Si Dios existiera…, Bush no.

 

SOBRE GEORGE W., GOULD Y EL “DISEÑO INTELIGENTE

 

Pablo Rieznik


 

“Señor, no he necesitado de tal hipótesis”. Respuesta del matemático, físico y astrónomo  Laplace a Napoleón cuando éste último  preguntó  sobre el lugar reservado a Dios  en el universo.

 

Un tribunal del estado de  Kansas, Estados Unidos, resolvió en noviembre pasado que las escuelas de su jurisdicción podrán introducir en los programas de la enseñanza escolar una versión del origen de la vida que cuestiona la teoría de la evolución, considerada como uno de los más grandes descubrimientos de la ciencia moderna. Antes, en julio pasado había sido el propio Bush el que se pronunció al respecto y en el mismo sentido que el tribunal de marras. Ahora, entonces,  se incluiría en los planes de estudio una variante la doctrina del llamado “creacionismo”, propiciada por grupos religiosos que encarnan la ya antigua oposición clerical al planteo hecho célebre en el siglo XIX por Charles Darwin.

 

Los niños, entonces, para aprender de donde venimos deberían no ir a los libros del saber científico sino a la Biblia para darse cuenta que Dios creo el universo en 6 días, que el hombre no “desciende” del mono sino que es un ser especial porque tiene “alma”, provista por el Todopoderoso. Al hombre, claro, porque la mujer vino luego para servirlo y ayudarlo –como lo recordó hace poco el hoy Papa Benedicto en un documento del Vaticano. Después de informarse sobre las virtudes de semejante Creador los niños conocerán, por supuesto, la existencia del Diablo y la necesidad de respetar a la tradición, a la familia y, claro está,…a la propiedad.

 

La intención de introducir semejantes cosas en el sistema educativo, acomodando sus contenidos al dogma oscurantista muestra que mientras el capitalismo contemporáneo se vanagloria de marchar a la “sociedad del conocimiento”, no tiene reparos en avanzar en la ruta de la mayor brutalidad cultural. La demanda para convertir a la escuela en un templo, como quieren Bush y sus amigos es un retroceso de siglos porque toda la ciencia moderna pudo desplegar sus posibilidades precisamente cuando se pudo separar de la teología. 

 

Se trata, además, de un problema político de primera magnitud porque el planteo que ahora recogió el presidente yanqui es parte de una ofensiva más general. No sólo en Kansas sino en 20 de los 50 estados norteamericanos existen exigencias de diverso tipo para cuestionar el dictado de las enseñanzas elementales del darwinismo. La cruzada alcanzó tal dimensión que varios comentaristas han recordado recientemente el famoso “juicio del mono”, celebrado en 1928, cuando un maestro fue llevado a los tribunales y condenado por divulgar las “diabólicas” conclusiones de Darwin.

 

Disfraces  “pedagógicos”

 

El ataque viene ahora edulcorado porque en principio sólo se pretende dar una explicación “más”, sin prohibir la actividad pedagógica de los biólogos y porque también el viejo planteo “creacionista”  fue modernizado. No se plantea seguir a pie juntillas el texto bíblico y el asunto se presenta ahora bajo el formato de la llamada “teoría del diseño inteligente”. Se postula entonces, que la inmensa complejidad de los seres vivientes y el entramado tan sutil de los mecanismos que aseguran el metabolismo de la vida no pueden ser fruto del azar sino obra de una potencia sobrenatural.

 

Veamos preguntó alguna vez un teólogo ducho en estos manejos: si uno de nosotros encuentra un reloj en la calle, ¿tendría alguna duda al examinar la perfecta y armoniosa maquina, de que se trata del fruto previsto por alguna inteligencia? ¿Qué decir, en consecuencia, de la maravillosa relojería que se encuentra en el universo y en la emergencia de la vida misma? Muchos manuales de ciencia identifican, además, la evolución y sus resultados con la aparente perfección de algunas de las mejores obras de la naturaleza, como si fuera la perfección de una maravilloso reloj.

