
En efecto, ¿podemos afirmar,
basándonos en esto, que los coacervados sean seres vivos? Por supuesto que no. Y
el problema no se basa únicamente en la complejidad de
la composición del protoplasma y en lo delicado de su estructura. En los
coacervados obtenidos artificialmente por nosotros o en aquellas gotas que
aparecieron por vía natural, al desprenderse de la solución de sustancias
orgánicas en el océano primitivo de la Tierra, no reinaba esa “armonía”
estructural, esa adaptación de la organización interna al cumplimiento de
determinadas funciones vitales en condiciones concretas de existencia, tan
propia del protoplasma de todos los seres vivos sin excepción.
Dicha adaptación a las condiciones del medio
ambiente, de ninguna manera podía ser el resultado de simples leyes físicas o
químicas.
De igual modo tampoco bastan para explicarla las leyes de la química coloidal. De ahí que
al originarse los seres vivos primitivos, sin duda, surgieron en el proceso
evolutivo de la materia, nuevas leyes que poseían ya un carácter biológico.
CAPÍTULO V
Organización del protoplasma
vivo
A fin de poder llevar adelante el curso de la
evolución y el proceso del origen de la vida, es preciso conocer, aunque sea a
grandes rasgos, los principios básicos de la organización del protoplasma, ese
sustrato material que forma la base de los seres vivos.
A fines del siglo pasado y principios del
actual, algunos científicos pensaban que los organismos no eran más que unas
“máquinas vivientes” de tipo especial, con una formación estructural sumamente
compleja. Según ellos, el protoplasma poseía una estructura semejante a la de
una máquina y estaba construido con arreglo a un determinado plan y formado por
“vigas” y “tirantes”, rígidos e inmutables, entrelazados unos con otros. Esta
estructura, este riguroso orden en la disposición recíproca de las distintas
partes del protoplasma, era justamente lo que, según el punto de vista en
cuestión, constituía la causa específica de la vida, así como la causa del
trabajo específico de una máquina depende de su estructura, según la forma en
que están dispuestas las ruedas, los ejes, los pistones y las demás partes del
mecanismo. De aquí la conclusión de que si consiguiéramos estudiar
detalladamente y captar esta estructura, tendríamos aclarado el enigma de la
vida.
Pero el
estudio concreto del protoplasma ha negado ese principio mecanicista. Se
verificó que en el protoplasma no existe ninguna estructura que se parezca a
una máquina, ni siquiera a las de máxima precisión.
Se sabe
que la masa fundamental del protoplasma es líquida; es un coacervado complejo,
formado por numerosas sustancias orgánicas de enorme peso molecular, entre las
que figuran, en primer término, las proteínas y los lipoides. De ahí que en esa
sustancia coacervática fundamental, floten libremente partículas filamentosas
coloidales, tal vez gigantescas moléculas proteínicas sueltas, y más
probablemente, verdaderos enjambres de esas moléculas. Las partículas son tan
minúsculas que no se alcanzan a distinguir ni siquiera con ayuda de los
microscopios modernos más perfectos. Pero
a la vez, en el protoplasma existen también elementos visibles. De
suerte que al unirse formando grandes montones, las moléculas proteínicas y de
otras sustancias pueden destacarse en la masa protoplasmática en forma de gotas
pequeñas, pero ya visibles al microscopio, o formando algo así como coágulos,
con una estructura determinada a los que se denomina elementos morfológicos: el
núcleo, las plastídulas, las mitocondrias, etc.
Dichos elementos
protoplasmáticos, visibles al microscopio, son, en esencia, la expresión
externa, una manifestación aparente de determinadas relaciones de solubilidad
muy complejas, de las sustancias del protoplasma. Como veremos, esta estructura
tan lábil del protoplasma cumple, sin lugar a dudas, un gran papel en el curso
del proceso vital, pero éste no puede compararse con el que desempeña la
estructura de una máquina en su trabajo específico. Y
esto se justifica plenamente, por ser la máquina y el protoplasma, en
principio, dos sistemas totalmente opuestos.
En efecto, lo que distingue la
labor de una máquina es el desplazamiento mecánico de sus partes en el espacio.
Por eso, el elemento primordial de la organización de una máquina es,
justamente, la disposición de sus piezas. El proceso vital posee un carácter
completamente diferente. Su manifestación esencial es el recambio de
sustancias, o sea, la interacción química de las diversas partes que forman el
protoplasma. Por eso, el elemento más importante de la
organización del protoplasma no es la distribución de sus partes en el espacio
(como sucede en la máquina), sino determinado orden de los procesos químicos en
el tiempo, su combinación armónica tendiente a conservar el sistema vital en su
conjunto.
El equívoco de los mecanicistas
reside sobre todo en ignorar esa diferencia. Por
afán de dar a los seres vivos la misma forma de movimiento de la materia que
poseen las máquinas, quieren establecer una igualdad entre la organización del
protoplasma y su estructura, o sea, reducen esa organización a una simple
distribución en el espacio de sus diversas partes.
Está bien claro que se
trata, lógicamente, de una interpretación unilateral, ya que toda organización
no solamente hemos de concebirla en el espacio, sino también en el tiempo.
Cuando decimos, por ejemplo, que en una asamblea hay “organización”, no es sólo
porque los que allí asisten se han distribuido en la sala en una determinada
forma, sino además porque la asamblea se rige por un reglamento y porque las
intervenciones de los oradores se harán en un orden previamente establecido.
De acuerdo con el carácter del sistema de que
se trate, se destacará en primer
lugar su organización, tanto en el espacio como en el tiempo. Porque lo que
decide en una máquina es la organización espacial; pero también conocemos
numerosos sistemas en los que sobresale en primer término la organización en el tiempo. En calidad de ejemplo de esos sistemas puede servirnos cualquier
obra musical, una sinfonía, pongamos por caso. Porque lo que determina
cualquier sinfonía es la combinación, en un orden estricto en el tiempo, de
decenas o centenares de los miles de notas que la componen. Es
suficiente salirse de la combinación armónica requerida, de este orden de
sonidos, para que desaparezca la sinfonía como tal y quede una desarmonía
convertida en un caos.
Para la formación del protoplasma es de suma
importancia la existencia de determinada y sutil estructura interna. Mas,
aparte de esto, lo decisivo en este caso es la organización en el tiempo, es
decir, cierta armonía de los procesos que se operan en
el protoplasma. Todo organismo, animal, planta o microbio,
vive sólo mientras estén pasando por él, en torrente continuo, nuevas
partículas de sustancias, impregnadas de energía. Desde el medio ambiente pasan al organismo diferentes
cuerpos químicos; y una vez dentro, son sometidos a esenciales cambios y
transformaciones, a raíz de los cuales se convierten en sustancia del propio
organismo y se tornan iguales a los cuerpos químicos que anteriormente
integraban al ser vivo. Este proceso es el que se denomina asimilación. Pero
paralelo a la asimilación se da el proceso contrario, la desasimilación. Es
decir, que las sustancias del organismo vivo no quedan inmutables, sino que se
desintegran con mayor o menor rapidez, y son remplazadas por los cuerpos
asimilados. Así, los productos de la desintegración son
expulsados al ambiente.
En efecto, la sustancia del organismo vivo
jamás permanece inmóvil, sino que se desintegra y vuelve a formarse
continuamente en virtud delas numerosas reacciones de desintegración y
síntesis, que se desarrollan en estrecho entrelazamiento. Heráclito, dialéctico
de la antigua Grecia, ya comentaba: nuestros cuerpos fluyen como un arroyo, y
de la misma manera que el agua de éste, la materia se
renueva en ellos. Claro está
que la corriente o el chorro de agua pueden mantener su forma, su aspecto
exterior durante cierto tiempo, pero esta forma no es otra cosa que la
manifestación externa de ese proceso continuo que es el movimiento de las
partículas del agua. Incluso la existencia de este sistema que acabamos de
describir depende de que por el chorro de agua pasen constantemente, con
determinada velocidad, nuevas moléculas de materia. Pero si hacemos que se
interrumpa el proceso, el chorro desaparece como tal. Y esto mismo sucede en
todos los sistemas llamados dinámicos basados en determinado proceso.
Es
incuestionable que todo ser vivo es también un sistema dinámico. Exactamente lo
mismo que en el chorro de agua, su forma y su estructura no son otra cosa que
la expresión externa y aparente de un equilibrio, extraordinariamente lábil,
formado entre procesos que en sucesión permanente se producen en ese ser vivo a
lo largo de toda su vida. No obstante, el carácter de estos procesos es
completamente distinto a lo que sucede en los sistemas dinámicos de la
naturaleza inorgánica.
Las
moléculas de agua arribaron al chorro, ya como tales moléculas de agua, y pasan
a través de él sin que se produzca alteración. Porque, el organismo, que toma
del medio sustancias ajenas a él y de naturaleza “extraña” a la suya, mediante
complejos procesos químicos, las convierte en sustancias de su propio cuerpo,
iguales a los materiales que forman su cuerpo.
Justamente,
esto es lo que crea las condiciones que permiten mantener constante la
composición y estructura del organismo a pesar de la existencia de un proceso
ininterrumpido de desintegración, de desasimilación.
Así pues,
desde el punto de vista solamente químico, el recambio de sustancias o
metabolismo es un conjunto de innumerables reacciones más o menos sencillas, de
oxidación, reducción, hidrólisis, condensación, etc. Lo que difiere en forma
específica al protoplasma, es que en él estas diversas reacciones están
organizadas en el tiempo de cierto modo, combinándose así para formar un
sistema único e integral. Está claro que estas reacciones no brotan al azar,
caóticamente, sino que se producen en sucesión rigurosa, en determinado orden
armónico.
Este orden
constituye la base de todos los fenómenos vitales conocidos. Por ejemplo, en la
fermentación alcohólica, el azúcar que proviene del líquido fermentable,
penetra en la célula de la levadura y sufre una serie de transformaciones
químicas, cuyo esquema podemos ver en la página 86. Es decir, que primero se le
incorpora el ácido fosfórico y luego se divide en dos partes. Mientras una
experimenta un proceso de reducción, la otra se oxida y se convierte,
finalmente, en ácido pirúvico, que después se descompone en anhídrido carbónico
y acetaldehído. Éste se reduce, transformándose en alcohol etílico. Así vemos,
pues, que al final el azúcar se convierte en alcohol y anhídrido carbónico.
Así vemos que lo que determina en la célula
de la levadura la producción de estas sustancias es que en ella se observa con extraordinario rigor la sucesión ordenada de
todas las reacciones indicadas en el esquema. De tal forma
que si sustituyésemos en esta cadena de transformaciones aunque sólo fuese un
eslabón o si alterásemos en lo más mínimo el orden de sucesión de las
transformaciones indicadas, ya no obtendríamos alcohol etílico, sino otra
sustancia completamente distinta. En efecto, en las bacterias
de la fermentación láctica el azúcar experimenta al comienzo las mismas
modificaciones que en la levadura. Pero una vez que se forma el ácido pirúvico, éste ya no se descompone,
sino que, por el contrario, se reduce inmediatamente. He aquí la razón por la
que en las bacterias de la fermentación láctica el azúcar no se convierte en
alcohol etílico, sino en ácido láctico (esquema de la página ¿?¿?¿).
El estudio
detallado de la síntesis de diferentes sustancias en el protoplasma demuestra
que estas sustancias no surgen de golpe, provenientes de un acto químico
especial, sino que son el resultado de una larga cadena de transformaciones
químicas.
Para que
se constituya un cuerpo químico complejo, propio de un determinado ser vivo, es
necesario que muchas decenas, centenares e incluso miles de reacciones se
produzcan en un orden “regular”, rigurosamente previsto, base de la existencia
del protoplasma.
Porque
cuanto más compleja es la sustancia, mayor es el número de reacciones que
intervienen en su formación dentro del protoplasma y con tanto mayor rigor y
exactitud deben conjugarse estas reacciones entre sí. En
efecto, según se ha demostrado en investigaciones
recientemente realizadas, en la síntesis de las proteínas a partir de los
aminoácidos toman parte muchas reacciones, que se producen en ordenada
sucesión. Únicamente, y debido a la rigurosa armonía, a la ordenada sucesión de
estas reacciones, en el protoplasma vivo se produce ese ritmo estructural, esa
regularidad en la sucesión de los aminoácidos, que observamos en las proteínas
actuales.
Por consiguiente, las moléculas proteínicas,
así originadas y poseedoras de determinada estructura se agrupan entre sí,
impulsadas por ciertas leyes, para formar enjambres moleculares más o menos importantes o verdaderos
agregados moleculares que acaban por separarse de la masa protoplasmática y se
destacan como elementos morfológicos, visibles al microscopio, como formas
protoplasmáticas dotadas de gran movilidad. Por tanto, la composición química
propia del protoplasma, como su estructura, son, hasta cierto punto, la
manifestación del orden en que se producen los procesos químicos que
permanentemente se están efectuando en la materia viva.
Pues bien, ¿de qué depende ese
orden, propio de la organización del protoplasma? ¿Cuáles son sus causas
inmediatas? Un estudio detallado de este problema nos
demostrará que el orden indicado no es algo externo, independiente de la
materia viva, como creían los idealistas; al contrario, actualmente sabemos muy
bien que la velocidad, la dirección y la concatenación de las distintas
reacciones, todo eso que forma el orden que estamos viendo, depende
absolutamente de las relaciones físicas y químicas establecidas en el
protoplasma vivo.
El
fundamento de todo ello lo constituyen las propiedades químicas de las
sustancias que integran el protoplasma, ante todo, y de las sustancias
orgánicas que hemos descrito y examinado en los capítulos anteriores. Dichas
sustancias están provistas de gigantescas posibilidades químicas y pueden dar
las reacciones más variadas. Pero estas posibilidades son aprovechadas por
ellas con increíble “pereza”, con mucha lentitud, en ocasiones con una
velocidad insignificante. Muchas veces, para que se produzca alguna de las
reacciones que se dan entre las sustancias orgánicas, se necesitan muchos meses
y, a veces, hasta años. Por esa razón, los químicos usan a menudo en su trabajo
diferentes sustancias de acción enérgica, ácidos y álcalis fuertes, etc., con
el fin de fustigar, como si dijéramos, de acelerar el proceso de las reacciones
químicas entre las sustancias orgánicas.