 

Es justamente el tema que ha tratado, ya hace algún tiempo, el más grande de los darwinistas contemporáneos, Stephen Jay Gould, en un delicioso pequeño libro llamado “El  dedo del panda – reflexiones sobre historia natural y evolución-” y  en el cual cuestiona precisamente la tendencia de muchos textos a ilustrar la evolución con ejemplos de diseños óptimos como la imitación casi perfecta de una hoja muerta por parte de una mariposa, o de una especie venenosa por parte de algún pariente comestible. Jay Gould señala que se trata de un argumento pésimo a favor de la evolución porque imita o sugiere la acción de un creador omnipotente.

 

La evolución tal como es

 

Lo cierto es que la investigación científica ha mostrado que no es la perfección ni la armonía sin más lo que muestra el mundo que habitamos. Al revés, “la verdadera prueba de la evolución se observa en las disposiciones extrañas y las soluciones singulares, que un dios sensato jamás hubiera adoptado, pero que un proceso natural, constreñido por la historia, se ve obligado a seguir”. Es precisamente el caso, entre otros, del “dedo” del oso panda, que es como se llama a una especie de deformación de un hueso de sus extremidades superiores que el animal usa como si fuera un pulgar para manipular alimentos.

 

Otro caso significativo de “imperfección” natural se verifica  en la extraña  desproporción que se revela  en la importante área que ocupan en nuestro cerebro, los dispositivos vinculados con el sentido del olfato, con relación a su utilidad para nuestra sobrevivencia. Es, sin embargo, una manifestación de que nuestros antepasados fueron ratas y roedores que muchíííísimo tiempo atrás sobrevivían mediante actividades nocturnas y se escondían durante el día. Porque en esa época unos enormes animales llamados dinosaurios eran poco amigos de estos bichos más pequeños, para quienes, viviendo en las noches, la nariz era mucho importante para orientarse que los ojos, condenados a la impotencia de la oscuridad. La línea de los seres vivos de las cuales provenimos debe rastrearse, entonces, no sólo en los ratones sino en el azar de un accidente cósmico que, terminado con los grandotes dinosaurios. 

 

La  teoría de la evolución ha puesto de relieve que el mecanismo de la selección natural y el azar se encuentran, a lo largo de un proceso muy largo en el tiempo, en la base de lo que hoy vemos como nuestro universo presente. Lo que acabamos de mencionar, el caso del panda con un  hueso adaptado a un uso necesario de un modo grosero pero muy útil  demuestra, dice Jay Gould, que las soluciones óptimas del ingeniero quedan descartadas por la historia. Son las torpezas, imperfecciones y desproporciones en la evolución de la vida las que evidencian el curso de  la propia historia de la naturaleza.

 

Es algo, por otra parte,  que no vale apenas para la biología. Las palabras, para incursionar en un terreno que sería propio de la lingüística,  nos dan pistas acerca de su historia cuando su etimología no se corresponde con sus significados actuales. Así sospechamos que los emolumentos fueron en otro tiempo el dinero que se pagaba al molinero (del latín molere, moler). El sustantivo fue evolucionando para perder su significado directo original y adaptarse a una nueva realidad, con la circulación mercantil y la creación de la moneda, pero nos da indicios sobre el cambio que surge con el devenir de los acontecimientos permitiéndonos detectar un registro del pasado, designando lo nuevo con un viejo envase.

 

Conclusión: las rarezas, en términos del presente, lo no perfecto ni óptimo como diseño, son señas de identidad de la historia, arriesga Jay Gould. La teoría de la evolución es una de las más verificadas de la historia, como la de la relatividad de Einstein, de cuyos fundamentos se cumple ahora un siglo. Como dijo Laplace, o mejor aún, parafraseándolo, no necesitamos de otra hipótesis fuera de lo que la historia nos enseña. Y nos enseña entre otras cosas los extremos de brutalidad del agotamiento de un sistema de explotación “global”.  Y que si hubiera un mundo de “diseño inteligente” los que no existirían son precisamente los criminales como Bush.

 

 

Una versión de este artículo fue publicado en “Prensa Obrera” Nº 928 del 9/12/2005