Para
lograr ese aceleramiento de las reacciones químicas, cada vez se recurre más
seguido al uso de los llamados catalizadores. Pues desde hace mucho se había
notado que bastaba añadir a la mezcla donde se estaba efectuando una reacción,
una dosis insignificante de algún catalizador para que se produjera un enorme
aceleramiento de la misma. Por otra parte, lo que distingue a los catalizadores
es que no se destruyen en el curso de la reacción, y una vez concluida ésta,
vemos que queda una cantidad de catalizador exactamente igual a la que fue
añadida al principio. De tal manera que bastan a veces cantidades muy pequeñas
de catalizador para provocar la rápida transformación de masas muy
considerables de distintas sustancias. Esta propiedad es muy utilizada hoy día
en la industria química, donde se ocupan como catalizadores diferentes metales,
sus óxidos, sus sales y otros cuerpos inorgánicos y orgánicos.
Las
reacciones químicas que se presentan en los animales y en los vegetales entre
las diferentes sustancias orgánicas se efectúan con increíble velocidad. De no
ser así, la vida no podría transcurrir tan vertiginosamente como en realidad
transcurre. Como ya es sabido, la gran velocidad de las reacciones químicas que
se producen en el protoplasma se debe a que en él siempre se encuentran
presentes unos catalizadores biológicos especiales llamados fermentos.
Los
fermentos fueron descubiertos hace tiempo, y ya desde mucho antes los hombres
de ciencia habían reparado en ellos. Pues resultó que los fermentos podían
sacarse del protoplasma vivo y separarse en forma de solución acuosa o incluso
como polvo seco fácilmente soluble. Hace poco se obtuvieron fermentos en forma
cristalina y fue resuelta su composición química. Todos ellos resultaron ser
proteínas, combinadas a veces con otras sustancias de naturaleza no proteínica.
Mas por el carácter de su acción, los fermentos son muy parecidos a los
catalizadores inorgánicos. No obstante, se distinguen de ellos por la
extraordinaria intensidad de sus efectos.
En este
aspecto, los fermentos sobrepasan en centenares de miles e incluso en millones
de veces a los catalizadores inorgánicos de acción. Por tanto, en los fermentos
de naturaleza proteínica se produce un mecanismo extraordinariamente perfecto y
muy racional para acelerar las reacciones químicas entre las sustancias
orgánicas.
Además,
los fermentos se distinguen por la excepcional especificidad de su acción.
Naturalmente,
la causa de esto radica en las particularidades del efecto catalítico de las
proteínas; pues la sustancia orgánica (el sustrato) que se altera durante el
proceso metabólico, forma primero que nada, una unión complicada de muy corta
duración con la correspondiente proteína-fermento. Esta unión compleja es
inestable, pues con mucha rapidez sufre diferentes transformaciones: el
sustrato experimenta los cambios correspondientes y el fermento se regenera,
pudiendo volver a unirse a otras porciones del sustrato.
Por
consiguiente, para que cualquier sustancia del protoplasma vivo pueda tener
participación realmente en el metabolismo, debe combinarse con una proteína y
constituir con ella una unión compleja. De lo contrario, sus posibilidades
químicas se realizarán con tanta lentitud que les quitará toda importancia para
el impetuoso proceso de la vida. Es por eso que la forma en que se modifica
cualquier sustancia orgánica en el curso del metabolismo, no depende únicamente
de la estructura molecular de esa sustancia y de las posibilidades químicas que
ella encierra, sino también de la acción fermentativa específica de las
proteínas protoplasmáticas encargadas de conducir esa sustancia al proceso
metabólico general.
Los
fermentos no son sólo un poderoso acelerador de los procesos químicos que sufre
la materia viva; son al mismo tiempo un mecanismo químico interno, gracias al
cual esos procesos son llevados por un cauce bien concreto. La gran
especificidad de las proteínas-fermentos logra que cada una de ellas forme uniones
complejas solamente con sustancias bien determinadas y catalice tan sólo
ciertas reacciones. Por esta razón, al producirse éste o el otro proceso vital,
y con mayor razón todavía, al verificarse todo el proceso metabólico, entran en
acción centenares, miles de proteínas-fermento diferentes. Cada una de estas
proteínas puede catalizar con carácter específico una sola reacción, y sólo el
conjunto de las acciones de todas ellas, combinadas de un modo muy preciso,
permitirá ese orden regular de los fenómenos que constituye la base del
metabolismo.
Usando en
nuestros laboratorios los diversos fermentos específicos obtenidos del
organismo vivo, podemos reproducir aisladamente las distintas reacciones
químicas, los diferentes eslabones del proceso metabólico. Esto nos ayuda a
desenredar el enmarañado ovillo de las transformaciones químicas que se
producen durante el metabolismo, en el cual se mezclan miles de reacciones
individuales. Mediante este procedimiento podemos descomponer el proceso
metabólico en sus distintas etapas químicas, podemos analizar, no sólo las
sustancias que forman la materia viva, sino además los procesos que se realizan
en ella. De este modo, A. Baj, V. Palladin y, luego, otros investigadores
consiguieron demostrar que la respiración, típico proceso vital, se basa en una
serie de reacciones de oxidación, reducción, etc., que se van produciendo con
todo rigor en determinado orden y cada una de las cuales es catalizada por su
fermento específico. Lo mismo fue demostrado por S. Kóstichev, A. Liébedev y
otros autores en lo que se refiere a la química de la fermentación.
Actualmente,
ya hemos pasado del análisis de los procesos vitales a su reproducción, a su
síntesis. Así, combinando en forma muy precisa en una solución acuosa de azúcar
una veintena de fermentos diferentes, obtenidos de seres vivos, podemos
reproducir los fenómenos de la fermentación alcohólica. En este líquido, donde
se encuentran disueltas numerosas proteínas distintas, las transformaciones del
azúcar se verifican en el mismo orden regular que siguen en la levadura viva,
aunque en este caso no existe, por supuesto, ninguna estructura celular.
En el presente ejemplo el orden
de las reacciones viene determinado por la composición cualitativa de la mezcla
de fermentos. Pero en el organismo también existe una regulación rigurosamente
cualitativa de la acción catalítica de las proteínas. Regulación
que se fundamenta en la extraordinaria sensibilidad de
los fermentos a las influencias de distinta naturaleza. La verdad es que no hay
factor físico o químico, ni sustancia orgánica o sal inorgánica que, en una u
otra forma, influya sobre el curso de las reacciones fermentativas. Cualquier
aumento o baja de la temperatura, toda modificación de
la acidez del medio, del potencial oxidativo, de la composición salina o de la
presión osmótica, cambiará la correlación entre las velocidades de las
diferentes reacciones fermentativas alterando así su concatenación en el
tiempo. Aquí se sustentan las premisas de esa unidad entre el organismo y el medio,
tan característica de la vida, a la cual I. Michurin proporcionó en sus
trabajos una amplia base científica.
Esa especial organización de la
sustancia viva tiene, en las células de los organismos actuales, una gran
influencia sobre el orden y la dirección de las reacciones fermentativas que
forman la base del proceso metabólico. Al agruparse entre sí las proteínas
pueden separarse de la solución general y lograr distintas estructuras
protoplasmáticas dotadas de gran movilidad. No cabe duda de que sobre la superficie de estas
estructuras se concentran muchos fermentos.
Las
investigaciones realizadas por el Instituto de Bioquímica de la Academia de
Ciencias de la URSS han puesto de relieve que esta unión entre los fermentos y
las estructuras protoplasmáticas no sólo influye en forma sustancial sobre la
velocidad, sino también sobre la dirección de las reacciones fermentativas. Lo
cual estrecha más aún, la relación entre el metabolismo y las condiciones del
medio ambiente. Muchas veces sucede que cualquier factor, que por sí solo no
ejerce ninguna influencia sobre el trabajo de los diversos fermentos, altera
totalmente el equilibrio entre la desintegración y la síntesis al modificar la
capacidad ligadora de las estructuras proteínicas del protoplasma, sumamente
sensibles a estas influencias.
De este modo, ese orden, tan propio de la
organización del protoplasma, se basa en las propiedades químicas de las
sustancias que forman la materia viva.
La inmensa variedad de
sustancias existentes y su inmensa capacidad de dar origen a reacciones
químicas, contienen la posibilidad de infinitos cambios y transformaciones
químicas. Sin embargo, en el protoplasma vivo estas
transformaciones están regidas por una serie de factores externos e internos:
la presencia de todo un juego de fermentos; su relación cualitativa; la acidez
del medio; el potencial de óxido-reducción; las propiedades coloidales del
protoplasma y su estructura, etc. Cada sustancia que aparece en el protoplasma,
cada estructura que se separa de la masa protoplasmática general, todo eso
altera la rapidez y la dirección de las diversas reacciones químicas y, por
tanto, influye sobre todo el orden de los fenómenos vitales en su conjunto.
Nos encontramos entonces, frente a un círculo
de fenómenos que se entrelazan unos con otros y que
están estrechamente relacionados entre sí. El orden regular
de las reacciones químicas, propio del protoplasma vivo, da origen a la
formación de determinadas sustancias, de ciertas condiciones físicas y químicas
y de diferentes estructuras morfológicas. Pero todos estos fenómenos –la
composición del protoplasma, sus propiedades y estructura-, una vez presentes,
empiezan a su vez a actuar como factores determinantes de la velocidad, de la
dirección y de la concatenación de las reacciones que se verifican en el
protoplasma y, por tanto, también del orden regular que originó esa composición
y esa estructura del protoplasma.
Pues bien, el orden mencionado
sigue una determinada dirección, tiende a un determinado fin, y esta circunstancia,
propia de la vida, es de gran importancia, porque manifiesta una diferencia de
principio entre los organismos vivos y todos los sistemas del mundo inorgánico.
Los centenares de miles de reacciones
químicas que se efectúan en el protoplasma vivo, no solamente están
rigurosamente coordinados, en el tiempo, ni sólo se combinan armónicamente en
un orden único, sino que todo este orden tiende a un mismo fin: a la
autorrenovación, a la autoconservación de todo sistema vivo en su conjunto, en
consonancia con las condiciones del medio ambiente.
Precisamente por eso el protoplasma es un
sistema dinámico estable y, pese al constante proceso de desintegración
(desasimilación) que en él se efectúa, conserva de
generación en generación la organización que le es propia. Por eso todos los
eslabones de esta organización pueden ser estudiados y comprendidos por
nosotros con la ayuda de las leyes físicas y químicas. De esta manera, podemos
saber por qué se originan en el protoplasma esta o
aquella sustancia o estructura y en qué forma esta sustancia o esta estructura
influyen sobre la velocidad y la sucesión de las reacciones químicas, o sobre
la correlación entre la síntesis y la desintegración, o sobre el crecimiento y
la morfogénesis de los organismos, etc.
Mas el conocimiento de las
leyes citadas y el estudio del protoplasma en su aspecto actual no nos
permitirán jamás, por sí solos, contestar a la pregunta de por qué todo este
orden vital es como es, por qué es tan “armónico”, por qué está en
consonancia con las condiciones del medio. Para
contestar a estas preguntas es necesario estudiar la materia en su desarrollo
histórico. No hay duda respecto a que la vida ha surgido, durante este
desarrollo, como una forma nueva y más compleja de organización de la materia
regida por leyes de orden muy superior a las que imperan sobre la naturaleza
inorgánica.
Solamente la unidad dialéctica del organismo
y el medio, que únicamente hubo de surgir sobre la base de la formación de
sistemas individuales de orden plurimolecular, fue lo que determinó la
aparición de la vida y todo su desarrollo ulterior en la Tierra.
Origen de los organismos
primitivos
Los coacervados que surgieron por primera vez en las
aguas de los mares y océanos todavía no poseían vida. No obstante, ya desde su
aparición llevaban latente la posibilidad de dar origen, en ciertas condiciones
de desarrollo, a la formación de sistemas vivos primarios.
Como ya vimos en los capítulos anteriores,
tal situación también se observa en todas las etapas anteriores de la evolución
de la materia. En las increíbles propiedades de los átomos de carbono de los
cuerpos cósmicos se encontraba latente ya la posibilidad de formar
hidrocarburos y sus derivados más simples. Estos, gracias a la conformación
especial de sus moléculas y a las propiedades químicas de que estaban dotados,
tuvieron que transformarse forzosamente, en las tibias aguas del océano
primitivo, en diferentes sustancias orgánicas de elevado peso molecular,
originando, en particular, los cuerpos proteinoides. De igual manera las
propiedades de las proteínas encerraban ya la posibilidad de originar
coacervados complejos. De ahí que a medida que iban desarrollándose y
haciéndose más complejas, las moléculas proteínicas tuvieron que agruparse y
separarse de las soluciones en forma de gotas coacerváticas.
En esta individualización de
las gotas en relación con el medio externo –en la formación de sistemas
coloidales de tipo individual-, encontrábase implícita la garantía de su
ulterior desarrollo. Diríase que incluso gotas que habían
aparecido al mismo tiempo en la solución acuosa se
distinguían en cierta forma unas de otras por su composición y por su
estructura interna. Y estas particularidades individuales de la organización
físico-química de cada gota coacervática ponían su sello a las transformaciones
químicas que se efectuaban precisamente en ella. La
existencia de tales o cuales sustancias, la presencia o ausencia de
catalizadores inorgánicos muy simples (hierro, cobre, calcio, etc.); el grado
de concentración de las sustancias proteínicas o de otras sustancias coloidales
que integraban el coacervado y, por último, una determinada estructura, aunque
fuese muy inestable, todo ello se dejaba sentir en la velocidad y la dirección
de las diferentes reacciones químicas que se producían en esa gota
coacervática, todo ello imprimía un carácter específico a los procesos químicos
de la misma. De esta forma se iba notando cierta
relación entre la estructura individual u organización de esa gota y las
alteraciones químicas que se producían en ella mediante las condiciones
concretas del medio circundante.
Dichas transformaciones eran
distintas en las diferentes gotas. Esto, en primer lugar.
En segundo lugar, debe tomarse en
consideración la circunstancia de que las diversas reacciones químicas, que en forma más o menos desordenada se producían en la gota
coacervática, no cesaron de desempeñar su papel en la suerte ulterior del
coacervado. Desde este punto de vista, algunas de esas
reacciones tuvieron una influencia positiva, fueron útiles, coadyuvaron a hacer
más estable el sistema en cuestión y a alargar su existencia. Por el contrario, otras fueron perjudiciales,
observaron un carácter negativo y condujeron a la destrucción, a la
desaparición de nuestro coacervado individual.
Al
parecer, se desprende que la propia formación de sistemas individuales facilitó
la aparición de relaciones y de leyes totalmente nuevas. En otras palabras, en
una simple solución homogénea de sustancia orgánica, los conceptos “útil” y “perjudicial”
no tienen sentido, pero aplicados a sistemas individuales adquieren una
significación muy real, puesto que los fenómenos a que se refieren determinan
la suerte ulterior de estos sistemas.
Así,
mientras la sustancia orgánica permanecía fundida completamente en el medio
circundante, mientras se encontraba diluida en las aguas de los mares y océanos
primitivos, podíamos observar la evolución de esa sustancia en su conjunto,
cual si formase un todo único. Mas apenas la sustancia orgánica se reúne en
determinados puntos del espacio, formando coacervados, en cuando estas
estructuras se separan del medio ambiente por límites más o menos claros y
logran cierta individualidad, inmediatamente se crean nuevas relaciones, más
complejas que las anteriores. Desde ese instante, la historia de cualquiera
de esos coacervados pudo variar esencialmente en relación con la historia de otro sistema individual análogo,
adyacente a él. Lo que ahora determinará su destino serán las relaciones entre
las condiciones del medio ambiente y la propia estructura específica de la gota
que, en sus detalles, es exclusiva de ella, pudiendo ser algo diferente en las
otras gotas, pero al mismo tiempo específica para cada gota individual.
¿Cuáles
fueron las causas que permitieron la existencia individual de cada una de esas
gotas en las condiciones concretas del medio ambiente? Supongamos que en alguno
de los depósitos primitivos de agua de nuestro planeta se formaron coacervados
al mezclarse con diferentes soluciones de sustancias orgánicas de elevado peso
molecular. Pero veamos cuál pudo haber sido el destino
de cualquiera de ellos. Digamos, pues, que en el océano primitivo de
la Tierra, el coacervado no se encontraba sencillamente sumergido en agua, sino
que se hallaba en una solución de distintas sustancias orgánicas e inorgánicas.
Dichas sustancias
eran absorbidas por él, después de lo cual empezaban a manifestarse reacciones
químicas entre esas sustancias y las del propio coacervado. Por consiguiente,
el coacervado iba creciendo.
Mas, junto
a estos procesos de síntesis, en la gota se producían también procesos de
descomposición, de desintegración de la sustancia. Es decir, que la rapidez de
uno y otro proceso estaba determinada por la concordancia entre las condiciones
del medio externo (temperatura, presión, acidez, etc.) y la organización
físico-química interna de la gota. Pues bien, la correlación entre
la velocidad de los procesos de síntesis y de desintegración no podía ser
indiferente para el destino ulterior de nuestra forma coloidal.
En efecto, podía ser útil o perjudicial,
podía influir en forma positiva o negativa en la existencia misma de nuestra
gota e incluso en la posibilidad de su aparición.
Sólo pudieron subsistir durante un tiempo más
o menos prolongado los coacervados que poseían cierta estabilidad dinámica,
aquellos en los que la velocidad de los procesos de síntesis predominaba sobre
la de los procesos de desintegración, o por lo menos se equilibraba con ella.
Al revés sucedía con las gotas cuyas modificaciones químicas tendían
fundamentalmente en las condiciones concretas del medio circundante hacia la
desintegración, es decir, que estaban condenadas a desaparecer más o menos
pronto o ni siquiera alcanzaban a formarse. De todas maneras, su historia
individual se detenía relativamente pronto, razón por la cual ya no podrían
desempeñar un papel importante en la evolución ulterior de la sustancia
orgánica. Esta función sólo podrían realizarla las formas coloidales dotadas de
estabilidad dinámica. Cualquier pérdida de esta estabilidad llevaba a la muerte
rápida y a la destrucción de tan “desafortunadas” formas orgánicas.
Consecuentemente,
esas gotas mal organizadas se desintegraban, y las sustancias orgánicas que
contenían volvían a dispersarse por la solución y se integraban a ese sustento
general del que se alimentaban las gotas coacerváticas más “afortunadas”, mejor
organizadas.
Además,
aquellas gotas en las que la síntesis predominó sobre la desintegración, no
sólo debieron conservarse, sino también aumentaron de volumen y de peso, es
decir, crecieron. Así fue como se produjo un aumento gradual de proporciones de
aquellas gotas que tenían justamente la organización más perfecta para las
condiciones de existencia dadas. Pues bien, cada una de esas gotas, al crecer sólo
por influencia de causas puramente mecánicas debieron dividirse en diferentes
partes, en varios trozos. Las gotas “hijas” formadas de este modo tenían casi
igual organización físico-química que el coacervado del cual procedían. Pero
desde el momento de la división, cada una de ellas tendría que continuar su
camino, en cada una de ellas tendrían que comenzar a verificarse modificaciones
propias que harían mayores o menores sus posibilidades de subsistir. Se
entiende, pues, que todo esto sólo pudo suceder en los coacervados cuya
organización individual, en esas condiciones concretas del medio externo les
procuraba estabilidad dinámica. Tales coacervados eran los únicos que podían
subsistir un tiempo largo, crecer y subdividirse en formas “hijas”. Cualquiera
de las alteraciones que se producían en la organización del coacervado bajo el
influjo de las variaciones constantes del medio externo, sólo podía resistirlas
aquél en el caso de que reuniera las condiciones arriba indicadas, es decir,
solamente si elevaba la estabilidad dinámica del coacervado en aquellas
condiciones concretas de existencia.
Por esto,
al mismo tiempo que aumentaba la cantidad de sustancia organizada, a la vez que
crecían las gotas coacerváticas en la superficie de la Tierra, se alteraba también
constantemente la calidad de su propia organización, y estas modificaciones se
producían en determinado sentido, justamente en el sentido que llevaba a un
orden de los procesos químicos que debían asegurar la autoconservación y la
autorrenovación constante de todo el sistema en su conjunto.
Justamente,
y a la vez que aumentaba la estabilidad dinámica de nuestras formas coloidales,
su desarrollo ulterior debía inclinarse también hacia un incremento del propio
dinamismo de estos sistemas, hacia la aceleración de la velocidad de las
reacciones que se producían en ellos. Se comprende muy bien que estos
coacervados dinámicamente estables poseían, gracias a su capacidad recién
lograda de transformar más rápidamente las sustancias, grandes ventajas sobre los
otros coacervados que flotaban en la misma solución de cuerpos orgánicos. Esta
capacidad les permitía asimilar en forma más rápida esos cuerpos orgánicos,
crecer con mayor rapidez y, por eso, en el conjunto general de los coacervados,
su significación y la de su descendencia se hacía cada vez mayor.
Efectivamente,
los coacervados orgánicos más sencillos, con su inestable estructura elemental,
tarde o temprano debieron desaparecer de la faz de la tierra, seguramente se
desintegraron y retornaron a la solución primitiva. Así, sus descendientes más
inmediatos, que ya poseían cierta estabilidad también habrían de retrasarse
pronto en su desarrollo si no lograban al mismo tiempo la capacidad de llevar a
cabo rápidamente las reacciones químicas. Solamente podían seguir creciendo y
desarrollándose las formas en cuya organización se habían producido cambios
esenciales que aumentaban en gran forma la velocidad de las reacciones químicas
y les otorgaba cierta coordinación, cierto orden.
Como ya
vimos en el capítulo anterior, los fermentos son esos elementos químicos
internos que impulsan, aceleran y orientan el curso de los procesos que se
producen en el protoplasma vivo. Hace poco se ha podido afirmar que la fuerza
extraordinaria de la acción catalítica de los fermentos y su asombrosa
especificidad obedecen a una estructura especial de las proteínas que los
componen.
Los
fermentos son cuerpos complejos en los que se mezclan sustancias que poseen
actividad catalítica y proteínas específicas, las cuales incrementan en alto
grado esa actividad. Podemos tomar como ejemplo la catalasa, fermento cuya
función en el protoplasma vivo consiste en acelerar la descomposición del
peróxido de hidrógeno en oxígeno y agua. Esta reacción es susceptible de
acelerarse por la simple presencia de hierro inorgánico, pero la acción de éste
en tal caso es muy débil. Pero combinando el hierro con una sustancia orgánica
especial (el pirrol), podemos lograr que ese efecto sea casi mil veces mayor.
El fermento natural, la catalasa, también contiene hierro combinado con pirrol,
pero su efecto es casi diez millones de veces mayor que el de esa combinación,
porque la catalasa, con el hierro y el pirrol, combina, también, una proteína
específica.
Por tanto,
tenemos que un miligramo de hierro de la catalasa puede remplazar por su efecto
catalítico a diez toneladas de hierro inorgánico. ¡Pero a pesar de todo el
perfeccionamiento de nuestra técnica industrial, aún no hemos logrado el nivel
de “racionalización” logrado por la naturaleza viva!
Naturalmente,
este incremento de la acción catalítica se debe a la estructura específica de
las proteínas-fermentos, a que en éstas se combinan con extraordinaria
perfección grupos activos y grupos activadores. De ahí que por sí solas, las
diferentes partes del fermento ejercen una acción catalítica débil.
Sin
embargo, la alta potencia del fermento sólo se obtiene cuando estas partes se
combinan entre sí de una manera muy precisa. Pues es un hecho que esa
combinación de los grupos citados que nos ofrecen los fermentos y esa relación,
tan propia de ellos, que hay entre su estructura química y la función
fisiológica, sólo pudieron originarse a raíz de un constante perfeccionamiento
de esos sistemas y la adaptación de su estructura a la función que desempeña en
las condiciones de existencia dadas.
Las
innumerables transformaciones de las sustancias orgánicas, primero en la
solución acuosa y después en las formas coloidales primitivas, se daban con
relativa lentitud. La rapidez de las diferentes reacciones sólo pudo lograrse
gracias a la acción de catalizadores inorgánicos (sales de calcio, de hierro,
de cobre, etc.), tan abundantes en las aguas del océano primitivo.
En las
formaciones coloidales individuales, estos catalizadores inorgánicos comenzaron
a combinarse de mil formas con diversos cuerpos orgánicos. De todas estas
combinaciones, unas podían ser acertadas, pues lograban incrementar el efecto
catalizador de sus componentes por separado; otras podían ser desafortunadas,
ya que podían reducir ese efecto, y, por tanto, aminorar el dinamismo general
de todo el sistema. Pues bien, bajo la influencia del medio
exterior, estas últimas se destruían sistemáticamente,
desaparecían de la faz de la Tierra. De ahí que para el desarrollo ulterior sólo permanecían las que cumplían
sus funciones con la mayor rapidez y del modo más racional.
A raíz de
ese proceso evolutivo, los catalizadores inorgánicos, los más simples, que en
la solución de sustancias orgánicas primitivas aceleraban en bloque grupos
enteros de reacciones análogas, al llegar a nuestras formas coloidales fueron
remplazados poco a poco por fermentos más complejos, pero al mismo tiempo más
perfectos, dotados no sólo de gran actividad, sino, además, de un efecto muy
específico, mediante el cual sólo ejercían su acción sobre determinadas
reacciones. Se comprenden fácilmente las enormes ventajas que traía la
aparición de tales combinaciones químicas para la organización general de los
procesos que tenían lugar en esas formas coloidales.
Desde
luego, la evolución de los fermentos puede producirse solamente en el caso de
que, junto a ella, se diese cierta regulación, cierta coordinación de las
distintas reacciones fermentativas. Pues todo aumento sustancial de la
velocidad de tal o cual reacción únicamente podía afirmarse en el proceso
evolutivo si significaba un adelanto desde este punto de vista, si no alteraba
el equilibrio dinámico de todo el sistema, si, por el contrario, contribuía a
aumentar el orden interno en la organización de la forma coloidal dada.
En los primeros coacervados, esta
coordinación entre las distintas reacciones químicas era todavía muy débil. Las
sustancias orgánicas que llegaban del exterior y los productos intermediarios
de la desintegración todavía podían sufrir en ellos transformaciones químicas
en sentidos muy opuestos. Lógicamente en las primeras etapas del desarrollo de
los coacervados, estas síntesis desordenadas también podían ayudar a la
proliferación de la sustancia organizada. No obstante, en estos casos, la
organización de los sectores colida-les que se iban formando se trocaba
constantemente y se encontraba seriamente amenazada del peligro de
desintegración, de autodestrucción. Así, nuestros sistemas coloidales llegaron
a poseer una estabilidad dinámica relativamente permanente sólo cuando los
procesos de síntesis producidos en ellos se coordinaron entre sí, cuando en
esos procesos se logró cierta repetición regular, cierto ritmo.
En el
proceso de desarrollo de los sistemas coloidales individuales, lo que ofrecía
más interés no eran las diversas combinaciones que se producían en ellos en
forma accidental, sino la repetición constante de una determinada combinación,
la aparición de cierta concordancia en las reacciones, que aseguraba la
síntesis regular de esa combinación en el transcurso de la proliferación de la
sustancia organizada. De este modo surgió ese fenómeno que hoy denominamos
“capacidad de regeneración de protoplasma”.
Basándose
en esto se originó cierta estabilidad en la composición de nuestros sistemas
coloidales. Sobre todo, ese ritmo de la síntesis repetido con regularidad, del
que acabamos de hablar, se vio al mismo tiempo expresado en forma nítida en la
estructura de las sustancias proteínicas. La concordancia de las numerosas
reacciones de síntesis, que en su conjunto llevaron a la formación de la
molécula proteínica, excluida la posibilidad de que se combinasen en cualquier
orden los diversos eslabones de la cadena polipeptídica. Por lo cual, la
disposición arbitraria de los residuos de aminoácidos propia de las sustancias
albuminoideas primitivas, fue paulatinamente dando paso a una estructura más
precisa de la micela albuminoidea.
Esta
estabilidad de la composición química de las formas coloidales individuales
originó cierta estabilidad estructural de las mismas. Las proteínas poseedoras
de una determinada estructura, propia de cada sistema coloidal, ya no se
mezclan entre sí al azar, sino con precisa regularidad. Por esa razón, en el proceso evolutivo de los
coacervados primitivos, su estructura inestable, fugaz, demasiado dependientes
de las influencias accidentales del ambiente, debió remplazarse por una
organización espacial dinámicamente estable que les asegurase el predominio de
las reacciones fermentativas de síntesis sobre las de desintegración.
Así fue
como se logró esa concordancia entre los diferentes fenómenos, esa adaptación
–tan propia de la organización de todos los seres vivos- de la estructura
interna al cumplimiento de determinadas funciones vitales en las condiciones
concretas de existencia.
El estudio
de la organización de las formas vivas más sencillas que existen en la
actualidad, nos permite seguir el proceso de complicación y perfeccionamiento
gradual de la organización de las estructuras descritas más arriba. Por último,
ese proceso condujo a la aparición de una forma cualitativamente nueva de
existencia de la materia.
De esta
manera se produjo ese “salto” dialéctico que trajo la aparición de los seres
vivos más simples en la superficie de la Tierra.
La
estructura de esos sencillísimos organismos primitivos ya era mucho más
perfecta que la de los coacervados, pero, no obstante esto, era
incomparablemente más simple que la de los seres vivos más sencillos de
nuestros días.
Aquellos
organismos no poseían aún estructura celular, la cual surgió en una etapa muy
posterior del desarrollo de la vida.
Fueron
transcurriendo años, siglos, milenios. La estructura de los seres vivos se iba
perfeccionando y se adaptaba más y más a las condiciones en que se desarrollaba
la vida. La organización de los seres vivos iba siendo cada vez mayor. Al
comienzo, sólo se alimentaban de sustancias orgánicas. Pero al pasar del
tiempo, esas sustancias fueron escaseando tanto que a los organismos primitivos
no les quedó más recurso que sucumbir o desarrollar, en el proceso evolutivo,
la propiedad de formar de alguna manera sustancias orgánicas con base en los
materiales proporcionados por la naturaleza inorgánica, con base en el
anhídrido carbónico y el agua. Algunos seres vivos lo lograron, en efecto. En
el proceso gradual de la evolución lograron desarrollar la facilidad de
absorber energía de los rayos solares, de descomponer el anhídrido carbónico
con ayuda de esa energía y de aprovechar el carbono así logrado para formar en
su cuerpo sustancias orgánicas. De este modo aparecieron las plantas más
sencillas, las algas cianofíceas, cuyos restos pueden encontrarse en sedimentos
muy antiguos de la corteza terrestre.
Otros
seres vivos mantuvieron su antiguo sistema de alimentación, pero lo que ahora
les servía de alimento eran esas mismas algas cuyas sustancias orgánicas eran
aprovechadas por ellos. De este modo surgió en su forma primitiva el
mundo de los animales.
“En los
albores de la vida”, a comienzos de la era llamada eozoica, tanto las plantas
como los animales estaban representados por pequeñísimos seres vivos
unicelulares, parecidos a las bacterias, a las algas cianofíceas y a las amibas
de nuestros días. La aparición de organismos pluricelulares, constituidos por
muchas células agrupadas en un solo organismo, fue un gran suceso en la
historia del paulatino desarrollo de la naturaleza viva. Los organismos vivos
iban siendo cada vez más complejos, su diversidad era cada vez más variada. En
el transcurso de la era eozoica, que duró muchísimos millones de años, la población
del océano primitivo llegó a poseer gran variedad y sufrió enormes cambios. Las
aguas de los mares y océanos se poblaron de grandes algas, entre cuya maleza
aparecieron numerosas medusas, moluscos, equinodermos y gusanos de mar. La vida entró en una etapa nueva, en la era paleozoica. Podemos
juzgar el desarrollo de la vida en esta era por los restos fósiles de aquellos
seres vivos que poblaron la Tierra hace
muchos millones de años.
Pues hace más de quinientos millones de años
que, en ese período de la historia de la Tierra que se ha denominado período
cámbrico, la vida hallábase concentrada todavía sólo en los mares y océanos. Todavía no aparecían los vertebrados que conocemos hoy
día (los peces, los anfibios, los reptiles, las aves y las fieras).
Tampoco
existían flores, hierbas ni árboles. Sólo las algas eran las únicas plantas. En
cuanto a los animales no había más que medusas, esponjas, gusanos, anélidos,
trilobites (próximos a los cangrejos) y diversos equinodermos.
En el
período silúrico, que sustituye al cámbrico, brotaron las primeras plantas
terrestres y, en el mar, los primeros vertebrados, semejantes a las lampreas
actuales. A diferencia de los peces, aún tenían mandíbulas. Y muchos de ellos
estaban recubiertos de una coraza ósea.
Hace trescientos
cincuenta millones de años, en el período llamado devoniano, aparecieron en los
ríos y en las lagunas marinas peces auténticos, semejantes a los tiburones de
hoy día y remotos predecesores de ellos; pero todavía no existían los actuales
peces teleósteos, como la perca, el lucio o la brema.
Después de
otros cien millones de años, llega el período carbonífero y surgen en la Tierra
espesos bosques en los que crecen enormes helechos, la cola de caballo y el licopodio. Por
las riber5as de los lagos y de los ríos se arrastran innúmeros anfibios, de
distintas clases.
Y lo mismo
que los peces, estos animales desovaban en el agua. Su piel húmeda y viscosa se
secaba fácilmente al aire, efecto que les impedía alejarse por mucho tiempo de
los depósitos de agua. Pero a fines del período carbonífero aparecen ya los
primeros reptiles. Su piel córnea los preservaba de la desecación, motivo por
el cual ya no estaban ligados a los depósitos de agua y podían diseminarse
ampliamente por tierra firme. Los reptiles ya no desovaban en el agua, sino que
ponían sus huevos en la tierra.
Hace
doscientos veinticinco millones de años, se inició un nuevo período, el período
pérmico. Las filicíneas van siendo desplazadas poco a poco por los predecesores
de las coníferas actuales, surgen las palmeras del sagú. Los anfibios
primitivos ceden lugar a los reptiles, más adaptados al clima seco. Aparecen
los primeros antepasados de los “terribles lagartos” o dinosaurios, gigantescos
reptiles que en períodos posteriores dominaron sobre la Tierra. Pero aún no
habían aparecido aves ni fieras.
El reino
de los reptiles se expande por la Tierra, sobre todo en los períodos jurásico y
cretáceo. En ese tiempo hacen su aparición árboles, flores y hierbas muy
parecidos a los actuales. Los reptiles pueblan la Tierra, las aguas y el aire. Por la
superficie de la tierra caminan los terribles y gigantescos dinosaurios; surcan
el espacio los “dragones volantes” o pteranodontes; en las aguas de los mares
nadan animales carniceros, como las serpientes de mar, los ictiosaurios y los
plesiosaurios.
Hace
treinta y cinco millones de años comenzó el reino de las aves y de las fieras.
A mediados del período terciario ya habían desaparecido la mayoría de los
grandes reptiles, apareciendo innumerables especies de aves y de mamíferos, que
ocupan una posición superior entre todos los animales. Sin embargo, los
mamíferos de entonces eran muy diferentes a los actuales. Todavía no existían monos, ni caballos, ni toros, ni los renos
ni elefantes que viven en la actualidad.
En el transcurso de la segunda mitad del
período terciario, los mamíferos se van pareciendo
cada vez más a los actuales. A fines de este período existen
ya verdaderos renos, toros, caballos, rinocerontes, elefantes y diversas
fieras. Y a principios de la segunda mitad del período terciario
aparecen los monos: primero los cinocéfalos o monos inferiores, posteriormente
los antropoides o monos superiores.
Hace un millón de años, en el límite de los
períodos terciario y cuaternario (último período, que dura hasta
hoy día) aparecieron en la Tierra los pitecántropos, monos hombres que forman
el eslabón intermedio entre el mono y el hombre. Los
pitecántropos ya sabían hacer uso de los instrumentos de trabajo más sencillos.
Estos monos hombres desaparecieron. Sus sucesores fueron nuestros antepasados. Durante
el cuaternario, en los duros tiempos del último período glacial, en el siglo
del mamut y del reno boreal, ya vivía en la
Tierra hombres auténticos, que por la constitución de su cuerpo eran
iguales a los actuales.
Hemos
revisado el largo camino que siguió el desarrollo de la materia y que condujo a
la aparición de la vida en la Tierra. Al comienzo, vimos el carbono disperso en
átomos sueltos por la atmósfera incandescente de las estrellas. Después, lo
encontramos formando parte de los hidrocarburos que se formaron sobre la
superficie de la Tierra. Más adelante estos hidrocarburos dieron derivados
oxigenados y nitrogenados y se transformaron en las sustancias orgánicas más
simples. En las aguas del océano primitivo esas sustancias constituyeron
cuerpos más complejos. Surgieron
las proteínas y otras sustancias similares. Así fue como se formó el material
de que están formados los animales y los vegetales. Al principio, este material
se encontraba simplemente disuelto, pero luego se separó, formando los
coacervados. Los coacervados primitivos tenían una estructura relativamente
sencilla, mas paulatinamente se fueron efectuando en ellos cambios esenciales.
Se hicieron cada vez más complejos y su forma cada vez más perfecta, hasta que
finalmente se convirtieron en seres primitivos progenitores de todo lo vivo en
la Tierra.
La vida
siguió desarrollándose. Al comienzo, los seres vivos no poseían estructura
celular. Mas en una determinada etapa del transcurso
de la vida apareció la célula; primeramente surgieron organismos unicelulares
y, después, organismos pluricelulares, que poblaron nuestro planeta. De
esta manera la ciencia ha echado por tierra las lucubraciones religiosas acerca
del principio espiritual de la vida y el origen divino de los seres vivos.
En nuestros días, cuando ha sido estudiada
con todo detalle la organización interna de los seres vivos, tenemos razones
más que fundadas para pensar que, tarde o temprano,
lograremos reproducir artificialmente esa organización y así demostrar
fehacientemente, que la vida no es más que una forma especial de existencia de
la materia. Los éxitos logrados
últimamente por la biología soviética nos permiten confiar en que esa creación
artificial de seres vivos tan sencillos no sólo es factible, sino que se
obtendrá en un futuro cercano.
Biografia
Nació el 3 de marzo de 1894 en
Uglich (Rusia), un pequeño poblado situado a orillas del Volga, y murió en
Moscú el 21 de abril de 1980. A los diez años ya había
coleccionado su primer herbario y se había familiarizado con la teoría de la
evolución de Charles Darwin.
En 1912 ingresó a la
Universidad Estatal de Moscú donde estudió fisiología vegetal, doctorándose en
ciencias naturales en 1917. Sus primeros trabajos los realizó bajo la dirección del fisiólogo
Climent A. Timiriázev, quien había conocido personalmente a Darwin; este hecho
condicionó todo el trabajo posterior de Oparin.
En 1922,
mientras enseñaba bioquímica y fisiología vegetal en la Universidad Estatal de
Moscú, formuló una hipótesis revolucionaria, cuando en una reunión de la Sociedad de Botánica Rusa, expuso su opinión
de que los primeros organismos que aparecieron sobre la esfera terrestre lo
hicieron en un medio ambiente en el que ya preexistían sustancias químicas
consideradas actualmente como orgánicas y que, por tanto, su régimen nutritivo
era heterótrofo –es decir que se alimentaban de material elaborado por otros
seres vivos- y no les era necesario procesos de síntesis de tales sustancias. Apoyó
dicha teoría en la posibilidad de generación de compuestos orgánicos como la
glicerina, un aminoácido constitutivo de los seres vivos, a partir de la acción
de descargas eléctricas sobre mezclas de atmósferas gaseosas simples a base de
metano, amoníaco y agua. Dichas hipótesis fueron rechazadas de forma unánime,
hasta que en la década de los años cincuenta, Stanler Miller, en los Estados
Unidos, sintetizó media docena de aminoácidos con ese procedimiento. A partir
de entonces el propio Oparin y principalmente la Escuela Belga de Termodinámica
siguieron estas teorías de la evolución energética de los sistemas complejos
encaminadas a la formación de las denominadas estructuras adaptativas
biológicas.
En 1935, Oparin tuvo una destacada
participación en el establecimiento del Instituto A. N. Bakh de Bioquímica
(dependiente de la Academia de Ciencias de la URSS), del cual sería director
años más tarde, en 1946, hasta su muerte.
Fue vicepresidente de la
Federación Mundial de Trabajadores Científicos entre 1955 y 1966. Sus trabajos
de investigación sobre medicina, enzimología, alimentación y agricultura
tuvieron resonancia mundial y fueron altamente elogiados en su patria. Se
le considera como uno de los fundadores de la bioquímica soviética y un
precursor de las investigaciones sobre el origen de la vida. Sus
obras sobre este tema han estimulado la investigación y han sido traducidas a
varios idiomas. Fue nombrado Doctor Honoris Causa por la
Universidad Autónoma de México (UNAM).
NOTAS
(1) V. I. Lenin,
Cuadernos filosóficos, pág. 304. Editorial del Estado de Literatura
Política, 1947.
(2) V. I. Lenin, Materialismo
y empiriocriticismo, pág. 71, ed. En
español, Moscú, 1948.
(3) F. Engels, Dialéctica de la naturaleza.